Mansión Duhalde . Isla Bird, Seychelles. 19 : 32 p.m.

 

—Y ahora, antes de pasar a la parte más interesante de la historia, si me disculpas, necesito ir al baño… —Varnet apuró su copa y, con un gesto de dolor al incorporarse, la depositó sobre la mesa.

Duhalde volvió a reparar en aquel rostro castigado, deforme, magullado por un sinfín de golpes, y se preguntó cómo se habría desarrollado aquel relato para que su invitado terminase en ese estado tan lamentable. ¿Habría sido obra de Sandra Cabrera? ¿Habría llevado ésta a cabo su venganza contratando a un matón para que acabase con la vida de Darío Varnet? El anfitrión sabía que tendría que esperar para conocer la respuesta, ahora que éste se ponía en pie como un minusválido, ahogando su dolor.

—Continúa por el pasillo a la derecha. Lo encontrarás al fondo —le indicó—. Si necesitas algo…

Podré apañármelas solo, gracias.

Duhalde se levantó, lentamente.

—Iré rellenando las copas, mientras tanto.

—Buena idea —respondió Varnet encarando la puerta con una cojera más pronunciada que la que arrastraba al llegar.

Durante la narración, Duhalde, que ahora se encaminaba al mueble bar, había mantenido toda su atención en las palabras de aquel hombre. Y hubiese ido perdiendo interés de no haber descubierto ciertas claves que, de manera indirecta, lo incluían a él mismo en la trama. Una de esas claves había surgido cuando su invitado había citado el nombre de Minerva Vancini.

El magnate sirvió coñac en ambas copas y tomó un trago, la mirada perdida más allá del ventanal, en la oscuridad de la noche sobre las luces encendidas del jardín. Aquella era la prueba irrefutable que asociaba a su invitado con la recuperación del dinero que veinte años atrás le habían robado. Pero aún quedaban por resolver ciertos detalles. Por lo pronto, parecía que Álvaro Orive era un enemigo que ambos hombres tenían en común; y eso lo acercaba afectivamente a Varnet.

Así que ahora las dudas se amontonaban en su cabeza, repitiéndose una y otra vez la más relevante de todas: ¿quién habría intentado asesinar a su invitado? ¿Esa camarera despechada o el mismo Álvaro Orive? Pero Duhalde había aprendido a ser paciente a lo largo de su intensa vida.

Tomó otro sorbo. El problema de Varnet lo implicaba a él mucho más de lo que había sospechado en un principio, de lo cual ya no le quedaba duda. Pero además, aquellas palabras al narrar la desventura de sus padres le habían despertado en la memoria aspectos de su propia vida. Aunque fueran dos hombres con pasados radicalmente distintos, Duhalde se había visto reflejado en algunos de los sentimientos de Varnet. Especialmente, porque él también había vivido la trágica y violenta muerte de sus progenitores siendo joven.

Abrió un cajón del mueble y sacó una caja de Habanos. Luego extrajo uno y lo pasó bajo su nariz, acariciándose con el cañón el recortado bigote blanco que lucía. Aspiró su olor, embargándose al mismo tiempo del aroma de sus años de juventud. Recordó que había comenzado a trabajar con su padre a temprana edad, como Varnet hiciera al lado del suyo. Sólo que, en el caso del magnate, las circunstancias habían hecho que jamás abandonase aquel camino:

Corrían los últimos años de la década de los treinta cuando la familia Duhalde se estableció en Miami. La ciudad se había recuperado de la gran depresión y Constantino Duhalde consiguió su primer trabajo en una empresa llamada Notigam Co. El padre de Jaime no tenía demasiada cultura, pero era un hombre con vistas para los negocios. Se empleó como transportista, conduciendo camiones que distribuían alcohol de importación a diferentes locales de la ciudad.  Y, hasta el momento de subir al siguiente peldaño, la versión oficial sobre su ocupación fue aquella. Nadie reveló jamás que, aparte del alcohol, las cajas que Constantino —Tino, lo llamaban allí— tomaba y dejaba aquí y allá contenían otras mercancías.

El propietario de Notigam Co. era un hombre de gran influencia política. La empresa estaba a nombre de su mujer, pero era él quien manejaba los hilos desde la sombra. Los que lo conocían bien aseguraban que aquel tipo, llamado Ray Garret, había sido en el pasado un hombre de confianza de Al Capone. Aunque otros prefirieran quitarle hierro al asunto sosteniendo que la relación de ambos se había limitado a ciertos contactos esporádicos, era cierto que Garret continuaba ejerciendo una labor ilegal en Florida, encubierta por empresas legales y contactos con altos cargos de gobierno. Quizá por eso durante aquellos años la policía no lo atosigaba lo suficiente, amén de que muchos de los agentes estuvieran comprados con su dinero.

Tino y Garret pronto congeniaron. El primero supo ganarse el respeto del segundo salvando una operación de varios miles de dólares que podría haberse saldado con la pérdida de un alijo de drogas y del correspondiente dinero de no ser porque, en un momento de sangre fría, el padre de Jaime sacó una pistola y le voló la cabeza al comprador. Quizá aquel fuera el único crimen directo que perpetró Tino en toda su carrera, aunque luego ordenase otros muchos. Ray Garret supo cómo enterrar el asunto y, al mismo tiempo, valoró las agallas de aquel anónimo empleado que se había dedicado hasta el momento a conducir la mercancía por las calles de la ciudad.

Así fue como Tino pasó a formar parte del selecto círculo de amistades de Garret.

En el año cuarenta y cinco, metió a su hijo Jaime en el negocio. Para entonces, la familia Duhalde era propietaria de una empresa a su nombre, vinculada directamente a Notigam Co., que disponía de una flota de cinco aviones y se encargaba de la importación de productos de diversos países de Latinoamérica. Jaime descubrió así, con quince años, que su padre traficaba con drogas y armas bajo el amparo de un político corrupto y que la ciudad de Miami estaba a sus pies.

Durante siete años, el joven Duhalde aprendió el oficio al lado de su progenitor. Su propio sello se expandió, levantando dos empresas más camufladas en el negocio del juego. Miami crecía, y con ella, la firma de la familia.

Ray Garret se desvinculó de cualquier participación ilegal en el año cincuenta y tres, agobiado por el cambio político y por su propia decadencia. Las cosas no eran como antes: su influencia había ido perdiendo terreno y otros grupos habían entrado en el juego del narcotráfico. Junto a él, algunos de sus “amigos” siguieron el ejemplo; no fue el caso de Tino.

Libre ya del vínculo con Notigam, Duhalde aprovechó sus contactos y la flota de aviones que poseía para ganar terreno a los recién llegados. Así consiguió cierto respeto hasta el año cincuenta y nueve, cuando la revolución cubana lo cambió todo. Entonces una nueva familia se estableció en la ciudad. Hasta ese momento todos los grupos se habían ido distribuyendo por zonas, sin violar los límites establecidos, y compraban directamente la mercancía a Duhalde. Pero la familia Cortés aterrizó con otras intenciones, y Duhalde representaba un impedimento para llevarlas a cabo.

La tensión creció en los dos primeros años de la década de los sesenta. Hubo muertos en ambas familias; y se perdió mucho dinero. Al fin, Tino decidió que lo mejor para todos sería sentarse a dialogar con Fidel Cortés. Y así lo hizo. Llegaron a un pacto en el que Miami quedaría repartida en dos mitades, una para cada familia. Los Duhalde perdían terreno, pero ganaban la paz. Las familias más pequeñas quedaban fuera del negocio o al amparo de una de las dos, si es que deseaban permanecer en la zona. Pero Miami no era tan extenso para tanto pretendiente, y Cortés sabía perfectamente lo que terminaría sucediendo.

Duhalde encendió una cerilla y la acercó al puro, dando después varias caladas seguidas. Cuando el habano comenzó a tirar, apagó el fósforo con dos latigazos de su mano. Sus padres habían sido asesinados brutalmente, quizá no con la saña con la que lo fueron los de Darío Varnet, pero con la misma sangre fría:

En el sesenta y tres, Tino y su mujer tomaron un avión privado con destino a Nueva York. El aparato despegó, pero no aterrizó en la Gran Manzana. Los cuerpos sin vida de los padres de Jaime fueron hallados semanas después. Les habían volado la cabeza. De los cuatro hermanos, tres decidieron mantenerse al margen de los negocios de su padre, una vez visto dónde les había llevado aquella empresa. Y le recomendaron a Jaime que hiciera lo mismo. Ya tenían el suficiente dinero como para vivir dignamente; no era necesario continuar en el campo de batalla. Pero él nunca fue un hombre sensato. Más bien, siempre le había dominado su impulso. Por ello, lejos de seguir aquel consejo, varios meses después de enterrar los cuerpos de sus padres decidió recibir a Fidel Cortés en su mansión.

Cortés era un viejo cubano con las ideas claras. Un tipo que sabía que la fuerza siempre gana a la razón. Aquel día, el cubano se sentó a la mesa a presentarle sus disculpas y a confesar que él había ordenado el asesinato de Tino y de su esposa. No hubiera hecho falta aquel alarde de sinceridad, puesto que todos tenían clara la autoría del crimen. Pero, con aquello, Cortés quería dejar una propuesta sobre la mesa: si la familia insistía en continuar en el negocio en Florida, tendría que hacerlo al servicio suyo. De lo contrario, la sangre seguiría corriendo, y no se detendría hasta que hubiese muerto el último de los Duhalde.

Jaime se sentó detrás del escritorio de su despacho, algo menor que el que ocupaba ahora, y abrió el primer cajón de éste mientras sostenía un puro entre sus dientes. Fidel Cortés se entretenía en encender su habano, sin prisa, confiado en que el muchacho terminaría por aceptar que lo mejor para todos era marcharse de la ciudad y no sucumbir a los deseos de unos inmigrantes sanguinarios. Pero estaba equivocado. Duhalde sacó una pistola y encañonó al viejo. Los guardaespaldas de éste desenfundaron sus armas, demasiado tarde como para evitar que varios hombres los acribillaran en una operación preparada de antemano. Cortés dejó caer el puro de su boca, con la sonrisa temblorosa, y Jaime jamás olvidaría sus últimas palabras:

—No sabes lo que has hecho, niñato. Has cavado tu tumba y la de tu familia…

A Duhalde no le tembló el pulso, ni siquiera mientras sopesaba en silencio las consecuencias que tendría seguir adelante con su venganza ciega. Recordó a sus padres: los cuerpos inertes sobre dos camillas de acero en el Anatómico Forense. Evocó la sonrisa amable de su madre, su paciencia, su dulzura. Y, después, el carácter luchador de su padre, su energía, su vehemencia. Jaime era el único de sus hermanos que la había heredado. Tenía ante sí al malnacido que les había quitado la vida y que, sin respeto, había osado reírse en su propia cara admitiéndolo y lanzando una amenaza aún mayor contra los suyos. Pero el viejo ya no sonreía. De hecho, se mostraba dubitativo. Quizá porque había descubierto en la mirada de Duhalde cierto halo de enajenación.

—Voy a terminar con todos vosotros, Cortés. Mataré a tus hijos y a tus nietos, y no pararé hasta haberos extinguido como a una plaga. Ése ha sido el motivo por el que te he invitado a mi casa. No quería que murieras sin antes saber lo que les espera a los tuyos.

El viejo tragó saliva, las manos temblorosas sobre sus piernas.

Luego, una detonación aislada puso el punto y final a la reunión. Los sesos de Fidel Cortés se desparramaron sobre la pared y la moqueta del despacho iniciando con ello una matanza que se prolongaría durante meses.

Ahora recordaba aquello y la piel se le erizaba bajo la camisa como si hubiera sucedido ayer. Había sido un impulso. En ningún momento había hecho caso a las voces internas que le advirtieron que lo mejor sería dejarlo estar; que aquello desencadenaría una guerra que arrastraría no sólo a las dos familias, sino a las que estaban asociadas a ellas.

Saboreó el tiro de su puro y lo acompañó de un sorbo de coñac. En el sesenta y tres, su primer hijo contaba ya con cuatro años. Así que tuvo que hacer salir a su esposa y al crío de la ciudad, enviándolos a España, y recomendó a sus hermanos que hicieran lo mismo antes de que se desencadenase la guerra. Pero ésta no duró demasiado. El error que había cometido Fidel Cortés le hizo previsor. La familia cubana fue cayendo en un plan bien organizado, con la ayuda de las pequeñas bandas que aún le guardaban fidelidad. Miami se tiñó de rojo, pero para el año nuevo, sólo una gran familia volvería a tener el control.

Jaime Duhalde asesinó con su propia mano a cada uno de los hijos del viejo. A veces en sus propias casas; otras, haciéndolos secuestrar previamente. La cólera lo cegaba; y las ansias de venganza. Nadie podía dañar a su familia y pretender vivir inmune. Por eso acabó personalmente con los descendientes de Fidel Cortés, y también con sus allegados. Posiblemente desde entonces, no había vuelto a apretar un gatillo. Después llegaron años de limpieza hasta que la paz se instauró definitivamente para dejar la hegemonía a la familia Duhalde durante toda la década de los setenta. Aquellos fueron los años de esplendor, tanto en los negocios como en la vida privada del magnate. Su esposa y él concibieron tres hijos más y el grueso de su fortuna se gestó en esos tiempos.

Posteriormente llegarían los ochenta, y con ellos el Éxodo del Mariel, que pobló la ciudad con ciento veinticinco mil cubanos en pocos meses. Duhalde entendió entonces lo que Ray Garret había hecho al abandonar el barco dos décadas atrás. Desembarcaban los nuevos tiempos, y él no tenía fuerzas para comenzar nuevas contiendas. Así fue como, paulatinamente, fue derivando sus actividades ilegales a hombres de confianza que quisieran continuarlas, mientras él trataba de lavar su imagen a base de donaciones y creación de nuevas empresas. Fue costoso forjarse una nueva reputación, pero al final lo consiguió.

La puerta se abrió y él se giró para descubrir a Varnet de vuelta. La vida de ambos tenía ciertas cosas en común, al fin y al cabo; eran vidas rodeadas de sufrimiento y violencia. Almas castigadas por el lado oscuro de la existencia.

Duhalde levantó la copa y se la ofreció a su invitado. Éste se aproximó. Sus ojos tenían un brillo especial ahora, y al anfitrión no le pasó por alto.

—Gracias.

—¿Un puro?—le ofreció mostrándole el suyo—. Me los traen directamente de Cuba. Viejos amigos…

—Prefiero los cigarrillos.

—Está bien…

Varnet tomó un sorbo de su copa y se fijó en uno de los retratos pintados que colgaban de la pared. En él, un Jaime Duhalde mucho más joven posaba sentado en una butaca, una pierna sobre la otra, con el codo en el reposabrazos y la mano bajo su mentón luciendo aquel sello de oro grabado. El fondo era negro, y al invitado le recordó un cartel promocional de Al Pacino en alguna de las secuelas de “El padrino”. Debía de ser cierto lo que le había contado Lucía acerca del carácter sádico de su padre con sus enemigos, dedujo de aquella imagen tragando el licor. A fin de cuentas, como dijo Balzac, detrás de cada gran fortuna hay un crimen. ¿Y qué crimen no implica cierta perversión en quien lo perpetra?

—¿Por dónde iba? —se preguntó a sí mismo, en voz alta, Varnet, desviando la mirada al suelo.

—Estábamos en la parte en la que fotografiaste al tipo de la cara quemada…

—¡Ah, sí! Es cierto. El Caraquemada…