XX
Desde el final de la calle se veían dos coches de color oscuro con cristales tintados seguidos por una furgoneta blanca, que doblaban la esquina y enfilaban la vía en la que se encontraba el chalet de El Viso. Las ramas de los árboles que sobresalían de los jardines privados de las casas flanqueaban la comitiva que avanzaba ocupando el centro de la calzada.
Los vehículos recorrieron lentamente el trayecto hasta llegar a la puerta del chalet, donde estacionaron, uno detrás del otro, junto al bordillo. Dos personas bajaron rápidamente del primer coche y se dirigieron a la cancela de hierro. Una de ellas introdujo en la cerradura un dispositivo electrónico, sonó un clic y se abrió la puerta. Cruzaron el tramo del jardín sobre las lajas de arenisca que conducían a la entrada de la casa. No se detuvieron a admirar los dos árboles aves del paraíso situados a ambos lados del camino. Fueron aprisa hacia la entrada; el primero usó el mismo dispositivo y el resbalón de la cerradura saltó automáticamente.
—Tenemos un minuto —le dijo su compañero.
Habían memorizado el plano de esa zona. Se encaminaron sin demora a una de las paredes del pasillo; abrieron una caja en la que estaban los controles de seguridad, quitaron la tapa de plástico, sacaron unos cables y con una pequeña herramienta interceptaron los bornes de las cámaras y las alarmas.
—Ya está —dijo uno de ellos.
Se abrieron entonces todas las puertas del segundo coche y salieron de él Héctor, Pedro, David y Elena. Detrás de ellos, otros dos agentes saltaron de la furgoneta y los siguieron hacia la casa. Héctor miró a ambos lados de la acera. Nadie caminaba a esas horas por la calle ni pasaba ningún coche. Cruzaron la cancela con rapidez y rozaron sus chaquetas con las ramas de los dos aves del paraíso, en los que habían empezado a brotar las primeras yemas.
Al entrar en la casa, Héctor se sorprendió. El salón estaba decorado con valiosos muebles antiguos de marquetería. Los anaqueles de la vitrina mostraban esculturas de estilo clásico, piezas de bronce, objetos de plata, arquetas de esmalte, bajorrelieves de marfil. En las paredes colgaban tablas renacentistas, lienzos barrocos, pinturas de maestros antiguos.
—No está nada mal esta choza —comentó Pedro.
Héctor los distribuyó con rapidez:
—Vosotros, subid al piso de arriba; vosotros, en esta planta.
Apresuradamente fueron unos al extremo del salón y comenzaron a revisar todo lo que había en él, avanzando separados a unos dos metros de distancia. Los otros se dirigieron hacia las escaleras y las subieron con grandes zancadas.
Elena los observaba con atención, protegidos con unos guantes blancos finos, mientras abrían cajones, repasaban cada uno de los objetos, papeles, archivadores; sacaban cajas, revisaban todos los compartimentos, levantaban cada pieza y la observaban por todos los ángulos; descolgaban los cuadros y exploraban detrás de ellos, en la pared; recorrían los bordes de los muebles buscando algún orificio, una abertura, un cierre escondido; golpeaban los laterales, por si hubiera algún falso fondo. Todo lo comprobaban y escrutaban minuciosamente hasta el último centímetro. Pero a su paso, todo quedaba igual que estaba antes. «Cuando se vayan —pensó Elena—, nadie podrá sospechar siquiera que alguien estuvo aquí, y menos que analizó si había alguna viruta desprendida de un mueble o una mota de polvo posada en la superficie de un cristal.»
Entretanto, Héctor observaba los objetos de la casa, tratando de encontrar alguna pista que le resultara reveladora. Aquel chalet parecía un museo decorado con unas pocas piezas selectas, que su propietario había ido coleccionando por algún motivo que tal vez sólo conocía él. Se preguntaba si entre esos objetos estaría el medallón que andaban buscando.
Pasó el tiempo. Los hombres empezaron a bajar del piso de arriba, uno a uno, con cara de resignación. Elena permaneció al principio en el salón de la planta baja, pero al ver que los primeros inspectores iban terminando de revisar sin éxito el espacio que tenían asignado, comenzó a preocuparse. La habían llevado allí con la esperanza de que apareciera la pieza robada, para que ella confirmara su identificación. Pero los resultados no parecían halagüeños.
Subió las escaleras. Desde el pasillo, se asomó con discreción a las habitaciones y observó si había algún objeto, algún rastro, cualquier detalle que llamara la atención. La casa era grande. Se detuvo en la puerta de una sala destinada a hacer ejercicio, con bicicletas estáticas, una cinta para correr y aparatos de musculación. El ventanal se abría al jardín y se imaginó que desde allí se tendría la sensación de estar corriendo en medio del campo.
Entró después en un cuarto preparado como despacho de trabajo, con una mesa de estilo inglés y armarios con carpetas, archivadores y documentos de consulta. Al lado había una habitación con estanterías de libros y sofás orejeros, acondicionada como biblioteca. Elena se fijó en que la mayoría de los libros eran de arte: colecciones, tratados, catálogos. Se acercó a un anaquel y cogió un libro: El juego áureo, de Stanislas Klossowski de Rola, que reproducía una colección de grabados del siglo XVII. Ojeó alguno de los emblemas y volvió a colocarlo en la estantería. «Si alguien codiciara una pieza como coleccionista y la deseara hasta el extremo de robarla, ¿qué haría con ella? —se preguntó—. ¿Dónde la escondería? ¿Cómo saciaría su pasión de verla cada día, tocarla y tenerla entre los dedos?»
Al otro lado del pasillo estaba la zona de dormitorios. Elena se asomó al primero y observó el portarretratos que había encima de una mesilla. En la foto, dos hombres con las caras juntas sonreían a la cámara. Enfrente había un mueble de madera tallada, dividido en compartimentos cuadrados. También allí había expuestas varias fotografías, que Elena fue mirando. En todas estaban los dos, en distintos lugares: con un fondo de montañas, delante de un puente de París o sentados en un sofá en la terraza de una casa veraniega. Se les veía felices. En alguna foto se miraban con gesto de complicidad, en otras se pasaban un brazo por detrás para tomarse de la cintura.
En ese momento apareció Héctor junto a la puerta.
—Son pareja —dijo ella—. Los dos hombres de esta casa viven como pareja.
Elena sintió la incómoda sensación de estar en un lugar al que no debía haber entrado. Sólo entonces fue consciente de que había invadido el espacio privado que únicamente les pertenecía a ellos. Sintió desasosiego, como si estuviera mirando a dos personas que se amaban en la intimidad.
En una pared estaba colgado el cuadro Las lágrimas de san Pedro. Al descubrirlo, Elena entendió algunas cosas y se quedó contemplándolo. El apóstol miraba hacia el cielo, apenado. A sus espaldas el amanecer tenía una luz amarga. San Pedro, ojeroso y triste, lloraba al recordar las palabras de su amigo: «Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces.» La noche en que Jesús fue arrestado por los soldados de Roma, tres criados preguntaron al discípulo: «¿No eras tú uno de los que acompañaban a ese hombre?» Y él las tres veces lo negó: «No, no lo soy.» Por cobardía.
En el cuadro san Pedro llora amargamente su deslealtad. Ese lienzo era la cara de la traición: representaba la amistad traicionada. Elena pensó que al dueño de esa vivienda, Ángel del Valle, el cuadro tal vez le recordara momentos en los que sufrió rechazos por su condición homosexual. Negaciones e infidelidades. Por miedo, sí, porque vivimos en un mundo hosco y cruel.
Elena se volvió hacia Héctor.
—¿Qué decían sobre este cuadro los dos hombres que viven aquí, en la conversación que fue grabada?
—Uno le decía al otro que se lo llevara, que se quedara con él.
—Con él y con lo que tiene dentro —intentó recordar Elena.
—Eso es.
—¿Dentro de dónde? —se preguntó.
—Del cuadro.
Se acercó al lienzo. Lo descolgó y lo puso sobre la cama. Miró la pintura, comprobó el reverso de la tela, observó el marco: una madera tallada con forma de columnas salomónicas que se enredaban cubiertas de hojas. Lo golpeó por detrás con los nudillos y comprobó los ensamblajes. No tenía clavos. Los listones del marco encajaban mediante ángulos y escuadras recortados al milímetro. Intentó desmontar algún lateral, pero aquellas molduras estaban perfectamente ensambladas. Descubrió entonces que uno de los ángulos inferiores tenía un empalme distinto a los demás. Manipuló las piezas, empujó un larguero, oyó el roce de la madera, presionó con más fuerza y vio cómo se desencajaba un listón. Los dos se miraron, expectantes. Al retirar Elena una tabla del interior, quedó al descubierto una pequeña oquedad labrada en la madera. Allí, perfectamente empotrado y escondido, estaba el medallón.