XXIV
Sé que Velázquez añoraba volver a Roma con Flaminia. Y lo sé porque he leído algunas cartas en las que manifiesta su deseo de viajar a aquella ciudad. E incluso el convencimiento de que ese viaje lo hará pronto. El doctor Verolo me envió desde Roma copia de una carta que escribió el pintor a Virgilio Malvezzi, que fue uno de sus mejores amigos en Italia. En ella se interesa Velázquez por un problema que tenía Malvezzi en los dedos de las manos y le pide de una manera enigmática que le envíe noticias sobre las personas queridas que dejó en la ciudad. Al final de la carta se despide prometiéndole que le anunciará cuándo ha de volver a Roma y está convencido de que será pronto, porque —añade— «espera veer le presto».
Pero pasa el tiempo y Velázquez se desespera porque no obtiene la respuesta que quería a sus pretensiones para viajar otra vez a Roma. Se lo comenta al rey en privado y éste le da largas. Busca motivos, tienta la pasión coleccionista del rey, aprovecha la oportunidad en cuanto conoce la partida de cualquier enviado de la Corte a Italia, inventa razones de urgencia. Pero todo es en vano. El tiempo pasa, la respuesta se va dilatando y el pintor se consume en una espera que parece no va a acabar nunca.
Yo comprendía aquellos días la ansiedad de Velázquez. Porque yo también pensaba en Lucía, debatiéndome sin criterio entre dejar la vida que tenía por ella o dejarla a ella y tal vez seguir añorándola desde la distancia. No había en este punto posturas intermedias. Y eso es lo jodido de la vida: que a veces te planta ante una bifurcación y te obliga a escoger un camino u otro que ya nunca volverán a encontrarse. Y así nos vamos construyendo. Así nos hacemos. A empujones.
Cuando estaba en medio de estas dudas, recibí una llamada inesperada de Madrid.
—No me hablaste de que estabas buscando trabajo en la ciudad —me reprocharon al otro lado del teléfono de forma cariñosa.
—¡Ángela! —exclamé sorprendido.
—Coincidí con el director de Pintura de Bellas Artes, y en la conversación salió tu nombre. Quiere que dirijas las exposiciones organizadas por la Facultad. Me dijo que espera tu respuesta... A mí me parece un trabajo muy interesante.
—A mí también —le confirmé.
—Pues dile que sí cuanto antes. Estas cosas a veces pueden torcerse.
—Lo sé. Pero antes necesito resolver algún asunto en Londres...
—O sea que te volverás a vivir a Madrid... —comentó animada—. ¡Qué buena noticia!
Percibí que Ángela se alegraba realmente de esa posibilidad. Pero ella no conocía las dudas que yo tenía entonces.
—¿Y tú cómo estás? —me interesé por ella.
—Estoy bien. Pero he estado mejor otras veces, ya lo sabes. Hacía tiempo que no sentía tanto la necesidad de tener a los amigos cerca. Echo en falta a gente cuyo trato he ido abandonando.
Yo comprendía bien ese sentimiento de Ángela, porque aquellos días era la necesidad en la que yo mismo me estaba debatiendo. Calló un momento y enseguida pronunció con un tono de voz cálido:
—Me acuerdo mucho de ti.
Al oír a Ángela volví a experimentar el antiguo afecto que sentía por ella. No podía ocultarlo: Ángela había sido la mujer que deseé en mis años jóvenes. Compartimos sentimientos, pero Gonzalo se cruzó entre nosotros antes de que esa complicidad se asentara.
—Me alegra mucho que vuelvas a Madrid —me confesó, dando por cierto mi retorno. Pero yo no podía engañarla.
—Aún no lo tengo decidido —la corregí.
—Pues yo espero que vengas pronto.
Hablamos largo rato y volví a apreciar la sintonía que había entre los dos.
Me sentía bien charlando con Ángela. Al final me recordó nuestro encuentro en su casa:
—Tenemos pendiente cenar juntos —me ofreció.
—Será lo primero que haga en cuanto vaya a Madrid —me comprometí.
Cuando nos despedimos, yo sentía en mi interior un hervidero de emociones. Y de dudas. Alterado, me distraje pensando que Velázquez no hablaba con Flaminia por teléfono; ni con el rey ni con los cardenales del Vaticano. Él escribía cartas, y gracias a eso sabemos qué hizo en cada momento y podemos reconstruir la memoria de aquellos años confusos. Sin embargo, de mis conversaciones y mensajes virtuales con Ángela y con Lucía tal vez no quede nada. O sólo el desconcierto de estas páginas que escribo con temblor.
Por las cartas que escribió sé que Velázquez quería volver a Roma. Cuando apenas llevaba dos años en Madrid, ya le había sugerido al rey su interés por emprender un nuevo viaje, para conocer mejor el trabajo de los maestros italianos, le dijo. Lo leí en un escrito del marqués de Malpica que encontré entre el listado de documentos de la época que se conservan en el Archivo Histórico Nacional. Y leí también la respuesta del monarca no autorizando ese viaje, «por la dilación de la vez anterior». Seguramente el rey tenía sospechas fundadas de que podía perder a su pintor de cámara si consentía que hiciera ese viaje. Por eso dilata la autorización. Y entretanto Velázquez se consume contemplando con nostalgia el paisaje de Villa Médicis que tiene colgado en su taller de trabajo en el Palacio Real. Le gustaría estar allí, como esas hojas de los árboles agitadas por la brisa, que tiemblan al mirar el cuerpo gozoso de la diosa tumbada en la peana de mármol.
Tengo encima de la mesa copia de una carta que escribió Boschini al embajador en Roma, contándole que Velázquez quería volver a esa ciudad «por motivos del corazón». Y así se lo confiesa el propio pintor a Camillo Massimi en la copia que tengo también sobre la mesa de la carta que le escribió, con esa letra pulcra, regular y ordenada que tenía Velázquez. Veo los trazos inclinados hacia la derecha, que indican voluntad firme y ambición, y me fijo en los bucles ensanchados y redondos de las letras, que expresan la afectividad que le movía. En las ondulaciones de esas letras revela Velázquez la pasión por la mujer que había dejado en Roma. Seguramente mientras escribía en esas cartas su deseo de emprender un nuevo viaje, el pintor tenía presente el recuerdo de aquel cuerpo, el olor de sus cabellos, el tacto suave de su piel, el impudor de la mano acariciando la pendiente de su cadera desnuda.
Velázquez conoció aquellos años el sabor agridulce de la nostalgia. Cuando caminaba por las estancias del Palacio Real hacia su taller, recordaba las mañanas luminosas de Roma en las que contemplaba con ella las imágenes del paraíso en el techo de la Capilla Sixtina. Veía el dedo de Dios dando vida al primer hombre, la belleza de la primera mujer, sentada bajo la sombra de un árbol en el edén y a los dos juntos en aquel jardín dichoso. Con la euforia del amor por Flaminia, él pensaba entonces que el mundo estaba bien hecho.
Así lo recordaría años después, perdido en la oscuridad de su taller. Sentía frío, encerrado solo entre aquellas paredes de piedra; pero era la nostalgia de la felicidad de Roma lo que le afligía a Velázquez mientras caminaba solo por las estancias en penumbra del Palacio Real. Aquellos días yo también me sentía entumecido por la niebla; pero era la nostalgia de la vida que había dejado en Madrid el sentimiento que me iba embargando cada vez más en la ciudad de Londres.
Extendí sobre la mesa todas las fotocopias que tenía de los documentos que hablaban del deseo de Velázquez por volver al lado de la mujer que había dejado en Italia. Quería conocer sus pensamientos mientras se debatía entre la vida que tenía en Madrid y una nueva vida con Flaminia en Roma. Yo pensaba en Velázquez, pero en realidad estaba pensando en mí.
Entre todos los documentos, volví a fijarme en aquel que me había enviado Carlo Verolo desde los archivos de Roma. Era un acta notarial en la que Velázquez daba autorización a Giacomo Acquaviva para hacerse cargo de «Antonii filii Naturalis dicti Didaci», Antonio, hijo natural del pintor.
La historia había sido así: al nacer el hijo de Flaminia y Velázquez, como hijo natural de una dama noble, se siguió con él la costumbre habitual en aquel tiempo: entregarlo a una nodriza para que lo amamantara. Sabemos sus nombres, porque constan en ese documento: ella se llamaba Marta y al niño le bautizaron Antonio. Transcurridos varios meses, la nodriza no quiso desprenderse del niño; por eso Velázquez autorizó que fuera ella la que adoptara a su hijo y le dio poderes a su marido Giacomo «per ricevere Antonio figliolo Naturale figliolo del Ill. D. Diego de Silva Velazques».
De ese hijo que Velázquez dejó en Roma no pude averiguar mucho más: ni cómo era ni qué vida llevó. Sólo, que murió siendo un niño inocente que no había cumplido los ocho años. ¿Lo añoraba Velázquez? Probablemente sí. No se desentendió de él, porque periódicamente enviaba a Roma pagos para su mantenimiento y el cuidado de su salud precaria. Aunque Velázquez no llegó a conocerlo, porque nació cuando él ya estaba en Madrid. Por eso se sirvió de su representante en Italia, Giovanni de Cordova, quien firmó el acta de adopción en su nombre.
Pero Velázquez a quien añoraba de verdad era a Flaminia. En los atardeceres melancólicos del otoño se retiraba al cuarto, rebuscaba las telas guardadas en el armario, sacaba el lienzo enrollado y lo extendía ante sus ojos. La luz del ventanuco hacía resplandecer las nalgas desnudas de Flaminia e iluminaba el hondón de su cintura en la que él se perdió tantas veces, ese abismo en el que no había conciencia ni pensamiento ni razón; sólo el gozo que le llevaba a recorrer lento la sutileza de su cadera, el pozo redondo del ombligo, la cercanía de ese punto misterioso que junta placer y vida.
La luz encendía el color sonrosado de su mejilla en el espejo y Velázquez recordaba el calor de ella en el arrebato de los encuentros, el arrobamiento de la pasión, el roce suave de sus cuerpos, la fuerza de sus manos en el abrazo a la espalda desnuda, la presión de sus muslos tensos, la disposición entregada de sus piernas abiertas. Miraba ese cuerpo con el deseo de aquello que se ha tenido y que se está perdiendo.
Pasó demasiado tiempo. Las peticiones de Velázquez para volver a Roma no tenían respuesta. Las gestiones para conseguir el hábito de Santiago que tanto deseaba le ataron varios años sin poderse mover de Madrid. La pasión no es eterna y la distancia separó a Velázquez de Flaminia cada vez más. Las separaciones pueden atajarse cuando empiezan, pero después el abismo se hace infranqueable: se agranda el distanciamiento, se paraliza el ánimo y se estancan las ganas de empezar otra vez desde donde se habían roto aquellos lazos cálidos del amor primero. Eso le ocurrió a Velázquez y eso me podía ocurrir a mí con Lucía. Si se enfría el amor y desaparece el deseo, el afecto se va congelando. La pasión queda a la intemperie y basta el soplo frío de un invierno para que todo se vuelva desapacible y desaparezca el calor, la caricia y la ternura. Con el tiempo, Flaminia fue para Velázquez una nostalgia: el recuerdo de un amor pasado. Y eso era La Venus del espejo.
Velázquez volvía a enrollar el lienzo, melancólico. Lo escondía de nuevo entre borradores, bocetos y pliegos inservibles. Cerraba el armario y caminaba por los pasillos lúgubres y laberínticos del palacio hacia su casa, perseguido por un indefinible desasosiego.