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Así que aquella hostia en la cara de tu hija expulsó parte de la rabia que llevaba contenida y me llenó de energía. Y, entre tú y yo… la muy zorra se la tenía bien merecida:

—Bien. Ahora vamos a tener una charla de amigos, Lucía. Sin falsedades. Mirándonos a los ojos —le dije mientras tomaba asiento frente a ella y apoyaba mis brazos en el respaldo de la silla, ante mí. Ella mantenía la cabeza gacha, observando cómo la sangre manaba de su nariz, resbalaba por sus labios y goteaba—. Vas a contarme de qué va todo esto antes de que te corte el cuello y entierre tu cadáver justo aquí —señalé debajo de mi asiento—, bajo este sótano.

—Yo que tú me daría prisa, cabrón. Falta poco para que te detengan y te metan en prisión, así que si quieres mátame ya y así ahorras tiempo.

—Vaya, vaya. Eres una chica dura, ¿eh? Tu madre también lo era… Bueno, miento. Lo que realmente hacía tu madre era ponerla dura…

Se revolvió de nuevo ante mi sarcasmo. No pretendería que después de lo que me habían hecho pasar fuese educado y respetuoso, ¿no?

—No te voy a matar por ahorrar tiempo, niñata. Lo haré en su debido momento. Primero quiero que hables, y vas a hacerlo te guste o no. Porque si te niegas, tendré que levantarme de esta silla y enseñarte todo lo que sé hacer sobre un cuerpo vivo y consciente. Y podemos tirarnos muchos días aquí abajo, créeme, sin que nadie lo sepa.

—Lo dices por experiencia, ¿eh, bujarrón? ¿Gritabas mucho cuando tu padre te empalaba sobre esta mesa?

Mi estómago se contorsionó y sentí una fría sudoración en las palmas de las manos. ¡Lo sabía! ¡Lucía Vancini lo sabía! Mi gran secreto era ya vox populi, porque Álvaro había incumplido nuestro trato. Al fin, había llevado a cabo su amenaza. ¿Qué podía esperar después de lo que yo le había hecho? Había que resignarse, desde luego. Así que Lucía me hizo recordar de nuevo mis tiempos de infancia: No tenía más de diez u once años. Mi padre había construido aquel sótano bajo mi cuarto. Me dijo que sería nuestro lugar secreto. Luego había conocido a Elena Castel, y durante un tiempo se la estuvo follando sin necesidad de acudir a mí para satisfacer sus perversiones. No recuerdo a qué edad empezó, pero sí recuerdo a qué edad se volvió más brutal. Tenía trece años la noche que Elena se había pillado una cogorza que la dejó inconsciente en la cama. Logan tenía ganas de juerga, pero ella estaba fuera de juego. Así que el cabrón vino a mi dormitorio. Ahorraré los detalles. Desde aquella noche se convirtió de nuevo en un ritual. Me sodomizaba y nadie parecía escuchar mis gritos. Pero, lo peor de todo, es que alguien sí los oía.

Un día, cuando ya el niño que fui había muerto y había quedado enterrado en aquel puto sótano, la trampilla se abrió de golpe. En la parte alta de las escaleras, dispuesta a bajar, descubrí la figura de Elena. El Gabacho estaba detrás de mí, con una de esas robustas manos de uñas mordisqueadas que apestaban a pescado aplastando mi espalda contra la mesa, pero yo había aprendido a no gritar; siquiera a emitir un leve quejido. Mi madrastra llevaba una botella en la mano, como era costumbre, aunque en esa ocasión aún no estaba suficientemente borracha. Cuando llegó abajo, sus ojos admitían el delito: Lo sabía desde hacía mucho, mucho tiempo; y había estado callada. Juzgué que había llegado tarde; pero que, al menos, había llegado. Mi padre se retiró de mi espalda y me produjo más alivio la mirada de odio con la que lo fulminaba ella que el hecho de que hubiese dado por terminada la sesión del día. Esperaba entonces que Elena se abalanzara sobre él como una gata en celo, la botella firmemente empuñada por el morro, y se la estampara en la puta cabeza. Pero lo único que hizo fue llevársela a los labios y darle un buen trago. Luego la dejó sobre la mesa, sin apartar la vista de Logan, como si yo no estuviera allí, y se quitó el vestido.

Nunca tuve ocasión de hablar con ella, ni siquiera cuando mi padre estaba embarcado; pero siempre supuse que lo que hacía conmigo ante los ojos de su marido era tan obligado como mi propio sometimiento. Y así fue hasta que me largué de allí.

Supongo que mi caso no es muy diferente al que sufren otros niños a lo largo y ancho de este jodido mundo. La sociedad lo maquilla, lo lanza a través de los telediarios pero lo hace de forma que no cause dolor; que no hiera la sensibilidad del espectador. Sin embargo, la realidad es mucho más cruel. No hay terapia que te ayude a superar algo así; no hay nada que te permita, después, llevar una vida equilibrada. Así que supongo que cuando caí por aquellas escalinatas, mi mente encontró la excusa perfecta para comenzar de nuevo; para darme otra oportunidad. Sólo me costaría setenta millones de dólares, pero ¿qué es el dinero en comparación con la felicidad? ¿Hubiese preferido vivir con aquellos millones y continuar atormentado el resto de mi vida? ¿Despertando en mitad de la noche en una mansión de cualquier paraíso escuchando la voz de mi padre susurrando: “éste será nuestro lugar secreto”?

Respiré hondo. Lucía, ante mí, acababa de verme flaquear.

—Está bien. Tú lo has querido.

Me puse en pie, lentamente. Noté cómo sus ojos volvían a brillar de miedo. Extendí un poco de coca sobre la mesa y pasé la nariz sobre ella. Debió de darse cuenta entonces de que si alguien como yo necesitaba colocarse para soportar lo que pensaba hacerla, entonces iba a sufrir de lo lindo. Por eso, cuando me acerqué a su silla y acaricié su pelo, su voz tembló:

—Está bien, Varnet… Te lo diré todo…

Así comenzó a contarme cómo desde Nueva York había iniciado la investigación para descubrir qué le había sucedido a su madre, Minerva. No tardó en relacionar el crimen con el nombre de un tipo que cumplía condena en España por asesinato, Álvaro Orive, y se trasladó a Puertomar. Al principio no pretendía nada. Sólo sentarse cara a cara con él y preguntarle por qué la mató. Qué clase de hombre era para haberla rebanado el pescuezo de aquella manera; qué le había hecho su madre para que se hubiera ensañado de esa forma con ella. Pero al llegar allí, a prisión, no se encontró con la clase de asesino que ella esperaba. Álvaro era un hombre educado, respetuoso y amargamente dolido. Más bien, era un tipo acabado. Podía ser mala persona, supuso Lucía, pero en sus ojos no había indicios de criminalidad. Por eso lo creyó cuando él le aseguró que era inocente de aquel crimen.

—Después me habló de ti —continuó mientras yo regresaba a mi asiento—. Me contó cómo los habías engañado; a él, a su padre y a mi madre. Me dijo que sólo te interesaba el maldito dinero y que habías pasado por encima de los sentimientos que os unían, de vuestros pactos de sangre, y que los habías traicionado. Le pregunté por qué razón no te delató durante el juicio. Era incomprensible que no lo hubiera hecho. ¿Sabes qué me contestó? La única forma de hacer justicia contigo sólo podía ser a través de la venganza: La cárcel no es suficiente para un monstruo como tú.

—Claro. ¿Y no te dijo que así salvaba también el culo a su padre? —intervine en mi defensa.

Ella asintió con la cabeza.

—Hubiese sido estúpido de no haberlo hecho. Su abogado se lo recomendó; y también Gabriel. Le prometió que urdiría una venganza durante aquellos años de condena y que, cuando saliera a la calle, lo tendría todo listo.

—Viejo cabrón…

—Así que me reuní con Gabriel. Estaba dispuesta a vengar el crimen de mi madre y a devolver el dinero a mi padre adoptivo en agradecimiento por todo lo que había hecho por mí a pesar de la traición de mi madre. Todos saldríamos ganando. Y tú, hijo de puta, pagarías tu deuda con dinero, dolor y sufrimiento. Lo único que has causado durante tu jodida vida…

Hablaba con las entrañas. ¡Pobre chica! Toda la juventud perdida en la búsqueda de respuestas para descubrir que su madre fue una zorra interesada que acabó con el cuello rajado, de la manera más insensata. Y todo por un puñado de dólares, nunca mejor utilizado. Bueno, reconozcamos que era más que un puñado, pero para todos esos que desprecian el vil metal cuando lo comparan con los sentimientos o la salud, no era más que un montón insignificante de dinero. ¡Menudos gilipollas! Y allí estaba Lucía, al servicio de Gabriel Orive, trazando el plan que me haría caer para siempre al infierno del que jamás debí de haber salido. Me daba pena verla atada ahora en aquella silla, en el sótano de la tortura. Sólo se había alistado al servicio de una causa noble: la venganza; y devolverle a su papaíto multimillonario el dinero que le había sido robado. Porque, según ella, Jaime Duhalde era su verdadero padre: el hombre que se lo merecía todo, a pesar de su terrible vida.

Luego me habló con detalle del plan; de cómo lo elaboraron y llevaron a cabo. No me había equivocado en prácticamente nada. Puedo jactarme de conocer a Gabriel demasiado bien. Y, si mi memoria hubiese estado en plenas facultades, aseguro que no hubiese caído en su trampa. Pero tengo que felicitarlo. Me quito el sombrero ante su trabajo.

Lucía sirvió de enlace entre padre e hijo el tiempo que Gabriel estuvo en California encargándose personalmente de algunos detalles. Luego regresó. Selman se quedó allí mandándole información y manteniéndolo todo en orden; conduciendo desde la sombra cada uno de mis pasos. Y ahora llega la parte tierna de la historia. ¿Qué ocurrió entre Álvaro y Lucía en esos cinco años de visitas diarias a la cárcel? No necesitas tiempo para deducirlo, ¿verdad? Como dos tortolitos, se enamoraron profundamente el uno del otro. ¡Dios, creo que voy a llorar!

Así que incluso puedo asegurar que hay planes de boda en la mansión de la Isla Bird, pero guárdame el secreto...

El resto de la historia ya la conocemos, así que pasaré a lo que ocurrió después de su confesión: Evidentemente, lo único que me interesaba en aquel momento era saber dónde coño habían llevado mi dinero. Esos insignificantes setenta millones de dólares más intereses. ¿Y sabes qué me contestó tu dulce niña? Que todo el dinero se había transferido a cuentas diversas en el mismo momento en que había salido de la mía. A algunos miembros los habían pagado en efectivo, pero a otros les habían ingresado una parte proporcional del pastel. Así que me iba a resultar casi imposible volver a recuperar ese puto dinero, a menos que fuese uno por uno destrozándoles la vida. Y no era plan.

Me hubiese resignado en aquel momento de no ser porque la rabia me mantenía alerta. Otro se hubiese preocupado por aspectos de seguridad propia, como eludir a la policía por el inminente arresto al que iba a verme sometido, acusado de un crimen que no había cometido: el de Sandra. Pero aquello no se me pasó por la cabeza. En realidad, estaba tranquilo al respecto. Sí, quizá tuviera que preocuparme más adelante; pero por otro crimen: el que tenía en mente llevar a cabo. Porque estaba claro que, más tarde o más temprano, iba a cargarme a esa jodida chica de la misma manera que me cargué a su madre.

Y fue entonces, mientras aquello rondaba mi cabeza, cuando la mente se me iluminó. En realidad, sí había una forma de recuperar la pasta.

Escarbé en su bolso y saqué su teléfono móvil. Tenía casi treinta llamadas perdidas, y todas del mismo número: el del móvil de Álvaro.

—Tu chico debe estar preocupado… —le dije mostrándole la pantalla.

Ella me miró, solícita de clemencia.

—No te preocupes, mujer. Ahora le llamaremos. Pero antes, quiero que entiendas una cosa: sólo de ti va a depender que hoy sigas viva o que te reencuentres con la puta de tu madre. Así que ve pensando qué es lo que te conviene, porque tu muerte no será rápida e indolora.

La dejé recapacitar sobre mis palabras, mostrándola continuamente la pantalla del móvil con el aviso de las llamadas perdidas. Al cabo, me preguntó con voz trémula que qué quería que hiciese.

Accedió a hablar con Álvaro y pedirle que fuera solo a la casa de mis viejos; y que no se le ocurriera contarle a nadie a dónde se dirigía. Aquello era de vital importancia, porque si algo me olía mal, se desencadenaría una tormenta mucho peor que la que en aquellos momentos comenzaba a descargar agua sobre la playa. Y Álvaro, incrédulo al principio pero aterrorizado por lo que su novia le comunicó, terminó por asegurarla que estaría allí cuanto antes.

Cuando corté la comunicación, me guardé el teléfono y subí las escaleras que llevaban a mi alcoba. Cerré la trampilla y dejé a Lucía allí abajo, a oscuras, para que el pánico calara sus huesos.