VI
Dorset es un paisaje de colinas y valles verdes. Los valles se extienden en praderas de hierba onduladas hasta el infinito. Más allá, los bosques proporcionan refugio a los venados, a zorros y a cervatillos que mordisquean las hojas tiernas de los árboles. Íbamos por una carretera que discurría entre campos y arboledas, en la que apenas unas nubes blancas y dispersas distraían el azul nítido del cielo.
Le había llamado a Lucía la noche anterior, después de repasar en mi apartamento las notas que había apuntado durante el análisis del lienzo de Turner.
—¿Sabes que Velázquez pintó dos veces el cuadro de Las meninas? —le dije.
—¿El mismo cuadro? —preguntó sorprendida.
—Sí, sí. Eso parece —le confirmé—. Y los dos se conservan: uno en Madrid, en el museo del Prado; y otro, en Dorset, en Kingston House.
Dorset está en el suroeste de Inglaterra, no muy lejos de Londres, así que pensé que tenía que ver aquel cuadro de Velázquez del que no tenía noticias hasta entonces y cuya existencia la había conocido leyendo una página de internet.
—Voy a ir a verlo —le dije.
—Yo te llevo —se ofreció ella inmediatamente.
Pasó a recogerme temprano con el coche y cruzamos durante el viaje campos y paisajes rurales, con pueblos que conservan todavía casas con el tejado de paja casi vertical para aguantar los aguaceros frecuentes en esa zona.
Durante el viaje oímos un disco de Chris Rea. «Me estoy dando cuenta de que eres mi verdadero amor», cantaba, mientras cruzábamos aquellos campos moteados de setos y de magnolios. Lucía quiso llevarme primero a Stonehenge, porque está situado de camino y es un misterio de piedras prehistóricas.
—¿Cómo es posible que hace 5.000 años levantaran estos dólmenes? —comenté admirado—. Piedras que pesan toneladas extraídas en yacimientos lejanos, talladas con herramientas pobres y levantadas a pulso entre cientos de hombres...
—Adoraban al Sol —explicó Lucía—. A él le debían todo, así que levantaron para él este templo ritual... o monumento funerario o altar de adoradores o tumba o lo que sea.
—Parece imposible, ¿verdad?
—Sí, pero a veces la vida exige hacer cosas que parecen imposibles.
Kingston House es un palacio construido en el siglo XVII por la familia Bankes, de estilo italianizante, con tres pisos y amplios ventanales. Alrededor de la casa se extienden los jardines, con praderas de hierba y cuatro obeliscos que transportó desde Egipto uno de sus propietarios, John Bankes, que vivió en el siglo XIX y fue un hombre viajero, excéntrico, amigo de lord Byron, coleccionista de obras de arte. Allí amontonó una colección de cuadros de Rubens, de Tiziano, de Van Dyck; y objetos egipcios llevados de sus viajes por el Nilo; y lo más importante: una nutrida colección de cuadros sacados de España durante las guerras que mantuvieron a lo largo del siglo España e Inglaterra. Algo así es lo que decía el catálogo informativo que nos proporcionaron en la entrada. Pero a nosotros sólo nos interesaba una cosa: ver la copia de Las meninas; y allí fue adonde nos dirigimos inmediatamente.
—Es una reproducción exacta del cuadro que está en Madrid, pero reducido a la mitad —le comenté a Lucía, delante del lienzo.
—Más o menos. Aquí indica las medidas —contestó señalando el catálogo—: 142 x 122 cm.
—La verdad es que parece pintado con la misma técnica y tiene el aspecto de cualquiera de los cuadros de Velázquez.
—¿Y por qué razón lo haría? —preguntó, volviéndose hacia mí.
—Pudo ser un boceto previo al del museo del Prado, pero eso tiene escasa justificación, porque los dos son idénticos. En un boceto siempre hay elementos que después se cambian.
—Luego es una copia posterior.
—Eso es lo más probable —concluí.
—¿Y por qué haría Velázquez una copia de este cuadro? —preguntó extrañada.
—Para su propio disfrute. Al fin y al cabo es el retrato que mejor lo encumbra dentro de la Corte. La princesa se acerca a su taller, los monarcas posan delante de él para que los retrate; y él está ahí, ejerciendo su oficio en el palacio, rodeado de toda la familia real.
—Fíjate que los reyes aquí no se ven en el espejo —me indicó Lucía.
—Es por el tamaño más reducido del cuadro... Pero lo importante para mí es que hay dos versiones de esta pintura —afirmé con seguridad—. Y que hasta ahora ésta no se conocía.
—¿No se conocía? —preguntó, más sorprendida aún.
—Bueno, este cuadro sí se conocía, pero no se atribuía a Velázquez; se pensaba que era una copia hecha por Juan Bautista Martínez del Mazo, su yerno, que estaba casado con una de las hijas de Velázquez. El conservador jefe del Prado, analizó los dos cuadros y concluyó que éste es también de Velázquez.
—Algo parecido pudo pasar con La Venus del espejo —me animó Lucía, mientras cruzaba su brazo por mi espalda, abrazándome la cintura.
—¿Por qué no? —asentí—. Para llegar a esa conclusión, se hizo una documentación histórica de este cuadro, que es lo que yo tengo que hacer con La Venus.
Le pedí el catálogo del museo, rebusqué entre las páginas y le comenté:
—Aquí dice que se encontró un documento en el que se afirma que el cuadro estuvo en casa de Jovellanos: luego ya existía en el siglo XVIII. Y antes, está citado en el inventario de los bienes del marqués del Carpio, que se hizo en 1668. Por lo tanto, el cuadro lo tuvo Velázquez hasta que por algún motivo que se desconoce pasó a ser propiedad del marqués cuando murió el pintor. Durante más de un siglo se perdió su pista, hasta que volvió a aparecer en la casa de Jovellanos, a quien se lo compró John Bankes, que lo trajo aquí. Así de sencillo.
—¿Y si algo parecido hubiera pasado con La Venus? —insistió Lucía.
—Pues asómbrate —le dije—: ¿sabes qué cuadro se cita también en el inventario de los bienes del marqués del Carpio?
— ¿Cuál?
—¡La Venus del espejo! Y parece que La Venus tuvo una historia semejante a la de estas Meninas, antes de acabar en la National Gallery.
Comimos en un restaurante de la ciudad, con rapidez, porque Lucía quería que fuéramos hasta la costa, para acercarnos a algunos de los impresionantes acantilados de la zona que detienen allí los fuertes embates del mar.
En la costa soplaba el viento frío del atardecer y le revolvía la melena a Lucía, cuando estaba de pie, al borde del cortado de piedra. Lucía era alta, de piel morena y pelo negro, con unos ojos grandes y llenos de vida. Cruzó los brazos sobre el pecho y se acercó gesticulando frío, para que la abrazara por detrás y la protegiese del viento. Así estuvimos un rato, en silencio los dos, mirando las aguas hasta el horizonte, al pie de la garganta de rocas que se bañan en el mar. Caminamos luego, siguiendo el recorrido del acantilado.
—Estoy bien contigo —dijo ella—. Me gustaría que pudiésemos estar más tiempo así.
—Ya lo estamos.
—Sabes a lo que me refiero —añadió, seria—. Podríamos vivir juntos.
—De acuerdo. ¿Y luego qué?
—Luego buscaríamos la manera de seguir estando juntos.
—Tú estarás pronto en Roma... Tienes un trabajo estupendo. Y no es fácil que yo pueda ir a trabajar a Roma —le dije, justificándome.
—Porque no has hecho nada por intentarlo. Creo que ni siquiera te lo planteas.
—Es que no es tan sencillo. Además... —añadí como excusa—, yo no sé italiano.
—El italiano es fácil. Lo difícil es saber qué importa más: qué es aquello que merece la pena.
—Tú me importas, y lo sabes. Pero tenemos que ver la mejor manera de organizado todo. ¿Qué quieres que hagamos?
—No preocuparnos tanto de lo que pueda suceder mañana.
—¿Y qué se te ocurre?
—Que estamos bien juntos. Pues vivamos así.
—Pero pronto tendremos que dejar Londres —insistí.
Ella se detuvo y se volvió para mirarme a los ojos.
—No importa nada dejar una ciudad o lo que sea. Eso no vale nada a cambio de unos ojos que te miren cada día y te digan «sólo tú me importas. Tú vales más que todo».
Me abrazó la cintura y protegió su cara contra mi pecho, apretándose en él como el pajarillo que se acurruca buscando la tibieza del nido. El viento soplaba fuerte y agitaba con furia su melena negra. Crucé mi brazo por su espalda y puse la mano sobre su hombro, mientras con la otra trataba de sujetar su pelo revuelto, acariciándolo.
Lucía era lo único que me ligaba aún a aquellas tierras húmedas del norte, una vez que había fracasado en el trabajo de la galería de Turner con el que fui a Londres. Estar con ella no era un juego y había llegado la hora del compromiso o de la despedida. Pero cuando Lucía me obligaba a plantearme esta disyuntiva, me sentía incómodo. Había ido a Londres huyendo de un desengaño y buscando un tiempo de olvido. Tenía la sensación de que ese paréntesis se estaba acabando y que era el momento de empezar de nuevo. Tal vez en Madrid otra vez. ¿Y Lucía?
A lo lejos se divisaba un viejo faro sobre el acantilado. Pensé que no es fácil reconocer las señales que nos envía la vida y sortear los roquedos que amenazan bajo el agua el casco de nuestra embarcación.
—Navegar por estas costas no debió de ser nada fácil en otros tiempos —comenté, buscando hablar de otro tema.
—Ni ahora tampoco —dijo ella—. Para navegar siempre hay que correr algún riesgo. El mar es arriesgado; la vida es arriesgada. ¿Y qué importa?
Sentí un escalofrío por el viento helado del atardecer. Pasé el otro brazo por la espalda de Lucía y la agarré del hombro para apretarla más junto a mí. Cerca resonó el chillido de una pareja de gaviotas que volaban zarandeadas por el viento.
La vuelta en el coche fue silenciosa y algo tensa. Ella conducía con una expresión taciturna y contrariada. Yo miraba inquieto por la ventanilla, sintiéndome culpable. El cielo se apagaba como una brasa cubierta de cenizas y los campos se oscurecían ensombrecidos.
Quise buscar un tema que nos ayudara un poco:
—Pensaba que la obra de Velázquez estaba absolutamente controlada —comenté.
Ella guardó silencio, hasta que al fin dijo sin demasiado interés:
—La obra de Velázquez está siendo revisada continuamente. Como la de otros pintores de su tiempo. Recientemente han aparecido algunas obras desconocidas, y no es extraño que aún se descubra algún cuadro que no se sabía que era de él. Una Venus del espejo, por ejemplo —comentó sin ganas.
Las luces del atardecer hacían el paisaje mucho más difuso. Los campos iban adquiriendo un tono ocre y las nubes grises en la lejanía se extendían deshilachadas y enrojecidas por el sol que empezaba a esconderse detrás de las lomas.
«Todo el mundo siente alguna vez las ráfagas del viento», decía la canción de Paul Simon que sonaba en la radio.
«Bajando la corriente del río de la vida», cantaba a continuación.
Lucía seguía seria. Yo me concentré en entender la letra.
«Perderse por amor es como abrir una ventana», seguía Simon.
Lucía y yo sólo escuchábamos su voz, en silencio, cada uno encerrado en sus propias dudas.
«A veces, cuando estoy volando, desciendo. El viento sopla. Todo el mundo nota alguna vez su azote.»
Terminó el disco y se hizo el silencio absoluto. Lucía susurró en voz baja las últimas palabras de la canción:
—No hay obligación y lo hacemos. Eso es el amor.
Yo pregunté:
—¿Tú crees que habrá muchas copias de los cuadros de Velázquez?
Y no me di cuenta de lo inoportuno que había sido hasta que miré la cara seria de Lucía.
Cuando abrí el correo al día siguiente, me encontré un mensaje de Lucía: «Abre el archivo y verás si hay copias de los cuadros de Velázquez», decía. El archivo estaba sacado de la página de internet de una Asociación de Amigos del Arte o del Patronato de un Museo o de algo así, porque no lo recuerdo con exactitud. Resumía la conferencia que había impartido en los locales de la Asociación uno de sus miembros, Genaro de Mendoza. El archivo iba acompañado por numerosas ilustraciones de los cuadros que citaba. Probablemente aún esté colgado el texto en internet, a disposición de quien quiera leerlo.
Lo imprimí íntegro y lo guardé en la carpeta en la que había hecho las primeras anotaciones sobre el cuadro de Turner. Ahora lo tengo ante mí, con el texto mal formateado, con unas ilustraciones maquetadas torpemente, pero con una erudición de datos realmente útiles. No reproduce todo el contenido de la exposición, sino un extracto de lo que en ella se dijo, porque empieza así:
Pondré como ejemplo una de las primeras obras que pintó Velázquez, en Sevilla, cuando era un joven de veinte años: La madre Jerónima de la Fuente. De este cuadro existen tres versiones casi idénticas; dos pueden verse en Madrid; la tercera está en Inglaterra, en una colección particular.
Jerónima de la Fuente era franciscana, abadesa del convento de Santa Isabel de los Reyes en Toledo. Fue designada por el Consejo de Indias para poner en marcha el primer convento de clausura en Filipinas cuando tenía sesenta y seis años. Velázquez no había cumplido veintiún años, y debió de sentirse profundamente impresionado por el carácter de aquella mujer que emprendió ya anciana un largo viaje hasta Filipinas, en aquellos años en los que había poca longevidad y muchos motivos para morirse. En el lienzo sujeta con la mano derecha un crucifijo, con tal fuerza en las manos y con tal gesto de firmeza, que parece que blandiera una espada. Las dos copias que se conservan en Madrid son idénticas. Ambas se colgaron en el convento de Santa Isabel y allí se fueron deteriorando hasta ser trasladadas a los museos.
Bueno, pues los tres cuadros que representan a esta mujer no han salido a la luz hasta el siglo XX. El primero se expuso al público por primera vez en 1927. Del otro no se habló hasta 1945, prácticamente hace cuatro días. En el primero, la firma y fecha son verdaderas; pero en el segundo, no, porque están escritas encima del barniz. O sea, que alguien se preocupó de añadir por su cuenta una rúbrica cuando el cuadro estaba ya pintado. El de Inglaterra permaneció desconocido hasta 1936. Es más pequeño: un retrato de medio cuerpo; pero el cuadro también está firmado por Velázquez. Sin duda fue concebido de cuerpo entero y cortado después.
El texto se interrumpe en este punto, añade la reproducción de los cuadros de la madre Jerónima y vuelve a retomar el discurso, pero suprimiendo algunos aspectos de la conferencia de Genaro de Mendoza, porque continúa de esta manera:
Ya he dicho anteriormente que del primer retrato que el pintor hizo a Felipe IV, en 1623, se conservan no una ni dos, sino hasta cuatro versiones en diferentes museos. En Dallas está el busto inicial. Pero ese busto fue repintado posteriormente, de manera que el cabello y buena parte del traje nada tienen que ver con el original; y hasta el fondo ha sido retocado.
Sobre ese modelo de busto, Velázquez pintó el retrato de cuerpo entero que se conserva en el Prado, que tampoco era inicialmente como lo vemos hoy, porque él mismo se encargó de hacer algunos retoques al lienzo años después, quitándole una gran cadena que le cruzaba el pecho con el toisón de oro, y estilizando la figura. ¿Por qué sabemos esto? Porque se conservan copias de cómo fue inicialmente ese retrato, realizadas en el taller del artista. Y no sólo una, sino dos. La primera está en el Metropolitan Museum de Nueva York; la segunda, en Boston. Y las dos están además retocadas posteriormente.
Velázquez, que era pintor de cámara, tenía como misión realizar los retratos oficiales del rey. Claro que luego las copias podían multiplicarse descontroladas si cualquier pintor ejercía de copista. Y así pudo haber ocurrido en alguna ocasión, porque se conserva un documento de 1633 por el que se les encarga a Velázquez y a Carducho que revisen treinta y siete retratos que se han requisado en talleres de varios pintores, en tiendas y en la misma calle, para ver si tienen las condiciones de parecido físico y decencia en el vestido que se exige a un retrato real. Veintinueve se destruyeron; y sólo ocho les parecieron que no afeaban el original. Como hoy conocemos bien el rostro poco agraciado del monarca, imagínense cómo sería la cara de los veintinueve retratos que condenaron al fuego.
Los retratos de Felipe IV que el artículo reproduce a continuación parecen copias repetidas, por su similitud; pero al pie de cada uno se especifica una procedencia distinta: Leningrado, Viena, Nueva York, Boston, Madrid.
Son bastantes las obras de Velázquez de las que se conocen varias versiones. Era frecuente que de los retratos se realizaran bocetos de taller que eran utilizados como modelos para cuadros posteriores. La infanta María Teresa fue durante unos años codiciada por las cortes europeas; y retratos suyos eran reclamados por príncipes, herederos y nobles. Velázquez pintó el primer retrato de la infanta cuando ésta tenía diez años. Se conserva en el Metropolitan Museum de Nueva York. Unos meses más tarde realizó otro similar, que se guarda en el mismo museo. ¿Por qué hace otro? En la coquetería femenina está la explicación. Y es que en ese tiempo la moda había cambiado: el pelo se moldeaba entonces como una peluca, trenzada laboriosamente, salpicada de lazos en forma de flores y de mariposas. Ese barroco acabado es el que luce María Teresa en los retratos que fueron enviados a partir de entonces a las cortes europeas. Por eso no servía el retrato anterior: porque la infanta tenía en él un peinado pasado de moda.
«No quiero cansar su atención, así que iré acabando», anuncia en un momento de su conferencia Genaro de Mendoza. Pero no debió de cumplir su palabra, porque el texto publicado muestra un corte sustancial, cuando empieza en el párrafo siguiente:
Ese verano de 1650 que les estoy contando, Velázquez pintó en Roma el retrato del papa Inocencio X. El cuadro se quedó en Roma y allí permanece actualmente. Pero él mismo hizo una copia para traerla a España. Ese retrato se conserva hoy en el museo Wellington de Londres. El general inglés se lo robó a los franceses en Vitoria, que a su vez lo habían robado a los españoles en Madrid.
Les contaré un caso curioso. En Ohio, en el museo de la ciudad de Toledo, se conserva el cuadro titulado El sentido del gusto. Con cara de bebedor, un hombre sonríe, mientras sostiene extendida una copa llena de vino en la mano izquierda. La otra mano la apoya en la cadera, y el conjunto tiene así un tono de invitación y de cómplice camaradería. Pues ese cuadro está también en el museo de Ruán, bautizado como Demócrito. Es una copia del anterior, sobre la que Velázquez hizo posteriormente algún cambio: eliminó la copa de vino de la mano del hombre, mediante un repinte. Velázquez convirtió así un borrachín en un filósofo. ¿Acaso son lo mismo? ¿O qué quiso decir Velázquez al hacerlo así?
Terminaré ya, no sin antes repetirles que son numerosos los cuadros de Velázquez de los que se conservan copias. Y no me resisto a citar en este punto La cena de Emaús, que está duplicada: en Blessington y en Chicago; y el retrato de su esclavo Juan de Pareja; y el del enano Diego de Acedo; y el ecuestre del conde-duque de Olivares; y el del príncipe Baltasar Carlos en traje de cazador; y La túnica de José, que se conserva en El Escorial y en una copia de una colección privada. Y así podríamos seguir si el tiempo y su paciencia nos lo permitieran.
Copiar era un proceder habitual en los pintores del siglo XVII. Algunos cuadros podían multiplicarse en versiones o en copias realizadas por el propio pintor o por ayudantes de su taller. En el arte, como en la vida, no todo es tan sencillo y absoluto como a veces se cuenta. A poco que se indaga, se descubren dudas del autor, variantes, retoques, atribuciones falsas, obras de escuela, cuadros que se pensaban de un autor y son en realidad de un ayudante. Y lienzos que han sido repintados, retocados, corregidos, restaurados, cortados, o que se les han añadido unos bordes laterales que no estuvieron en el original. ¿Y todo eso cuándo y por qué? En algunos casos se logra dar alguna explicación; en otros, no. ¿Quién nos dice que no pueden aparecer en estos años cuadros que estaban olvidados, ocultos o escondidos? ¿Lienzos que se desconociera hasta ahora su atribución a Velázquez? ¿Reproducciones que se creían copias y son en realidad obras del propio pintor? Podrían estar perdidas en algún desván, en los sótanos de un museo o colgadas en la pared de alguna lóbrega mansión nobiliaria. Al estudiar las copias que existen de los lienzos de Velázquez yo siempre me pregunto si habrá todavía algún cuadro perdido que un día aparezca por azar.