18. LA PAZ ARMADA
Entre 1870 y 1914 se registra un prolongado periodo de paz, solo interrumpido por conflictos rápidos y periféricos: guerra rusoturca de 1878, guerra chinojaponesa de 1894, guerra hispanoyanqui, 1898; guerra de los boers, 1899-1902; guerra rusojaponesa, 1904-05; guerras balcánicas, 1911-1913. Ninguna altera el orden mundial, o interfiere a las grandes potencias, como no sea la rusojaponesa, librada al otro lado del mundo. Todos los roces o diferencias entre países poderosos fueron arreglados mediante tratados o conferencias, con participación siempre de un grupo numeroso de naciones, que culminaban en decisiones tomadas por consenso. Podían existir conflictos menudos o lejanos, nunca de enfrentamiento directo de dos o más grandes potencias entre sí. Parecía predominar el sentido común. Y esta conciencia del sentido común, tan ligada al espíritu positivista, hacía casi impensable la existencia de un conflicto generalizado entre grandes países cultos y civilizados. Muchas veces se dijo que la guerra, como la peste —desterrada al fin de Europa y América gracias a la vacuna y a la profilaxis— era cosa de tiempos antiguos o de países atrasados.
Sin embargo, la «paz armada» adolecía de dos claras limitaciones, que quedarían en evidencia en 1914: la primera, la propia contradicción de esas dos palabras. Los países modernos eran, por civilizados, pacíficos; pero, al mismo tiempo, por razones de prestigio, necesitaban ser poderosos. El servicio militar, con instrucción y maniobras de entrenamiento, se hizo obligatorio en toda Europa entre 1870 y 1881; a los niños se les educaba en las virtudes patrióticas, y a todos los ciudadanos se les inculcaba la admiración por la fortaleza del propio país. La misma construcción de amplias y majestuosas avenidas en las grandes ciudades hacía más espectaculares los desfiles militares, que entonces se hicieron más frecuentes que en ningún otro momento de la historia. A partir de 1890. a la mística del militarismo se une la del navalismo: un país no es estimado si no posee acorazados, buques enormes de poderosas planchas de acero y erizados de cañones de grueso calibre. Pero se añade siempre que todo este poderío es puramente defensivo —«para defender los sagrados intereses de nuestra patria»—, y hasta comienza a emplearse sistemáticamente la palabra «defensa» en lugar de «guerra» en el lenguaje institucional. Todas las alianzas son, teóricamente al menos defensivas. La justificación de toda aquella sospechosa carrera de armamentos era el aforismo clásico, por entonces tantas veces repetido, de «si vis pacem, para bellum». Ahora bien: en el caso hipotético de que toda aquella maquinaria bélica, por obra de un impulso inesperado, se pusiera en marcha, estaba claro que las consecuencias de un conflicto armado entre grandes potencias serían incomparablemente más desastrosas que en tiempos anteriores.
La segunda limitación radica en el concepto puramente positivista de la balance of powers. Lo mismo que en el siglo XVIII o que en la época posnapoleónica, se busca el equilibrio europeo. Pero no se trata, como antes, de que ningún país pueda ser más fuerte que otro, sino de que cada uno posea un potencial militar proporcional a sus posibilidades demográficas y económicas. Es el principio del «tanto vales, tanto puedes», fruto de una concepción pragmática y materialista, ajena a las más profundas consideraciones éticas. La Paz Armada podía parecer a muchos la mejor garantía de un mutuo respeto, aunque no faltaron tampoco por entonces voces que hicieron ver la facilidad de su ruptura. De hecho, desembocó en una guerra que por primera vez en la historia fue mundial.
El internacionalismo
Uno de los hechos que permitieron imaginar la imposibilidad de un conflicto generalizado entre grandes potencias fue el impulso de los intercambios, las comunicaciones, los contactos y los negocios. Una enorme cantidad de intereses comunes estaba en juego, y su ruptura por parte de cualquiera carecía de sentido. Los ingleses pusieron de moda el dicho de que una guerra sería para todos «un mal negocio». La banca, las grandes empresas, los ferrocarriles, las compañías trasatlánticas, hacían que todos pudieran beneficiarse de todos. El bien ajeno era casi tan deseable como el propio. El primer ejemplo estuvo tal vez en 1873, cuando una quiebra de los ferrocarriles argentinos provocó una brusca caída en la bolsa de Viena. El mundo se hacía más pequeño al tiempo que más interactivo. Por entonces se generalizaron las palabras «cosmopolita» y «cosmopolitismo».
Y por primera vez nacían las grandes organizaciones internacionales. En 1864 se fundó la Cruz Roja, para defender solidariamente la salud del mundo entero: su enseña no admitía fronteras ni prohibiciones. En 1875 la Unión Telegráfica Universal permitió el envío, con la colaboración de todos los países, de mensajes a cualquier rincón del mundo: los enlaces se hicieron incomparablemente más rápidos. Muy poco más tarde, en 1878, se fundó la Unión Postal Universal: un sello de un país cualquiera era válido para que una carta llegara a cualquier otro, o para que pudiera atravesar varias fronteras si era preciso. Y en 1887 el Congreso Ferroviario de Milán permitió la sincronización de horarios y servicios. Los trenes cruzarían las fronteras con la máxima facilidad, y sus viajeros podrían atravesar el continente entero sin cambiar de vagón. Desde 1889 comenzaron a celebrarse Congresos Pacifistas, para llevar por todas partes la idea de la fraternidad universal. Símbolo de la comunidad de intereses fueron las grandes Exposiciones mundiales o internacionales. La primera se celebró en Londres en 1862, y siguieron, entre otras, las de París en 1867. Viena en 1873, Filadelfia en 1876, Barcelona en 1888, y la extraordinaria de París en 1889, para celebrar el centenario de la Revolución, y cuyo símbolo fue la torre Eiffel. la obra humana más alta del mundo durante mucho tiempo. Las Exposiciones tuvieron un doble objeto: por un lado dar a conocer el asombroso progreso técnico de aquellos años, con «inventos» que constituían los mejores reclamos del certamen; en Filadelfia funcionó por primera vez el teléfono; en Barcelona se inauguró la luz eléctrica en España, y en París el ascensor. Por otra parte, las Exposiciones reunían a sabios, técnicos, negociantes y turistas de todo el mundo. Eran uno de los elementos más simbólicos de aquella fraternidad universal basada en la civilización y el progreso.
Las naciones renunciaban a la guerra: en adelante medirían sus fuerzas solo en competiciones deportivas. Comenzaron a jugarse partidos internacionales de varias modalidades, pero la idea fundamental partió del barón Pierre de Coubertin, que ya había fomentado el deporte en Francia (el desarrollo del deporte entre la juventud, y el de la llamada «gimnasia sueca», es un fruto del espíritu de aquellos tiempos, fomentado por el propio Estado). Coubertin ideó restaurar los Juegos Olímpicos, que tan importante papel habían tenido en el desarrollo del panhelenismo veinticinco siglos antes. Los Juegos Olímpicos, dotados de un ritual simbólico muy peculiar, no destruirían el ansia de emulación entre las naciones —inextinguible en una época de nacionalismos—, pero darían a esta emulación un carácter exclusivamente caballeroso y deportivo, en que «lo importante no es vencer, sino participar». Los primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna se celebraron simbólicamente en Atenas en 1896, y terminaron con el recorrido de los 42 kilómetros de Maratón a la capital, en recuerdo del soldado que dio su vida por traer corriendo la noticia de la victoria.
No menos significativa fue la introducción del esperanto, un idioma universal compuesto por el doctor Zamenhoff y sus colaboradores, base de unir raíces latinas, eslavas y sajonas, una lengua de construcción muy sencilla, carente de flexiones, de irregularidades morfológicas y de complicaciones sintácticas, muy fácil de aprender. Se estimaba que el esperanto —símbolo de la esperanza en el futuro— sería el idioma de la humanidad en el siglo XX.
Los últimos treinta años de la centuria estuvieron llenos también de conferencias internacionales, por medio de las cuales las potencias se ponían de acuerdo sobre cuestiones de interés común, o para resolver conflictos. El periodo recuerda un tanto al del Directorio posnapoleónico, con la diferencia de que ahora no hay un Metternich, aunque a Bismarck le gustaba ejercer el papel de anfitrión. Así, el Congreso de Berlín en 1878, que puso fin, por imposición de las demás potencias, a la guerra rusoturca, con participación de todos los países importantes de Europa; o la Conferencia de Berlín, en 1885, a que ya nos hemos referido, que dio normas para evitar enfrentamientos en el reparto colonial, y oficializó el principio del derecho legitimado por el dominio efectivo de territorios no pertenecientes hasta entonces a ningún poder organizado. El Tratado de Bucarest en 1886 sirvió para la reordenación de los Balcanes, y la Reunión de Constantinopla en 1887 obligó a Grecia y Turquía a hacer la paz. Los Congresos de Algeciras (1903 y 1906) resolvieron los problemas de Marruecos y encauzaron el derecho de Francia —y de España en una estrecha franja Norte— a ejercer el protectorado sobre aquel país, a cambio de ciertas concesiones a otras potencias interesadas, erigiendo para apoyo de cinco de ellas la ciudad libre de Tánger. Y el Congreso de Londres, todavía en 1913, puso paz una vez más en el avispero balcánico. En vísperas de la primera guerra mundial se seguía pensando que grandes conferencias de este tipo, en que se unían el sentido común con un consenso pragmático de equilibrio entre las aspiraciones de cada uno, podrían garantizar la paz por tiempo indefinido.
Pero las más simbólicas de todas ellas, ya que no las más decisorias, fueron las propias Conferencias de la Paz. La primera se celebró en La Haya en 1899, bajo la inspiración del zar Nicolás II, y en ella se creyó poner los cimientos de una paz definitiva. La segunda tuvo lugar en la misma ciudad, en 1909, propiciada por el presidente norteamericano Theodor Roosevelt. A ella acudieron representantes de 44 países —es decir prácticamente todo el mundo civilizado de entonces—, con asistencia de Emperadores, Reyes y Presidentes de las Repúblicas. Se declaró solemnemente a la guerra «fuera de la ley», y en adelante un tribunal internacional —el Tribunal de La Haya—, cuya competencia reconocieron todos, se encargaría de resolver todos los litigios entre naciones, de la misma manera que los tribunales ordinarios eran competentes para resolver litigios entre personas, con exclusión de toda violencia. Aquellos altos dignatarios del mundo, entre banquetes y brindis, acordaron reunirse de nuevo, en el mismo lugar, en 1915. En 1915 no pudieron hacerlo, porque todos ellos se habían enzarzado en la guerra más espantosa que recordaban los siglos.
El juego de las alianzas
Después de su unificación en 1870, Alemania era por su población, su organización, su capacidad económica y su poderío militar, la primera potencia de Europa. Dentro de la balance of powers le correspondía un papel hegemónico. Pero Bismarck, que además de «Canciller de Hierro» era finísimo diplomático, rehusó hacer gala explícita de tal hegemonía. Prefería actuar de árbitro, de maestro concertador, antes que ejercer presiones sobre ninguna otra potencia. El prurito de Bismarck era el de evitar toda alianza europea, porque cualquier alianza tenía grandes probabilidades de dirigirse contra la potencia más fuerte, es decir, Alemania; ahora bien, si esa alianza, a pesar de todo, se formaba, Alemania debería hacer todo lo posible por entrar en ella.
Casi siempre —por lo menos desde el siglo XVIII— había sido Gran Bretaña la cabeza de los «aliados». De aquí el exquisito cuidado de Bismarck por no suscitarlos recelos británicos. En este sentido, la coyuntura era afortunada, porque Gran Bretaña, enfrascada en sus grandes aventuras coloniales, se desentendía de los pequeños problemas europeos y prefería que la dejasen sola para llevar a cabo su expansión colonial. Aquella política fue calificada por los propios protagonistas como una Splendid isolation. Aquel espléndido aislamiento respecto de los tejemanejes europeos estaba permitiendo a los ingleses el dominio de los océanos y la conquista, militar o económica, de la mayor parte del resto del mundo. Por este prurito, casi instintivo, pero perfectamente racional, de dejar a Gran Bretaña las manos libres en los asuntos ultramarinos a cambio de que los británicos no se inmiscuyeran en los asuntos europeos, trató Bismarck por todos los medios de frenar dos ambiciones de muchos de sus compatriotas: construir una gran escuadra que fuese complemento de su formidable ejército, y caer en la tentación del expansionismo colonial.
Neutralizado el peligro británico, era preciso vigilar la actitud de Francia. Francia, vencida y hasta humillada en 1870, era la única gran potencia interesada en organizar una alianza antialemana. El espíritu de revanche, alimentado por muchos órganos de opinión, o por diversos políticos, y singularmente por un nuevo héroe nacional, el general Boulanger, seguía latente en la Tercera República; pero Francia se sabía incapaz de vencer a Alemania por sí sola, y por eso se movió muy activamente en busca de aliados. Primero tentó a Austria. Austria era la otra vencida —en 1866— por el proceso de unificación alemana. Era natural que las dos potencias perdedoras se mancomunasen para hacer patentes sus reivindicaciones. De aquí los contactos de Thiers con el gabinete de Viena. Pero Bismarck fue más hábil y más rápido. Hizo ver a los austriacos que la nueva situación en el mundo germánico era ya irreversible, y que el destino del Imperio de los Habsburgo —llamado ya imperio austrohúngaro— estaba en el Danubio, por donde cabía una amplia vía de expansión. Y Alemania estaba dispuesta a ayudar a Austria-Hungría en su política danubiana. La amistad entre los dos emperadores, Guillermo I y Francisco José, hizo el resto, y la alianza germanoaustriaca sería la más duradera de todas.
Francia buscó entonces la alianza con Rusia. El empeño parecía más fácil. Rusia no solo se sentía recelosa del poderío germano, sino —sobre todo— muy molesta con las aspiraciones austríacas sobre el espacio danubiano, que ella también ambicionaba, para granjearse países satélites sobre las ruinas del cada vez más desmembrado imperio turco. Se fue dibujando así el movimiento paneslavista, fomentado por los zares, como una contestación a la superioridad histórica de las razas germana y latina que hasta entonces habían ostentado de una manera u otra la hegemonía europea. Y Rusia, cabeza del mundo eslavo, sería, por supuesto, la suprema directora de aquella confederación de países que aspiraban a ser independientes. Fue una obra maestra de la diplomacia de Bismarck ganarse, casi antinaturalmente, a Rusia. Supo esgrimir argumentos ideológicos y hasta de prestigio. Francia era el símbolo de la Revolución, de la República: un peligro para el imperio autocrático de los zares, sobre todo si aumentaban las relaciones de todo género entre países tan distintos. Por el contrario, Rusia tendría un papel decisivo en Europa si se unía a los otros dos grandes imperios autoritarios, Alemania y Austria. Fue así como en 1873 se formalizó la Liga de los tres Emperadores — Guillermo I, Francisco José y Alejandro II— como el más sólido e indestructible bloque de toda Europa. La Liga de los Tres Emperadores no fue un tratado explícito, sí una voluntad públicamente manifestada de amistad y cooperación para la preservación de la paz en Europa. Todas las alianzas se hacían entonces en nombre de la paz.
Sin embargo, la Liga de los Tres Emperadores tenía un punto débil: la convergencia de Austria y Rusia sobre los Balcanes, con miras contrapuestas. Rusia declaró la guerra a Turquía en 1877 —guerra rusoturca—, y tras una serie de campañas más duras de lo que se esperaba, las tropas rusas llegaron cerca de los Estrechos. Fue un hecho suficiente para alarmar a todas las potencias, que en 1878 convocaron el Congreso de Berlín, donde se obligó a Rusia a renunciar a la mayor parte de sus conquistas. Bismarck, anfitrión del Congreso, trató de dar un poco gusto a todos, pero fueron los rusos, lógicamente, los más disgustados. La liga de los Tres Emperadores quedó prácticamente rota.
En 1881, Francia invadió Túnez, para convertir aquel territorio en un protectorado: con las consiguientes iras de los italianos, que de tiempo antes soñaban con establecerse al otro lado del canal de Sicilia. Italia, incapaz de presionar a Francia, buscó la alianza alemana: Bismarck vio el cielo abierto al ofrecérsele un nuevo amigo en sustitución de Rusia, pero condicionó el convenio a la inclusión en él de su ya aliada Austria. Fue así como en 1882 se firmó la Triple Alianza, la primera coalición expresa de tipo militar que se formalizaba en muchos años, aunque, para alejar cualquier interpretación malévola, se manifestó solemnemente que se trataba de una alianza puramente defensiva: si uno de los tres países era atacado por cualquier otra potencia, los otros dos le defenderían.
Al mismo tiempo, Alejandro II de Rusia era asesinado por un anarquista, y le sucedió el más autoritario Alejandro III. A Bismarck le fue fácil restaurar la Liga de los Tres Emperadores. Fue el mejor momento, desde el punto de vista diplomático, de Alemania: presidía dos alianzas distintas. Francia nada podía hacer, y Gran Bretaña persistía en su aislamiento. Sin embargo, ambas alianzas eran débiles. La Liga de los Tres Emperadores se fue disolviendo de nuevo por la rivalidad austrorrusa, y Bismarck tuvo que sustituirla por el Tratado de Reaseguro, un pacto de no agresión entre Alemania y Rusia, que no mencionaba a Austria. Por su parte, Italia reclamaba a los austríacos territorios irredentos —Trieste, Dalmacia. Alto Adigio—, y una vez que se convenció de que no podía presionar a Francia sobre Túnez, fue un aliado tibio. De hecho, una vez declarada la guerra mundial, cambiaría de bando
En 1888 —«el terrible año de los tres ochos», que coincidió a la vez con una crisis generalizada de la economía europea y otras desgracias— murió el kaiser Guillermo I. Su sucesor a los pocos meses, Guillermo II —hombre inteligente y enérgico, pero desconfiado y con algunos defectos tanto físicos como psicológicos— siguió desde el primer momento una política mucho menos prudente, destinada a proporcionar a Alemania la hegemonía política, militar y económica sin necesidad de alianzas, sino poniendo en juego todo el inmenso potencial del II Reich. Por de pronto, en 1890 destituyó al viejo Bismarck,,por discrepancias de criterio, y se arrogó un papel más personal en la dirección de los asuntos. Su filosofía, basada también en los principios del positivismo, fue la de que si Alemania era de hecho el país más poderoso del mundo, tenía perfecto derecho a una política mundial. Las dos grandes novedades de esta política fueron un rápido rearme naval, que en pocos años proporcionó a Alemania la segunda flota de guerra del planeta, y la participación en el reparto colonial, con la adquisición de territorios en África y Asia. Al mismo tiempo, la técnica alemana, avalada por una altísima tasa de productividad, iba conquistando espacios comerciales a los ingleses, incluso en la mismísima India, así como en el medio y lejano Oriente.
En estas condiciones la potencia más recelosa del expansionismo alemán había de ser Inglaterra. Sin embargo, la primera ruptura fue con Rusia. Esta pidió dinero a los alemanes para su industrialización, y Guillermo II, decidido a dominar también los mercados rusos, se lo negó. El Pacto de Reaseguro quedó roto. En 1891 los franceses ofrecieron a Rusia el dinero que los alemanes le negaban, y pronto se llegó a la Entente francorrusa, una alianza tampoco explícita, pero efectiva. Por fin habían encontrado los franceses aliados, aunque fuesen aliados virtuales, y de ideología muy distinta. Teóricamente, no se perseguía otra cosa que el equilibrio; pero el hecho es que desde entonces empezó a hablarse de la «Dúplice» —Francia y Rusia— y la «Tríplice» —Alemania, Austria e Italia— como de alianzas virtualmente contrapuestas.
A Francia le costó mucho más trabajo ganarse la amistad de Inglaterra. Esta última, en los tiempos de Joseph Chamberlain, empezó a considerar la conveniencia de abandonar su política de «espléndido aislamiento» y vincularse de alguna manera a las potencias continentales. Pero Francia era todavía entonces su mayor competidor en la política colonial, y el violento incidente de Fachoda (1898) puso a ambas potencias al borde de una ruptura formal.
Por un momento —1899— se entrevió nada menos que una alianza general antibritánica, para oponerse a la guerra de los boers y al exclusivismo imperialista de los ingleses: Alemania y Francia estuvieron más cerca de entenderse que nunca; pero los políticos germanos no supieron aprovechar la oportunidad. Pasados los resquemores de Fachoda, Francia volvió a buscar la alianza británica frente a la nueva política del Kaiser. Y en 1904 se estableció la Entente Cordial, otra alianza no firmada, pero que también resultaría efectiva.
Francia se vio así convertida en amiga de dos potencias —Gran Bretaña y Rusia— que no se llevaban bien, por sus respectivas apetencias sobre el espacio chino o sus contrapuestas ideas sobre los estrechos turcos. No podía ni imaginarse una alianza tripartita. Paradójicamente, la derrota rusa en 1904-1905 —guerra rusojaponesa— vino a favorecer los intereses de Francia, que nada se había jugado en el envite. Rusia dejaba de ser una potencia en el Pacífico, y ya no podía tener apetencias en Extremo Oriente. Es decir, dejaba de ser un peligro para Inglaterra. Al mismo tiempo, Alemania buscaba la alianza turca, y se comprometía a construir el ferrocarril Damasco-Bagdad. También aquí Alemania comenzaba a ser para Inglaterra un competidor más peligroso que Rusia. Los obstáculos para un recíproco entendimiento entre los tres adversarios virtuales de Alemania quedaron arrinconados, y en 1906 se firmó una alianza tripartita, la Triple Entente. entre Francia, Gran Bretaña y Rusia, con un claro signo antialemán.
Triple Alianza contra Triple Entente. La destitución de Bismarck y la política imprudente de Guillermo II habían conseguido aquel resultado. Se trataba, por supuesto, de alianzas defensivas, que no funcionarían sino tras una flagrante agresión, y nadie estaba dispuesto a agredir a nadie. Las relaciones entre las potencias eran cordiales, con frecuencia unos jefes de Estado visitaban a otros, o se reunían para resolver pequeños conflictos secundarios, y se aseguraba que la paz estaba garantizada contra todo riesgo. Pero la consigna bismarckiana de evitar toda alianza europea, o, si se formaba, hacer entrar a Alemania en ella, había fallado estrepitosamente —y no por culpa de Bismarck, ya fallecido— en 1905-1906. Como Italia era un enemigo muy poco seguro, y Austria, estado multinacional, era una gran potencia más sobre el papel que en la realidad, empezó a cundir en Alemania el famoso síndrome de «gato acorralado», que pudo ser uno de los factores más efectivos de las actitudes que desencadenaron la primera guerra mundial.
Los focos de tensión
Entre 1900 y 1914 se van dibujando los espacios en que se manifiestan principalmente las tensiones entre las grandes potencias. No puede decirse que sean los únicos centros de fricción, y hasta desde determinados puntos de vista podrían ser considerados más bien como pretextos. El fondo de la cuestión radica en el afán de cada potencia de crecer por encima de las demás, sobre todo en el sector naval, y el imperioso deseo, en una era de generalizado proteccionismo económico, de conquistar nuevos mercados y nuevas zonas de influencia. Pero el hecho es que estas tensiones se produjeron en dos focos: uno al suroeste de Europa, en Marruecos, y otro al sureste, en el espacio balcánico.
a) Marruecos era el único país del cuadrante noroeste de Africa que no había caído bajo la férula colonial. Pero los desórdenes que allí se registraban y el escaso acatamiento a la autoridad del sultán le hacían claro candidato a la condición de protectorado: la fórmula que solía emplearse para estos casos. Teóricamente un protectorado era un territorio que seguía bajo la soberanía de su autoridad legítima, pero con la presencia «protectora» de una gran potencia, que se encargaría de arreglar allí las cosas. En tanto no se arreglaban, mantenía tropas y autoridades subsidiarias en el territorio, podía disponer de él como base, como zona de influencia o como mercado reservado. Y Francia, dueña ya de Argelia, Túnez y Mauritania, aspiraba a hacer efectiva su presencia en Marruecos. En 1902 llegó a un acuerdo con España, que recibiría la zona Norte : con lo cual los franceses evitarían tanto las protestas de España como las de Inglaterra, celosa del posible asentamiento de sus poderosos vecinos al otro lado del estrecho de Gibraltar. Al mismo tiempo, Delcassé, el hábil político francés, renunciaba a las viejas pretensiones galas sobre Egipto —es decir, renunciaba a lo que ya entonces era imposible—, mientras se ganaba a Italia dejándole las manos libres en Libia... a cambio de que los italianos dejaran a Francia las manos libres en Marruecos.
Pero Delcassé no contaba con Alemania. Los germanos habían llegado tarde al reparto colonial, y sus territorios ultramarinos no resultaban rentables. No es que ahora quisieran quedarse con Marruecos —no tenían el menor derecho a ello—, pero sí les interesaban sus mercados potenciales. La industria alemana, a la altura de las mejores, necesitaba compradores, y los ingleses y franceses, con su política de control de territorios en el mundo entero, les estaban dejando sin ellos. En 1905, el kaiser Guillermo II visitó inopinadamente Tánger, y allí aseguró que Alemania garantizaba la independencia y soberanía de Marruecos.
El hecho causó sensación internacional, y en 1906 se reunió de nuevo la Conferencia de Algeciras, con participación de todas las partes interesadas. Alemania esperaba que su gesto en favor de Marruecos obtuviese el visto bueno de todas las potencias, excepto Francia, y se llevó un desengaño, porque no fue así en absoluto. España apoyó a los franceses, por lo que le iba en el asunto; Italia hizo lo mismo para poder operar sin estorbos en Libia (que conquistaría en 1912), e Inglaterra, contra lo que se esperaba, se puso al lado de Francia: no porque le importasen los franceses, sino porque temía aún más a los alemanes, que amenazaban con volcarse sobre el Atlántico e Iberoamérica con sus productos. Teóricamente se dio la razón a Alemania: la soberanía de Marruecos sería respetada. Pero precisamente para hacerla respetable, Francia enviaría administradores eficientes, así como asesores militares, que contribuirían a la organización del ejército marroquí, y por consiguiente al reforzamiento de la autoridad del Sultán. Ya amigas Francia e Inglaterra, a España se reservaba ahora solo una estrecha franja en el extremo Norte. De hecho, Francia quedaba como potencia administradora de Marruecos.
b) Desde mucho tiempo antes, el espacio de los Balcanes se había convertido —y la expresión es ya de entonces— en un «avispero». El imperio turco se derrumbaba, incapaz de sostenerse sobre territorios que se consideraban cristianos y con derecho a la independencia. Habían nacido Serbia, Bulgaria y Montenegro. Pero a esta agitación se unían las apetencias de Rusia y Austria sobre aquellos territorios: Rusia, esgrimiendo el argumento del eslavismo, deseaba granjearse una serie de países satélites; y Austria soñaba en proseguir hasta donde fuera posible su expansión danubiana, una especie de «destino manifiesto» que databa ya de fines del siglo XVII. Cuatro factores confluían, pues, en la complejísima problemática de la zona: la decadencia de Turquía, los nacionalismos balcánicos, el paneslavismo ruso y el expansionismo austríaco.
En 1908 estalló la revuelta de los «jóvenes turcos», un grupo que desde fines del siglo anterior perseguía la modernización del país. El sultán Abdul Hamid II fue depuesto, y Turquía vivió momentos anarquía. Los Jóvenes Turcos deseaban seguir una línea más o menos similar a la que había hecho del Japón una gran potencia: occidentalización en los medios, y turquización en los fines. Deseaban alcanzar formas más democráticas, pero al mismo tiempo afianzar el patriotismo, e introducir un espíritu genuinamente «turco» en los países más o menos rebeldes que el imperio otomano dominaba en el área de los Balcanes. Este último prurito provocó revueltas en Bosnia. Y Austria, que desde 1878 se había comprometido a la protección de aquel territorio, lo ocupó militarmente en 1909 y lo convirtió e una especie de protectorado. Los bosnios preferían depender de Austria que de Turquía, pero la que protestó contra la ocupación fue Rusia, que veía disminuir su influencia en los Balcanes. Los rusos apoyaron a los serbios en sus reivindicaciones sobre Bosnia, y para arreglar el asunto se reunió una conferencia internacional, que prácticamente se limitó a admitir los hechos consumados. Esta vez la diplomacia alemana funcionó, al contrario de lo que había pasado en Algeciras. Austria quedó gananciosa, y más unida a Alemania que nunca; y Rusia despechada.
c) El asunto de Marruecos, en tanto, seguía candente. En 1911 se produjeron revueltas en Fez, que sirvieron de excusa a los franceses para la ocupación militar del país, en contra de las condiciones signadas en Algeciras. Se repitió la conmoción internacional, y Alemania envió el cañonero «Panther» a Agadir, no con el propósito de desembarcar en Marruecos — no podía hacerlo con un pequeño barco de 3000 toneladas—, sino para hacer un simbólico acto de fuerza, en señal de protesta. La actitud de España fue la más enérgica, tanto contra franceses como contra alemanes, puesto que realizó desembarcos en Arcila, Larache y Alcazarquivir. Sin embargo, las potencias dieron por buena la acción española y no la puramente testimonial de Alemania. Y es que Alemania era una potencia peligrosa, que podía dar al conflicto un desarrollo mucho más grave. Alemania se equivocó de nuevo. La presencia del cañonero fue considerada como una provocación, los ingleses se sintieron aun más indignados que los franceses, y en la conferencia internacional que siguió, el kaiser hubo de renunciar a todas sus pretensiones en Marruecos. Francia se quedaba con la parte del león, y la ocupación militar del reino marroquí fue un hecho. Eso sí, la diplomacia alemana consiguió, a cambio de su renuncia, territorios en Togo y Camerún. No era todo lo que quería, pero tampoco quedó enteramente desairada.
d) En 1912, el centro de gravedad de las tensiones se desplazó de nuevo a los Balcanes. Grecia, Serbia, Montenegro y Bulgaria declararon la guerra a Turquía, con el pretexto de defender los intereses de los macedonios, sometidos a una dura sumisión por el nuevo régimen de los Jóvenes Turcos. Los aliados obtuvieron espectaculares victorias, aunque cerca ya de Constantinopla fueron detenidos. Las potencias se alarmaron, y, aunque cada una con distintas simpatías, se reunieron en la conferencia de Londres y forzaron la paz. La más gananciosa fue Bulgaria, que disponía de un bien organizado ejército, y se hizo con Tracia y Macedonia. Bulgaria aparecía así engrandecida, con salida tanto al mar Negro como al Egeo, y ocupando territorios reclamados por Grecia y Serbia.
Ello fue motivo para la segunda guerra balcánica, en 1913, en que todos los demás países del área, incluida Turquía, se lanzaron contra Bulgaria. Por si fuera poco, Rumania, que también tenía sus aspiraciones, se unió a los aliados. Las potencias hubieron de intervenir una vez más, y en la Conferencia de Bucarest, Bulgaria hubo de ceder gran parte de sus conquistas. Grecia y Serbia se repartieron Macedonia —Salónica quedó al fin en manos de los griegos—, y Rumania se anexionó Dobrudja. Turquía recobraba algunos territorios, pues casi nadie deseaba verla reducida a cero en Europa: o, mejor dicho, todos —rusos, británicos, búlgaros, griegos— soñaban con el dominio de los Estrechos, que por eso' mismo no podían ser para nadie, o, mejor dicho, solo podían ser para los turcos. Bulgaria, un año antes vencedora, se sintió humillada y preparó su revancha. No hubo lugar para ella, porque en 1914 sucedieron cosas más importantes. Pero de momento, la intervención conjunta de las grandes potencias estaba sirviendo para obligar a los pequeños países, incluso en el complejísimo avispero balcánico, a aceptar la paz. Y se suponía que en el futuro seguiría siendo así.
La absoluta necesidad de conocer los hechos que fueron creando un ambiente de tensión entre las grandes potencias europeas nos ha obligado a esta tediosa enumeración de pequeños acontecimientos que acabarían concitando enemistades cada vez más difícilmente restañables. Pequeños acontecimientos, es cierto, pero que provocaron un clima de crispación y de declaraciones oficiales que revelaba un lenguaje nuevo en las grandes cancillerías europeas.
De este modo se operó el balanceo de focos de tensión en el suroeste y el sureste: crisis de Tánger en 1905-1906; crisis de Bosnia en 1908-1909; crisis de Agadir en 1911, y crisis general balcánica en 1912-1913. Demasiadas crisis en solo ocho años, en contraste con el ritmo mucho más apacible del último treintenio del siglo XIX. Todos aquellos problemas se habían resuelto mediante conferencias internacionales, y se confiaba en la política del sentido común, tan afín a la mentalidad positivista. Pero la paz positivista, basada en las conveniencias recíprocas y en el pragmatismo, descartando principios o miras más éticos y más elevados, era en el fondo frágil, aunque muchos no pudieran suponerlo así... No faltaban, sin embargo, espíritus más clarividentes, como el de un diplomático belga, el barón de Beyens, que comentó en 1913: «la paz del mundo está a merced de cualquier accidente». El accidente se produjo en Sarajevo el 28 de junio de 1914.