VIII
Con una cámara de fotos en las manos, Elena recorría el exterior del Palacio Real. Desde la plaza de Armas fue fotografiando todos los relieves tallados en la fachada. Después se dirigió a la pared de la capilla, al norte, donde se reproducía el mismo motivo que en la fachada del mediodía: en la espadaña que coronaba el balcón en ese lado del edificio, el sol también extendía sus rayos sobre el escudo y la corona real.
Entró en el palacio para ir en busca de Héctor. Subió las escalinatas, recorrió la galería, cogió un ascensor y llegó al tercer piso, donde estaba instalado el despacho que el comisario usaba provisionalmente. Sin embargo, él no estaba allí. Uno de los inspectores le explicó que había ido a los archivos de identificación de la policía, para comprobar las fichas de algunos grupos de sospechosos.
—Ha ido también a ver unas grabaciones. Han encontrado algo —le dijo.
En ese momento se oyó el eco de las sirenas de coches policiales que cruzaban la calle a velocidad de vértigo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Elena.
—Ha habido algunas detenciones —le contestó el inspector.
—¿De quién?
—Jóvenes del Frente Nacional.
—Ayer por la noche se oyeron muchas sirenas —apuntó ella.
—Sí, hubo jaleo en la calle. Cortaron el tráfico quemando barricadas y al final se produjo algún herido.
—Qué mala pinta tiene esto... —intervino otro que estaba sentado en una mesa contigua.
—Todos los días es igual —se lamentó el primero—. Todos los días hay algo para acabar jodiéndola.
Elena dijo que llamaría por teléfono a Héctor más tarde y se fue.
Salió del palacio y pasó junto a la puerta de la farmacia, situada en una de las alas laterales del edificio. Allí se preparaban hasta no hacía mucho los extractos de las plantas para curar las dolencias de los que vivían en el palacio. Los botánicos separaban los tallos, las raíces, las hojas y las flores que les llegaban a la rebotica y los clasificaban según su calidad. Los de mayor pureza los seleccionaban para destilar los remedios que dedicarían sólo a los miembros de la familia real; los demás eran enviados a hospitales y campamentos militares. Sólo los moradores del real sitio tenían el privilegio de usar los remedios de la botica.
Elena pensó en el conde-duque de Olivares, desterrado en Toro. Desde el poblacho de su exilio mandó una vez que le fueran servidos emplastos y aguas destiladas de la farmacia real para curar sus dolencias. Pero no pudo hacerlo como valido ni como enviado del rey ni como cortesano. No era más que un hombre solo en el destierro. Y aquella petición no le fue atendida.
¿Tendría entonces el medallón que le había dejado el rey?, se preguntó Elena. Había comprobado los documentos de aquellos años finales de la vida del conde-duque que se conservan en el archivo. Había repasado el inventario de los bienes que dejó a su muerte. ¿Qué había sido de esa joya? Es más, se preguntaba Elena: ¿qué fue de Olivares después de todo su poder? ¿Cómo terminaron sus días? ¿De qué manera se cebó en él la maldición de la muerte?
En el destierro de Toro, ya poco podían hacer por él los remedios de la botica. Hay un momento en la vida en que el deterioro es un camino sin retorno. Y entonces sólo queda desear que el final no se retrase demasiado, para no vivir los últimos años como una fruta en descomposición.
Aquellos días de destierro en Toro, Olivares se quedaba a ratos ensimismado, y se extraviaba en el pasado. Su memoria se diluía con la misma rapidez con la que se disuelve en el agua un trozo de sal. A veces le invadían la cabeza imágenes deslavazadas. Rememoraba obsesivamente el séquito que fue hasta Burdeos a recoger a Isabel de Borbón para casarla con el joven Felipe IV. Era una niña de doce años, que fue custodiada hasta el palacio de Madrid por un cortejo de honor, en el cual también se encontraba él. Recordaba cómo el embajador le presentó a la princesa: «Don Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera Velasco y de Tovar.» Y él, inclinándose ante la futura reina, añadió orgulloso: «Desciendo de Guzmán el Bueno.» Como si la joven infanta francesa pudiera tener alguna idea remota de la altanería de aquel noble que lanzó su puñal a los musulmanes para que sacrificaran con él a su hijo.
Las losetas de la plaza de la Armería estaban mojadas por la humedad. Elena caminaba hacia la verja de hierro, dejando atrás la farmacia y sus destilados, que no sirvieron para paliar la decadencia progresiva del valido. Mientras abandonaba los muros de piedra del palacio, recordó cómo fueron aquellos últimos días en los que Olivares, entonces sí, lo perdió todo definitivamente.
Olivares está envejecido y enfermo. Los dolores que le produce la gota le resultan cada vez más inaguantables. Hasta para ponerse de pie tienen que ayudarle dos criados. Siempre le dejan a mano una muleta de madera o el bastón de puño, pero cada vez está más desabrido y sin ganas de nada. Apenas anda unos pasos, se fatiga. Y con frecuencia el desánimo no le permite levantarse del lecho. En los últimos tiempos su gordura se ha incrementado. Y la calvicie. Y el cansancio. Pasa el día amodorrado y ya ni siquiera duerme por las noches. Unas manchas rojas le han salpicado la piel de úlceras, sobre todo en las piernas, y le producen picores y un gran quebranto. Hasta las encías tiene ya infectadas.
Se han agravado sus rarezas; se siente confuso, pierde la memoria, y con frecuencia lo asalta el desvarío. Por la noche un criado vela en su alcoba, y a veces el conde se convulsiona en sueños y grita:
—¡¿Quién sino yo?! ¡Soy el privado del rey!
Y al pronto vuelve a quedarse pánfilo sobre la cama, olvidado de todo y perdido.
Cuando la condesa se acerca a la alcoba por la mañana, para levantarle el ánimo, se encuentra más un cadáver que un cuerpo en vida. Mira su cara hinchada y la piel moteada de erisipela. Olivares está insomne y con la mirada perdida. Tiene la cara terrosa y la piel de ceniza, que parece ya anticipo de la muerte.
—No hay mal que no se cebe en mí —se lamenta, hablando entre dientes consigo mismo, sin apreciar la presencia de su mujer.
Entonces ella recoge la colcha que su marido ha lanzado fuera de la cama en su delirio, lo arropa y dobla bien el embozo, para que no haga pliegues que molesten su piel enferma. Sobre el lecho ensombrecido, el cuerpo quieto e inerte de ese hombre parece el de un náufrago a la deriva, abandonado en medio de las aguas de la muerte.
Al cabo de unos días, Olivares ya no quiere levantarse de la cama. Le ahoga el cansancio. Lleva varios días comiendo con disgusto. Al mediodía su nuera Juana, casada con el hijo bastardo reconocido por el conde, entra en la estancia y abre los ventanucos para que la luz del sol alegre un poco la sombría habitación. Se acerca a la cama y deja encima una bandeja con fruta troceada.
—Por vida del rey —le dice—, que Vuestra Excelencia coma algún bocado.
Pero él cierra los ojos y mueve la cabeza, negando sin pronunciar palabra. Luego mira hacia otro lado, para apartar la vista de los alimentos que tiene delante.
—Señor —insiste ella—, entonces, por amor a mí, ¿no comerá Vuestra Excelencia un bocadito?
Y el conde la mira momentáneamente enternecido. Tiene él los párpados caídos y sus ojos transmiten una infinita melancolía. Le cuesta pronunciar las palabras; le fatiga hablar y le agobia hasta mover los labios. La mira y ve en ella a la hija que se le murió tan joven. Tiene la misma edad que ella el día que la enterraron, la misma cara juvenil, el mismo gesto, idéntica inocencia. Ve Olivares a su hija frente a él, mirándolo. Hace un esfuerzo y susurra:
—Por amor a ti, comería; pero es que no puedo.
En los escasos momentos en que recupera algo la lucidez, los criados lo sientan a su pesar en una silla junto a la ventana de su aposento. Con la mirada perdida contempla los campos. Los cereales tiemblan movidos por las ráfagas del viento ahora hacia un lado y luego hacia el otro, desorientados como su mente enferma. La condesa se acerca a él.
—¿Quién sois, señora? —le pregunta él, que a ratos pierde la cabeza.
—Soy Inés de Zúñiga —le responde ella con melancolía, mientras apoya la mano en el respaldo de la silla, poniéndose a su lado—. ¿Y vos, señor, quién sois?
—Don Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera Velasco y de Tovar. Desciendo de Guzmán el Bueno —responde él con dignidad ofendida; y, señalando el medallón que cuelga en su pecho, añade con altivez—. Y sirvo como privado al rey Felipe.
En la pantalla provisional que habían instalado en el despacho estaban viendo al hombre que salía por una puerta de servicio del Palacio Real, cruzaba aprisa la calle, se montaba en un coche, circulaba por varias avenidas y llegaba sin detenerse hasta Hortaleza.
—Siempre realiza el mismo recorrido —informó uno de los investigadores—. No se detiene nunca. No hace ninguna parada ni cambia de itinerario.
En la sala había seis personas sentadas alrededor de una mesa alargada: Héctor, David, Pedro y tres investigadores encargados de la vigilancia y el seguimiento del sospechoso.
—Apenas sale de casa —continuó explicando—; no se mueve por la ciudad. Lleva una vida semiclandestina, excepto las horas que está de vigilante en el Palacio Real. Se diría que tiene ese piso como refugio —comentó en el momento en el que se proyectaban unas imágenes con detalles del edificio, de la puerta, de las ventanas y de la entrada al garaje.
Las imágenes poseían escasa calidad. Se notaba que estaban tomadas a mucha distancia, con un zoom excesivo y sin soporte fijo, pues evidenciaban los movimientos de la persona que las había captado, así como el temblor y los reflejos de los cristales del coche desde el que estaban sacadas mientras el vehículo circulaba por las calles de Madrid.
—Ésta es una de las salidas que hace regularmente —comentó—: dos veces a la semana va al gimnasio, se queda allí una hora y vuelve por el mismo camino.
En la pantalla, el hombre se bajaba del Fiat blanco, con una bolsa de deporte en la mano, andaba un trecho por la acera, empujaba la puerta del gimnasio y desaparecía en el interior. La cámara se centraba entonces en grabar detalles del lugar: la calle, la entrada del local, el coche aparcado cerca y la matrícula. Al rato, se veía al tipo que salía con la misma bolsa en la mano, miraba hacia ambos lados de la calle, como si quisiera cerciorarse de que no había ningún peligro, y, con la misma rapidez de antes, llegaba hasta el coche y dejaba raudo el aparcamiento, mezclándose con el tráfico de la ciudad.
—¿Qué sabemos de él hasta ahora? —preguntó Héctor.
Otro de los investigadores se acercó al proyector, hizo avanzar la cinta con un chirrido de los cabezales y dejó la proyección en el momento en que la imagen buscaba un primer plano del hombre. Se veía un zoom rápido y tembloroso para grabar la cara de frente, que al principio aparecía borrosa y poco reconocible, pero al instante se enfocó la imagen y el rostro del hombre quedó congelado en la pantalla.
—Se llama Norberto Alfonsín de Zárate. Es chileno. Ingeniero electrónico —informó el inspector que se había levantado hacia el proyector.
—¿Ingeniero? —preguntó Héctor.
—Es lo que pone en su documento de identidad; pero a saber qué quiere decir eso en Sudamérica.
—Pero tendrá conocimientos de electrónica...
—Eso parece.
—O sea, que podría manipular una alarma, o anular unos códigos, o desbloquear una caja fuerte —insistió Héctor.
—Es posible —admitió el inspector con prudencia.
—¿Y se sabe si tiene vinculación con grupos políticos?
—No hemos solicitado información a la Brigada Política; pero en los seguimientos no se ha detectado ningún contacto, ni ha asistido a reuniones ni a citas con militantes políticos.
—¿Ni legales ni ilegales? —quiso aclarar David.
—Con ningún grupo legal ni con ninguno que no esté legalizado —confirmó el inspector.
—¿Y con los militares? —insistió Héctor—. ¿Podría tener vinculación con los militares?
Los investigadores se miraron sorprendidos. Les habían ordenado que realizaran, con todo el secreto y sigilo posibles, la identificación y seguimiento del sospechoso de un robo, y eso era lo único que sabían de la misión que se les había encomendado.
—¿Con los militares? —preguntó extrañado el inspector que estaba al mando de la vigilancia del sospechoso.
—Sí —recalcó Héctor—. Habéis dicho que es chileno. ¿Sabemos si mantiene relación con la dictadura de su país o si tiene algo que ver con los militares golpistas?
El inspector se sorprendió aún más: como si todos los chilenos estuvieran implicados en la dictadura... Y como si investigar esas circunstancias fuera cosa de dos días...
—No nos constan esas relaciones —se justificó—. Pero no era una vía de investigación abierta.
—Pues ábranla —ordenó Héctor, tajante—. Hay que comprobar si tiene contactos con grupos militares o con la extrema derecha española.
Los otros investigadores se miraron incrédulos: no había ningún indicio para sospechar esa vinculación. ¿Qué estaban buscando realmente? La investigación de esos temas era competencia de la Brigada Política. O del recién creado CESID, que para eso se había puesto en marcha. Sin embargo, callaron, disciplinados.
Héctor se quedó mirando el rostro del hombre proyectado en la pantalla. Era corpulento, tenía unas cejas pobladas que le agrandaban las cuencas de los ojos y su gesto era de desconfianza. Su imagen se inclinaba a un lado, como si buscara la manera de salir de esa pared en la que le habían dejado inmóvil.
Héctor no lo dijo, pero mientras miraba la proyección estaba pensando en las recientes detenciones de ultraderechistas del Frente Nacional de la Juventud, una rama escindida de Fuerza Nueva, a quienes se investigaba por unos atentados ocurridos en Madrid. Uno de los máximos dirigentes de esa organización había sido asesinado hacía unas semanas de tres balazos en la cabeza. Héctor recordaba su entierro. El féretro, cubierto por una gran bandera española, fue llevado a hombros por las calles; recorrió Goya, Serrano, Alcalá, la Cibeles y la Castellana, hasta la glorieta de Atocha. Iba custodiado por jóvenes vestidos con la camisa azul falangista, cazadoras negras y boinas. Otros militantes formaban una comitiva con banderas y coronas de flores. Y miles de personas, de Fuerza Nueva, de la Falange, de la Confederación de Combatientes, saludaban a su paso con el brazo en alto, cantando el Cara al sol y profiriendo insultos contra el Gobierno y contra el rey. Un helicóptero de la policía sobrevoló todo el recorrido y los antidisturbios formaron un cordón de seguridad, pero al final hubo enfrentamientos, heridos, barricadas y coches volcados cortando la carretera.
Todo era tensión, nerviosismo y violencia aquellos días de incertidumbre. Héctor no conocía el alcance de lo que estaba investigando. Tal vez no fuera más que el robo de una joya de oro que tenía un alto precio, pero él se temía lo peor. La operación estaba rodeada de sigilo. El ministro le había puesto a él al frente de la investigación, pero el director del Patrimonio Nacional le había ordenado que no abriera la vía judicial sin contar con su aprobación. Lo habían colocado en medio de una marejada. No podía desechar ninguna hipótesis. En última instancia, era el responsable de evitar peores consecuencias. Y tenía miedo de que algo se le escapara de las manos.