Mansión Duhalde. Isla Bird, Seychelles. 20:42 p.m.
Un relámpago iluminó el cielo recortando brevemente la silueta de los nubarrones que se cernían sobre la isla. Momentos después, un sonoro estallido anunció la proximidad de la tormenta.
Jaime Duhalde permanecía de espaldas al balcón, la brisa húmeda soplando su coronilla. No podía apartar la mirada de los ojos vidriosos de Varnet, situado enfrente. Definitivamente, no le gustaban. Aquel tipo no era más que un alma caída; el espectro de un hombre que se había visto arrastrado a los infiernos. Ahora dependía de la droga para permanecer en pie mientras cruzaba con paso de equilibrista la fina cuerda de la muerte, un número circense que le habían preparado en venganza por su desafortunado pasado. Y pretendía salir airoso valiéndose de su ayuda. Mal negocio para el magnate.
A Duhalde le preocupaba que un hombre así pudiera tener cualquier clase de vínculo con su hija. Por eso debía de apartarlo de ella inmediatamente; desterrarlo cuanto antes. Librarse de él antes de que la estela de violencia y sangre que lo había perseguido toda su vida acabase arrastrándolos a ellos también.
Escrutó sus ojos. Desde que había regresado del baño, su actitud había ido cambiando. La timidez que mostró al llegar se había evaporado y la forma en que había ido evolucionando según avanzaba su relato era la muestra de la liberación de sus verdaderos sentimientos; de lo que contenía su espíritu. Jaime Duhalde sabía que Varnet había esnifado coca en su baño; otro motivo para detestarlo. No le gustaban los drogadictos. Siempre le habían traído problemas. Así que ahora estaba más seguro que antes de que lo que latía en el fondo de aquella mirada era ira. Una ira que, a cada palabra, iba aflorando sin tapujos.
—Así que mi dinero ha estado en tu poder durante estos veinte años… —meditó en voz alta el viejo.
Darío Varnet se reservó la respuesta, por sabida.
—Has tenido setenta millones de dólares en una cuenta y nunca lo has sabido. —Sonrió. Al fin y al cabo, resultaba irónico—. ¡Menuda putada!
—Y que lo digas.
—Dime, ¿qué duele más? ¿La paliza de Caraquemada o el resentimiento por no haber recuperado antes la memoria?
—Ahora mismo no sabría qué contestar, Jaime. Las cosas son como son. No las puedes evitar. Lo inteligente no es quedarse anclado al pasado, lamentándote, como en su día me dijo Nick. Lo inteligente es tomar medidas con vistas al futuro.
Duhalde asintió.
—Sabias palabras. —Guardó silencio, sin apartar la vista del rostro de Varnet, aprovechando para decidir cómo agarrar al toro por los cuernos—. Y tú has pensado ya qué medidas tomar, ¿no?
El invitado lo confirmó con un gesto dubitativo, fastidioso, entrecerrando los párpados y torciendo la cabeza. Algo que venía a decir: “Más o menos. El problema es que no depende totalmente de mí”.
—Por eso estás aquí…
—Sí.
—Bien. —Duhalde se puso en pie y arqueó la espalda para desentumecerse. Luego encaró el balcón y se aproximó a su puerta, despacio—. Te seré sincero, Varnet. —Se detuvo en el umbral, la vista fija en el oscuro paisaje que, cada vez con más frecuencia, se iluminaba por los relámpagos, y hundió las manos en los bolsillos del pantalón—. No me gusta nada de lo que me estás contando. Y cada palabra que va saliendo por tu boca, me va dando peor espina. Te digo esto porque llega el momento de que nos dejemos de historias y vayamos al grano. Tenías miedo de que malinterpretara algo de lo que te ha sucedido, y por eso te he escuchado con atención. Creo que no he malinterpretado nada, corrígeme si me equivoco: Fuiste un poli y ahora eres un drogadicto; y no me gusta ni una cosa ni la otra. Es más, de haberlo sabido antes, ni siquiera te habría recibido. Me da igual qué relación te una a Lucía. Me da igual que la hayas ayudado a recuperar mi dinero; o que hayas decidido involucrarte en ello para conseguir un favor por mi parte, en contraprestación, que te saque del lío en el que estás metido —conjeturó, a sabiendas de que aún faltaba la parte de la historia en la que aparecería su hija. El desenlace en el que, con toda seguridad, ambos habrían urdido un plan para robar nuevamente aquellos millones a los Orive, arriesgándose así a otra represalia de éstos. Quizá Lucía hubiera permanecido en la sombra para no exponerse a dicho peligro, y quien había dado la cara habría sido Varnet. Todo encajaba. Eso explicaba que la chica hubiese decidido recompensarle enviándolo a su padre, pues sólo éste podía protegerlo de una nueva venganza y resolver al mismo tiempo, como pago por el favor, sus conflictos personales. Además, Duhalde estaba ahora en deuda doblemente: por el reembolso del dinero y por haber protegido a su hija en la operación. Ésa sería, sin duda, la idea que llevaba su invitado en la cabeza. Sin embargo, no estaba dispuesto a hacer concesiones sobre sus principios. Así que, a pesar de todo, iba a intentar solventar el compromiso de la manera más beneficiosa para él, su familia y su reputación—. Un hombre es lo que es; y lo será siempre. Lo que cuenta es su esencia, porque es lo que permanece constante a lo largo de sus años. Las obras que haga, son circunstanciales y pasajeras. Ésta me ha beneficiado, sí. Pero la siguiente que hagas me puede perjudicar. Así que, sintiéndolo mucho, he de confesarte que te quiero muy lejos de mi vida.
El magnate se volvió hacia Varnet. Éste lo miraba fijamente desde su asiento, en silencio. Pero su expresión no denotaba frustración; ni siquiera ofensa. En realidad, no mostraba sentimiento alguno. Se mantenía fría como un témpano.
Tras un silencio incómodo, sus palabras adquirieron un tono circunspecto:
—En fin. Esperaba algo más de comprensión por tu parte, Jaime.
—Quiero que sepas que te estoy sinceramente agradecido. Y que lamento que te veas en esta situación. Estoy dispuesto a recompensarte económicamente por el beneficio que me has causado. Pero, lamentablemente, no creo que pueda hacer mucho más por ti. —Regresó a la mesa y volvió a tomar asiento. Después, abrió un cajón y sacó un talonario—. Honestamente, creo que el asunto del dinero no es lo que sustenta tu conflicto personal con los Orive. Y, si yo estuviese en tu pellejo, te aseguro que lo único que desearía sería quitar del medio para siempre a esos dos. Sin embargo, tú mismo has dicho que no habías venido hasta aquí para pedirme un ajuste de cuentas, ¿no es cierto?
—Cierto —respondió Varnet recolocándose en su butaca.
El magnate abrió el talonario sobre el escritorio y sacó un bolígrafo del cajón abierto.
—Entonces dime qué es lo que tienes en mente. Dime cómo crees que podría ayudarte para saldar mi deuda contigo y desaparece para siempre de nuestras vidas, ¿de acuerdo?
Darío Varnet esbozó una sonrisa a pesar de las contusiones. Tampoco parecía haberle molestado aquel cambio en la actitud de su anfitrión, aunque le estuviese manifestando que era persona non grata en aquella isla. Al menos, se mantenía íntegro.
—No es tan sencillo, Jaime. Ojalá lo fuera. Por eso me he visto en la obligación de venir hasta aquí. De lo contrario, no habría hecho falta. Podría habértelo pedido por teléfono. O por mediación de Lucía. Pero, como bien has dicho, mi miedo era que malinterpretaras algo de esta historia y, por lo que veo, tenía mis motivos para ello.
El viejo frunció el ceño y apartó su atención del talonario, que quedó abierto ante ambos.
—¿Qué es lo que he malinterpretado?
—Bueno… Algunas de tus conclusiones sobre mí no son ciertas…
—Siento haber sido demasiado franco contigo, muchacho. Pero a mi edad hay cosas que no se pueden cambiar. Eres un drogadicto, por más que te excuses en que hayas recaído por circunstancias ajenas. Y, cuando las secuelas de la paliza pasen, sabrás que llevo razón.
—No me refería a eso, precisamente.
Duhalde se recostó en su asiento, tardo.
—¿Entonces?
—Tampoco creo que lleves razón al restarle importancia a la relación que hay entre tu dinero y mis asuntos con los Orive…
El magnate se resignó. Iba siendo demasiado tarde y se encontraba cansado. Varnet empezaba a sacarle de quicio y lo único que deseaba a esas alturas era que desapareciese de su vista, que su chófer lo montase en un avión y no volver a oír su nombre en lo que le restaba de vida. Así que decidió tomar las riendas de la conversación y que aquel tipo le desvelase la única cuestión que a él le interesaba para dar por terminada la reunión:
—Bien, Varnet. Dejémonos de historias. En realidad, tampoco me interesan tus problemas. En otros tiempos, te aseguro que te hubiese ayudado a quitar de la circulación a esos dos hijos de puta. En otros tiempos. Pero ahora, creo que cada perro se tiene que lamer sus huevos.
—Lamento oírte hablar así. De veras…
Su tono sonó extraño. Seguía conservando un matiz moderado, pero algo amenazante se deslizaba bajo aquella frase. Tanto fue así, que en el magnate saltó una señal de alarma.
—Varnet, dejémonos de rodeos. Dime qué quieres de mí…
Otro trueno retumbó, más próximo.
—¿Que qué quiero de ti?... —Sacó un cigarrillo y lo encendió. El lapso resultó eterno para el viejo. Luego, con el pitillo pendiendo de los labios, humeante, susurró—: ¿Sabes, Jaime? Te creía más listo. Pero veo que tendré que llegar al final de la historia para que lo entiendas… Así que, escucha con atención. Ya falta poco…