XXII

Los días de mi estancia en Roma los recuerdo con el gozo con el que evocamos en la memoria los tiempos felices. Descubrí datos reveladores sobre La Venus del espejo y conocí un poco más a aquella mujer tan hermosa que sedujo a Velázquez en los jardines de Villa Mediéis.

El doctor Carlo Verolo me envió transcrito un documento que se conserva en el Archivo del Estado de Roma. Es un acta notarial del 13 de noviembre de 1652, en la que se habla de «Antonio, figliolo Naturale del Ill. D. Diego de Silva Velázques». Antonio, el hijo romano de Velázquez y Flaminia: otro motivo más, pensé, para que el pintor se planteara quedarse en Roma.

En aquellos días confirmé lo a gusto que Lucía estaba en aquella ciudad. La luz mediterránea iluminaba su rostro, dándole una mayor vitalidad, reforzaba el brillo de sus ojos y mantenía la sonrisa en sus labios. Lucía era una mujer para vivir en una ciudad luminosa como Roma y no entre las nieblas húmedas de Londres.

Fueron aquéllos unos días gozosos, como si el descubrimiento de la pasión amorosa renacida en Velázquez nos hubiera encendido el lado más romántico de la relación que teníamos Lucía y yo; como si la historia de Flaminia, la Venus seductora del espejo, nos hubiera revelado el lenguaje apasionado del amor.

Pero la vida está hecha de contradicciones. El último día que estuve en la ciudad donde Velázquez fue feliz junto a Flaminia, y yo con Lucía, ella tuvo que ir inexcusablemente al museo. Se levantó temprano y yo me quedé solo en su apartamento. Aquella mañana quería andar por la ciudad sin un rumbo fijo. Pasear por las calles abigarradas y tortuosas del Trastevere; contemplar desde allí las cúpulas de sus iglesias que se alzan por encima de los tejados oscurecidos por el paso del tiempo; sentir la vida de aquel barrio que había sido el cobijo de las gentes modestas que trabajaban al amparo del río Tíber como descargadores, bodegueros, artesanos o mozos robustos que transportaban las mercancías que llegaban a través del río. Quería dejarme llevar por la indolencia. Sentir el aleteo de la ropa colgada en los balcones, sobre la calle. Oler los guisos de las cocinas humildes. Y oír las voces apasionadas de las mujeres en los portales. Luego, a primera hora de la tarde, me encontraría con Lucía, para pasar con ella el resto de las horas.

Ése era el plan, pero a veces la vida nos hace conocer historias que ignorábamos y que nos pueden llevar al desamparo. El conocimiento no siempre es bueno. En ocasiones es mejor la ignorancia, porque evita el dolor. Pero ahí está su engaño.

Busqué un plano de la ciudad que Lucía guardaba en alguna estantería. Indagué en el mueble del salón, pero no estaba. Abrí algunos cajones y no lo encontré. Hasta que en uno de ellos, al remover unos papeles apareció aquella fotografía. Lucía reía abiertamente junto a un joven que apoyaba su brazo en los hombros de ella e inclinaba su cabeza hacia él. El aspecto de Lucía era actual. Aquella fotografía no hacía mucho tiempo que había sido tomada. Detrás estaba escrito con letra firme: «Penso sempre a te.» Me quedé confuso, porque no esperaba encontrar nada semejante. ¿Qué significaba aquello?

La imagen de aquella fotografía acompañó mis pasos por la ciudad de Roma. El cielo estaba gris y hacía frío. No pude apreciar el jolgorio de vida que recordaba en otras ocasiones, mientras ascendía por las calles de aquella antigua colina. La gente iba ensimismada en sus afanes y sólo se saludaban con un seco «Ciao». O a mí, al menos, eso me pareció. Ni la armonía del palacio Farnesio, ni la calma aristocrática de la Piazza Navona, ni el recuerdo de que toda la historia de Occidente había pasado por aquellas calles por las que yo caminaba, nada de eso distrajo mi preocupación. Nada de eso me importaba entonces.

Decidí coger un autobús y llegar hasta el museo de Villa Borghese donde estaba Lucía. Por encima de los bosques de pinos y cipreses del parque observé el perfil noble de Villa Médicis, desde cuyas balconadas se asomaron Velázquez y Flaminia para contemplar los atardeceres dorados sobre la ciudad. En ello iba pensando cuando me llamó Lucía por teléfono y se sorprendió al escucharme que iba a buscarla.

—Espérame en el jardín de la entrada —me indicó—. Tardaré un poco.

Estuve esperándola en la puerta, hasta que la vi a lo lejos, al fondo del pasillo. Ella no se percató de mi presencia desde la distancia, pero yo sí vi cómo se despedía con un cálido abrazo de un hombre que tenía un perfil de cabellos rizados que me recordó al de la fotografía. Tal vez todo fuera un poco paranoico, pero necesitaba despejar cualquier duda cuanto antes. Así que nada más saludarnos, le pregunté:

—¿Quién era él?

—¿Quién? —me dijo desconcertada.

—El hombre del que te has despedido.

—¡Ah! —se asombró de nuevo—. Es Claudio, un amigo de hace tiempo. —Y sin darle importancia, añadió—: Nos queremos desde que éramos niños.

No volvimos a hablar del tema, pero aquella circunstancia oscureció las últimas horas que pasé en Roma, donde Lucía iba a quedarse unos días más, mientras yo volvería a perderme en las brumas de Londres.

De nuevo comprobé que aquella ciudad era el ambiente en el que ella había vivido siempre y en el que quería seguir viviendo. Al ver el entusiasmo con el que me mostraba los lugares por los que transcurría su vida diaria, me convencí definitivamente de que Londres era para ella un paréntesis. Aquella etapa provisional se acabaría pronto; y después, volvería a Roma. Pensé que Lucía y yo nos habíamos conocido en un cruce de caminos y que ése era el momento de escoger el rumbo que íbamos a seguir. Juntos o separados.

Fuimos a cenar a un restaurante en la plaza de la Rotonda, frente al Panteón. Aquél era un lugar construido para el encuentro de los dioses, pero pensé que aquel día todos se habían marchado de allí, porque en la cena sólo hubo la melancólica nostalgia de las despedidas.

Me llevó Lucía a la Fontana de Trevi. Me puso de espaldas a la fuente y me dijo:

—Lanza al agua algunas monedas.

Cuando lo hice, me preguntó:

—¿Cuántas has tirado?

—Una —le contesté.

—Pues entonces, algún día volverás a Roma.

—¿Y si hubiera tirado más?

—Entonces encontrarías una mujer romana que te quisiera.

En la fuente pataleaban los caballos atados al carro de Neptuno. No se oía sobre el agua el ruido de sus cascos de piedra, pero todo era furia en sus ojos. Si Neptuno no los sujetara, estarían corriendo desbocados por la fuente. Pensé en Velázquez. Él no vino a tirar ninguna moneda a esta fuente. Y sin embargo, estuvo en Roma, volvió y se enamoró de una mujer.

Todo fue muy rápido aquellos días. El embajador de España en Roma le convocó en audiencia privada para transmitirle una vez más los requerimientos urgentes de Felipe IV para que regresara sin demora. «Su Majestad le reclama y me ordena le prepare el pasaje con urgencia.»

Velázquez no puede retrasar más una decisión que debía haber tomado hace tiempo: dejarlo todo y quedarse en Roma con Flaminia o abandonarla y volver a la vida que dejó en la Corte. En Roma tiene el camino abierto para ejercer su oficio. En el Vaticano ha podido retratar hasta al mismo Papa. Ha visitado palacios de nobles en Roma, en Venecia, en Nápoles, que le han ofrecido sus colecciones. Y la misma Academia de los pintores le ha recibido con admiración. Hay, además, una mayor libertad en esa ciudad que en la España rígida de la Contrarreforma y de la Inquisición.

Pero Velázquez no es un hombre de giros bruscos y de rupturas inmediatas. Su temperamento secundario le lleva a revisar las decisiones una y otra vez, en solitario, encerrado en sus propias dudas. Me imagino a Velázquez paseando solo por el jardín de Villa Médicis, recordando los rincones que han sido escenario de sus encuentros. Se detiene bajo el ciprés en donde ella rozó su mano por primera vez. Allí, junto a la estatua de Ariadna tumbada, le dijo Flaminia, señalando al otro lado del arco de piedra: «Cuando era niña jugaba entre aquellas frondas de árboles. Si pienso en la infancia, siempre pienso en aquellos campos.» Velázquez callaba y miraba los árboles moviéndose a lo lejos. «En aquellos primeros años todo era posible. Y todo era ingenuo. Hoy sé que entre aquella espesura se extravió la inocencia.»

Velázquez recuerda las palabras de Flaminia con melancolía, mientras camina solo por el sendero que tantas veces paseó con ella, Ariadna, la mujer por la que Teseo soltó todas las amarras. El cielo está oscurecido y gris. Se ha apagado la hoguera rojiza de las nubes que encendía el crepúsculo. Mira Velázquez esos árboles que mañana dejará definitivamente y observa el ramaje, los senderos laberínticos del jardín, los setos, los mirtos, los ramilletes de flores que brotan salvajes entre la hierba; y el cielo al fondo, cada vez más gris y entristecido. Sabe que todo seguirá igual mañana; pero él ya no estará, ni tampoco estará ella, ni estarán los dos juntos allí donde se conocieron.

Velázquez decidió regresar a España y organizar desde allí un nuevo y definitivo viaje a Roma. Antes de partir cogió el caballete, se fue a los jardines de la Villa y se detuvo junto a los mirtos que encubrieron los primeros abrazos apresurados con ella. Quiso tomar algunos bocetos de aquellos lugares que habían sido testigos mudos de su amor, para llevarse en ellos el recuerdo de sus horas felices.

Se colocó frente al pabellón de Ariadna y dibujó en primer lugar a la diosa, en el centro del cuadro, tumbada bajo la arcada principal. El movimiento de la diosa desnuda desperezándose agita en ese cuadro el ramaje de los árboles que están sobre ella, zarandea las hojas, atravesadas por la luz y provoca el envolvente desasosiego de quien contemple hoy el lienzo. Esa luz y el rumor del viento que agita las hojas le recordaban a Velázquez la difusa impresión de ebriedad, de suave placer y de contenida excitación cuando él acarició por primera vez con su mano la piel de Flaminia bajo la camisa blanca.

Luego fue con los pinceles hasta la fachada de la gruta. Allí había una pequeña fuente tapiada con tablones, por cuyos resquicios penetraba la luz en el interior. Las paredes estaban desconchadas y la pintura dejaba al descubierto los ladrillos. No era hermosa esa pared tan derruida. El techo del «grotto» estaba tan deteriorado que amenazaba con desprenderse. Tenía desconchones y grietas; así que se cerró la entrada con tablones para apuntalarla. No era hermosa aquella pared, pero allí estuvo Velázquez con ella, abrazados entre esos setos; y así la pintó, para llevarse el recuerdo de los días que pasó con Flaminia, cuya sola pronunciación del nombre le producía dolor antes de la despedida.

Hay nostalgia y melancolía en ese cuadro de Villa Médicis al atardecer: la nostalgia de una felicidad perdida. Todo parece en ruinas. La decadencia está en esos tablones viejos que tapan lo que en otro tiempo fue una fuente de agua sonora. Es el atardecer y todo está ensombrecido. Unas personas hablan, quietas. Hermes las contempla hierático. Y una escultura en la pared parece moverse de su pedestal como un fantasma.

Aquel paisaje fue el escenario de un amor que Velázquez encontró en mitad de la vida. Pero esa historia tiene que terminarla, aunque no le guste. Le llama el rey para volver a palacio; le llama la vida que se ha construido hasta entonces. Necesita valor para renunciar a todo eso y dirigir él solo su destino. Y de momento, no lo tiene. Al atardecer de su vida, se resigna a continuar por el camino que se ha trazado hasta entonces. Las ilusiones son fugaces, piensa Velázquez con tristeza. Los arcos del jardín de Villa Médicis están tapiados. La vida es renuncia. Velázquez se aleja de un sueño que fue oasis fugaz. Y pinta ese atardecer sombrío.

Los maderos clausuran un tiempo de su vida del que tiene que desligarse dolorosamente. Un tablón deja abierta una brecha hacia esa gruta del pasado. Pero tras ese hueco estrecho sólo hay oscuridad. El retorno es una quimera. El cuadro es un canto a la felicidad perdida. Y ésa es la razón de la profunda melancolía que transmite. En los lienzos de Villa Médicis Velázquez no pintó el paisaje. Estaba pintando su alma.

Cuando yo había regresado ya a Londres, recibí una llamada por teléfono de Lucía.

—Vuelvo la semana próxima —me dijo con emoción; y yo le contesté:

—Es estupendo...

Hubo un instante de silencio. Me quedé en blanco y me oí a mí mismo, como si fuera otra persona, comentándole:

—¿Sabes que si el rey no le hubiera llamado con tanta insistencia quizá Velázquez no se habría ido nunca de Roma?

—Pero se fue —respondió ella sin mostrar demasiado interés por el tema.

Hubo otro largo silencio. Al fin añadí:

—Conozco el significado de los cuadros de los jardines de Villa Médicis.

—Yo también —dijo ella, defraudada sin duda por mi obsesión en torno a Velázquez—. He estado allí. El de Ariadna acaba en un barranco. La gruta es una caverna oscura; y no lleva a ninguna parte.

Varias veces me he preguntado cómo sería la despedida entre Velázquez y aquella mujer a la que tanto amó. Él se llevó el recuerdo de su cuerpo desnudo y le dejó a ella un retrato suyo: un pequeño busto en el que la miraba con melancolía. Ese retrato estuvo colgado en la pared de su alcoba, pasó luego a las colecciones vaticanas y hoy puede verse en la Academia de Bellas Artes de Valencia. La cara del pintor tiene la expresión triste de la despedida; quizá también de la culpa. Velázquez le dijo a Flaminia: «Te llevo conmigo. Estarás cada día acompañándome en el taller. Pero volveré. Pronto estaremos juntos de nuevo.» Eso le dijo. Y lo pensaba de verdad. Tengo los documentos que lo confirman. ¿Pero cuándo volvió Velázquez a Roma para ver a su hijo y a la mujer a la que amaba?