14. LAS NUEVAS POTENCIAS
EXTRAEUROPEAS

Posguerras civiles fueron causa directa o indirecta de que dos países extraeuropeos, los Estados Unidos de América y Japón, experimentaran profundas transformaciones internas y se convirtieran en potencias temibles en el concierto mundial y dotadas de una cada vez más activa política exterior. Con ello se daría un paso de gigante en el proceso de mundialización de la Historia, y se consagrarían nuevos y grandiosos planteamientos geopolíticos, de que daremos cuenta en el siguiente capítulo.

Los hechos son muy distintos en cada caso. Los Estados Unidos vivían ya inmersos en el mundo de la cultura occidental, mientras Japón, aunque sea un tanto inexacta la afirmación de que vivía en un feudalismo de puro corte medieval, mantenía un aislamiento mucho más fuerte respecto del mundo exterior. Con todo, ambos países habían tendido al aislacionismo, y sólo tras las convulsiones de los años sesenta pasaron a tener una participación activa en una política mundial que por estos años comenzaba a perfilarse. En el futuro habría que contar con ellos.

La transformación de los Estados Unidos

Los Estados Unidos habían vivido desde sus orígenes un continuo proceso de expansión, proceso que se hizo más intenso a partir de 1840. En 1845 se anexionaron el estado de Texas y de las disputas consiguientes derivó una guerra con México (1846-48), que les deparó la ocupación de Nuevo México y California (y la compra de Arizona en 1853). Los Estados Unidos eran ya un inmenso país que corría del Atlántico al Pacífico, aunque quedasen muchos espacios vacíos por medio. En 1850, aquel país, tan grande como Europa, tenía sólo 25 millones de habitantes.

El hallazgo de las primeras minas de oro en California potenciaría hasta extremos épicos la ya iniciada marcha hacia el Oeste fruto en gran parte de la iniciativa particular, protagonizada por audaces grupos de pioneros y aventureros; pero casi al mismo tiempo la administración se extendía a los nuevos Estados, y las líneas de ferrocarril, tendidas con frenética celeridad, unían los territorios más distantes. Es lógico que un crecimiento tan rápido provocase distorsiones y tensiones.

Nunca había quedado del todo claro el régimen de la federación de Estados americanos. La Constitución de 1789 era muy breve de texto y flexible de contenido, susceptible de numerosas enmiendas, que a lo largo de los años la han ido concretando. Muchas de estas enmiendas fueron regulando las relaciones mutuas entre los distintos Estados. Unos presidentes habían tendido a reforzar el poder federal (en Estados Unidos se conoce así el poder central, el que depende directamente del presidente, el gobierno y las Cámaras de Washington), mientras otros habían permitido un mayor grado de autonomía a los distintos Estados.

Las diferencias quedaban cada vez más manifiestas conforme avanzaba el proceso de industrialización del Norte eran industriales, comerciales, emprendedores, con excelente vista para los negocios, y proteccionistas en lo que se refiere al comercio exterior, con el fin de proteger la producción propia. Los del Sur eran preponderantemente agrícolas, patriarcales, más tradicionales y librecambistas por principios, a los que convenía la mano abierta para exportar sus productos derivados de la agricultura y la ganadería. Gran parte de su riqueza se debía al laboreo de las tierras por una mano de obra abundante y barata, los esclavos negros, que ya no vivían la situación indigna de otros tiempos, pero que seguían dependiendo sin remedio de la voluntad de sus amos, fueran estos patriarcales y benignos o no. Aunque hoy pueda parecernos extraño, los sureños votaban entonces al tradicional partido demócrata, mientras los del Norte lo hacían preferentemente al reciente partido republicano, más progresista e innovador. También, aunque pueda parecer paradójico, los demócratas tendían más bien al liberalismo y los republicanos a la democracia.

La guerra de Secesión

Con todo ello, se comprende que la guerra civil que estalló entre 1861 y 1865 no fuera provocada exclusivamente por el problema de la esclavitud. Responde a la difícil coexistencia de dos estructuras socioeconómicas muy distintas, a dos mentalidades o maneras de entender la vida, y también a las diferencias de criterio entre «federales» (unitarios) y «confederados» (autonomistas).

La elección en 1860 como presidente del republicano Abraham Lincoln propició la ruptura, ya que no fue aceptado por muchos Estados del Sur. Se constituyó la Confederación, opuesta a la Unión, y con ella los Estados Unidos quedaron por primera y última vez en su historia «desunidos» en dos bloques contrarios, mucho más poderoso el del Norte, por su superioridad demográfica, industrial y tecnológica, aparte del hecho de que la mayoría del los Estados el Oeste permanecieron fieles a la Unión. La secesión amputó la esquina SE de los Estados Unidos, de Virginia a Texas.

La guerra abierta comenzó en 1861. Aunque los confederados estaban en inferioridad numérica, sus tropas eran aguerridas y mostraron un superior entusiasmo, quizá porque defendían intereses vitales. El Norte mezclaba un idealista abolicionismo de la esclavitud —no necesariamente generoso, puesto que en sus Estados no había apenas había esclavos— con un evidente pragmatismo desarrollista industrial y financiero. El Sur, de tradición librecambista, puesto que vivía de la exportación de su producción algodonera, contaba con la simpatía de varios países europeos, entre ellos Francia e Inglaterra (que de paso verían con gusto un debilitamiento de los Estados Unidos como potencia industrial); pero no pudo recibir ayuda alguna, porque los federales construyeron más y mejores barcos de guerra (inventaron el acorazado), destruyeron la flota contraria y bloquearon las costas del Sur. Los confederados perdieron así su mejor baza económica, la exportación de algodón, circunstancia que agotó sus reservas de dinero.

Aun así, los sudistas, dirigidos por el general Lee, avanzaron por la costa atlántica, conquistaron Richmond y amenazaron Washington; pero acabaron agotándose. Entretanto, los caudillos del Norte, Grant y Sherman, obtuvieron grandes victorias por el interior, y avanzaron por la cuenca del Misisipi hasta llegar a Nueva Orleans. El mapa de los confederados quedaba partido en dos. El armisticio de Appomatox, en 1865 significaba el triunfo del Norte, y con él el triunfo de los que entonces comenzaban a llamarse «yanquis», activos, industriosos, audaces, e imperialistas, ya en lo político, ya en lo económico. La guerra de Secesión fue un trauma, pero de ella habrían de surgir los Estados Unidos con las características que hasta hoy hemos conocido.

La revolución Meiji en Japón

En 1854, una escuadra norteamericana, dirigida por el comodoro Perry, se presentó ante el puerto de Yokohama en una actitud muy anglosajona, mitad comercial, mitad guerrera. O los japoneses abrían sus puertos al tráfico norteamericano, o esos puertos serían bombardeados. Luego, británicos y rusos aparecieron en la misma actitud. En 1858 y 1863 se repitieron los bombardeos. Los japoneses quedaron admirados tanto ante los cañones como ante las máquinas de coser, y comenzaron a otorgar diversas concesiones a los occidentales. Pero aquella admiración y aquella claudicación —las dos al mismo tiempo— provocaron en el alma Japonesa una de las más espectaculares conmociones de su historia.

Desde el siglo XVII, Japón vivía casi totalmente recluido en sí mismo, presidido por los shogunes de la dinastía Tokugawa (habían sido precisamente las navegaciones europeas del XVI las que habían provocado este aislacionismo). Pero el poder de los shogunes quedaba en gran parte menoscabado por los gobernadores de provincias o daimios, cuyo papel ha sido comparado al de los antiguos señores feudales de Occidente. Los daimios eran grandes propietarios que hasta disponían de ejércitos propios, cuyos oficiales eran los famosos guerreros samurais, que alguien ha parangonado a los hidalgos españoles por su valentía y su atávico sentido del honor. Japón no era exactamente un país atrasado, sino un país aislado; contaba con una cultura secular, una sociedad equilibrada, un aceptable nivel de vida, una buena organización del trabajo, pero vivía una vida propia por prescripción ya muy antigua de los shogunes, y estaba a su vez dividido interiormente desde el punto de vista político y administrativo.

El intervencionismo occidental provocó una curiosa reacción sólo en apariencia contradictoria: rechazo por un lado de las imposiciones extranjeras y ansia de fortalecimiento del imperio japonés; pero por otra parte la consigna de adoptar los adelantos de Occidente, para que Japón pudiera ser una potencia moderna y respetada en el mundo. Esta modernización sin romper con el espíritu tradicional fue la base de la revolución Meiji (una revolución al mismo tiempo política, social y mental), cuyo nervio fueron los samurais, pero que contó con el apoyo popular. Esta revolución o serie de revoluciones, en 1866-68, derribó al débil régimen del shogunado y confirió plenos poderes al emperador o Mikado, que desde tres siglos antes ostentaba una autoridad puramente religiosa.

Era entonces mikado el joven Mutsu Hito, que pronto se reveló como un hombre inteligente y enérgico. Bajo su dirección, pero por obra también de unas clases dirigentes ya preparadas, Japón experimentó en pocos años una serie de transformaciones que asombraron al mundo. Es muy difícil suponer que todo este cambio haya podido operarse de la noche a la mañana como por arte de magia, y por eso ahora, sin infravalorar en absoluto el mérito del «milagro japonés», tiende a creerse que existía ya, en la sociedad, en la cultura y en las mentalidades una capacidad virtual de cambio que hizo posible toda esa transformación.

Mutsu Hito fue un monarca que reinó y gobernó de acuerdo con las tradiciones japonesas, pero no por eso dejó de seguir las formas políticas de los pueblos occidentales. En 1889 se promulgó una Constitución que preveía un régimen bicameral (aristocracia y representantes del pueblo); la capital se trasladó de Kyoto a Yeddo (Tokio), se racionalizó y unificó la administración, y el país fue dividido en 72 kens o provincias. La antigua nobleza perdió gran parte de sus propiedades y la tierra fue repartida entre millares de campesinos, pero los hombres distinguidos y valiosos de las antiguas clases privilegiadas pasaron a formar parte de una sociedad de burócratas y ejecutivos, herederos del viejo honor y al mismo tiempo modernizados, honestos y eficaces.

Pero lo más sorprendente del «milagro japonés» no fue su adaptación a los módulos de la civilización —no tanto de la cultura— occidental, sino su vertiginosa capacidad de progreso y modernización. En 1872 se inauguraba la primera línea de ferrocarril en Japón, la Tokio-Yokohama, de 30 km. de recorrido; en 1914, Japón disponía de más de 10.000 Km. de vía, y uno de los sistemas ferroviarios más modernos del mundo. En 1870, todos los barcos eran de madera y movidos a vela. En 1914 Japón disponía de una de las flotas de guerra y mercantes más poderosas de la tierra. En 1870 no existía industria textil propiamente dicha; en 1914 Japón contaba con grandes factorías manufactureras, capaces de producir al año 250.000.000 de kilos de hilados. Japón había entrado a figurar con pleno derecho entre las grandes potencias mundiales.