IV

El director del Patrimonio Nacional era un hombre afable. Tenía el pelo blanco, un escueto bigote y una perilla que llevaba siempre arreglada con esmero, como si en todo momento hubiera acabado de salir de la barbería. Sentado a la mesa del despacho, parecía un elemento más de la ambientación de aquella sala amueblada con un estilo decimonónico. Los grandes cortinajes que tapaban las ventanas, los armarios de madera oscura, los sillones de cuero negro y las dos mesitas rinconeras cubiertas con una tela de tafetán sobre las que reposaban unos platos damasquinados componían un conjunto tan vetusto que Elena no resistió comentarle:

—Director, hay que cambiar la decoración de este despacho.

Él la recibió sonriente, mientras se levantaba para saludarla.

—Ahora no es el momento. Ni yo mismo sé el tiempo que me queda aquí... —respondió un poco enigmático.

Al acercarse, Elena percibió el perfume de su rostro recién afeitado. «Demasiado intenso —pensó—. Un poco empalagoso.»

—¿Cómo va la investigación? —se interesó él.

—El medallón que robaron es una de las dos partes que componían un colgante de oro macizo que perteneció a Felipe IV.

—¿No era una pieza completa?

—Sí, se llevaron la pieza que se conservaba en la arqueta de la Capilla Real, pero ese medallón estaba encastrado en otra pieza de oro más grande.

—Vaya... —se extrañó él.

—Lo curioso es que ese colgante era usado como un sello acreditativo de que quien lo llevaba era un mensajero del rey.

—Muy interesante —dijo, intentando manifestar atención por el tema.

—Yo creo que por eso lo robaron; no por su valor como pieza de oro.

—Pero su valor como antigüedad no es despreciable.

—Desde luego —admitió Elena—. Pero podían haber robado otros objetos más valiosos que estaban en el mismo lugar. ¿Por qué no lo hicieron? ¿Por qué se llevaron sólo ese medallón? Porque tiene algún significado para quienes lo cogieron. Eso pienso yo.

—Parece coherente lo que dices —reconoció él.

Elena percibió que el director del Patrimonio Nacional no estaba cómodo hablando del tema. Tenía las manos sobre la mesa, con los dedos entrelazados, y la observaba impertérrito. Elena se fijó en su pulcro atuendo, un traje oscuro de corte arcaico. Miró después sus finos dedos, que tenían las uñas recortadas con delicadeza. Al reparar en su impasibilidad, comprendió que con sus respuestas escuetas parecía indicarle sin disimulo el deseo de poner fin al encuentro cuanto antes.

—Pero todo esto no le interesa nada al jefe de la investigación de Delitos contra el Patrimonio —le reveló Elena.

—Pues es un hombre muy competente.

—Él cree que lo único que cuenta es descubrir huellas y seguir el rastro que pudieron dejar los ladrones. El pasado no le interesa.

—Vaya...

—Yo pienso que si descubrimos qué significa esa pieza, sabremos quién puede estar interesado en tenerla.

—Desde luego.

—El que la ha robado no lo ha hecho por lo que vale, sino por lo que representa —insistió Elena, intentando convencerle de la importancia de descubrir ese aspecto.

—Claro —respondió él, sin más.

Elena advirtió que el director del Patrimonio quería desvincularse del tema. Eso parecía estar empeñado en transmitirle con su falta de interés: que ese caso no era de su incumbencia. Pero a Elena eso le extrañó más. Al fin y al cabo, él era el responsable máximo del Patrimonio, no podía mantenerse al margen de lo que ocurriese. Pensó entonces que aquel hombre estaba ya cerca de la jubilación y quizá sólo esperaba que llegara cuanto antes el sosiego del retiro, sin que nada turbara sus últimos meses en aquel vetusto despacho. Así que lo miró a los ojos y le preguntó:

—¿Qué se supone que tengo que hacer yo en este asunto?

Él se extrañó de la pregunta.

—Lo que estás haciendo, supongo —respondió diplomático.

—Pero ¿cuál es mi misión en todo esto? ¿Por qué estoy yo en medio de un equipo de policías que lo único que quieren es investigar el robo y que les deje en paz?

La miró como si algo le hubiera desconcertado de repente. Descruzó las manos y las extendió sobre la mesa.

—El ministro mostró interés en incorporar a la investigación una persona que conociera el siglo XVII. Le dijeron que no se sabía con exactitud cómo era el objeto que había desaparecido. Tú eres historiadora. Eres asesora del ministerio para temas relacionados con la monarquía. Necesitamos a alguien que investigue en archivos y catálogos, para averiguar cómo es exactamente la pieza robada. Y que eso ayude a la investigación. Por eso te llamé la mañana del robo.

—Quiero hacer mi trabajo con tranquilidad —exigió ella—. Necesito autorización para poder consultar todos los documentos reservados sin problemas. He de poder fotocopiarlos y trabajar con ellos sin trabas. Quiero un permiso para moverme con libertad por todas las estancias del palacio.

—Es razonable —aceptó él—. Tendrás esa autorización.

—Y que no haya interferencias en mi trabajo por parte de la Brigada de Delitos contra el Patrimonio.

—No las habrá.

Abrió uno de los cajones de la mesa, sacó una tarjeta con membrete del ministerio y escribió rápidamente unas líneas.

A Elena le extrañó que no planteara ningún reparo a su petición y que tampoco diluyera su responsabilidad solicitando el permiso a una instancia superior. Él, que siempre parecía esquivo y rehuía comprometerse, le garantizaba plena libertad de movimientos y no ponía ninguna objeción a sus pretensiones de campar a sus anchas en las zonas más reservadas de los archivos. Era extraño.

Mientras le entregaba la tarjeta, él le preguntó:

—¿Qué piensas hacer?

—Tendré que seguir la pista de ese medallón y reconstruir cómo era completo... Tal vez el que lo ha robado tenía ya una de las dos partes y lo quería íntegro. Sé que una de las dos piezas estuvo en manos de Jerónimo Villanueva. Y que le servía como acreditación cuando actuaba como recadero del rey. Porque una de las funciones de ese personaje era mediar en los galanteos del monarca.

—¿Jerónimo Villanueva? —preguntó él—. ¿El que acabó procesado por la Inquisición por facilitar los amores del rey con una novicia del convento de San Plácido?

—Ese mismo —confirmó Elena—. Al que el Santo Oficio acusó de profanador e iluminado, a pesar de todo el poder que tenía.

—Un caso muy sonado...

—Y no fue el único en el que se vio envuelto —dijo Elena—. Porque él mismo experimentó la deshonra en sus carnes. Se dijo que su mujer mantuvo relaciones con un funcionario de la corte.

—¿Ah, sí? —se extrañó el director del Patrimonio.

—Sí —confirmó ella—. Y no le gustó nada.

—Es curioso qué distinta vara de medir había en aquella época para los hombres y para las mujeres.

—En aquella época y en ésta —exclamó Elena—. Si un hombre tenía amores con una mujer, sin matrimonio de por medio, la que quedaba marcada por la deshonra era ella. Y no sólo ella; también toda su familia: el marido, el padre, los hermanos.

—Eran tiempos curiosos.

—¿Curiosos? Algo más que eso... —quiso matizar Elena con contundencia—. Se vivía una doble moral. Oficialmente se exigía decencia, pero hasta el rey tuvo hijos bastardos reconocidos. Y cuántos más tendría que no se conocen...

—Eran tiempos contradictorios —concluyó él, levantándose y acompañándola hasta la puerta—. Mantenme informado de cómo van las investigaciones —le dijo, sorprendiéndola, y enseguida cambió de tema para despedirse—. ¿Ya sabes cómo acabó Jerónimo Villanueva?

—Lo sé —respondió ella—. Ésa puede ser una clave —añadió mientras salía del despacho y se alejaba por el pasillo.

En la calle, Elena volvió a sentir el frío de la mañana invernal. Para ir hacia el archivo, pasó junto a las escalinatas de la iglesia de San Felipe. Sólo una anciana subía por ellas en ese momento, pero aquel rincón de la ciudad había sido en otro tiempo un lugar de citas muy frecuentado, en el que se aireaban todos los amoríos. Nada que se hiciera en oscuro quedaba oculto para los abonados a las habladurías de aquel mentidero. En las escaleras se congregaban tunantes y rufianes, mosqueteros, gentes dedicadas a la holganza, escuderos, galanes al acecho, haraganes y timadores, soldados inválidos y estudiantes famélicos. En una esquina se amañaba alguna tropelía y se pagaban con maravedíes engaños y venganzas, mientras la parroquia repasaba los últimos galanteos y se cuchicheaban en pequeños grupos confidencias secretas que pronto acabarían siendo conocidas por todos.

Junto a las escalinatas de la iglesia, Elena recordó un documento que había leído, en el que se contaba cómo fueron aquellos días en los que el secretario de Estado, Jerónimo Villanueva, uno de los consejeros privados del monarca, estaba nervioso y fuera de sí, sospechando las malandanzas de su mujer con un funcionario de palacio que trabajaba en la secretaría de la Estampilla.

En el mentidero de San Felipe se comenta que una dama de hombre principal tiene amores con un servidor de la corte, bufón del rey y empleado en una de las secretarías que sellan los documentos reales. Eso le han susurrado voces maliciosas a Villanueva. Él observa que su mujer lleva unos días pálida. Tiene opilaciones, le insinúan en palacio. Y él mismo le pregunta un día adónde va, al verla salir con un cántaro a media tarde.

—Voy a la fuente del Acero —responde ella.

Y eso preocupa más al pobre Villanueva, que conoce bien los efectos de esas aguas sobre el cuerpo femenino. Si ella sufre el desarreglo de las opilaciones y está pálida y se le ha interrumpido la costumbre, es que algo ha hecho para cortar el ajustado reloj biológico que rige el cuerpo de las mujeres. Y todo con la obvia intención de que no acabe en alumbramiento el gozo. Pero en ese placer no le tiene a él como compañero, sino a otro.

Durante varios días se consume de celos y rabia por el deshonor que le acarrean las malas lenguas. Hasta que una noche ya no aguanta más. Espera en la sala a que ella se desnude y entra en la alcoba como un huracán, encontrándola vestida sólo con una enagua blanca.

—Dicen, mala mujer, que te han visto con don Diego de Acedo —le grita, poniéndose en jarras delante de ella.

—Por Dios, Jerónimo, ¿cómo puedes prestar oídos a tales tonterías?

—Te he visto riendo con él en los corredores del palacio.

—Don Diego es a veces ingenioso, pero de ahí a lo que imaginas...

—El otro día te seguí hasta la fuente; y allí apareció él cuando estabas llenando el cántaro.

—¿Y qué, si alguna vez nos hemos encontrado por casualidad?

—Vi cómo le dabas agua.

—Tal vez él me la pidiera.

—Vi cómo frotaba en tu delantal sus labios.

—El descaro es propio del oficio de bufón.

—¿El descaro, dices, o la lujuria?

—¿Otra vez estás con la misma murga?

Villanueva se acalora aún más al ver la displicencia de ella y le grita, ya fuera de sí:

—¿Murga o deshonra? ¡Confiesa que os habéis visto! ¿De dónde venías, si no, ayer tarde con el pelo revuelto?

—¿Ayer revuelto el pelo, con el viento que hacía? ¿Y eso te extraña?

—Sí, revuelto. ¿Y esto que encontré en tu falda?

Villanueva busca en el jubón. Saca unas pajas de cereal tronchadas y se las muestra estirando el brazo hasta el rostro de ella, que lo mira atónita.

—¿Lo ves? ¿En qué pajar te metiste? ¿En qué corral os solazasteis? ¿Contra qué pared te dejaste aplastar mientras él te babeaba la cara con sus labios?

Ella lo mira, incrédula, sin saber qué responder.

—Di, mujer infame, di por qué te dejas abrazar por ese mal nacido, por ese deforme hijo del pecado, por ese putón enano.

Ella calla y por un momento baja la cabeza.

—Estas pajas enredadas en tu sayal señalan tu pecado —dice él, volviendo a la carga—. ¡Confiesa! Reconoce que es verdad lo que todos me cuentan.

—Estás tronado, Jerónimo —responde ella al fin, mirándolo con asombro.

—¿Tronado, dices, encima? ¿Yo, que he de sufrir la afrenta de tu deshonra? —Villanueva enrojece de ira—. ¿Tronado yo, que tengo que aguantar cada día en la mirada de los otros el reproche de mi deshonor? ¿Tronado me llamas, cuando, si estoy loco, es por tu deshonra?

La rabia le arrebata a Villanueva, que está fuera de sí, descontrolado. Lleva la mano a la espada, la desenvaina y, sin pensarlo, la ensarta en el pecho de su mujer. Salpica la sangre. Mancha de rojo el blanco inmaculado de la enagua. A ella se le doblan las piernas y se acerca a su verdugo, tratando de agarrarse. Lo mira desquiciada, con los ojos incrédulos, más abiertos que nunca por el dolor. Con angustia se aferra al cordón que cuelga en el pecho de don Jerónimo e intenta mantenerse de pie. Pero él se aparta, extrae de la herida el tajo de la espada y sale corriendo, mientras ella se desploma sujetando entre las manos el cordón, roto por el tirón del cuerpo al derrumbarse, y el medallón que llevaba al cuello su marido.

Unas horas después, Villanueva está emboscado en una esquina, esperando. Por allí pasa cada día don Diego hacia la oficina de la Estampilla del rey. Hace frío y es aún noche cerrada, pero Villanueva está encendido de cólera. La defensa de su honor reclama venganza. Se envuelve en la capa y se queda acurrucado en la esquina, con la ropa arrugada, ojeroso, despeinado y con los ojos desquiciados de ira.

No lejos de allí, don Diego acaba de levantarse asustado al oír unos golpes de la aldaba. Un criado le envía aviso de que el rey va a salir de caza y él ha de acompañar al séquito, por lo que ese día no irá a la oficina de la Estampilla.

En las corralizas reales relinchan inquietos los caballos y resuena el eco de las herraduras en las losas del Alcázar. Se oyen voces de mando y hay un trasiego desacostumbrado a horas tan tempranas en las puertas del palacio. El sol está aún bajo, amarillento y débil, tumbado sobre el horizonte. La neblina del amanecer envuelve las casas de Madrid. El trajín de los cocheros ensillando los caballos rompe la monotonía de la corte. El rey y su séquito están ya en marcha.

Villanueva cabecea, adormilado. El frío del amanecer lo sorprende arrebujado en la capa. Espera. Pasa una hora. Y luego otra más. ¿Cómo es posible que no aparezca el maldito don Diego?

Acusa el cansancio y nota que se le van abotargando los sentidos. Como si estuviera ocurriendo de nuevo frente a él, ve cómo el hierro de la espada atraviesa el pecho traidor de la infame. Cómo salpica el chorro de sangre y se extiende la mancha roja en su enagua blanca. Cómo ella se desploma, le flaquean las fuerzas e intenta agarrarse a él, en un último abrazo inútil. «Se lo tiene merecido, por puta», se rebela.

Pero Villanueva no puede quitarse de la cabeza la última mirada de ella: la mirada de la muerte. La escarcha se le ha metido hasta los huesos y hace tanto frío que no para de temblar. Confuso por el sopor y el sueño, lo asaltan las dudas. Se debate entre el remordimiento y la ira. Su corazón es un tumulto atropellado de sentimientos. Se imagina a los dos amantes tumbados en el pajar y, luego, el andar chulesco de don Diego, y se enfurece. Después ve los ojos de ella como los recuerda de las noches en que se querían y lo miraban a él con afecto. Esos ojos lo contemplan, desesperados, desde la muerte. Y entonces piensa: ¿y si fuera un reproche de Dios?

Sólo entonces se percata de que no lleva al cuello el colgante que le dio el rey, e invade su memoria, como un fogonazo, la imagen de su mujer desplomándose con el cordón entre las manos. Siente pánico: esa cadena puede ser la prueba más clara de su delito. Duda. Está ya amaneciendo; una luz lechosa envuelve las calles y se pega, sucia, a las tapias de las corralizas donde se esconde. ¿Y si alguien del vecindario ha oído los últimos lamentos de la agonía de su mujer? ¿Y si alguien lo descubre mientras él se acerca para recuperar el sello real? ¿Qué puede hacer?

Se levanta con torpeza, se cala el sombrero, se envuelve en el manto y huye a esconderse en la hospedería del monasterio de Nuestra Señora de la Merced, donde vive fray Gabriel Téllez, el dramaturgo que firma sus obras con el seudónimo Tirso de Molina y con quien don Jerónimo tiene alguna amistad. Con él le manda recado al conde-duque y le pide que rescate como sea el medallón, que compromete al mismo rey. Después vuelve a quedarse solo en la hospedería, temblando de frío y de miedo.