Capítulo 7
El sábado por la mañana, Jim estuvo a punto de llamar a Nancy de nuevo. Había dormido muy mal la noche anterior, angustiado por imágenes de Dex y por saber que estaba durmiendo al otro lado del pasillo.
Su cuerpo le traicionaba. No solo su cuerpo, sino también sus pensamientos y sentimientos. Dex era como un merengue cremoso de limón con unas gotas de tabasco, y le excitaba como ninguna mujer había hecho.
Después de tomarse el café en su dormitorio, Jim sacó la taza y el teléfono al balcón. Daba al este, hacia la universidad, con una vista de las montañas al norte.
Se sentó en una silla y pensó qué iba a decirle a Nancy. Pedir a Nancy que fuera a rescatarle no le parecía muy romántico. Además, él no necesitaba ser rescatado. Podía controlar sus acciones al igual que controlaba el resto de su vida.
Pero normalmente acudía a Nancy cuando tenía problemas. Ella le había ayudado en el pasado. Después de licenciarse en el ejército y morir sus padres seis meses más tarde, Jim no había sabido cómo enfocar sus energías. Había estado impaciente por ir a la universidad, deseando ganar dinero y lleno de ideas en lo referente a nuevas tecnológicas informáticas, pero sin saber si estaba preparado para el riesgo de empezar su propio negocio.
Las palabras de su padre, dichas desde la cama de un hospital, habían resonado constantemente en su cabeza. Los años y su enfermedad terminal habían dejado huella en el rostro demacrado de Ben Bonderoff.
—No termines como yo —le había dicho a su hijo—. Yo nunca tuve agallas para seguir mis sueños.
Cuando Jim le contó el comentario de su padre a Nancy, que en aquel entonces había estado preparando el doctorado, ella le animó a que lo tomara en serio.
—Sigue tus sueños. Puedes pedir un préstamo. Tienes buenas ideas.
—Pero contraería deudas. Sería una trampa —declaró Jim, ya que sus padres siempre habían insistido en que la gente responsable lo pagaba todo al momento.
Nancy lo miró fijamente por encima de su sandwich. Estaban comiendo en el Lunar lunch box, cerca del campus. Con sus largas piernas y pelo rubio, le miraban muchos hombres, pero ella no prestaba atención.
—Las deudas son trampas, de acuerdo, pero solo si te gastas el dinero —le dijo, mirándole con sus ojos grises—. Invertir es diferente de gastar. Mírame a mí, por ejemplo. Cuando consiga mi título deberé muchísimo de préstamos estudiantiles, pero podré ganar el dinero necesario para pagarlos en lugar de quedarme atrapada en algún trabajo administrativo. He invertido en mi futuro. ¿Y tú, Jim?
Así que, animado por Nancy, preparó un proyecto y encontró inversores que, a los pocos años, se convirtieron en millonarios, Jim pagó sus deudas, pero con Nancy tenía una deuda de otro tipo, moral y emocional. Si ella le permitiera subvencionar alguna de sus investigaciones, él se sentiría mejor, pero siempre se había negado en rotundo, diciendo que eran amigos y que el dinero no debía interponerse.
Jim miró el teléfono, pero no sabía qué podía decirle. El día anterior ella le había dicho que las cosas se decidirían en una semana, ¿no?
Mientras estaba pensando, sonó el teléfono. Era un colega felicitándole por el nuevo chip. Cuando terminó la conversación, Jim entró y se preparó para ducharse. Sin duda recibiría más llamadas.
Así que decidió esperar unos días más antes de hablar con Nancy.
Dex se llevó su café y un plato con una tostada al jardín. Grace, llevando vaqueros y una sudadera, le explicó que no trabajaba los fines de semana, e insistió en llevarse a Annie de paseo. En lugar de rechazar su oferta, Dex recordó que ella debía ser una observadora, y no una niñera.
Así que en ese momento estaba saboreando los últimos restos de su tostada y disfrutando de la suave brisa. Había algo mágico en ese jardín, con las flores cayendo por todas partes y la figura de un hombre apareciendo y desapareciendo entre el follaje.
El cuento de hadas se extendía por toda la casa, desde el invernadero hasta el patio trasero. Dex había elegido una mesa y una silla cerca de la esquina trasera desde donde podía ver las pistas de tenis detrás del garaje y, en el extremo más lejano de la casa, la piscina.
Le dieron ganas de ponerse a tomar el sol, aunque sus pantalones cortos y blusa le dejarían marcas feas. Además, tenía que corregir los exámenes del profesor Bemling.
A lo lejos, a través de la ventana abierta de una habitación, pudo oír a Jim hablando por teléfono. Sonó como si estuviera hablando con un periodista.
—Por supuesto, no podría haberlo hecho sin la ayuda de mis técnicos…
No mencionó que había descubierto que tenía una hija, y ella agradeció que no fuera a anunciarlo en la prensa. Quizá simplemente le avergonzaran las circunstancias, aunque Dex esperó que también estuviera considerando la adopción.
Suspiró, abrió la mochila que había dejado en una silla y sacó un montón de papeles. Por el rabillo del ojo, vio un movimiento entre unos helechos, pero cuando se giró, solo había un pájaro picoteando en el suelo.
Dex corrigió los dos primeros exámenes, prestando atención a la gramática y sobre todo anotando errores de pensamiento crítico. Pocos estudiantes sabían pensar una idea original y desarrollarla de modo convincente.
Un crujido llamó su atención hacia un grupo de lirios. Habría jurado ver un rostro mirando a través de las flores blancas, pero antes de poder fijarlo en su mente, desapareció.
Posiblemente fuera Kip, el jardinero. Grace le había dicho que era muy misterioso. Eso podría explicar que acechara detrás de los arbustos.
Dex regresó a los exámenes y casi había terminado cuando en la mesa, a su lado, apareció un pequeño ramo de crisantemos blancos, con los extremos envueltos en papel de aluminio y atado con un alambre. Levantó la cabeza y vio un rostro alegre con ojos tímidos y una nariz aguileña que resultaba interesante.
—Debe ser Kip —le dijo.
—Sí.
Se lo veía muy delgado dentro de su enorme mono de trabajo. Si alguna vez había sido de tipo de hombre fuerte como había dicho Jim, no había señal de ello.
—Yo soy Dex —ella se llevó el ramo a la nariz—. Gracias por las flores.
Él inclinó la cabeza, estudiándola.
—Rosa.
—¿Las flores? A mí me parecen blancas.
—Lo son. Pero su color es rosa. Encantador —Kip se sentó frente a ella—. Grace es amarillo mostaza, que no es tan desagradable como suena, y Rocky una especie de suave azul verdoso.
—¿Y Jim? —preguntó Dex, sin poder evitar sentir curiosidad.
—Un genuino verde hierba. Y la niñita es color lavanda. Muy dulce.
—¿Los ve como flores? ¿Es eso?
—Oh, no —Kip sonrió con timidez—. Yo lo veo todo en color en mi cabeza… aparte de los colores que ya están ahí, claro. Incluso los números y las letras y los sonidos musicales tienen sus propios matices.
Ese hombre tenía una natural habilidad poética que Hugh Bemling habría envidiado.
—¿Es por tu accidente?
—No. Eso solo me ha dado libertad para contarle a la gente cómo veo el mundo. Yo antes no lo decía porque habrían pensado que estaba loco, pero ahora lo piensan de todos modos —explicó con su voz susurrante—. Sufro lo que los científicos llaman sinestesia. Imagino que es hereditario.
—¿Qué es eso?
—Alguien que percibe el mundo de forma distinta a los demás. En mi familia, vivimos en un arco iris. He oído que hay otras personas que saborean las formas. Es algo completamente individualizado.
Se calló, y entonces Dex también notó unos murmullos que procedían de los escalones. Gradualmente se fueron entendiendo las palabras.
—Ella te dijo que vinieras, sí, pero no te dijo que era un castillo. Quizá te hayas equivocado de lugar.
—¡Cora! —le llamó Dex—. Estoy aquí.
Entonces apareció una cara redonda rodeada de pelo claro, seguida de un vestido suelto y amplio multicolor. Los tonos eran tan brillantes que Dex se preguntó qué efecto tendrían en Kip.
—Asombroso —declaró el jardinero—. Es de un impresionante dorado claro. Presénteme.
—Cora, te presento a Kip. Kip, Cora.
La joven regordeta se detuvo junto al arroyo que fluía junto a ellos, sujetando con fuerza su carpeta. Mientras miraba a Kip, algo parecido al asombro iluminó su expresión.
—¡Qué hombre más guapo! —exclamó la joven.
Kip se puso de pie y se inclinó.
—Permite que te enseñe el lugar.
—Yo… he traído mi examen de historia para que Dex lo vea —declaró Cora sin apartar los ojos del jardinero.
—Yo me lo quedaré —Dex le quitó la carpeta de la mano y regresó a la mesa—. Ve a dar una vuelta.
Kip le ofreció el brazo. Tras una breve indecisión, Cora lo aceptó. Mientras se marchaban, empezaron a conversar con facilidad.
—Todo es muy verde —dijo Cora.
—No solo verde. Las hojas son de muchos colores. Y también el agua —explicó Kip entusiasmado.
—Qué forma más maravillosa de ver las cosas.
—Es la única forma que conozco.
—Dime lo que ves para que yo también pueda disfrutar.
Las palabras fluían tan fácilmente que parecía casi como si Cora estuviera hablando consigo misma. Pero esa vez, no había en su tono inseguridad ni duda.
Dex abrió la carpeta y leyó el examen de Cora. La joven tenía un interesante punto de vista, pero no sabía organizarse bien. Y tenía que dejar de disculparse en cada frase por no estar de acuerdo con el pensamiento tradicional.
Después de tomar algunas notas que esperaba le fueran de ayuda, Dex dejó la carpeta a un lado. Eran casi las diez, hora de ir a repartir el correo del campus.
Se dirigía al camino cuando oyó la voz de Jim.
—¿Dónde vas? —le preguntó desde el invernadero.
—A mi trabajo —respondió Dex sin dejar de andar—. Soy la única repartidora que trabaja los sábados.
Él salió.
—Voy contigo.
—No puedes. Voy en mi bicicleta.
—Entonces yo también iré en la mía.
Jim bajó la escalera de piedra y de uno de los garajes sacó una bicicleta y un casco azul.
Con los vaqueros ceñidos, camiseta y zapatillas de deporte, Dex tenía que admitir que estaba mejor vestido para el trabajo de repartidor que ella. Por otro lado, ella siempre presumía de su comportamiento descuidado y desafiante, y eso incluía su falta de casco.
—Imagino que no tiene sentido que te lo mencione… —empezó Jim mirando su pelo suelto.
—No si quieres venir conmigo —Dex subió en su vieja bicicleta.
—Así es —Jim se puso el casco.
Ella intentó desanimarle una vez más.
—¿Estás seguro de que tienes tiempo?
—Tengo que asistir a una cena a las siete y el cóctel es a las seis. No puedo faltar porque soy el invitado de honor —miró su reloj—. Eso me da casi ocho horas para prepararme. Sí, tengo tiempo.
Ella empezó a pedalear bajando por la pendiente hasta el campus. Él la siguió sin esfuerzo aparente.
Era desconcertante estar pedaleando en su bicicleta vieja y ruidosa mientras él iba a su lado. Dex hizo lo posible por ignorarle.
—Por cierto —dijo Jim—, ¿para qué es el asiento de niños?
—Es para Annie —respondió Dex, pensando que debería ser obvio.
—Pensé que querías que la adoptaran.
—Es solo para esta semana.
La verdad era que había pensado quedárselo para que le recordara a su hija, aunque nunca lo usara.
Jim no siguió con el tema.
—He visto en el jardín a Kip con una mujer. ¿Es amiga tuya?
—Es Cora —respondió Dex—. Le voy a dar clases particulares. Quería dejar los estudios, pero no se lo voy a permitir.
—Parecían disfrutar juntos.
—Eso espero.
La conversación fue decayendo mientras bajaban por el bulevar y no volvieron a hablar hasta que disminuyeron la marcha en la entrada del campus.
—Quería preguntarte algo —dijo Jim—. ¿Es Dex algún diminutivo?
—Mi madre me puso el nombre de su medicina para alergia —contestó, una respuesta que había inventado para reemplazar a la aburrida verdad, que Dex era un diminutivo infantil para Alexandra.
Se dirigieron hacia el edificio de administración.
—¡Fitz! —gritó Dex llamando a su puerta.
—¿Siempre haces tanto ruido? —preguntó Jim.
—Fitz duerme hasta muy tarde los sábados —dijo ella, dando un par de golpes más a la puerta.
—¿Vive aquí? —preguntó Jim incrédulo—. ¿No va contra el reglamento?
—Oh, Fitz tiene su propia casa en alguna parte, pero dice que siendo el director de mantenimiento siempre surge algún problema de noche. Así que se acuesta en el sofá.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?
Dex no estaba segura. Ella había empezado a trabajar para Fitz Langley antes de licenciarse, y ya entonces había sido toda una institución.
—Imagino que décadas.
Dentro del edificio se oyeron ruidos y la puerta empezó a moverse. Chirrió hasta que el cerrojo finalmente cedió.
—Si es el director de mantenimiento, ¿por qué no la engrasa? —susurró Jim.
—Dice que así es mejor que una alarma para mantener a los ladrones a raya —explicó Dex, justo antes de que asomara la cabeza de león de Fitz—. ¿Hay algún reparto?
—Un par —gruñó el hombre—. ¿Hablaste por fin con ese abogado?
—Todo está arreglado.
Apartándose con los dedos la melena desgreñada de la cara, Fitz le dio dos sobres.
—Uno para el departamento de Lengua Inglesa. Otro para administración.
—Este es el edificio de administración —observó Jim.
Fitz dejó de quitarse pelusas de la barba y miró con frialdad al otro hombre.
—Esta es la parte trasera del edificio de administración. Esa carta va al otro lado.
El departamento de mantenimiento era en realidad un añadido que se comunicaba con el edificio principal a través de una serie de pasillos y escaleras que eran más difíciles de recorrer que simplemente rodeando el edificio. Pero Fitz no se molestó en explicárselo.
Miró a Jim fijamente.
—Tú eres ese tipo de los ordenadores. He visto tu foto en el periódico. Las cosas deben ir mal si ahora vas en bici.
—Supongo que debería trabajar más —dijo Jim, siguiéndole la corriente.
—Deja que te dé un consejo —añadió Fitz—. Si tu jefe te dice que lleves la carta al otro lado del edificio, cierra el pico.
—Gracias, lo recordaré.
Dex reprimió una sonrisa. Estaba disfrutando de la compañía de Jim más de lo que había esperado. Para gastarle una broma, había decidido que tomarían el camino largo atravesando el departamento de Lengua Inglesa antes de hacer la entrega en administración, para hacerlo todo más complicado.
—¡Hasta el lunes! —gritó Dex a Fitz, marchándose.
Jim la alcanzó y pedalearon juntos bajo los árboles.
—¿Qué hay de la entrega? —preguntó Jim.
—La haré luego. De todos modos, nadie abrirá hoy la carta. A veces los jefazos vienen, pero las secretarias, no.
El lugar se encontraba casi desierto en ese sábado soleado. La biblioteca y el centro de estudiantes estarían llenos, pero estaban situados en otra zona, junto con el teatro de la universidad.
Mientras pasaban junto al centro de la facultad, con Jim un poco rezagado, ella imaginó que podía sentir su mirada en su cintura desnuda. ¿Habría notado el pequeño tatuaje de una flor que se hizo una vez a petición de un novio?
Desde que empezó la universidad, había tenido dos novios, sin contar algunas citas de las que ni se acordaba. Mirando atrás, Dex imaginó que ella terminó con las relaciones cuando ellos quisieron algo más serio.
Bueno, ella sabía a qué podía enfrentarse y a qué no. Lo mismo ocurría con Jim.
Pero ahí estaba él de todos modos, cuatro meses después de su aventura, haciendo la ruta con ella como si fuera parte de su vida… aunque en realidad no lo fuera, o al menos no de forma permanente.
Dex deseaba que él se aburriera y decidiera irse. Ella se estaba fijando demasiado en sus fuertes piernas al pedalear y en la anchura de sus hombros. Y especialmente en su trasero sobre el sillín.
Dex pedaleó más rápido, dirigiéndose al departamento de Lengua Inglesa.
¿Cómo no había visto su pequeño tatuaje en la parte baja de la espalda? Jim había creído haber memorizado cada detalle de su cuerpo durante aquella noche juntos.
Lo que sí recordaba era el modo en que su cuerpo se había movido contra él. Era una mujer para perderse en ella.
Los dos desmontaron y Jim siguió a Dex al edificio de ladrillo.
El departamento de Lengua Inglesa olía a polvo y a tinta. Jim siguió a Dex por el pasillo hasta un despacho abarrotado.
No se veía a nadie.
—¿Hay alguien? —gritó Dex un par de veces antes de dejar el sobre en la mesa—. Estarán fuera.
—¿Hay clases los sábados?
—No, pero un par de profesores acuden sobre todo para recibir a estudiantes graduados.
Entonces Jim recordó que allí era donde ella trabajaba como ayudante. Y sintió mucha curiosidad por todos los aspectos de la vida de Dex.
Estaban saliendo al pasillo cuando un hombre barbudo bajó las escaleras arrastrando los pies, con el pelo largo cayendo alrededor de un rostro delgado. Los miró a través de unas gafas metálicas.
—¿Dex? —dijo el hombre—. Oh, cielos, creía que era sábado. ¿Ya has corregido los exámenes?
—Es sábado, Hugh —explicó ella con indulgencia—. Solo estoy repartiendo el correo.
Él suspiró aliviado.
—Gracias a Dios. Tenía miedo de haber perdido la noción del tiempo y que fuera lunes —su mirada se dirigió despacio a Jim—. ¿Es amigo tuyo?
—Hugh, te presento a Jim Bonderoff. Jim, Hugh Bemling.
Los hombres estrecharon sus manos.
—¿Eres el auténtico Jim Bonderoff? —preguntó Hugh.
—Eso me temo.
El profesor se quitó las gafas y las limpió con los extremos de su camisa que llevaba por fuera del pantalón. Pareció desconcertado.
—¿Y los dos estáis… er… comprometidos?
Fue una pregunta bastante personal, pero Jim no se molestó en cuanto vio el modo en que el hombre miraba a Dex. Ese profesor distraído estaba colado por ella.
Pero parecía que no era correspondido a juzgar por el modo de comportarse de Dex.
—Estoy ayudando a Jim a cuidar un bebé —dijo Dex—. Si necesitas localizarme esta semana, estaré en su casa.
—Entiendo.
Hugh se aclaró la garganta un par de veces y luego volvió a subir las escaleras como si hubiera olvidado para qué había bajado inicialmente.
—Es muy dulce, pero está siempre despistado —explicó Dex cuando salieron—. No deja de enviar artículos académicos a las revistas equivocadas. Envió uno a una revista de decoración.
Jim se rió. Y al subirse en su bicicleta se dio cuenta de que hacía años que no se sentía tan despreocupado.
Era muy divertido entrar en el mundo de Dex y conocer a la gente que vivía allí. Le hizo darse cuenta de lo aislado que estaba en su entorno de opulencia y tecnología.
Annie también podría sentirse sola al ir creciendo. Necesitaba un ancla, alguien con los pies en la tierra que le ayudara a conectar con la gente. Necesitaba a Dex.
Jim movió la cabeza… Había querido decir a Nancy.
Delante del edificio de administración, Jim esperó mientras Dex subía los escalones con el sobre. El imponente edificio de granito parecía casi gótico. Era la primera vez que se fijaba en lo pretencioso que era.
A través de las puertas abiertas salieron dos hombres. Jim reconoció el rostro redondo del presidente Wilson Martín. El hombre a su lado era uno de los vicepresidentes.
La pareja no miró a Dex cuando pasó junto a ellos, y tampoco a Jim. Aparentemente no se fijaban en los estudiantes de aspecto desaliñado montando en bicicleta. Pasaron de largo sin dejar de conversar.
Jim se quedó en la bicicleta hasta que Dex apareció.
—¡Ha faltado un pelo! —dijo Jim.
—¿El presidente Martín? ¿No te ha pedido un donativo?
—Ni me ha visto.
Dex subió a su bicicleta.
—Quizá puedas responderme a una pregunta sobre la que no deja de cotillearse en el campus.
—¿El qué? —dijo Jim empezando a pedalear con ella.
—¿Qué años tiene el presidente Martín? Los rumores dicen que o tiene cuarenta y pocos y quiere ocultarlo o tiene más de setenta y ha hecho un pacto con algún mago del departamento de biología para ocultar su edad.
—La primera parte es cierta —explicó Jim—, pero la segunda es más interesante.
Habían llegado al aparcamiento casi vacío cuando Dex se detuvo de repente.
—¡Oh, Dios mío!
Él paró también, asustado.
—¿Qué ocurre?
—¡Annie!