11

 

Esa noche volví a soñar que me encontraba frente al islote, mi velero detenido, oscilando sobre un mar en calma. Aquel paisaje verdoso que se izaba hacia el cielo de plomo tenía matices distintos de los que recordaba. Y tampoco su forma, la silueta irregular de un trozo de tierra sobre el Mediterráneo, se recortaba de la misma manera. En realidad, en mi sueño aquel islote se antojaba mucho mayor: disponía de una playa considerable, de arena fina y blanca, cuya extensión se prolongaba varios kilómetros ante mis ojos a derecha e izquierda. Hacia el interior, la selva frondosa se iniciaba mucho más allá de donde yo la había descubierto la mañana que navegué hasta allí. Así que decidí que no podía tratarse de la Isla de Delfos, sino de una isla distinta aunque, quizá, con ciertas similitudes.

Es cierto que en los sueños sobran las explicaciones, que siempre se sustituyen por curiosas intuiciones con mayor valor de certeza que las primeras. Yo sabía que aquel atolón era el mismo islote ante el que había estado, e incluso sabía que el cambio de forma, el aumento de su extensión, se debía al hecho de que no me encontraba allí en el tiempo presente, sino en el pasado. En un pasado muy lejano. Quizá, varios siglos atrás; cuando los piratas salvajes del capitán Jack Slaughter utilizaban el terreno como punto neurálgico de sus asedios. Fue entonces cuando me estremecí ante la idea de que aquellos pirados y sanguinarios fulanos me descubrieran varado ante su isla, presa fácil para un abordaje. Sin embargo, lo único que apareció entre la isla y mi barco fue otro velero, más viejo que el mío, recorriendo de este a oeste la playa hasta desaparecer de mi vista con paso lento. Quizá el miedo irracional de mi sueño me hubiera concedido una tregua, pero mis sentidos se dispararon igual que una alarma en medio de la noche. En el casco de aquel velero, un nombre me capturó: Smurf.

El barco no era ni parecido al que se hallaba en el interior de la bola de nieve. Posiblemente tuviese veinte o treinta años de faena y el casco, aunque bien cuidado, lo cantaba a los cuatro vientos. Pero el nombre se leía con total claridad, dejando en mi consciencia una nota para cuando me despertara.

Y fue en aquel momento cuando toda la paz que había envuelto mi noche se precipitó hacia un final fatídico: La voz de mi recuerdo pronunció a mis espaldas la misma frase enigmática: Este será nuestro lugar secreto; nuestra isla del tesoro. Lo susurró en mi oído, la primera parte con el tono grave de mi padre y la segunda, con el de un desconocido; y sentí su aliento rozándome la oreja, por lo que me volví como un resorte con la piel del cuello erizada. En pie tras de mí, un tipo vestido con abrigo negro me sujetó violentamente de los hombros. Me pareció inmenso, pero en realidad no era más que la perspectiva que tenía de él desde una posición inferior a la suya. En su rostro pude apreciar el odio y, en sus ojos albinos inyectados en sangre, el deseo de matarme. Sus rasgos eran muy parecidos a los del viejo Gabriel Orive, y no era de extrañar porque aquel muchacho que me aferraba con sus manos no era otro sino su hijo, Álvaro. Su cabello rubio, lacio hasta los hombros, era iluminado por la luz de una farola situada detrás de él, en medio de la oscuridad de una noche estrellada. El paisaje había cambiado repentinamente, sin darme un respiro. Entonces el joven Orive sonrió, intimidándome con su gesto malicioso.

—Has tratado de joderme y vas a pagar por ello —me susurró nuevamente levantándome a pulso hacia él con una fuerza descomunal.

Quise defenderme; asegurarle que yo no había hecho nada. Que yo no tenía culpa por su condena ni sabía siquiera por qué había tratado de matarme. Pero no me lo permitió. Me empujó con toda su fuerza y sentí el vacío bajo mi cuerpo. Pronto mi espalda se topó con los escalones de aquella escalera empinada que descendía hacia el zócalo del Mirador y rodé como en mis anteriores sueños, sin sentir dolor alguno pero cargado de angustia y terror. No terminé de caer, es cierto, pues el politono del móvil me rescató de nuevo.

Soñoliento, aturdido y aún con una parte de mis sentidos precipitándose hacia la vigilia, contesté:

—¿Sí?

—¿Te he pillado durmiendo?

Aquella no era la voz que me había susurrado en el sueño. Más bien, era una voz que pertenecía a otra de mis pesadillas. Creía haberme librado para siempre de ella, pero no era así; allí estaba de nuevo: Sandra.

—Sí —respondí sin necesidad de fingir lo contrario—. ¿Qué quieres? ¿No te bastó con lo de la otra noche? —La claridad que se filtraba por la puerta de la terraza me impedía abrir los ojos.

—Llamo en son de paz —me reveló con tono cándido, casi sumiso, ante mi actitud ofensiva.

—No quiero ninguna paz entre nosotros. Creo que no lo has entendido. Sólo quiero que te olvides de mí, ¿vale? Eso es todo. Ya me has perjudicado bastante.

—Oye, Darío. Llamo para pedirte perdón. Reconozco que la otra noche me pasé…

—¿Pasarte? —Me espabilé en un santiamén y casi me puse en pie de un salto—. ¿Llamas “pasarte” a la bronca con hostia incluida que me soltaste en medio de toda aquella gente?

—¿Qué quieres? Me has tratado igual que a una puta…

—Ese es tu punto de vista, amiga. Pasamos una noche estupenda, los dos. No sólo yo. Al menos eso es lo que parecía. Si te hubiese tratado como a una puta, como tú dices, te hubiese pagado al terminar y me hubiese largado. Así que no me jodas. Yo no tengo la culpa de que estés desquiciada, ¿sabes?

—¡¿Desquiciada?! —Había provocado su reacción. Es cierto que había hablado con las entrañas, y eso estaba despertando de nuevo a la bestia—. Oye, yo no estoy desquiciada. Quizá seas tú, que tienes miedo a ampliar tu círculo de amistades, ¿no crees?

—Está bien, dejémoslo —decidí. No quería entrar en una nueva batalla. Sólo deseaba colgar y no volver a saber más de ella. Pero no iba a ponérmelo fácil—. Es mejor que todo se quede como está. Tú tienes tu visión y yo la mía. La otra noche iba dispuesto a hablar contigo y a darte mis motivos. Incluso quería proponerte una amistad sin ligaduras, pero no me diste la opción. Así que se acabó.

—¿Cuántas veces te tengo que pedir perdón para que lo aceptes, Darío? Creo que ya llevo tres. Reconozco que me exalté. Pero lo último que quiero es comprometerte a nada que no quieras. Si te apetece que seamos amigos, por mí fenomenal. Y si no quieres nada conmigo, pues perfecto. Lo acepto. Pero tengo que pedirte una cosa que no tiene nada que ver con nuestra relación personal. Necesito que me readmitas en la disco.

—Oye… eso… no ha sido cosa mía.

Me sentí mezquino. En el fondo, me alegraba que no fuera ya empleada de mi local. Pero llevaba razón cuando decía que su despido no tenía nada que ver con nuestra relación personal. No era justo, y yo no podía defender la opción de mi socio.

—No sé si ha sido cosa tuya o de Víctor, la verdad. Pero necesito el trabajo, Darío. Te lo pido como empleada. Te prometo que no volverá a suceder lo del otro día. Me esforzaré en comportarme como una profesional, pero, por lo que más quieras, dame otra oportunidad.

Guardé silencio. Por mucho que deseara que aquella mujer desapareciese de mi vista, no era justo su despido. Pero, ¿quién era yo para contradecir la decisión de Vielma? Sólo la otra parte de una gran cagada que le había salpicado a la cara.

—Escucha… —dije—. Víctor está muy cabreado. Me llamó anoche y me contó la decisión que había tomado. Incluso me ha pedido que no pase por el local en un tiempo. Ambos hemos tenido la culpa, y ambos tenemos lo que nos merecemos…

—No, querido. Yo no lo veo así. Tú sigues siendo su socio y llevándote la pasta mientras que yo estoy en la puta calle. Creo que alguien está más jodido que el otro.

—Bien. ¿Y qué quieres que haga? ¿Qué te readmita yo por mi cuenta? ¿Qué hable con Víctor y justifique tu salida de tono?

—¿Mi salida de tono? Escucha, pedazo de cabrón. Mi salida de tono vino provocada por tu actitud de chulo de putas de tres al cuarto. ¿Quieres que volvamos sobre lo mismo? Porque si…

—¡Está bien! —la interrumpí con un grito—. Se ha terminado. Siento que hayas sido la perjudicada, pero creo que trabajar en el Nowtilus no sería bueno para nuestros intereses. Así que te deseo mucha suerte, Sandra, y olvídate de mí.

Separé el móvil de mi oreja, furioso, dispuesto a colgar. Sin embargo, cuando me disponía a pulsar la tecla, escuché una risa exagerada al otro lado; la carcajada de un enajenado. Estuvo riendo un rato, y la curiosidad me mantuvo pegado al teléfono nuevamente, expectante y atónito. No entendí el porqué, pero no dejaba de reír. Al rato, se calmó y guardó un instante de silencio al que siguió con una voz templada que me puso la carne de gallina:

—Muy bien, cariñito. Así que quieres que me olvide de ti, ¿no? Bueno, pues escucha lo que voy a decirte, porque no te lo repetiré: A partir de ahora, voy a convertirme en tu pesadilla. Voy a joderte como tú me has jodido a mí. Voy a quitarte todo lo que tienes como tú me lo has quitado a mí y, cuando termine contigo, me cercioraré de que te ha quedado claro lo que no debes hacerle nunca a una mujer. Vigila tus espaldas, cabrón, porque voy a por ti.

Me quedé helado, detenido en medio del salón con el móvil adherido a la oreja. Había cortado la comunicación, pero me había dejado tan perplejo que me costó relajar el brazo y volver en mí. En parte había sido por lo que me había dicho, pero también por el tono que había utilizado en su amenaza, por lo que me había asustado. Entonces me vino a la cabeza la conversación con Víctor Vielma la noche pasada y su comentario sobre la salud mental de Sandra. Y mi preocupación cobró varios enteros.

Salí a la terraza a que el aire frío me despejara totalmente. Los rascacielos se recortaban sobre un paisaje grisáceo y el olor a lluvia lo impregnaba todo. Me pregunté si aquella mujer sería capaz de llevar a cabo su amenaza; porque evidentemente tenía que estar dolida por su situación, pero también era muy posible que en un par de días se calmara y recapacitara. No pensé que estuviera tan mal de la azotea como para condenar su vida a hacerme insufrible la mía. De todas formas, tenía que andarme con cuidado. Me hallaba en un terreno que desconocía, ante gente cuya forma de entender la vida era distinta a la mía y a la de quienes me habían rodeado en los últimos años. Personas que daban un valor distinto a las cosas, que se preocupaban por asuntos que, en otros lugares, ni tan siquiera se valoraban. ¡Putos paletos! Pero lo que tenía más claro era que no iba a volver a llamarla; la situación se quedaría tal cual estaba. Si quería hacer algo contra mí, ya tomaría medidas. Por el momento, no tenía intención ni de comentárselo a mi socio.

Estaba dispuesto a entrar al salón y prepararme un desayuno cuando me asomé al peto y bajé la vista hacia la calle. Lo hice como un acto reflejo, inexplicable. Pero aquello me condicionaría el resto del día. En el edificio de enfrente, junto a la entrada de coches, distinguí la figura de un hombre que fumaba un cigarrillo apoyado contra la pared. Los transeúntes cruzaban ante él por la acera, y el tipo permanecía pasivo, la vista clavada en la cancela de mi urbanización. Lo observé un rato. Pero desde aquella altura me era imposible distinguir su rostro. Parecía un hombre fuerte, de cabello moreno, vestido con abrigo de cuero marrón y pantalón vaquero. No conseguía definirlo más. Despertó tanto mi curiosidad que entré, pero no a prepararme aquel desayuno sino a rescatar mi cámara fotográfica del interior del armario. Le coloqué el teleobjetivo y volví a la terraza. El zoom despejó todas mis dudas, y también me produjo una desagradable sensación de inseguridad: El hombre que fumaba paciente ante mi edificio era el mismo de la cara quemada con el que me había cruzado en Aviol. Y eso no podía ser una casualidad.

Aunque hacía frío, yo sentí un calor interior casi febril. Las manos me temblaban sujetando la cámara y me sentía incapaz de apartar la vista de él. Me hice mil preguntas en pocos segundos; la mayoría de ellas, de respuestas estúpidas. ¿Quién sería aquel tipo? ¿Qué querría de mí? ¿Me habría estado siguiendo desde antes de mi visita a la casa de mis padres? ¿Sería un amigo de Sandra y la venganza de ésta se habría estado fraguando ya desde la noche de la discusión en la discoteca? ¿Lo habría mandado otra persona? ¿Los Orive?

Comencé a apretar el obturador inconscientemente mientras mi cabeza hervía. Hice un sinfín de fotos, congelando al hombre del rostro quemado con el cigarrillo en la boca, con el cigarrillo retirándoselo, con sus labios exhalando humo, con sus dedos lanzando el filtro hacia la calzada… Hasta que decidí poner fin a mi tarea cuando alzó la cabeza hacia los apartamentos, antes de que me descubriera.

Transferí las imágenes a mi portátil y telefoneé, sin perder más tiempo, a Héctor Selman. Se las envié en un correo electrónico y le pedí que averiguara lo que pudiera sobre aquel extraño. Él se limitó a ironizar sobre su careto chamuscado y prometió que haría lo que estuviera en su mano. Ya tendría noticias suyas.

Y ahora, antes de pasar a la parte más interesante de la historia, si me disculpas, necesito ir al baño…