VI

El hombre salió por una de las puertas de servicio del Palacio Real.

—¡Ahí está! —dijo uno de los investigadores al que estaba sentado al volante, señalándolo con un movimiento de la cabeza.

Los dos inspectores de policía estaban dentro de un coche aparcado discretamente junto a otros, para que pasara desapercibido. Siguieron con la mirada al hombre que acababa de cruzar la calle Bailén hacia la plaza de Oriente, tratando de memorizar cada uno de los rasgos que podían identificarlo. Era de aspecto corpulento. Vestía una pelliza de cuero de color marrón y alrededor del cuello llevaba una bufanda de cuadros escoceses. Hacía frío y se protegía las manos con unos guantes de piel. Caminaba aprisa, a grandes zancadas, como si quisiera desaparecer cuanto antes para no ser visto. Cuando abrió la puerta del coche que había dejado aparcado junto a la acera unas horas antes, uno de los agentes ordenó a su compañero:

—Arranca. Vamos tras él.

Enfilaron en dirección a la plaza de España y enseguida se colocaron detrás del Fiat blanco que tenían que seguir. El vehículo giró hacia la derecha y ellos hicieron lo mismo. La Gran Vía estaba atascada a esas horas del atardecer en que coincidía el final de la jornada de trabajo de la mayoría de las oficinas instaladas en esa calle. Las aceras estaban repletas de gente y a la entrada de alguno de los cines se veían filas de las personas que estaban esperando frente a la taquilla. En el primer semáforo se interpuso entre ellos un coche que salía del aparcamiento.

—No lo perdamos —advirtió el copiloto.

Cuando llegaron al paseo de Recoletos, el Fiat se colocó en el carril de la izquierda y aceleró de una manera excesiva.

—Ojo, que no sospeche —le recomendó al conductor, al ver que seguían de cerca al coche y cambiaban de carril detrás de él.

—Vamos bien, no hay problema —lo tranquilizó el conductor.

El sol rojizo del atardecer reverberaba mortecino en las fachadas de cristal de la Castellana. El agente que conducía el coche no podía apreciar los arcoíris de colores que se formaban en los modernos edificios del paseo. Sólo iba pendiente del vehículo blanco que circulaba unos metros por delante y de la alternancia de rojos y verdes de los semáforos, para evitar perder el contacto con él en alguna parada inoportuna.

En la plaza de Castilla dobló hacia la derecha. Aceleró, como si quisiera evitar que lo siguieran o como si llegara tarde a su destino. Cruzó la M-30 y entró en el barrio de Hortaleza. Siguió el recorrido hasta unas calles laterales del barrio, y los dos inspectores vieron que se detenía frente a la puerta metálica de un garaje. El hombre del gabán de piel accionó un mando a distancia, se abrió la puerta y el coche desapareció en el interior.

—Ya ha llegado —comentó el agente que estaba al volante.

—Sigue y da la vuelta a la manzana —le indicó el otro.

El coche de seguimiento rebasó la puerta por la que había desaparecido el Fiat blanco, giró al final y volvió al mismo sitio, para aparcar discretamente en la esquina, al principio de la calle, en una zona limítrofe entre el fragor del tráfico de la M-30 y aquel barrio periférico de la ciudad.

Elena se dirigió a la habitación que había sido el cuarto privado del último rey que vivió en el Palacio Real. A Héctor le preocupaba que el robo estuviera relacionado de alguna manera con la situación política inmediata, que detrás de todo hubiera alguna intención más grave que el robo de una joya. Eso es lo que le había dicho.

Así que ella no podía dejar de considerar que el último monarca que habitó el palacio, Alfonso XIII, y su esposa, la reina Victoria Eugenia, habían tenido que salir de allí precipitadamente para marcharse al exilio.

Elena entró en el dormitorio de la reina y se detuvo frente al lecho real. La cama estaba coronada con un dosel imperial en forma de cúpula que llegaba hasta el techo, decorado en blanco y oro, con hermosos cortinajes recogidos a los lados. En el cielo abovedado de la habitación, un grupo de sátiros contemplaban lascivos a unas hermosas nereidas, mientras cupidos desnudos jugaban a tapar y descubrir el escudo borbónico de la flor de lis con un velo que parecía querer ocultar la orgía de los dioses rodeados de ninfas.

Recordó Elena que el rey Alfonso XIII era un reconocido galán. Para sus correrías amorosas utilizaba los servicios del conde de Romanones, como otros antes lo habían hecho con Jerónimo Villanueva o el conde-duque de Olivares. A Romanones le encargó que rodara unas películas pornográficas en el barrio chino de Barcelona. Y también era a él a quien le encomendaba que preparase los encuentros con sus amantes. Tuvo siete hijos legítimos, y al menos, tres bastardos conocidos; dos de ellos con una famosa actriz.

Elena notó que aquel dormitorio de la reina tenía un seductor ambiente lujurioso: las ninfas y sátiros del techo, el tacto de la seda en la cama real, el brillo de satén de las paredes, el blanco luminoso de las telas ... Se percibía un aire de lujosa intimidad en torno al lecho, que se ofrecía mullido en medio de la habitación. Todo parecía preparado para seducir, y no le habría extrañado, si hubiera levantado la colcha, que aparecieran entre las sábanas las enaguas carmesíes de una reina, unas medias de seda o un corpiño.

Elena contempló la alfombra y se fijó en la corona que estaba bordada en el centro. ¿Cuántas reinas habrían pisado con sus menudos pies descalzos aquel mismo punto en el que estaba ella? ¿Cuántas habrían corrido desnudas a acurrucarse entre las sábanas de la cama para evitar el frío de las noches de invierno, buscando el calor de otros brazos?

Sobre las mesillas de noche había portarretratos con fotos de la familia real. De esa habitación había partido la última reina que vivió en el palacio, al día siguiente de proclamarse la segunda República. De eso hacía precisamente cincuenta años: una fecha emblemática. Algún grupo podía estar tramando algo contra la monarquía con motivo de ese aniversario. Era un momento clave, desde luego, para realizar una acción sorpresiva en el Palacio Real. Podía ser... Ése era, en realidad, el verdadero temor de Héctor. Pero ella no pensaba que algo así pudiera estar relacionado con el robo de una joya del tesoro real.

Sin embargo, ahí estaba: recorriendo los salones privados del último rey que un día se había visto obligado a dejar aprisa esas habitaciones para marchar al exilio, si no quería perder al mismo tiempo la hacienda y la vida. Primero salió él, en coche, hacia el sur. Al día siguiente, la reina, en tren, hacia el norte. Después de cincuenta años de aquella huida, todo estaba igual que entonces: la cama preparada, las fotos familiares sobre las cómodas de marquetería, y el teléfono sobre la mesilla, dispuesto a sonar en cualquier momento para llamar a la reina.

Su misión en este caso, volvió a recordar Elena, era llegar a describir con exactitud la pieza desaparecida y averiguar si había algún motivo que pudiera explicar por qué se había robado precisamente ese medallón. Conocer esos datos podría ayudar a la investigación y apuntar algún indicio sobre los sospechosos. Por eso, a pesar del escepticismo de Héctor, estaba convencida de que era preciso seguir el rastro de esa pieza de oro y el de las personas que la tuvieron. Caminar por los salones del Palacio la ayudaba a reconstruir la historia; y ella sabía que el pasado siempre vuelve, que la historia es sólo una repetición de pasiones: ambiciones, hijos bastardos, símbolos que expresan el poder y que algunos codician hasta el punto de robarlos y matar por ellos.

Elena se fue a la puerta de ese cuarto privado de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia, para mirarlo como ellos lo habrían contemplado la última vez, antes de abandonar el dormitorio, el palacio, la ciudad, el país en donde habían vivido hasta entonces y al que el rey no volvería nunca más.

De esas mismas estancias había partido también al exilio Olivares, quien lució durante años el medallón que le otorgaba todo el poder del rey. «La historia siempre se repite», pensó Elena.

Cuando el conde-duque de Olivares es desterrado a Loeches, el Consejo y la nobleza siguen presionando al rey para que sea más severo; y éste, al final, claudica. Es invierno y desde la sierra de Guadarrama el viento helado sopla sobre Madrid y se cuela por sus callejas: mal tiempo para salir a los caminos embarrados esos días de nieve. Pero Olivares recibe la orden imperiosa de que debe abandonar inmediatamente el pueblo de Loeches y marcharse más lejos: hasta Toro.

Cumpliendo el mandato inexorable del rey, Olivares tiene que partir sin demora de ese pueblo situado en las cercanías de Madrid. El frío es intenso: se ha adelantado el invierno y la nieve cubre a trechos las estribaciones de la sierra de Guadalajara. En las laderas sombreadas y desprotegidas de la aldea, el viento hiela las raquíticas plantas que aguantan temblando el azote de la ventisca. Encorvado junto a la ventana, el conde-duque mira los campos áridos a los pies de las casas del pueblo, los terrones resecos, los caminos solitarios, y se arrebuja con un mantón para protegerse un poco del viento invernal que llega de la sierra. «En dos días partiremos hacia Toro», se dice resuelto.

Cuando se lo comunica al capellán, éste le advierte:

—El temporal se ha aferrado a las cimas de la montaña. El frío se ha instalado en los campos nevados. Es mal momento para andar por los caminos de la sierra. Será difícil cruzar Guadarrama.

Al día siguiente él mismo manda que preparen los carruajes y comprueba que no falte nada para el camino, yendo torpemente de un lado a otro, cojeando.

—Partiremos al poco de amanecer —ordena tajante, como si quisiera disimular su marcha aprovechando la clandestinidad de las primeras horas—. Partiremos con la salida del sol.

Pero por la mañana no se ve el sol. Apenas una brumosa luz ilumina el alba cuando los criados disponen los caballos en la puerta del convento. Una espesa capa de nubes cubre el cielo plomizo.

Las herraduras de los animales chirrían al resbalar en las piedras de la calzada. Los golpes de los cascos en los adoquines es el único ruido que se oye en la aldea a esas horas tan tempranas, mientras los criados preparan todo con prisa y en silencio: ajustan los aperos, cargan las últimas provisiones y esperan a que el conde dé la orden de partida.

Los primeros tramos de la marcha transcurren por caminos fangosos, en los que a veces se atascan las ruedas de los carros. Se tambalean las carrozas y, en el interior, los cuerpos de las mujeres que viajan para asistir al valido son zarandeados de un lado al otro. Un poco asustadas, oyen los gritos e improperios de los cocheros dirigidos a las cabalgaduras.

En las primeras estribaciones de la sierra el frío se hace más intenso. Los criados sacan mantas, que extienden sobre los lomos de las cabalgaduras. Ellos se atan bien las pellizas y los cueros, protegiéndose la cara contra el viento, que corta la piel como una cuchilla. El capellán se congela sobre una mula joven que rebufa y se afana en subir la cuesta del camino, balanceando con rabia el cuello y las crines. Un paje sentado en el pescante de la carroza tiembla de frío y comienza a castañetearle la dentadura. Es apenas un adolescente. Han empezado a caer unos copos de nieve dispersos, tímidos, deslavazados. La comitiva ha llegado donde la nieve caída los días pasados cubre ya el sendero, los ribazos y las ramas lánguidas de los pinos.

—Hace tanto frío que no puede nevar —se queja el cochero al paje.

Chasquea el látigo en el aire, grita una maldición y patalea en el estribo, para aliviar un poco los pies helados. Es entonces, al mirar al muchacho, cuando lo ve aterido, encogido en su jubón, silencioso, temblando. Se asusta tanto que detiene la carroza.

—¿Qué pasa? —pregunta el capellán, que se acerca baldado de frío.

—Vergara se congela —le responde con cara de susto el cochero.

El capellán va hasta el carruaje del conde-duque, retira la cortina y se asoma a la ventana.

—Señor, el niño Vergara está aterido —le informa.

Y el valido, sentado en el carruaje almidonado, con varias mantas extendidas sobre las piernas y el medallón de oro colgado en el pecho, ordena sin inmutarse:

—Que le den más ropa. Que lo abriguen bien.

El capellán cierra la cortina, va hacia el carromato más cercano, abre el primer baúl que encuentra y saca un paño recio, que es prenda femenina, de alguna de las damas que acompañan a la comitiva. Luego espolea la mula y vuelve junto al paje. Es apenas un niño. Está encogido y tiembla.

—Toma, hijo, ponte esto —le dice, mientras él mismo lo envuelve con la prenda como si fuera una manta.

El muchacho levanta un poco la cabeza inclinada contra el pecho y el capellán se fija en sus ojos apagados. Tiene la cara pálida y el rostro tan blanco y rígido como si estuviera en la antesala de la muerte.

El deán pica la mula y tira de las riendas para que vuelva atrás. Se acerca de nuevo a la carroza del conde-duque.

—Señor —le dice con sobresalto—, el niño está helado. No aguantará el camino.

Él se encoge de hombros, como si aquello no mereciera arreglo ni compasión. Una mujer que viaja como criada del conde en otro de los carromatos se ajusta bien el manto, abre la puerta de su coche y va hacia el carro donde está el paje. A sus pies, la nieve cruje aplastándose helada al paso de las botas de cuero. La mujer se apoya en el estribo y sube al pescante donde está Vergara.

—¿Cómo estás, hijo? —le pregunta.

Y él ni se mueve, ni contesta, ni levanta la cabeza, ni la mira siquiera. Asustada, le frota los brazos, le pasa la mano con fuerza por la espalda y lo aprieta contra sí para darle un poco de calor. Lo rodea con sus brazos y siente que es como un pajarillo helado, tembloroso y muerto de frío. Al abrazarlo ha sentido en las mejillas el rostro de mármol de ese niño de hielo que parece habitar ya el otro mundo.

—Se morirá de frío —dice asustada—. Llevadlo adentro de mi coche, abrigadlo bien y que alguien le frote las manos y los pies para que no se congele.

—El camino es largo y, cuanto más subamos la montaña, estará peor —le comenta el fraile al conde-duque, que ni siquiera se ha bajado de la carroza para ver al niño.

Olivares mira entonces hacia arriba, a la sierra lejana, al cielo gris y encapotado, a los ribazos de nieve junto al camino. Sopla el viento helado y todo está envuelto en un silencio amenazador. No se oye ningún animal. No parece haber vida en ese paraje donde sólo se mueven las ramas fantasmales de los pinos cubiertas de nieve.

—Decid a todos que den la vuelta y que busquen el camino de El Escorial. Hoy dormiremos en el monasterio.

El capellán da media vuelta y susurra entre dientes, tiritando de frío:

—Si no morimos antes.

Se acerca al cochero, que le comenta malhumorado:

—No es tiempo para andar como lobos hambrientos por la sierra.

—Ya lo avisé —dice él, sin mirarlo siquiera—; pero todos parecen estar locos en estos días de desdichas.