XI

Estuvo lloviendo durante toda la mañana. Héctor había mirado de vez en cuando por la ventana, con la esperanza de que Elena pospusiera para otra ocasión la visita a la que le había convocado, teniendo en cuenta las condiciones poco propicias para andar por la calle. Pero se equivocó otra vez más. A la hora prevista ella asomó la cabeza por la puerta de su despacho, sonriente. Llevaba un impermeable rojo, así que Héctor no tuvo ninguna duda de que la historiadora se hallaba preparada para la lluvia y dispuesta a todo.

Salieron caminando, cruzaron la plaza de la Armería, atravesaron la calle Bailén y siguieron hacia la iglesia de San Juan. La calle estaba cortada por unas vallas metálicas, debido a las obras de excavación que estaban realizando en aquel lugar. Las rodearon para entrar en la plaza de Ramales, un pequeño lugar de paso, que era en realidad la desembocadura de varias calles. En un flanco de esa plaza había una columna de granito coronada por una modesta cruz de Santiago de hierro.

—Aquí, donde se alza esta columna, estaba en el siglo XVII la iglesia de San Juan Bautista —le explicó Elena a Héctor, que caminaba a su lado con el cuello de la gabardina levantado para protegerse del viento que había sustituido a la lluvia—. José Bonaparte mandó que la demoliesen, porque quería dar más amplitud al entorno del Palacio Real.

Pasaron la valla hasta donde una excavadora abría el acceso a un garaje subterráneo que se construía en la plaza. El suelo estaba encharcado, y la tierra removida se pegaba, tenaz, a las botas de Elena y a las suelas de los zapatos de Héctor. Junto a un barracón metálico varios trabajadores se cobijaban de la lluvia, cubiertos con impermeables y cascos.

—¿Restos de Velázquez? —se extrañó el arquitecto técnico, al que Elena había preguntado sobre la excavación—. ¿Andan buscando los restos de Velázquez?

La iglesia que un día estuvo en aquel lugar era una construcción humilde, con un tejado a dos aguas y un campanario adherido a la fachada principal. Junto al altar había una cripta subterránea, que servía para los enterramientos. La iglesia estaba a unos metros del Alcázar y sirvió de sepultura a alguna gente principal que vivía en el palacio. A través de un tragaluz se introducían los féretros, deslizándolos por el suelo de la iglesia hasta el interior oscuro de la cripta. Velázquez vivía al lado, en la Casa del Tesoro, donde pasó sus últimos años. La iglesia de San Juan debió de ser el último aposento del pintor: el lugar en el que fue sepultado. Pero ¿ocurrió realmente así?

—Cuando José Bonaparte mandó derruirla, sólo se tiraron las paredes de la iglesia a ras del suelo —explicó Elena al arquitecto—, no se hizo ninguna excavación. La cripta no se tocó. Por eso es posible que aún se conserven los nichos, los ataúdes y los huesos de quienes fueron enterrados aquí.

—Eso ya lo estudiaron los arqueólogos del Ayuntamiento —comentó el arquitecto que estaba al pie de la obra del garaje—. Hicieron catas en el suelo, analizaron la tierra, buscaron maderas o restos humanos: cualquier señal que indicase que aquí hubo alguna vez cuerpos pudriéndose hasta la eternidad. Pero ¿sabe lo que encontraron? Nada de nada. Aparecieron otros restos, pero eran de origen árabe. Mu-sul-mán —silabeó despacio, como si estuviera hablando a japoneses—. De Velázquez, ni un hueso.

El pintor murió el 6 de agosto de 1660. Una semana después fallecía también su mujer, Juana Pacheco. ¿Qué enfermedad, qué virus o epidemia los llevó a la tumba? Elena se volvió hacia Héctor para contarle que el pintor había ingresado poco antes en la Orden de Santiago. Su entierro tuvo la pompa que se reservaba sólo a los caballeros de la orden: el cadáver fue vestido con manto, sombrero, botas y espuelas. Se le ciñó una espada y se le dejó reposar durante una noche en la cama de su aposento, para que fuera velado su cuerpo sin vida. Al día siguiente lo depositaron en un ataúd forrado de terciopelo negro, tachonado y guarnecido con pasamanos de oro, que cerraron con dos llaves. Al atardecer lo llevaron entre varios caballeros hasta la tumba de la iglesia. Lo acompañaba un séquito de criados del rey, que entraron silenciosamente en la nave del templo. En el suelo de las capillas, sobre cojines, estaban sentadas mujeres piadosas. Algunos hombres se quedaron atrás, de pie, con el sombrero entre las manos. Se rezaron responsos y sonaron las campanas a luto sin tinieblas, mientras depositaban el féretro en la cripta.

—¿Fue así como lo enterraron? —se preguntó Elena; y añadió—. Al menos así lo cuenta Antonio Palomino en la primera biografía que se escribió sobre él, poco después de su muerte.

En ese momento comenzó a llover de nuevo de forma inmisericorde sobre la tierra que un día cobijó a Velázquez. Héctor abrió el paraguas y se acercó a Elena para protegerla. Ella estaba en medio del desmonte de la obra, pisando incómoda sobre la tierra embarrada. Pasó una mano alrededor del brazo con el que Héctor le ofrecía el paraguas, acercó el otro hasta entrelazar los dedos de ambas, y se quedó así, aferrada a él. Después miró la tierra removida de la plaza de Ramales y el barro arcilloso que se pegaba a sus botas de tacón. Velázquez y otros artistas estuvieron enterrados allí. De ellos no se había encontrado nada: ni un hueso ni una peluca; ninguna taba, ningún peroné, ni las cuencas vacías de los ojos de una calavera que indicaran su paso por este mundo efímero.

—¿No serán ustedes del Patrimonio? —preguntó, receloso, el arquitecto—. Porque el estudio arqueológico ya se hizo en su momento, antes de empezar las obras del parking.

Elena y Héctor se volvieron para pasar de nuevo al otro lado de la valla que protegía las obras y llegar hasta la triste cruz que recordaba dónde estuvieron un día los despojos del pintor sevillano. El agua había encharcado ya el polvo que envolvió sus huesos y la arcilla removida formaba una superficie pringosa en la que se andaba con dificultad.

Antes de salir del recinto en obras, el arquitecto les gritó desde la barraca de metal:

—¡Vayan a la iglesia de San Plácido!

Se pararon en medio del barro y Elena se volvió a mirarlo. Apenas se veía el perfil de su figura detrás de la cortina de agua.

—¿Adónde? —preguntó, tratando de imponerse a la furia desatada del aguacero.

—¡A San Plácido! —volvió a gritar él—. He oído que el cadáver de Velázquez fue llevado a aquel convento.

Elena se soltó del brazo de Héctor y volvió a donde estaba el hombre protegiéndose de la lluvia debajo del alero de una de las casetas metálicas de la construcción.

—Al hacer unas obras en la iglesia de ese convento, aparecieron los cuerpos de una mujer y de un hombre que podrían ser Velázquez y su esposa —le dijo el arquitecto.

Héctor, quieto y solo en el descampado, miró sus zapatos llenos de barro, y se vio allí, en medio de los charcos, cuando más arreciaba la lluvia, pisando una tierra fangosa, buscando los huesos de un hombre muerto hacía más de trescientos años, mientras el país era un escenario de conspiraciones y en el Palacio Real podía pasar cualquier cosa. Esbozó un gesto de desagrado y levantó con cuidado el pie del barro, dio varios pasos y se colocó de nuevo junto a Elena para guarecerla debajo del paraguas. Al verlo a su lado, Elena empezó a explicarle la situación, como si Héctor estuviera preocupado en ese momento por tales temas, que para él pertenecían a un pasado remoto y ajeno a lo que estaban investigando.

—La causa de la muerte de Velázquez no se conoce con certeza —le dijo—. Uno de sus criados murió unos días antes, y su mujer, Juana Pacheco, falleció una semana después que él. Probablemente los tres murieron por la misma causa: se supone que comieron alimentos en mal estado, sufrieron botulismo y la infección los llevó a la muerte.

A Héctor no le interesaban nada aquellas informaciones. Había ido allí sólo por estar con ella, y ahora de lo único que estaba pendiente era del penoso estado de sus zapatos.

—¿Y qué se sabe de los cuerpos que se encontraron? —preguntó Elena al arquitecto.

—Lo ignoro. —Se encogió de hombros—. Se iban a hacer comparaciones del ADN de los cadáveres con muestras de algunos descendientes del pintor...

—Una investigación disparatada —protestó Héctor, mientras con un zapato trataba de despegarse el engrudo de barro que se le había pegado en el otro.

El arquitecto insistió:

—Vayan al convento de San Plácido. Quizás allí encuentren algún dato que pueda interesarles.

La calle de San Roque está en un barrio donde abundan las tabernas, mesones, hornos de asar, bares de alterne y casas de citas. Es una calle estrecha, que conserva el desorden y la agitación que pudieron vivir entre los muros de sus casas antiguas las gentes del siglo XVII. Y allí, en medio de ese trasiego, está el convento de la Encarnación Benita, llamado también convento de San Plácido. Elena y Héctor se acercaron hasta sus puertas. En el convento vivían monjas benedictinas, que observaban fielmente la Regla de San Benito y la clausura: no salían, no se dejaban ver; y no veían a más personas que a ellas mismas cada día, cada hora, cada año, hasta su muerte.

Entraron en la iglesia, en la que resonaba el canto de la hora tercia que las monjas recitaban desde algún lugar escondido. Elena se acercó al retablo, que enmarcaba con brillos de oro un gran cuadro del pintor Claudio Coello. Héctor se quedó detrás, a unos metros, sin saber qué hacer, con el paraguas cerrado, preocupado porque iba goteando como un grifo abierto sobre el suelo impoluto de la iglesia. A ambos lados del altar, dos balcones con celosías de hierro señalaban el lugar desde el que las monjas seguían los ritos, ocultas y misteriosas. Las columnas del retablo brillaban tanto que, al mirarlas, Héctor se quedó aturdido por el fulgor de los paneles de oro, el movimiento de los ángeles en el lienzo, el resplandor de la luz que inundaba el cuadro, la agitación abigarrada de profetas, sibilas y arcángeles, y el canto gregoriano que se difundía no sabía a través de qué ventanas o grietas o balconadas de la iglesia.

—El oro del retablo estaba muy deteriorado hasta hace poco —oyó de repente a su espalda.

Al volverse, vio a una monja que le sonreía con una cara redonda, sonrosada y amable.

—El cuadro estaba comido por la polilla —añadió la religiosa—, y sucio del humo de las velas. Y así ha quedado ahora; ya lo ve: brillante y espléndido.

—Busca el sepulcro... —dijo Héctor señalando a Elena con el paraguas, pero enseguida se corrigió—. Buscamos el sepulcro de Velázquez.

—El sepulcro de Velázquez... —repitió ella—. Vengan conmigo.

Elena se acercó a ellos, se puso justo detrás de la monja y la siguió en silencio, entre los bancos de madera, hasta una capilla lateral, donde ella se detuvo.

—¿No le impresiona la imagen de este Cristo desnudo? —dijo la monja, volviéndose hacia Elena.

Era la escultura de madera de un cuerpo muerto, muy delgado, manchado con hilos de sangre que manaban de una llaga producida por una lanza clavada en el costado y que le recorrían los brazos y el pecho. También tenía sangre en la frente, por las heridas causadas por una corona de espinas. Ese cuerpo blanco de muerte yacía detrás de la urna acristalada de un ataúd.

—Parece realmente un cadáver —comentó Elena.

Y la monja se acercó para decirle en voz baja:

—A mí me da un escalofrío cuando cruzo cada noche ante este féretro y este cuerpo muerto y ensangrentado, yo sola, para apagar las luces de la capilla.

Se habían callado los cánticos de las monjas de clausura. Y ella volvió a hablar con un tono de voz más elevado:

—Pues ya ve... Antes había aquí un altar, pero lo desmantelaron para instalar este sepulcro de cristal con el Cristo muerto. Al levantarlo fue cuando aparecieron dos cuerpos que habían sido enterrados justo debajo. Estaban rodeados de tierra, y conforme la fueron quitando, aparecieron una espada y restos de un manto negro. Había hasta un sombrero junto a la calavera. El difunto estaba vestido con el traje de caballero de Santiago y con la gola de cuello recto, que es como se enterró a Velázquez.

—Entonces, se le dio sepultura en esta iglesia... —quiso confirmar Elena.

—No, no. Fue enterrado en San Juan Bautista. Eso está documentado. Lo que se cree es que lo trasladaron después a esta capilla.

—¿Y por qué aquí?

—Pues verá... Quien hizo el inventario de los bienes de Velázquez se llamaba Gaspar de Fuensalida, que era notario en la corte. Él tenía un panteón de su propiedad en la cripta de esa iglesia y lo cedió para que el pintor fuera enterrado en él. Era un momento penoso, porque al difunto se le habían embargado todos los bienes. Pero el notario también podía autorizar enterramientos en este convento, porque había aportado rentas que le facilitaron derechos de patronazgo sobre él. En su testamento dispuso para sí mismo que fuera enterrado en San Juan y después trasladado en secreto a un panteón de esta capilla. Es posible que lo mismo se hiciera con el cuerpo de Velázquez, trayéndolo a esta iglesia también en secreto.

—¿Y por qué en secreto? —se extrañó Elena.

—Porque el fundador del convento, don Jerónimo Villanueva, había dejado escrito que no se enterrara aquí a nadie ajeno a su familia sin su consentimiento. Y durante un tiempo, al final de su vida, él ya no pudo autorizar nada, porque estaba implicado en un proceso de la Inquisición.

—Jerónimo Villanueva —repitió Elena—. Hábleme de él.

—Ésa es otra historia —comentó la monja, evasiva.

—Pero ¿tiene algo que ver con todo esto?

—Algo... Pero ahora tengo que cerrar la iglesia —dijo, reticente, mientras les hacía un gesto indicándoles la puerta.

—¿Y no podría hablarme de don Jerónimo Villanueva? —insistió Elena.

—Se hace tarde y tengo que cerrar la iglesia —repitió ella.

—Entonces volveremos luego, cuando la haya abierto por la tarde.

La religiosa se detuvo un momento, mirándolos. Elena la contemplaba fijamente y mostraba una clara determinación en sus ojos. Héctor frunció el ceño, como si tratara de disculparse por la actitud de ella, y volvió a mirar cabizbajo el paraguas, que seguía goteando en el suelo inmaculado de la capilla.

—Está bien —accedió la monja, y se dirigió a la parte posterior de la iglesia, donde estaba el coro, cerrado por una verja de hierro. Señaló un cuadro colgado en la pared y explicó—. Ese Cristo fue pintado por Velázquez para esta comunidad. ¿Y saben por qué? Para expiar los amores que Felipe IV tuvo con una monja de este convento. Y el causante de todo fue don Jerónimo Villanueva.

—¿Ah, sí? —intervino Héctor, que se sentía obligado a corresponder la atención que ella les estaba prestando fuera del horario de apertura de la iglesia.

—Don Jerónimo compró las casas que formaban una manzana en este lugar en el que estamos —siguió ella—, para establecer aquí un convento de monjas benedictinas. Al frente de él puso a doña Teresa Valle, que había sido su prometida. Junto al convento estaba la vivienda de don Jerónimo, y así pudo construir un pasillo secreto que comunicaba la casa y el convento. No fueron tiempos piadosos en la vida de esta institución. El mismo rey quedó prendado de una novicia adolescente, que se llamaba sor Margarita de la Cruz. Era hermosa y limpia como un día recién amanecido. Pero el monarca quiso tenerla entre sus brazos. Y usó la puerta secreta que se hizo construir don Jerónimo, con intención de rendirla. Aún hoy rogamos en el convento a Dios cada día para que la tenga inocente entre sus elegidos. Y para que a nosotras nos libre de pruebas semejantes.

—Así que el rey encargó a Velázquez este Cristo crucificado para expiar su pecado y mostrar su arrepentimiento —dijo Héctor.

—Así es —confirmó la monja.

Héctor se quedó mirando el cuadro, en el que un cuerpo perfecto se inclinaba semidesnudo, crucificado sobre un madero. La inscripción de la condena se leía en tres lenguas: hebreo, griego y latín. «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos.» El Cristo mantenía una armonía casi simétrica, con los dos pies separados sobre el pedestal de madera y el cuerpo recto y erguido, como si no pesara, y sin que nada lo desgarrase.

—Velázquez pintó aquí la hora más oscura del mundo —comentó la monja—. El hombre quiso ser como Dios y se convirtió en un canalla. Y Dios se hizo hombre para rescatarlo de su maldad. Y ahí está: muerto en una cruz, como un villano.

Mientras la monja contemplaba devota el Cristo de Velázquez, los dos permanecieron en silencio.

—Siempre que me detengo ante este cuadro —añadió— recito unos versos que Unamuno dedicó a este cuerpo blanco, pintado sobre un fondo más negro que la noche.

Su voz sonaba como un susurro llegado del más allá, en el silencio de la iglesia solitaria. Calló un momento y se quedó mirando la cara ensangrentada del Crucificado. Los rezos de las monjas, que volvieron a oírse desde algún lugar oculto del convento, añadían una salmodia a los comentarios de la monja portera.

—¿Sabe lo que se decía también? —preguntó, volviéndose hacia Elena—. Que el rey Felipe había regalado al convento un reloj que tocaba todos los cuartos. Y desde aquellos días luctuosos, el reloj imitaba el toque de difuntos al dar las horas. Ese lúgubre sonido era un reproche por el pecado del rey.

La monja se dirigió hacia la salida y los dos la siguieron. En el portón de madera se volvió de nuevo hacia Elena para preguntarle otra vez:

—¿Sabe qué pienso yo de todo esto?

—Dígamelo.

Se detuvo frente a ella y levantó la cabeza para mirarla fijamente a los ojos.

—Que es todo una falsedad. Pura invención.

—Pero ¿en qué quedó la indagación sobre los cadáveres aparecidos en la iglesia, los que estaban enterrados bajo el altar? —le preguntó Elena con urgencia, ya en la calle.

—En nada. Al final dijeron que de aquello no se podía deducir nada: que no se podía averiguar a quién pertenecían esos restos. Así que volvieron a enterrarlos, y ahí están, esperando el fin del mundo.

Cerró la puerta y los dos oyeron desde la calle el chirrido de la cerradura.

Las calles alrededor del convento de San Plácido son estrechas y un poco laberínticas. En la acera olía a humedad y a desinfectante. No había parado de llover y, mientras abría el paraguas, Héctor comentó:

—Éste es el mismo Madrid canalla de hace trescientos años.

La gente caminaba en fila, pegada a la pared. Siglos atrás, cuando la lluvia arreciaba, los mosqueteros se arrimaban también a las paredes de piedra de las casas. «¡Agua va!», podía gritar una mujer desde el balcón. Y vaciaba el orinal con el estrépito del chorro que salpicaba en la tierra mojada. Olía a orines. Un olor que la lluvia arrastraba hasta estancarlo en las paredes y en el suelo de tierra.

—¿Es posible —preguntó Elena— que entre el barro de estas calles húmedas se estén pudriendo las manos que pintaron el cuerpo de una mujer tan bella como La Venus del espejo? ¿En eso acaba todo?

Héctor le acercó el paraguas para que ella volviera a colgarse de su brazo. Le gustaba esa intimidad. Hacía que se sintiera bien. La acera era tan estrecha que les obligaba a caminar pegados para no tener que bajarse a la calzada. Héctor pensó: «Sí, en eso acaba todo lo que en la vida atesoramos con tanta codicia.» Pero no dijo nada; sólo se arrimó más a ella para sentir el roce de su cuerpo mientras caminaban agarrados bajo la lluvia.