20. EL PENSAMIENTO
También en este campo hubo anticipaciones de carácter irracionalista y pesimista. La filosofía de Nietzsche, a la que ya hemos hecho referencia, refleja por un lado el impulso dominador a toda costa del positivismo, con su ansia del prevalecimiento del yo, su glorificación de la acción ambiciosa y su doctrina del Superhombre, pero es en alto grado irracional, insolidaria y brutal. Rechaza a la razón, que debe subordinarse a la voluntad y a la fuerza. Y al concebir un mundo en que prevalece la energía egoísta sobre el raciocinio, echa por tierra los presupuestos positivistas de una sociedad cada vez mejor autoorganizada y más feliz, por obra del razonamiento y del diálogo, y de un progreso que no tiene sentido si no beneficia a la sociedad en su conjunto. En el fondo, la filosofía de Nietzsche, al negar toda posibilidad de solución extensible al conjunto de los seres humanos, es tremendamente pesimista.
Contra el racionalismo funcional de los científicos positivistas, Henri Bergson —un filósofo que poseía nada despreciables conocimientos científicos— concluye queja ciencia es estéril, porque se limita al estudio de la fisís o simple manifestación de las cosas, es decir, se conforma con lo que de ellas se puede medir, contar o pesar, pero no entra en la realidad auténtica y profunda de las cosas mismas. La ciencia se queda con los aspectos externos, y sobre ellos construye una serie de edificaciones que pueden ser en sí impecables, pero que, al confundir las manifestaciones con la realidad, escapa del verdadero contenido de la realidad. Para llegar a la identificación de las cosas tampoco nos sirve la metafísica, que edifica por su parte grandes lucubraciones teoréticas que no tienen otra entidad que en cuanto tales lucubraciones. Lo fundamental para el conocimiento, según Bergson, es la intuición, un acto que no supone un razonamiento ni se puede razonar, pero que se acerca más a la realidad que la artificiosidad de la ciencia o la vaciedad de la pura conceptualización. El pensamiento agudo y anticientífico de Bergson supuso un hachazo a uno de los pilares más fuertes y más paradigmáticos de la concepción positivista.
Husserl dio después un nuevo sesgo, contrario al de Bergson, pero también contrario al positivismo, al refugiarse en lo puramente fenomenológico. En el mundo se producen fenómenos, todo está lleno de fenómenos, que pueden analizarse como tales, y este análisis en sí es perfectamente válido, aunque no pueda conducirnos más allá; por otra parte, el conocimiento de los fenómenos es útil para nuestra vida y su desenvolvimiento. Lo que no podemos preguntar a los fenómenos es cuál es su causa —el concepto de causa es ya, como lo era en Mach, una elaboración subjetiva—; es decir, sabemos lo que ocurre, pero no sabemos por qué ocurre. Toda explicación corre el riesgo de ser artificiosa; pero el mundo puede marchar sin explicaciones.
El pensamiento bergsoniano o el fenomenológico no son, como tales, pesimistas, y menos angustiosos, aunque destruyen una buena parte de los motivos de optimismo de la generación anterior. La angustia viene de una corriente que ya se desarrolló, paradójicamente, en los años más proyectivos del siglo XIX, pero que alcanza en el XX su máximo desarrollo y sobre todo su máxima proyección vital: el existencialismo. Para el existencialista, podemos alcanzar cierto conocimiento de la existencia de las cosas, nunca el de su esencia. Existimos cada uno de nosotros y existen otros seres y otras cosas; pero entre el yo y el no yo hay una barrera casi infranqueable que nos impide acceder al no yo de una manera objetiva. Poseemos una idea o sensación de lo ajeno que no tiene por qué coincidir —o puede no coincidir— con la idea o sensación que lo ajeno tiene o pudiera tener de sí mismo. Ya otras filosofías habían hecho hincapié en la dramática contraposición entre el yo y el no yo; pero ninguna llegó como el existencialismo a postular sus consecuencias más trágicas: el aislamiento, y por tanto la soledad, la angustia.
Por otra parte, la existencia por sí sola, sin el soporte de la esencia, es frágil, evanescente, cambiante, carente de personalidad y por tanto de sentido. La «falta de sentido» es una constante que aflora en muchos aspectos de la cultura del siglo XX, y en particular de la literatura y el arte: de ahí la extensión de la vivencia existencial o «angustia existencial» a ámbitos intelectuales no específicamente filosóficos.
Para Heidegger, el hombre se encuentra «arrojado» a este mundo sin recibir explicación por ello. No sabemos por qué ni para qué existimos, como no sea «para la muerte». Esta concepción de Heidegger del hombre como «ser para la muerte» —lo único absolutamente cierto y seguro de cada vida, puesto que lo demás es aleatorio, y depende de las decisiones, las circunstancias y los azares— es uno de los componentes más específicos de la actitud angustiosa. El hombre, si ha perdido toda posibilidad de ponerse en contacto con lo objetivo, desconoce su propio destino, es decir, su razón de ser. Ante tal situación solo caben la desesperación o un digno refugiarse en sí mismo. Heidegger es partidario de la «dignidad». Sartre, por el contrario, es partidario de la protesta, de la rebeldía. El hombre no tiene entidad propia, pues si el no yo tiende a ser hostil —«el infierno son los otros»— el yo no queda definido nunca, al tener siempre que elegir: cada elección supone una desviación necesaria, que impide al hombre la identidad, esto es, seguir siendo siempre el mismo. La propia existencia no es más que elección, de suerte que «el hombre no es más que lo que hace»: es un simple resultado de haber elegido esto y no lo otro (pero también podía haber elegido lo otro, y sería distinto). Esta necesidad de elegir, sin facultad para permanecer siempre en sí mismo, le parece a Sartre indignante. La existencia le produce «náusea».
Sartre, extraordinario y agudo escritor, siempre original y escandalizante, ligado durante mucho tiempo a actitudes más que a tesis marxistas, fue probablemente el más «siglo XX» de los pensadores, creó un estilo, ya que no una escuela, e influyó como pocos en las juventudes universitarias e intelectuales, sobre todo en el segundo tercio de la centuria.
Todo parece indicar que la crisis de la ciencia a comienzos del siglo XX es producto de la simple continuación de los métodos positivistas, que de pronto se encuentran con realidades incomprensibles e ilógicas, que el científico ha de aceptar, digamos contra su voluntad, aunque esta aceptación le obligue a abandonar los cómodos postulados positivistas. Por el contrario, en el campo del pensamiento —y también del arte u otras actividades de la cultura del siglo XX— es fácil la impresión de que el «creador» rompe intencionadamente con aquellas cómodas facilidades y busca un mundo irracional y rebelde. Hoy no estamos en condiciones de juzgar con la perspectiva necesaria las dimensiones y la naturaleza exacta de la crisis del siglo XX, pero cada vez tiende a intuirse una relación más de continuidad que de ruptura, por lo menos en un sentido: la concepción positivista había representado el prurito de conquista de todo lo deseable por el hombre, valiéndose exclusivamente de las potencias del hombre, y desprendiéndose por método y por confianza en sí propio, de la admisión de cualquier instancia anterior y superior al hombre mismo. Esta precisión de un valor absoluto y trascendente, para convertir al hombre por él solo en árbitro del universo, encerraría toda filosofía o toda forma de entender el mundo en la pura inmanencia de un yo incapaz de explicarlo todo sin ayuda de lo más profundo y lo más grandioso. La actitud positivista, producto inicial del orgullo, pudo provocar así, a la larga, tanto la angustia de la ciencia como la angustia del pensamiento, empeñado en explicar la realidad sin salir del hombre mismo, y designando al hombre como árbitro de un juicio cuyos últimos alcances se le escapan. En este sentido, toda la crisis, o gran parte de la crisis al menos, tendría un mismo origen. Pero no es este libro, por su naturaleza, el llamado a dar más explicaciones sobre una problemática tan compleja.
La crisis del arte y la literatura
En pocos aspectos se muestra tan palpable la crisis del siglo XX como en la evolución de los valores estéticos. Es cierto que en todas las épocas cada estilo había tendido a suplantar o hasta a menospreciar al estilo anterior. Pero lo que se produce en el quicio entre los siglos XIX y XX y se consagra en el primer tercio de este último es un corte más profundo, que rompe no solo con lo inmediatamente anterior sino con todo lo anterior, y busca horizontes radicalmente nuevos, a veces desconcertantes, que llegaron a escandalizar tanto a los académicos como al propio hombre de la calle. Esta segunda ruptura —la de las miras del artista con las de la gente normal y corriente— es probablemente más importante que la primera, y viene a potenciar ese efecto de salto (para muchos algo parecido a un salto en el vacío) del arte y la literatura contemporáneos.
Del realismo al impresionismo
El ideal estético de la era positivista fue, es lógico, el realismo. Si las cosas son como son, y debemos desterrar el apriorismo, el subjetivismo y la imaginación, lo natural es analizarlas en su auténtica realidad, sin prejuicios, sean bellas o no lo sean. El realismo se había impuesto tanto en pintura como en literatura. El artista ya no se dedicaba a buscar lo bello, porque lo bello es solo una parte de la verdad, y una parte de la verdad se opone a toda la verdad. De aquí la tendencia —da la impresión de que a veces exagerada— a representar lo sórdido, lo desagradable. Quién sabe, aunque esta cuestión debe ser relegada al alto ensayo de los especialistas, si esta precisión de los cánones estéticos en aras de la realidad de las cosas tal como son, representa la primera gran ruptura del arte con los valores que durante muchos siglos habían sido su fundamento.
En pintura. Courbet, Dupré, Millet o Liebl buscan en la realidad el reflejo de lo auténtico, a veces de aquello que por prejuicios o convenciones tendemos a rehuir. Ni las callejas sórdidas ni los descosidos de la indumentaria de los desheredados tienen menos valor representativo que la belleza de un rostro o de un paisaje. A veces en la pintura realista —lo mismo que en la novela realista— late un sentido de denuncia social. Como la hubo en las novelas de Zola, o, dentro de ambientes y concepciones muy distintas, en las de Dickens o Dostoyewski. El novelista del realismo busca una obra casi científica, en que no solo se trata de reflejar «las cosas como son», sino que se pretende realizar un estudio o análisis, ya individual —de un carácter o un temperamento—, ya colectivo, de un ambiente o un entorno de relaciones. La novela es, por su naturaleza, la forma literaria más susceptible de recibir un tratamiento «realista», y de aquí la importancia que el género adquirió en la era del positivismo. Más difícil es llevar el realismo al teatro, sin que la obra caiga en la vulgaridad o la intranscendencia, y de aquí que solo hasta cierto punto sean realistas los dramas de Bemard Shaw o de Ibsen. Mayores dificultades encontró en este sentido la poesía, aunque siempre fueron posibles cantos a la fuerza y al progreso, como los del norteamericano Walt Whitman, o la rudeza de las Odas bárbaras de Carducci, un poeta que, sin embargo, muestra un cuidado exquisito por la forma. Pero en realidad resulta un poco forzado decir que hubo una poesía realista.
Lo mismo puede decirse de la música. La ópera verista que buscaron los italianos (Leoncavallo, Mascagni, Puccini) a partir de 1865 posee una cierta dosis de realismo en los temas o en los ambientes; pero la música en sí continúa anclada en el romanticismo. Y otro tanto ocurre con la música pretendidamente popular de los nacionalistas —checos como Smetana o Dvorak, rusos como Mussorgski o Rimsky-Korsakov, escandinavos como Grieg o Sibelius—: el mismo entusiasmo nacionalista da a la expresión musical, por más que se inspire en lo popular, un sentido más romántico que la descripción desapasionada de la realidad.
De una forma u otra, el realismo había entrado en un callejón sin salida. Lo vulgar y mostrenco es lo más contrario que hay al elitismo creador del artista. De aquí que se fuera pasando, a veces insensiblemente, del realismo a lo que luego se llamó impresionismo, simbolismo y modernismo. Se ha convertido en un tópico, pero todos los tópicos encierran una dosis de verdad, que lo que mató a la pintura realista fue la fotografía. No es posible reflejar la realidad de lo que se ve, en todos sus detalles y proporciones, mejor que la reproducción fotográfica. El artista tenía que esforzarse en representar la «superrealidad», aquel matiz interpretativo que, sin traicionar lo real, expresara lo que la fotografía no puede hacer.
El impresionismo no pretende falsear las cosas, sino verlas de otra manera. Una hoja de papel iluminada por una lámpara roja para un realista es blanca; para un impresionista es roja. La palabra viene de un cuadro de Monet titulado «Impresión». Y es la impresión lo que predomina, el instante fugaz e irrepetible en que se capta de un solo golpe de vista una escena. El pintor impresionista ve, como el propio Monet, de veinte maneras distintas la fachada de la catedral de Rouen, según la hora del día. Las hojas de un árbol son rosadas al amanecer, plateadas bajo la luz cenital del mediodía, de color naranja cuando cae la tarde. Hay en la pintura impresionista un factor de subjetivación que, de ahora en adelante, va a ser consustancial al arte contemporáneo. Pero también hay un prurito casi científico de recoger la impresión que en el órgano visual producen las cosas: por eso los pintores impresionistas utilizan los colores simples. No hay mezcla, la impresión de mezcla se produce por la yuxtaposición de pinceladas; por ejemplo, una serie de brochazos sueltos de blanco y rojo produce una impresión rosada. Aquí nace otro rasgo esencial del arte contemporáneo: el obligar al espectador —o al lector o al oyente— a un esfuerzo por su cuenta, para sintetizar lo que el artista le da inacabado o insinuado.
El impresionismo se encuentra lo mismo en pintura que en música. Monet, Manet, Pissarro, Degas, Sisley, buscan colores «cálidos», «ardientes», «fríos», pero también pretenden una «armonía» cromática que les acerca a los músicos de su tiempo, como Debussy o Ravel. Estos últimos componen «cuadros» (que hasta llevan con frecuencia títulos de cuadros): El mar, la catedral sumergida, la siesta de un fauno, escenas, bocetos', y buscan también sonidos «cálidos» o «fríos», pero igualmente provistos de colores. Debussy pretendió encontrar un sonido «amoratado» para expresar la sensación de los racimos maduros en La siesta de un fauno, y al fin lo halló en la región grave de la flauta. Estas analogías entre color y sonido se basan en lo que Freud llamaba «asociaciones estimativas». Si lo caliente y lo rojo, si una estría de cristal y el sonido penetrante del oboe producen una sensación en cierto modo análoga, al sustituir una cosa por otra habremos logrado una «metáfora» musical o pictórica; pero también, por supuesto, literaria.
El impresionismo literario se llama por lo general simbolismo, pero obedece a una manera de entender las cosas muy similar. Mallarmé, Baudelaire, Verlaine, buscan palabras «amarillas», «blandas», «aterciopeladas». La poesía de Mallarmé es ante todo una poesía de sonidos pastosos y de extrañas y profundas sugerencias, que nos transportan a un esponjoso mundo de sensaciones. El impresionismo se hace aquí «simbolismo», porque las palabras simbolizan algo distinto a lo que significan. A veces, es la palabra misma —«una palabra que se puede acariciar con las manos»— lo que realmente importa, más que su mera función léxica y gramatical. La literatura simbolista —casi siempre poesía— «dice cosas», pero esas cosas no se pueden encontrar en el diccionario: de aquí que semejante lenguaje no se pueda traducir a otro idioma sin que se pierda todo, o casi todo. Con ello se establece una nueva ruptura, la ruptura con la lógica o con la razón. Una ruptura que resulta bella, porque la poesía de Verlaine, como la música de Debussy, o la pintura de Pissarro, suele agradar al hombre común; pero supone ya una especie de trucaje que irá separando cada vez más el objeto de su representación.
La filosofía del «no»
La ruptura definitiva se opera con posterioridad a la época impresionista o simbolista, ya dentro del siglo XX. El pensamiento que la guía no tiene ya un prurito científico, o la búsqueda de analogías sensoriales, sino que tiende a ir mucho más lejos y rompe frontalmente con toda conexión entre la razón y la expresión. Este camino no se recorrerá de un solo paso, y no adquirirá sus formas más específicamente «siglo XX» hasta después de la primera guerra mundial; pero su génesis se encuentra ya prefigurada en la primera decena de la nueva centuria.
La ruptura supone ante todo una negación de la norma o del «canon», tal como la había concebido la cultura occidental desde el tiempo de los griegos. La poesía tenía unas reglas y unas medidas, la música obedecía a unas relaciones armónicas y proporcionadas entre los sonidos; la escultura buscaba el «canon», perfecto o relación equilibrada de las dimensiones; la pintura trataba de reflejar una realidad existente o imaginada dentro de un encuadre coherente y lleno de sentido; la arquitectura se basaba en la proporción, la regularidad y la simetría, con una concepción armónica que Goethe veía como «música solidificada»; o la narrativa seguía una línea de desenvolvimiento lógico, de acuerdo con determinadas tensiones o pasiones comunes entre los hombres. La mayor parte de esas premisas lograron sobrevivir al impresionismo, aunque matizadas de toques llamativos y originales; pero en los primeros años del siglo XX se prescinde total o parcialmente de esas premisas, hasta alcanzar a veces una libertad completa por parte del creador. Se llega con ello a la poesía no medida —y, por supuesto, no rimada—; a la música no tonal y no melódica; a la pintura no figurativa, a la arquitectura no simétrica —y hasta «no funcional»— y a la escultura no proporcionada, e incluso «no volumétrica». Se ha impuesto la llamada «filosofía del no». Si esta filosofía supone una negación, y por tanto una pérdida de sentido o de contenido, o significa por el contrario una libertad infinita, es tema que se debate todavía a fines del siglo XX.
El irracionalismo queda de relieve en las novelas de Franz Kafka, que son más pesadillas que narraciones; como el hilo conductor se pierde con James Joyce, cuya novela Ulysses superpone desordenadamente unos sucedidos con otros. La música busca cada vez más disonancias con Schönberg o Berg (que llegarán a la atonalidad pura en la segunda década del siglo XX). Hasta en una obra musical ya casi clásica, pero escandalizante en su tiempo (tuvo que intervenir la policía durante su estreno) como La Consagración de la Primavera de Stravinski, primarán los instintos —a través de ritmos obsesivos o asimétricos— sobre la razón. La obra musical ya no tiende al ideal de la belleza y la armonía, y con él a la grata satisfacción del oyente, sino a desconcertar o a expresar sentimientos muy subjetivos por parte del artista. Lo mismo ocurre con la pintura no figurativa, que alcanza con frecuencia tintes ingratos o agresivos, ya se trate de la reducción geométrica del cubismo, ya de la tendencia a la abstracción o a la distorsión de Paul Klee, Kandinsky o Kokoschka.
Para H. Seldmayr, la literatura y el arte del siglo XX suponen una Verlust der Mitte, una pérdida de puntos de referencia, en la que ya nada es fijo, asentado sobre unos principios, unos consensos universales o unas certezas. Esta pérdida de un punto de referencia es una especie de «teoría de la relatividad» llevada al campo de la literatura y el arte; aunque no es nada seguro que tenga una clara relación con los nuevos postulados científicos. Existe un verdadero paralelismo entre esos dos hechos —el físico y el esteticoliterario—, pero no se puede hablar de relación causa-efecto entre ambos. Sí puede afirmarse que uno y otro son muy representativos de la cultura del siglo XX.