8. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

Siempre se ha concedido a la Revolución Industrial tanta importancia como a la Revolución política, y esta estimación es probablemente muy acertada. Solo parecen necesarias dos precisiones.

Primero se ha dicho que la Revolución política y la Revolución industrial no son más que una misma Revolución, puesto que al mismo tiempo que las doctrinas ideológicas de Montesquieu o Rousseau de que deriva el liberalismo político, se desarrollaron las de Adam Smith o David Ricardo, de que deriva el liberalismo económico. Sin embargo, como hizo ver en su tiempo Alfred Cobban y han dejado todavía más en claro los revisionistas de la Revolución francesa, no solo esta revolución no fue realizada por «burgueses» en sentido estricto, es decir, por dueños de las fuentes de la producción y del trabajo, sino que el proceso revolucionario no precipitó, sino que por el contrario, retrasó la Revolución industrial. Esta última comienza antes (en la Inglaterra de fines del siglo XVIII), pero sobre todo se consagra después, tanto en las Islas Británicas como en el Continente, más bien a raíz del ciclo revolucionario de 1830 que es un hecho de características muy distintas. Es entonces cuando las nuevas iniciativas de la burguesía europea superan espectacularmente el estancamiento anterior.

Y segunda: que no se puede hablar de revolución en el sentido habitual de «muchos cambios en poco tiempo». La pretendida Revolución Industrial tardó cosa de un siglo en consumarse —en algunos países, incluso europeos, no llegaría hasta el siglo XX—, aunque sus consecuencias, eso sí, tendrían la virtud de cambiar las estructuras sociales, el nivel y las formas de vida de todos los países civilizados.

El impulso demográfico

El siglo XIX registra un aumento de población como nunca se había conocido hasta entonces; sobre todo en Europa y América. Entre 1800 y 1900 la población de Europa pasa de 178 a 423 millones de habitantes, y la de América nada menos que de 25 a 143, favorecida en este caso por la fortísima inmigración, fundamentalmente de europeos. El resto del mundo se incrementa en tasas mucho más modestas.

Dentro de Europa, Francia pasa de 27 a 40 millones de habitantes; Gran Bretaña (la que más crece, en gran parte debido al incremento de posibilidades por obra de la revolución industrial) de 11 a 41; Alemania de 24 a 51; Italia de 18 a 39, y Estados Unidos de 7 a 75, en este caso gracias a la inmigración, pero también gracias a una fuerte natalidad.

Son muchos los factores que influyen en esta explosión demográfica, que rompe una rutina de siglos. ¡También en este aspecto se percibe claramente el arranque de una nueva Edad Contemporánea! Son muchos los factores de este sorprendente fenómeno. Entre ellos figuran los progresos de la medicina, que en los países occidentales acaba casi totalmente con el azote de la peste y permite vencer con frecuencia a la enfermedad, y si no a la muerte, consigue retrasarla cada vez más, prolongando así la duración media de la vida; las medidas higiénicas y sanitarias, y hasta el fomento del ejercicio físico, especialmente por parte de la juventud, que se pone de moda sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Pero también cuenta, qué duda cabe, el progreso económico, la elevación del nivel de vida y el relativamente fácil acceso, gracias a la generalización de los transportes y a la amplitud de los mercados, a los productos de primera necesidad.

Un hecho complementario, no menos significativo, es la emigración del campo a la ciudad, y por tanto el crecimiento más rápido, a veces vertiginoso, de las grandes urbes. En 1815, ninguna ciudad del mundo llegaba al millón de habitantes (Londres tenía 900.000 y París 800.000), y solo veinte pasaban de 100.000. Un siglo más tarde, había 14 ciudades millonarias, y las que pasaban de 100.000 pobladores eran 186. Manchester, una típica ciudad industrial, contaba con 60.000 habitantes en 1800, que en 1830 eran ya 250.000. La urbanización supone una transformación de las costumbres en una sociedad hasta entonces eminentemente agrícola: una mayor velocidad en la transmisión de las noticias, de las modas, de los hábitos de vida, y una participación más activa del ciudadano medio en las inquietudes públicas (y del trabajador en las inquietudes sociales). Sin el agigantamiento de la ciudad, hubiera sido muy difícil explicar, por ejemplo, el paso del liberalismo a la democracia.

En Gran Bretaña

La llamada «primera revolución industrial» afecta fundamentalmente al sector textil, y en especial al algodonero el más apto para un proceso mecánico. El algodón tenía la inmensa ventaja de que podía «pintarse» —hoy decimos estamparse—, sin necesidad de emplear hilos de distintos colores; pero exigía una buena técnica de hilado y tejido, y fue esta técnica aquella en que los ingleses se hicieron verdaderos maestros en el siglo XVIII, hasta el punto de que entre 1700 y 1800 la producción textil en Gran Bretaña se multiplica por 95. La época de mayor desarrollo es la comprendida entre 1770 y 1800, con la aparición de nuevas máquinas —la mule jenny, la spinning jenny, más tarde la selfactina—, que permiten utilizar la fuerza del agua y del vapor. Las innovaciones fueron muy importantes, y pusieron las bases del poderío textil británico en el siglo XIX. El secreto de la delantera que los ingleses sacaron a los continentales estriba no solo en la iniciativa de los fabricantes, que supieron inventar máquinas cada vez más ingeniosas, sino en su facilidad para obtener créditos o la presencia de mecenas o socios capitalistas que ayudaron a los inventores con los medios necesarios para poner en práctica sus ideas. Todo ello revela una especial confianza en el éxito de las iniciativas, y un sentido de la aventura económica, que implica riesgo, pero también la posibilidad de realizar un gran negocio, mentalidad que faltó o escaseó en otras partes.

Ahora bien; si el tercio final del siglo XVIII fue pródigo en inventos y en nuevos sistemas de fabricación, parece exagerado admitir, como se venía haciendo hasta hace poco, una verdadera «revolución industrial» para aquellas fechas: primero, porque sus consecuencias influyeron todavía relativamente poco en la urbanización, en las estructuras sociales, en las formas de vida; y segundo, porque la producción textil, pese a toda su revolución tecnológica, en 1800 sólo generaba el 5 por 100 de la riqueza total de Gran Bretaña.

La verdadera transformación del país por la industria ocurre en el siglo XIX. Ya hemos visto cómo en la época napoleónica el bloqueo continental perjudicó al comercio británico con Europa, pero obligó a buscar mercados —o a importar materias primas— en el resto del mundo. El dominio absoluto de los mares fue la clave de la fabulosa prosperidad británica en el XIX. Otra clave, apenas hace falta decirlo, fue la gran abundancia en las islas de hierro y de carbón de excelente calidad. La deforestación provocada por la extensión de los cultivos, y la generalización de los endosares o fincas cercadas, dificultó la producción de carbón de leña, y obligó, en Gran Bretaña antes que en el resto del mundo, al recurso al carbón mineral, producto que en siglos pasados se había considerado nocivo para la salud. El carbón de piedra, mucho más rentable y calorífico que el de madera, lo mismo sirvió para alimentar las máquinas de vapor que los hornos de fundición.

En el sector textil, la mecanización y la concentración en fábricas servidas por centenares o millares de obreros, es un fenómeno del siglo XIX. En 1820 existían ya 7 millones de husos mecánicos; en 1845 eran 20 millones. En cuanto a telares mecánicos, pasaron de 14.000 en 1820 a 80.000 en 1830 y nada menos que a 225.000 en 1845. Por el contrario, los telares de mano bajan en el mismo periodo de 240.000 a sólo 65.000: la artesanía quedaba herida de muerte por la industria. ¡Es entonces cuando se hace espectacularmente visible la transformación social, económica y de estilos de vida provocada por la Revolución industrial!

Pero el factor más importante, como ya queda dicho, es el trabajo inducido por el carbón y el hierro, tanto en su obtención —minería desarrollada y cada vez más tecnificada—, como en su utilización simbiótica: altos hornos de carbón para fundir y depurar el hierro. Todavía de esta simbiosis sale una nueva, que se vale de los dos minerales en su utilización secundaria: la máquina de vapor, dotada de grandes calderas y elementos móviles de hierro, y calentada por carbón; o sistemas de transporte que revolucionan por primera vez los servicios desde la Edad Antigua: y muy singularmente dos: el ferrocarril y el barco de vapor. En 1800 se producían en Gran Bretaña 7 millones de toneladas de carbón mineral; en 1820 se llega a 20 millones; en 1870, a 110 millones. En la época de la revolución francesa, Gran Bretaña producía 70.000 toneladas de hierro colado (era ya la primera potencia del mundo en este aspecto, aunque seguida a no mucha distancia por los franceses); en 1806 alcanzaba las 160.000 toneladas, mientras Francia había disminuido; en 1830 llegaba ya a las 700.000 toneladas; que en 1848 eran ya 2 millones y en 1870, 6 millones. Por estas últimas fechas, Gran Bretaña se distancia al máximo del resto del mundo; en adelante, tendería a ser alcanzada por Alemania, y en menor grado por Estados Unidos y Francia.

En el Continente

Hacia 1830, la única nación de la Europa continental en que la riqueza industrial superaba a la riqueza agrícola era Bélgica. La temprana industrialización belga se explica tanto por su vecindad con Gran Bretaña como por su abundancia de excelente carbón. Si ya desde los tiempos bajomedievales Bélgica se había caracterizado por su tradición industrial en el campo de los tejidos de calidad, ahora —sin que decaiga la industria textil— destaca por sus fundiciones. La técnica de los altos hornos y la capacidad de obtención de productos metálicos bien acabados era por 1830 tan perfecta como la británica. Y como complemento, el ferrocarril, más madrugador en Bélgica que en el resto de la Europa continental, su puso un importante tirón, tanto de la producción carbonífera como de la siderúrgica.

En el resto del Continente —y en Estados Unidos— puede decirse que la Revolución Industrial propiamente dicha fue posterior a 1830, y sus efectos no se hacen espectaculares hasta 1850. Francia era teóricamente el país más rico, pero los acontecimientos revolucionarios y más tarde las continuas guerras exteriores la habían arruinado. Por su parte, las ventas de tierras inherentes al propio proceso de la Revolución —tierras incautadas a la Iglesia y a la nobleza—, que fueron cedidas por el Estado, a cambio de dinero, a particulares, dieron lugar a una clase propietaria con frecuencia acomodada, pero que para acceder a esas propiedades había tenido que desembolsar la mayor parte de su numerario. El disfrute y ahorro producido por las rentas tardó por lo menos una generación en hacerse notar, y aun así son menos frecuentes los procesos de capitalización como los que permitieron a los grandes propietarios ingleses invertir en industria. El despegue comienza, aunque de momento de forma poco espectacular, a raíz de la revolución típicamente burguesa de 1830. Hasta entonces, los precios habían tendido a la baja, y los tenedores de dinero prefirieron guardarlo, sabiendo que cada año valdría más; cuando los precios se estabilizan o tienden a subir, los capitalistas inician las inversiones. Entre 1830 y 1855, la producción industrial francesa se duplica, aunque su mayor incremento ocurrirá en el decenio 1850-1860.

En España se produce una curva de precios muy similar a la francesa, aunque todavía más marcada, ya que no en balde era el país que más directamente había recibido el metal precioso americano, del que se vio drásticamente privada a partir de la emancipación de los territorios ultramarinos. Los precios se estabilizaron al fin hacia 1830, y a partir de ahí comienzan ciertas inversiones en el campo industrial, tanto las textiles de Cataluña, que tenía ya una vieja tradición algodonera en el siglo XVIII, como las siderúrgicas en Málaga, emprendidas por activos negociantes, que, suspendido el trafico con el Nuevo Mundo, emplean sus ahorros en empresas industriales. Dos hechos frenaron la industrialización española: la falta de capitales y el «entierro» de los pocos que había en la nueva propiedad salida de las desamortizaciones. La pésima situación de la Hacienda fue el argumento de que el ministro Mendizábal quiso valerse para incautarse de las tierras eclesiásticas y venderlas por cuenta del Estado. Se acrecentó la clase de los propietarios, pero, o por falta de beneficios suficientes o por falta de iniciativas, este grupo difícilmente invirtió en otros sectores. El caso de Málaga es un poco especial, ya que disponía de escaso territorio hábil que desamortizar; y por esta causa, precisamente, los capitalistas malagueños —Heredia, Larios, Giró— no invirtieron en tierras, sino en industria, principalmente siderúrgica, pero también textil. Pero Andalucía contaba con el grave inconveniente de carecer de un buen carbón, y la flamante siderurgia malagueña tuvo que alimentarse, anacrónicamente, de carbón de leña, que era preciso buscar cada vez más lejos. Así, la industria malagueña no podría competir con la asturiana — creada hacia 1848—, y esta decaería más tarde por la competencia de la vasca, que pudo medrar a base de comprar carbón inglés de excelente calidad a cambio del mineral de hierro abundante en el País Vasco. Todas estas vicisitudes, y la escasa demanda de los ferrocarriles, retrasaron el desarrollo de la industria pesada en España. En cuanto a la textil, Cataluña llegó a abastecer al país —a costa de la ruina de otras zonas de producción más artesanal— pero la exportación de productos manufacturados españoles fue francamente escasa.

Alemania, todavía por 1830-1840, estaba industrialmente más atrasada que España. Tomó relativamente tarde el tren de la Revolución Industrial, y sus progresos fueron inicialmente lentos, para ir acelerando de forma progresiva, al fin impresionante, hasta resultar, a raíz de su unificación política en 1870, una de las grandes potencias industriales del mundo. Se afirma que el extraordinario desarrollo del cultivo de la patata, alimento nutritivo y barato, no solo provocó una revolución demográfica, sino que permitió un régimen de salarios bajos, con el consiguiente beneficio para los empresarios. Del ritmo del desarrollo industrial alemán pueden dar fe estas cifras.

 

carbón

millones tons.

acero

miles tons.

1800

1

---

1820

1,5

40

1840

3,5

100

1855

16

300

1870

37

1800

Un ejemplo de la tenaz constancia de los germanos está en las largas dinastías empresariales a lo largo de generaciones enteras. Así, los Krupp, en 1826 poseían una pequeña fundición con 4 obreros; en 1850 trabajaban en su factoría 200; en 1860 alcanzaban los 3.000, y en 1870, eran 15.000, y la casa Krupp se había convertido en la más poderosa acería del mundo.

Las comunicaciones

La asociación entre el carbón y el hierro queda simbolizada en la máquina de vapor. Esta máquina había sido inventada ya en 1712 por Newcomen, pero sin grandes posibilidades de aplicación práctica; no es hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX cuando sucesivos perfeccionamientos técnicos —sobre todo los introducidos por Watt— la hacen verdaderamente operativa para el trabajo y la locomoción; de manera que si la máquina de vapor se hizo indispensable en el campo de la industria, no lo fue menos en el del transporte, y la revolución que representó en este campo es perfectamente comparable con la que realizó en el industrial.

En 1903 Fulton hacía moverse el primer barco de vapor, que otros se encargarían de perfeccionar bien pronto. El barco se impulsaba mediante paletas —más tarde grandes ruedas con travesaños—, y podía navegar con independencia del viento. Por 1825, numerosos barcos de vapor surcaban los ríos europeos y americanos; no tanto los mares, porque su disposición los hacía balancearse excesivamente, aparte de su elevado consumo de carbón (para una travesía trasatlántica era preciso cargar de carbón el 85 por 100 de la capacidad de las bodegas, con lo que quedaba muy poco espacio para la carga útil). Así, los países que contaban con ríos amplios y navegables —y con canales— tuvieron una evidente ventaja sobre los montañosos o dotados de corrientes de agua de caudal irregular, como España. Hoy se considera que no es ninguna casualidad que los países abundantes en canales —Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, Alemania— fuesen los adelantados de la Revolución Industrial. Por lo que se refiere a la navegación ultramarina, en 1848 el Great Western logró atravesar el Atlántico en quince días. No fue una hazaña excepcional, porque por entonces los clippers, barcos de vela de figura esbelta y alargada, cuatro mástiles y muchas velas pequeñas, podían hacer lo mismo en solo diez días y con menos gasto: eso sí, los veleros dependían del viento, y la duración del viaje era inevitablemente incierta. Pero solo a partir de 1859, cuando Ericsson introdujo la hélice, los vapores comenzaron a hacer ventajosa competencia a los veleros en mar abierto.

Más decisivo aún fue el invento de la locomotora, máquina de vapor capaz de moverse rodando sobre raíles de hierro. Ideada por Stephenson en 1823, en 1825 el primer tren cubrió el trayecto entre Stockton y Darlington, transportando mineral a la velocidad de 18 kilómetros por hora. En 1830 funcionó el primer tren para viajeros, que permitía ir de Liverpool a Manchester a la asombrosa velocidad de 40 km/h. Muchos médicos opinaban por entonces que semejante rapidez podía ser peligrosa para la salud, y se abrió una ruidosa polémica sobre el asunto, hasta que la experiencia demostró las ventajas del nuevo invento.

El ferrocarril se convirtió bien pronto en el símbolo del progreso en el siglo XIX, y revolucionó el mundo civilizado. Por un lado «tiró» de la industria minera y siderúrgica, al exigir grandes cantidades de hierro y carbón; por otro, las favoreció, al poder transportar estos minerales a grandes distancias y a un precio mínimo. Pero no solo el hierro y el carbón llenaron los vagones de carga, sino que gracias al ferrocarril, productos de cualquier clase abundantes en una región podían llegar a otra con facilidad; los mercados se abarataron, y los precios tendieron a igualarse en todas partes (hasta entonces variaban en función de la distancia entre el centro de producción y el lugar de consumo). También sirvieron para hacer más factibles, breves y cómodos los viajes: se hicieron más abundantes no solo los viajes mismos, sino las grandes migraciones. Se construyeron líneas internacionales, y los Estados Unidos se convirtieron en una enorme nación continental gracias al ferrocarril (Barraclough). En 1850 había ya 14.500 km de vía tendida en USA, 10.000 en Gran Bretaña, 6000 en Alemania y 3.000 en Francia. En 1870, las cifras eran ya asombrosas: 60.000 Km. en Estados Unidos, 45.000 en Gran Bretaña, 30.000 en Alemania y 17.000 en Francia. En total, había ya 200.000 Km. de vías férreas sobre la tierra. El mundo civilizado estaba cada vez más unido consigo mismo y más cerca de sí mismo.

Los artífices

La Revolución Industrial aumentó espectacularmente la diferencia entre los países europeos y americanos y los del resto del planeta. Representó sin el menor género de duda uno de los avances más extraordinarios del genio del hombre occidental, de su inteligencia, su inventiva, su ingenio y su capacidad de organización. El hecho se debió en parte a causas naturales, como la abundancia en Europa y en Norteamérica de las dos «piedras filosofales» del siglo XIX: el carbón y el hierro. Pero se debió sobre todo a la iniciativa y al espíritu de riesgo de una clase empresarial llena de vitalidad.

Las grandes casas de banca, como los Laffitte, los Pereyre, los Rotschild, con sucursales establecidas ya en todas las grandes ciudades del mundo, contribuyeron a facilitar los capitales necesarios, o los invirtieron ellas mismas en empresas prometedoras, como los ferrocarriles. Pero el mérito principal recae muy probablemente en hombres tal vez sin mucha fortuna, pero con inventiva, que se lanzaban a la aventura de la inversión pidiendo dinero prestado. Ya hemos adelantado como uno de los factores fundamentales de la ventaja industrial obtenida por la Gran Bretaña, fue la comprensión o confianza de los prestamistas en los empresarios, que encontraron así más facilidades para la aventura de la producción que en otras partes.

Naturalmente que no todas las ideas resultaron acertadas ni todas las inversiones rentables. La mentalidad romántica infunde a veces vanas esperanzas en negocios que parecen de deslumbrante porvenir, y terminan en la ruina o quizás en el suicidio. El número de quiebras es muy grande. Pero la economía, merced al juego del riesgo, progresa a pasos agigantados.

No todos los grandes empresarios son hombres inicialmente ricos. Por lo general, han de pedir dinero prestado para iniciar su negocio, y han de realizar duros sacrificios para llevarlo adelante, hasta que el esfuerzo es recompensado. Arkwright era barbero; inventó instrumentos textiles, consiguió varios préstamos para fabricarlos, y llegó a ser uno de los grandes empresarios de Inglaterra. Los Peel eran ganaderos; vendieron tierras y reses para invertir en la industria algodonera, y acabaron haciéndose riquísimos. Uno de ellos, Robert, llegó a ser primer ministro británico. Los Peugeot eran molineros; a fuerza de ahorrar, lograron reunir algún dinero, y montaron telares, hasta llegar a convertirse en grandes empresarios (en el siglo XX se pasarían a la industria del automóvil). Ya nos hemos referido a la tenacidad de los Krupp, en Alemania, que partieron prácticamente de cero. Son sólo unos cuantos ejemplos.