IV

Cuando volví a Londres, Lucía se ofreció para ir a recogerme al aeropuerto. La convencí de que era mejor que yo fuera en metro hasta mi casa y después nos encontráramos en Lamb and Flag, después de que ella terminara su trabajo. Ella había insistido: quería abrazarme en cuanto llegara. Y yo volví a argumentar que no merecía la pena: nos veríamos inmediatamente; ¿para qué iba a perder entonces toda la tarde en esperas y tal vez retrasos imprevistos? Luego, en cuanto llegué al aeropuerto, y mientras recorría los pasillos interminables, sentí el vacío de su ausencia. En esas contradicciones me sorprendía yo a veces durante aquellos días indecisos. Fue para mí un tiempo de dudas, en el que me debatía entre la necesidad de abandono y el desengaño. No había aprendido a confiar y arrastraba como una rémora un pasado de decepción.

Llegué al pub casi media hora antes y la esperé con ansiedad, sentado en la primera mesa, junto a la cristalera. En la calle hacía el frío húmedo de los primeros días del otoño. La vi llegar por la acera de enfrente, andando con el brío que siempre me atrajo de ella. Vestía pantalón vaquero y una chaqueta estilo americano, de color teja. Entró sonriente, me saludó entusiasmada, me abrazó y estuvo así un rato, pegada su cara con la mía. Después nos sentamos y ella me habló de lo que había hecho aquellos días sin mí.

—¿Cómo te fue en Bellas Artes? —me preguntó enseguida.

—Nada definitivo —le dije—. Están haciendo un nuevo plan de estudios. Ya sabes cómo son esas cosas: todo reuniones.

—Pero ¿qué te dijeron? ¿Contarán contigo? —preguntó de nuevo, con ansiedad.

—No lo sé. De momento me dieron largas.

Percibí en el rostro de Lucía una sensación de alivio. Ella prefería que no me fuera a Madrid, pero estaba dejándome hacer lo que yo decidiera. Yo todavía no había decidido nada, porque estaba dudoso, como quien se detiene en un cruce de caminos a considerar en qué dirección será más acertado seguir andando. Lucía era una de esas direcciones, pero yo entonces estaba confuso.

—¿Y de Velázquez? ¿Qué has averiguado de la mujer del cuadro? —cambió de tema.

—Poca cosa —comenté escéptico.

—No te desanimes —dijo ella, mientras me cogía una mano entre las suyas—. No es la primera vez que ha aparecido una copia perdida de un cuadro de Velázquez. ¿Te acuerdas de uno de los primeros que pintó, que se titula algo así como Cena de Emaús?

—No, no lo recuerdo.

—Es un cuadro con objetos de bodegón y una criada mulata en el centro: el típico bodegón de la pintura sevillana del siglo XVII. Pues de ese cuadro apareció hace unos años una copia que no se conocía.

—¡Como ha ocurrido con el cuadro de Turner! —me animé—. ¿Y dónde estaba?

—En Ámsterdam. Tenía unas pinceladas negras que formaban un recuadro en el ángulo superior, a la izquierda... Pues adivina lo que pasó cuando las limpiaron.

—Se estropeó el lienzo —aventuré.

—No, qué va... Apareció ahí una escena que alguien había tapado con las pinceladas oscuras.

—¿Una escena de qué?

—De los discípulos de Emaús.

—No la conozco —admití.

—Pues esa escena, que estaba en un pequeño recuadro, había sido borrada.

—¿Por qué motivo?

—Ahí está la clave —dijo Lucía, que conocía bien la pintura del barroco—. Las pinturas de tema religioso debían ajustarse a unas normas muy estrictas. Francisco Pacheco, que fue maestro de taller de Velázquez y luego su suegro, era familiar de la Inquisición: una de las personas que se ofrecían para ayudar a la Inquisición en algunas tareas. Escribió un tratado que tituló El arte de la pintura, que entre otras cosas recoge un compendio de criterios teológicos y morales aplicados al dibujo. En ese libro detalló desde los clavos con los que debe pintarse a Cristo crucificado hasta los emblemas que han de representarse en cuadros de la Virgen, posturas y gestos de los santos...

—Un listado de normas estrictas en plena Contrarreforma y en un momento de gran actividad de la Inquisición —comenté.

—Así es. Y en ese ambiente, la representación de una escena bíblica reducida a un esbozo diminuto, como en el cuadro de Velázquez, no era conforme con el criterio eclesiástico. Relegar a Cristo a una esquina del cuadro, casi imperceptible y mal ejecutado, ensombrecido por una exuberancia de ajos, platos, lozas y jarros de vino en primer plano no era del agrado del Santo Oficio. ¿Habría sido tolerado ese lienzo según las normas más canónicas?

—Probablemente, no —contesté.

—El que su suegro trabajara para la Inquisición en Sevilla podría ser una explicación de que nada se le reprendiese a Velázquez, el recuadro quedara borrado, se convirtiera en un simple bodegón y no fuera la cosa a más.

—De hecho Velázquez realizó muy pocos cuadros de motivos religiosos —confirmé—; y casi ninguno después de abandonar Sevilla.

—Claro. Y en ese contexto, un cuadro con una mujer desnuda ¿pudo crearle problemas a Velázquez alguna vez? A lo mejor tuvo que ocultarlo por motivos morales en alguna ocasión.

—Cierto —asentí—. Y pudo haber una copia escondida...

—Eso es lo que tienes que averiguar: si hay en algún archivo un documento que lo pruebe.

Quedamos en silencio. Lucía seguía apretando mi mano entre las suyas; y yo, así, me sentía bien. Pensaba entonces que el cuadro que tenía Turner podía ser una copia que había sido ocultada por razones religiosas, hasta que fue descubierta por azar.

—Ese mismo año —añadió Lucía— Velázquez pintó otro cuadro con la misma técnica, Cristo en casa de Marta y María, otro bodegón, pero esta vez con la escena bíblica reproducida en el lado derecho.

—El cuadro que le regaló a Juana antes de la boda —apunté.

—Eso es. En ese bodegón hay varios objetos. En el tiempo de Velázquez tuvieron que darle a cada uno un significado simbólico para justificar su interés moralizador. Asómbrate: sobre la mesa hay unos pimientos y unos ajos. Pues se dice que simbolizan las lágrimas que conlleva la búsqueda de la vida espiritual. ¿Qué te parece?

—Quizá no sea tan disparatado. A lo mejor tienen razón.

—Venga ya, hombre —dijo Lucía soltando una risotada. Bebió un sorbo de café, puso su mano sobre mi brazo, acercó un poco más su cara a la mía y me miró a los ojos—. ¿Pues sabes lo que te digo? —continuó—. Que yo me quedo con el misterio de las dos mujeres anónimas de ese cuadro. La más joven tiene las manos rudas y enrojecidas del duro trabajo diario. Esa joven que se esfuerza dedicando su vida a trabajar ha olvidado lo más importante. Y eso es lo que le recrimina la anciana sabia que tiene la frente arrugada de los años: «acuérdate —le dice—, te preocupas por muchas cosas, pero una sola es necesaria».

—Tú eres lo único necesario —le dije entonces, acercándome a ella. Y ella, mientras se acercaba también a darme un beso, me contestó:

—Tú lo que quieres es que te invite a mi casa —y luego, siguió mirándome a los ojos, con su cara muy cerca de la mía, y dijo—: Yo me quedo con el simbolismo de las habitaciones imaginarias de ese cuadro primerizo de Velázquez, en el que hay una cocina con un marco que nos lleva a otra habitación, en la que una puerta en la pared del fondo conduce a la negrura de otra estancia, abierta seguramente a otra sala con su ventana... Y así hasta el infinito. Porque eso es la vida: una sucesión de puertas y de continuas ventanas, habitaciones que nos llevan unas a otras, y tenemos que deambular por ellas y atrevernos a pasar de una a otra sala. Y en esos tránsitos, a veces hay que escoger y cerrar la puerta que dejamos para siempre y abandonarlo todo por lo único que es necesario.

Aquella noche, con Lucía entre las sábanas, después de haber acariciado su cuerpo desnudo, no dejaba de pensar en las palabras que me había dicho al oído, mientras salíamos abrazados del pub hacia su casa: «Hay un momento siempre en el que hay que decidir. La vida, Martín, está hecha de elecciones; y ése es su misterio.»