Capítulo 3
Jim deseó haber llevado su turismo en lugar del coche deportivo. Fue difícil colocar el asiento de Annie en la parte trasera, y todo un reto meter y atar la bicicleta de Dex y la sillita de paseo, que quedaron sobresaliendo del maletero.
De todos modos, en cuanto se sentó, disfrutó rozando a Dex con sus piernas. Estar apretados tenía sus ventajas.
Prefirió no cuestionarse la fuerte respuesta física que sentía hacia ella. Aquella noche en la fiesta de la facultad, le había echado la culpa a la bebida. Ese día, atribuía su reacción a la llegada de la primavera.
Y nada de eso tenía que ver con Nancy Verano, su futura prometida.
—Bueno —dijo Jim saliendo del aparcamiento y entrando en el tráfico—, ¿por qué tuviste que marcharte? Cuando me lo dijiste, me dio la impresión de que te mudabas definitivamente. De otro modo, te hubiera llamado.
—Me fui de vacaciones de Navidad —declaró Dex, intentando ponerse lo más recta posible, aunque la rodilla de Jim seguía rozando su muslo.
—¿Seguro que no estabas intentando librarte de mí? —insistió Jim.
—¿Te enfadarías si te dijera que sí?
—Enfadarme no. Me quedaría perplejo.
Jim aceleró en un semáforo en ámbar y se dirigió hacia las afueras de la ciudad. El viento que entraba por la ventana le alborotaba a Dex la melena.
—¿Perplejo de que no sucumbiera a tus encantos?
—Sí sucumbiste —le recordó Jim.
—Fue por el ponche. Lo hizo el presidente Martín. Siempre los carga de alcohol.
Jim se había justificado diciéndose eso mismo, pero oírlo de boca de Dex le molestó. Y no fue porque su ego se sintiera herido, sino porque con esa mujer había experimentado un abandono sexual especial, y todo le había indicado que ella sintió lo mismo. ¿Entonces por qué no quiso repetirlo?
—No hacía falta haberme dado una excusa —dijo Jim—. Sé aceptar un no por respuesta.
Ella frunció el ceño.
—No sé por qué te engañé. Simplemente no eres mi tipo.
Ella tampoco era su tipo. Al menos eso había pensado hasta que la conoció.
Para ser tan pequeña, Dex tenía un cuerpo voluptuoso, con pechos generosos y cintura delgada. Jim recordaba una postura en especial, cuando él había estado echado en el suelo mientras ella se ponía encima. Los dos habían gritado de placer y agonía.
—Pues la verdad es que los dos encajamos bien —dijo Jim.
—Pero no soy como las mujeres con las que sales normalmente —señaló Dex.
En ese momento traspasaron las verjas de hierro de Villa Bonderoff.
—¿Y cómo lo sabes?
—He visto tu foto en las revistas. Tus amigas siempre son altas y muy delgadas.
—¿En serio? No me había dado cuenta.
Jim intentó imaginarse a Nancy. Su amiga del instituto era más alta que Dex, no había duda, y no creía que tuviera los pechos tan grandes, aunque nunca habían llegado tan lejos como para estar seguro.
No podía verla con mucha claridad en su mente. Era raro, ya que se conocían desde hacía más de veinte años.
La carretera llegaba hasta una colina y giraba entre unos árboles. Aunque Jim se había hecho la casa cuatro años antes, nunca dejaba de maravillarse cuando daba la curva y se veía la mansión blanca de estilo mediterráneo llena de balcones.
—¡Vaya! —exclamó Dex, sin poder contenerse.
—Annie tendrá mucho sitio y juguetes —dijo Jim, girando a la derecha y dejando a un lado el aparcamiento para invitados—. Los mejores colegios, y un caballo si lo desea.
—¿Es eso lo que piensas que hace feliz a un niño? ¿Las posesiones?
—Me doy cuenta de que nosotros tenemos diferentes estilos de vida —dijo Jim, prefiriendo no meterse con su apartamento—. Pero la riqueza no excluye el amor.
Ella se quedó callada mientras el coche entraba en un camino que llevaba a seis plazas de garaje. El mayordomo había dejado la ranchera fuera, y Jim aparcó a su lado.
Se preguntó si el silencio de Dex significaba que había marcado un punto. Eso esperaba, porque deseaba a esa niña más de lo que había deseado nada, y eso decía mucho.
Annie estaba haciendo ruiditos alegres mientras él la sacaba del coche. Sus enormes ojos marrones miraron a Jim y luego a Dex, y a continuación a las flores rosas que llenaban un muro.
—Llamé antes para que el mayordomo hiciera el almuerzo. Me dijo que enviaría a alguien a comprar leche y comida para Annie.
—¿A alguien? —Dex caminaba junto a Jim en dirección a la casa, dando dos pasos por cada uno que daba él—. ¿Cuánta gente trabaja aquí?
—No mucha. Está Rocky, el mayordomo, y el jardinero y la doncella.
—¿Viven aquí?
—Tienen apartamentos sobre el garaje.
Subieron por una escalera de piedra a un jardín. Los distintos niveles del lugar, habían sido uno de sus mayores atractivos, aunque Jim se arrepintió más tarde al ver los problemas que ello causó a Rocky. Su mayordomo había perdido una pierna al servir en los marines.
Pero Rocky estaba físicamente en forma a sus cuarenta años, y odiaba que la gente le diera un tratamiento especial. Siempre había sido muy fuerte y seguía siéndolo.
Jim pensó que quizás Rocky imaginara que a los niños se les debía tratar como a reclutas. Por primera vez, se preocupó ante la posibilidad de que Annie no encajara en su casa como él había supuesto.
Si Nancy no accedía a casarse con él, tendría que contratar una niñera, aunque no le gustara la idea. Dex tenía razón acerca de que Annie debía estar con gente que la amara.
En lo alto de los escalones, Dex se detuvo para admirar la profusión de flores que asomaban tímidamente desde una roca en el jardín. Había petunias, pensamientos y unas flores amarillas parecidas a las margaritas cuyo nombre desconocía.
—Es precioso —dijo.
—Mi arquitecto paisajista lo diseñó todo, hasta… —Jim frunció el ceño al ver una mala hierba cerca de las flores—. Bueno, eso no.
Tomó nota mental de mencionárselo a Kip LaRue, el jardinero. No era culpa del hombre ser algo descuidado. Tuvo suerte de sobrevivir a un accidente de helicóptero que le dejó con heridas en la cabeza tres años antes.
La casa de Jim era testimonio de sus años pasados en los marines. Allí hizo buenos amigos y en ese momento empleaba a algunos.
Se alegraba de haber llamado con antelación para avisar de la llegada de Annie. Seguro que al menos Grace, la doncella, sería cariñosa con la pequeña.
En cuanto Jim abrió una puerta lateral que daba a una especie de invernadero, salió un fuerte olor a desinfectante. Dex arrugó la nariz, y Annie sacó la lengua.
—¿A qué huele? —preguntó Dex—. No importa, lo reconozco. ¿Hay alguien enfermo?
—No que yo sepa —Jim se fijó en la mesa que estaba puesta con un servicio de porcelana—. Parece que vamos a comer aquí.
De no ser por el olor, habría sido un lugar precioso para almorzar. La habitación de techo altísimo, tenía enormes ventanales de cristal, un par de árboles de diseño y muchas flores y helechos que colgaban del techo. La luz filtrada entre las hojas daba al aire un aspecto mágico, como si estuvieran en otra dimensión.
—¿Se puede abrir alguna ventana? —Dex pestañeó, y Jim vio que tenía los ojos enrojecidos por el olor.
—Claro —Jim le dio a la niña, que se abrazó fuertemente a su madre—. ¿Eres alérgica?
—Normalmente no. Aunque puede que tenga alergia a tu casa.
Mientras abría un enorme ventanal, Jim esperó que hubiera hablado en broma.
—A veces a la doncella se le va la mano con los productos de limpieza. Antes era sargento de instrucción en los marines.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Dex, enterrando la nariz en la mejilla de Annie.
—Lo dejó hace cuatro años.
Antes de que Jim siguiera hablando, la puerta interior de cristal se abrió. Estaba tan bien engrasada que el más ligero empujón la hacía chocar contra la pared. Como siempre, él se sobresaltó, y lo mismo hizo Dex.
Apareció un carrito con ruedas lleno de platos tapados y una fuente con puré de fruta. Lo empujaba un hombre muy grande con ropa militar de faena.
—¡Atención! —gritó Rocky Reardon—. ¡La comida está lista!
Todo el cuerpo de Dex se estremeció. Annie se puso las manos sobre las orejas.
Jim miró preocupado a su mayordomo. Durante los cinco años que Rocky llevaba trabajando para él, el hombre había mantenido una disciplina muy estricta. Como había tratado a Jim como su oficial superior, no habían tenido problemas. ¿Pero dónde se coloca a un bebé en la cadena de mando?
—Rocky, le presento a Annie —dijo—. Espero que se lleven bien.
La mirada de Rocky se clavó en la niña. Era una mirada aplastante que años atrás había hecho temblar las rodillas de los reclutas… incluyendo a Jim.
—Ba ba —balbuceó Annie, sin asustarse, extendido los brazos hacia él.
—Le gusto —dijo Rocky maravillado—. ¡Pero qué pequeñita! Señor, es su viva imagen, aunque mucho más bonita.
—¿Le gustan los bebés? —preguntó Dex, mirándole.
—Sí, señorita —contestó Rocky—. A veces cuido a mis sobrinas y sobrinos. ¿Puedo tenerla en brazos?
—Claro.
Dex esperó mientras el mayordomo cruzaba con paso rígido la sala. La gente nunca sospecharía que Rocky tenía una pierna artificial a menos que él se la quitara y la moviera amenazador, algo que solo había hecho dos veces: una durante una pelea en un bar y otra cuando la doncella le dijo que cocinaba las mismas basuras que se servían en los marines.
Rocky abrazó a la niña. Desde su gran altura, Annie estudió a sus padres y soltó un gritito de alegría.
—Puedo darle de comer en la otra habitación —sugirió el mayordomo—. La pondré en mi regazo, ya que aún no tenemos trona. Estará perfectamente, señorita.
—Por mí no hay problema —declaró Dex.
—Grace ha ido a comprar, pero yo he hecho puré de frutas —con la mano libre, Rocky levantó la fuente de plata—. Son melocotones naturales, sin aditivos.
—Gracias, Rocky —dijo Jim.
—Sí, señor.
El hombre se movió como si intentara averiguar cómo saludar con un bebé en un brazo y una fuente de puré de frutas en la otra mano, entonces decidió hacer un gesto con la cabeza y abandonó la sala. Jim se sintió aliviado. Llevaba años intentando que Rocky dejara de hacer el saludo militar.
Dex miró bajo una de las tapas.
—Tiene un aspecto estupendo.
—Sírvete lo que quieras —dijo Jim, quitando otra de las tapas.
Rocky no había tenido tiempo de preparar comida caliente, pero había hecho un estupendo trabajo con los sandwiches de atún acompañados de ensalada de patatas.
Se sentaron con sus platos y vasos de té helado. Un par de veces, Dex miró hacia la puerta como si intentara ver dónde había llevado Rocky a la pequeña, pero parecían haberse desvanecido en las profundidades de la casa.
A Jim le pareció que una mujer que acababa de conocer a un bebé, especialmente uno al que quería dar en adopción, no debería estar tan preocupada por su bienestar. Se preguntó si Helene Saldivar habría demostrado tanta dedicación, especialmente después de ver la niñera que había escogido.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Dex, después de dar un par de bocados.
—Me preguntaba qué clase de madre habría sido la doctora Saldivar.
—Fría y calculadora —respondió Dex al instante.
—No sabía que la conocieras.
—¿Entonces estás de acuerdo conmigo?
Jim recordaba a la doctora Saldivar la última vez que la vio, el otoño anterior en una recolección de fondos para el centro de fertilidad.
—Parecía distante, pero yo pensaba que era una actitud profesional —dijo Jim, pero después de saber que había estado embarazada en aquel entonces, le pareció increíble que lo hubiera ocultado—. Aunque creo que tienes razón.
—Debía tener la mente retorcida para mentir como lo hizo.
—Bueno, tú también has ocultado la verdad —observó Jim, terminándose un sandwich y sirviéndose otro.
—¿Te refieres a lo de mudarme? Me entró el pánico. Y a ti también.
—¿Perdona?
—¿Vas a decirme que es casualidad que fueras corriendo a pedirle la mano a otra mujer un mes después de que nosotros nos… conociéramos?
Jim frunció el ceño. A él no le había parecido extraño pedirle la mano a Nancy un mes después de estar con Dex. Le había parecido perfectamente natural.
Había planeado casarse con Nancy desde hacía tiempo, pero sus carreras se habían interpuesto. Especialmente la de ella. Nancy había abandonado Clair de Lune para enseñar en un pequeño colegio de Alaska, y luego aceptó una beca de investigación en Washington.
Y entre tanto, siempre se había negado a aceptar cualquier ayuda de Jim, quien simplemente diciendo una palabra a la persona adecuada, habría conseguido que ella trabajara mucho más cerca de él. Pero Nancy había querido triunfar por sus propios méritos, y Jim respetaba su decisión.
Y, de algún modo, habían pasado los años sin que se diera cuenta. Él no había querido presionarla y no había sentido ninguna prisa por casarse… al menos hasta hacía unos meses.
—Imagino que la naturaleza me estaba diciendo algo —murmuró Jim—. Que ya era hora de que sentara la cabeza.
Ella lo miró fijamente.
—¿Y vas a decirme que habías pensado en sentar la cabeza conmigo?
No, nada de eso, ¿verdad? Jim intentó recordar exactamente lo que había estado pensando y sintiendo cuatro meses antes, pero no pudo.
No estaba acostumbrado a analizarse a sí mismo. Estaba en lo mejor de la vida y todo le iba bien, ¿entonces por qué ponerse a remover el pasado?
—Claro que no. El momento fue pura coincidencia.
—Entiendo —dijo Dex, mirando la tarta de zanahoria, la tarta de queso y el mouse de chocolate que había en la bandeja inferior del carrito—. ¿Siempre tomas tres postres?
—Rocky no sabían cuál te gustaba…
—¿Tengo que elegir?
—Tómate los tres. Hay más en la cocina —dijo Jim, sorprendido al ver que ella ponía los tres platos en la mesa.
No podía recordar la última vez que había visto a una mujer tomarse un postre, y menos tres. Ninguna de las ejecutivas delgadas con las que a veces salía lo hacía, y en cuanto a Nancy… bueno, no se acordaba.
No habían pasado mucho tiempo juntos desde que ella se fue hacía cinco años. La mayor parte de las veces se veían en vacaciones, cuando Nancy volvía para visitar a sus padres, o cuando él iba a Washington de negocios.
Pero había llegado el momento de volver al tema que había hecho que viera de nuevo a Dex.
—¿Cómo conociste tú a la doctora Saldivar?
Ocupada tomándose la tarta de zanahoria, ella no respondió inmediatamente. Comía, igual que lo hacía todo, con total concentración.
Jim recordó la noche que hicieron el amor. Ella le había llenado de vida de un modo que él nunca había creído posible. Su boca, manos y pechos, le excitaron de forma insoportable.
—Uno de mis trabajos es ser repartidora del campus —explicó Dex—. La conocí mientras llevaba correo a su departamento. No recuerdo cómo salió el tema, pero me dijo que necesitaba una donante para ayudar a algunos de sus pacientes desesperados a tener hijos. Así que acepté.
—Quizá fuera sincera. Al menos inicialmente.
—La doctora Saldivar no trataba pacientes —dijo Dex.
—¿Estás segura?
—Me he enterado hoy. Por eso estoy tan enfadada. Fue un engaño, puro y simple —Dex se limpió la boca con la servilleta—. ¿Y tú? ¿Cómo consiguió tu espérma?
El modo en que Dex planteó la pregunta fue tan directo que Jim se atragantó con el sandwich y empezó a toser. Dex se levantó de la mesa corriendo y le agarró desde atrás.
Mientras él intentaba soltarse, sintió un puño clavado en el estómago y tres fuertes empujones que amenazaron con descolocarle todos los órganos internos.
—¿Llamo a un médico? —preguntó Dex asustada.
De algún modo, él consiguió respirar.
—No —dio un par de tragos de té—. No a menos que vayas a atacarme de nuevo. Entonces quizá necesite una camilla.
Dex regresó a su asiento.
—Se llama maniobra Helmlich.
—He oído hablar de ello, pero no sabía que fuera una nueva táctica de ataque —dijo, callando a Dex con un gesto de la mano—. Es broma. Es bueno conocerla, pero te has apresurado. Habría podido echar el trozo de comida.
—Más vale prevenir que curar.
Jim no encontró ninguna respuesta coherente. Así que en cuanto se calmó del todo, volvió a su pregunta anterior.
—Me has preguntado por Helene.
—Quizá no haya debido hacerlo —Dex levantó una ceja—. Lo que ocurriera entre vosotros no es asunto mío.
—¿Entre la doctora Saldivar y yo? —Jim volvió a tener ganas de toser, pero se controló—. Ni remotamente. Además, ¿no piensas que le habría preguntado sus motivos si de pronto ella hubiera sacado un frasco y hubiera guardado una muestra?
—Era muy persuasiva.
Jim se rió.
—Supongo que sí, pero en mi caso, solo me estaba haciendo un favor. Estaba comprobando si yo era fértil.
—¿Por qué? —preguntó Dex.
Era desconcertante el modo en que hacía preguntas personales sin pestañear, y Jim no se dejaba sorprender fácilmente, ni tampoco permitía que le dieran puñetazos en el estómago.
—No hay necesidad de entrar en detalles —dijo—. Si vas a vivir aquí, necesitamos respetar la intimidad de cada uno.
—¡Eh! —Dex se detuvo a medio morder la tarta de queso—. Aún no he accedido a eso.
Así que ella quería jugar duro. Bien, Jim era un maestro del juego.
—De acuerdo, haré que mí abogado redacte los documentos de la custodia. Podrás cederme a Annie y ese será el final de todo.
Jim se cruzó de brazos, se echó hacia atrás y esperó que llegara la tormenta.