XXIII
Cuando miré el saldo de mi cuenta en el banco, me quedé perplejo. Turner me había ingresado una cantidad que era el doble de lo que habíamos convenido. Como concepto figuraba: «Informe sobre pintura española.» Pero ni el informe estaba concluido, ni había terminado el plazo que él mismo estableció para llevarlo a cabo.
—No es un error —me explicó cuando se lo comenté en su casa, adonde fui inmediatamente para aclarar el asunto—. Estoy satisfecho con el informe que has presentado y quería recompensártelo.
—Pero si es provisional... —protesté—. Está todavía inacabado.
—Y sin embargo, ya ha sido útil. Las personas que conociste están muy interesadas en comprar el cuadro.
—No sabemos todavía si es auténtico. Hay que hacer un análisis más completo.
—Eso es lo que quiero que termines: el análisis de la pintura.
—Yo no soy un especialista —me excusé—. Y no tengo medios para hacerlo.
—Pues haces lo que puedas y redactas un informe. Si es positivo, te pagaré otro tanto como ahora. Y si el cuadro se vende, cobrarás el diez por ciento del precio, como acordamos.
Turner me hizo un gesto cómplice, con el que quería remarcar la importancia de la cifra de la que estábamos hablando. Yo no le había expresado mi conformidad, pero él quería vincularme a su estrategia para cerrar cuanto antes el trato con los compradores. Siempre actuaba así: si tenía una buena venta entre manos, la liquidaba con urgencia, sin considerar otras cuestiones. Ésos eran sus métodos; y yo lo sabía.
—Sólo podré confirmar si hay indicios de que sea un lienzo de época —le advertí—; pero no de autor.
—Eso es lo que quiero. Porque el cuadro lo venderé como una copia antigua. Es más fácil. Aun así, su valor es considerable.
—¿Quién es el comprador? —le pregunté.
Turner parecía confiado. Yo era para él el socio que le estaba abriendo la puerta de un negocio millonario. No podía mostrar recelos.
—El hombre del bastón —pronunció con la ansiedad de quien está a punto de sellar un contrato irrevocable—. Es un promotor de negocios inmobiliarios. Parte de sus cobros los hace en dinero negro y necesita comprar objetos de valor para blanquearlo. El arte es un buen mercado para ese fin. Sobre todo si se hace a través de coleccionistas privados y con obras que no son conocidas. Te sorprendería el dinero que se mueve en estos negocios.
—¿Y el hombre que le acompañaba?
—Es un asesor financiero. Él es una pieza clave en estos asuntos, porque pone en contacto a las dos partes. Puede interesarte conocerlo bien. Te daría algunos encargos con los que ganarías bastante dinero.
—¿A qué te refieres? —le pregunté intrigado.
—A veces hay cuadros cuya datación no está clara; o que están sin catalogar; o que se desconoce su autoría. Sé que él necesita gente que le haga esos trabajos. Piénsalo.
Le escribí a Gloria pidiéndole información sobre las ventas de cuadros dudosos atribuidos a Velázquez y no tardé en recibir un correo en el que preguntaba en el Asunto: «¿Velázquez falsos?» Me hablaba de cuadros que se habían vendido a pesar de las dudas de los expertos sobre su autoría. Eran bastantes, pero lógicamente no citaba ningún retrato de una mujer desnuda. Por eso la llamé por teléfono, para preguntarle directamente:
—¿Y de una Venus? ¿Sabes si en alguna parte se ha ofrecido su venta?
—¿Una Venus? —se extrañó—. No. Nunca.
—O el retrato de una mujer desnuda...
—Pero Velázquez sólo pintó el desnudo de La Venus del espejo —me corrigió—. Y no creo que la National Gallery la vaya a vender.
Percibí en Gloria un tono de perplejidad. ¿Qué podía explicarle en esas circunstancias? Turner me había exigido que guardara silencio. Yo sabía que podía estar cometiendo un error monumental; pero también podía resultar que ese cuadro fuera un hallazgo sin precedentes.
—El lienzo más reciente que se vendió atribuido a Velázquez fue en 1998 —me comentó Gloria—. Es una mujer, pero nada tiene que ver con un desnudo, porque es la imagen de santa Rufina. Si te interesa, tengo el catálogo de la subasta que realizó Christie's de Nueva York. La ficha añade un informe técnico de la pintura, pero está sin firmar.
—Entonces hubo dudas de si esa obra era o no de la mano de Velázquez...
—Claro, pero eso contribuyó a su publicidad. Y al final lo importante es que el lienzo se vendió; y muy bien: alcanzó una cifra récord de casi nueve millones de dólares. ¿Sabes quién lo compró? El Rockefeller Center de Nueva York.
—O sea que no es extraño que se pongan en venta obras dudosas...
—¡Evidentemente! —me confirmó con un tono rotundo, sorprendida de mi ingenuidad—. El procedimiento es siempre el mismo: se anuncia la venta y se hace pública la opinión de alguien que defiende la atribución de ese cuadro al pintor. Puede surgir algún artículo que lo contradice, pero ya está sembrada la duda. Desde ese momento ese lienzo estará para siempre en la órbita de las obras del autor, de su taller o de su época.
—¿Y si fuera un cuadro recién descubierto? —pregunté con ansiedad.
—También ocurre a veces. Recuerdo el caso de una pintura que fue encontrada en un garaje de Londres, en unas condiciones penosas. Pues resulta que era de Tiziano.
—¿De Tiziano? —me sorprendí—. ¿Y no se conocía su existencia?
—No. Hay historias que parecen novelescas pero que son reales: un cuadro de Tiziano permanece olvidado hasta finales del siglo XX, arrinconado en un garaje, sucio, junto a una lámina obscena arrancada de las páginas de una revista pornográfica. Ya ves...
—Su precio sería astronómico.
—Salió a subasta por siete millones de dólares —calló un momento y añadió—: Pero este tipo de obras no siempre encuentran un comprador interesado. Ése es el riesgo. Hace poco se puso en venta un cuadro que se conoce como Las lágrimas de san Pedro, pintado por Velázquez en la época sevillana. ¿Sabes cuántas copias existen de esta obra en museos y colecciones particulares?
—No tengo ni idea —contesté.
—¡Ocho!
—¡Qué barbaridad! ¿Y todas son de Velázquez? —le dije pensando en la copia recién descubierta de La Venus del espejo.
—O se le atribuyen; pero no siempre con fundamento... El caso es que ese cuadro se subastó y nadie quiso comprarlo.
Pensé en la urgencia de Turner por vender el lienzo. Si era de Velázquez su valor sería incalculable. Si era una copia antigua de taller, realizada por un pintor anónimo, su precio se reduciría considerablemente. Turner quería venderlo antes de aclarar esa cuestión. Incluso por mucho menos de su precio. ¿Por qué esa urgencia?
Entonces experimenté una cierta inseguridad, que es uno de los primeros síntomas como se manifiesta el miedo. Porque algo no estaba claro en el comportamiento de Turner.
Velázquez también conoció el miedo. Por eso ocultó el retrato de La Venus del espejo en el armario de su taller. Todo el mundo tiene algún secreto que le gustaría que nadie descubriera. Y todo el mundo tiene algún trapo sucio en su vida. Velázquez también lo tuvo. Lo descubrí leyendo el expediente del Archivo Histórico Nacional en el que se recoge el proceso iniciado contra Velázquez por la Orden de los Caballeros de Santiago.
¿Qué era la Orden de los Caballeros de Santiago?, me preguntaba sentado en mi mesa de trabajo, mientras hojeaba el abultado informe contra Velázquez. Fue una Orden medieval, fundada en el siglo XII, en tiempos de la Reconquista. Su objetivo era la expulsión de los musulmanes que se habían apoderado de la Península. Sus miembros participaban en batallas contra los invasores y repoblaban los territorios conquistados. Inicialmente tenían una función militar y una disciplina religiosa, ligada a la regla benedictina. Pero aquel rigor se había mitigado bastante en el siglo XVII, aunque los caballeros que pertenecían a ella seguían jurando votos de pobreza, castidad y obediencia al gran maestre de la Orden y tenían que cumplir algunas prácticas devotas diarias, como oír misa y recitar algunas oraciones.
¿Y qué ofrecía en aquel siglo ser caballero de una Orden?, me planteé, pensando en Velázquez. Honor, desde luego; pero sobre todo, una renta anual: una encomienda sobre unos territorios cuyo señorío se cobraba cada año. Por eso era tan codiciado. Y eso es lo que quería ser Velázquez: caballero de la Orden de Santiago.
El problema era que eso ponía en marcha un proceso ante un tribunal. Las órdenes exigían a sus miembros para ser admitidos en ellas un origen de familia noble; y demostrar su limpieza de sangre; y acreditar que no habían desempeñado oficio alguno. Ninguna de las tres condiciones las cumplía el pintor. Y aquí es donde estaban sus temores.
Encontré la cédula firmada por el rey en la que, atendiendo la petición de Velázquez por ingresar en la Orden de Santiago, ordena que se inicie el proceso, «para saber si concurren en él las calidades que se requieren». Ese proceso suponía realizar una serie de investigaciones para determinar el cumplimiento por parte de Velázquez de los requisitos exigidos. Bien sabía Velázquez que no los cumplía y que desencadenar esas investigaciones podía llevarle a temas que era mejor no indagar. Pues, a pesar de todo, Velázquez se arriesga; y ésa es su osadía y la medida de su ambición. ¿Qué tuvo que pagar por ello?
El pintor declaró que descendía de la nobilísima familia de los Sylvas, hijos de los reyes de Alvalonga. Todo mentira. El origen noble de Velázquez es una patraña. Leí las declaraciones de los testigos que participaron en el proceso. Hasta 148 fueron llamados por los encargados de hacer las diligencias, Fernando de Salcedo y Diego Lozano, ambos caballeros de la Orden y el segundo, cura profeso en ella. La mayoría de los interrogados ni conoce ni ha oído hablar de Diego Silva Velázquez ni de sus abuelos. Nadie defiende su hidalguía con datos fidedignos, y no se aporta en el expediente prueba alguna que lo confirme.
Quienes llevaron a cabo las informaciones del proceso, sabiendo la vinculación del pretendiente con el monarca y el interés manifestado por éste en el caso, apañaron como pudieron las informaciones. Muchos testigos declararon no saber nada de él, pero al vincularlo los interrogadores a «la cámara de su magestad», dicen que «tienen al dicho apellido de Silva por muy noble, limpio y lustroso y de lo más calificado en el reyno de Portugal», a pesar de ser uno de los apellidos más frecuentes en el país lusitano.
¿Y la limpieza de sangre? ¿Estaba mezclada su genealogía con gentes judías o musulmanas? Los encargados de las pesquisas para averiguar esta cuestión son aparentemente rigurosos. Se hacen un plan estricto: van a Monterrey, a Verín, a Pazos, a Tuy, a Vigo, a Sevilla y a Madrid.
Convocan a unos y a otros, los interrogan, ponen por escrito sus declaraciones y se las hacen firmar. Todo un año dedicaron a esta tarea. En ese tiempo sufrieron lluvias e inundaciones, soportaron nevadas, recorrieron caminos impracticables e hicieron cientos de leguas. Si llueve y no pueden transitar por los senderos, esperan a que amaine. Cuando escampa, reemprenden el camino. Así lo cuentan en el expediente: dónde están cada día, los tramos que recorren y los motivos que les hacen detenerse en cada lugar. Su misión era confirmar que en la familia de Velázquez no había ninguna ascendencia judía ni mora. Pero en la frontera entre Extremadura y Portugal, de donde procedían sus abuelos paternos, era muy importante la presencia de judíos. Por eso el pintor no quiso que se investigara allí y cursó una petición en este sentido al Consejo, a través del marqués de Tavara y del propio rey. Y el Consejo, «reconociendo que el pretendiente se alla sirbiendo tan cerca de la real persona de Vuestra Magestad», accede a que sólo se haga alguna averiguación hasta los límites de Monterrey y de Tuy.
Los abuelos maternos de Velázquez eran calceteros sevillanos, desempeñaron el oficio de mercaderes de telas y fueron a temporadas prestamistas. Esa profesión estaba vinculada en la Península de aquel tiempo a los judíos. La codicia de Velázquez le había metido en un avispero. Había abierto la caja de Pandora y eso podía desencadenar una tormenta contra él. Porque Velázquez ni era noble ni nada y sus orígenes familiares eran de judíos conversos.
En ese contexto realizó su viaje a Italia; y fue en esas circunstancias en las que conoció a Flaminia y pintó su retrato desnuda ante el espejo. ¿Cómo no iba a tener miedo a que cualquier denuncia malograra sus pretensiones e incluso pudiera derivar en investigaciones de consecuencias impredecibles en aquella España tan sensible a los temas que afectaban a la religión, la fe, la moral y la limpieza de sangre? Diez años le había costado conseguir que se pusiera en marcha el proceso, desde que manifestó por primera vez su interés por ingresar en la Orden de Santiago. Y ahora que el rey había aceptado incoarlo, no podía arriesgarse a ningún tropiezo.
En su viaje a Italia uno de los objetivos que llevaba Velázquez era éste: conseguir el apoyo del Vaticano a sus pretensiones de ser caballero de Santiago. Porque, a pesar de todas las edulcoradas referencias de los testigos a la reputación de nobleza que acompañaba a la familia de Velázquez, el dictamen del Consejo fue claro: Velázquez no tenía ni una gota de sangre noble. Y ese escollo sólo podía librarlo la Santa Sede, concediéndole una dispensa personal de su hidalguía y pureza de sangre, para que pudiera ingresar en una de las órdenes.
Velázquez pidió en Italia a algunos cardenales que intercedieran por él. Pero ni siquiera consiguiendo la dispensa de la Santa Sede estaba en condiciones de ser admitido como caballero de Santiago. Porque no podía ser investido caballero nadie que «hubiese usado, o sus padres, o abuelos, por sí o por otros, oficios mecánicos o viles». Y esos oficios eran los de platero, bordador, cantero, mesonero, tabernero, escribano, alfarero, herrero, carpintero, sastre, yesero y otros muchos, hasta acabar en los albarderos, zurradores y poceros, que estaban en la condición más baja de los gremios de la época. En esa lista figuraban hasta los banqueros. La Orden de Santiago, que antes había autorizado a sus miembros ejercer trabajos de banqueros y comerciantes, en el siglo XVII revocó esa ordenanza, prohibiéndoles tales actividades, porque consideraba que el oficio de tendero y el trato con la moneda pervertían la hidalguía y nobleza de quienes los desempeñaban.
Pero lo más importante: también en esa lista se incluían los pintores. La pintura estaba considerada un trabajo artesano y pagaba los mismos impuestos que los demás oficios. Cada venta de un cuadro estaba grabada con la alcabala, que era el diez por ciento de su precio. Estaba claro: los pintores eran artesanos, y la pintura, una actividad manual. Los propios pintores seguían agrupándose con carácter gremial, como en la Edad Media. Y esas cofradías artesanales eran las que autorizaban el desempeño de tal oficio. El mismo Velázquez tuvo que pasar el examen correspondiente en Sevilla para poder ejercer el oficio de pintor. Como tal estuvo en la Corte y cobraba por ello una paga anual del rey y vendía algunos cuadros a otros nobles cuando se los encargaban.
Velázquez, estaba claro, era un pintor: un oficial, por lo tanto; y eso le impedía vestir el hábito de Santiago. Pero tampoco eso le retrajo. Aún más: sostuvo ante quien se lo preguntara que él no era un pintor, sino un servidor del rey que cumplía sus encargos para agradarle, con obediencia fiel. La pintura no era su oficio ni modo de vida, sino un don que había recibido del cielo.
Leí las actas del proceso y las declaraciones de los 148 testigos convocados. Producen sonrojo las palabras de algunos en ese proceso para que Velázquez sea nombrado caballero de Santiago. Su amigo, el pintor y sacerdote Alonso Cano, «preguntado por el oficio de pintor, dijo que en todo el tiempo que le había conocido ni antes sabe ni ha oído decir que lo ha tenido por oficio, ni tenido tienda ni aparador, ni vendido pinturas; que sólo lo ha ejecutado por gusto suyo y obediencia de Su Majestad, para adorno de su Real Palacio, donde tiene oficios honrosos, como son el de Aposentador mayor y Ayuda de Cámara, y que esto es la verdad por el juramento que tiene hecho».
Esas mismas palabras se recogen en las declaraciones de todos los testigos, cortesanos, nobles, marqueses, condes, regidores, caballeros, pintores del palacio, caballeros de Santiago, curas, clérigos, presbíteros que fueron citados. Pero a pesar de tanta tibieza en las declaraciones, el Consejo de las Órdenes Militares rechazó la petición, por el manifiesto incumplimiento de las condiciones por parte de Velázquez. Escribe el presidente del Consejo al rey: «defectos todos que inhabilitan al pretendiente para obtener la merzed que Vuestra Magestad le a echo y solamente los puede suplir la dispensación de Su Santidad». Así de claro.
Y el rey, que conoce la firme determinación de Velázquez, escribe al Papa; no una, sino varias cartas, pidiendo la dispensa. El embajador de Roma no respira tranquilo, apurado por la urgencia que le transmite el rey, hasta que el 1 de octubre puede mandar en la valija la dispensa que el papa Alejandro VII le dirige al «Charissimo in Christo filio nostro Philippo Hispaniarum regi catholico». En ella firma el indulto, la licencia y la dispensa al «dilecto filio Didaco de Silva Velazque», para que pueda vestir el hábito de Santiago.
Cubiertos todos los trámites, a pesar de no cumplirse ninguno, el rey firma la cédula de concesión del hábito de Santiago, en la que se indica expresamente: «y sin embargo no ser noble, hágase». Y para evitar que el proceso pudiera hacerse reversible y que en ningún momento pueda ser tratado como pechero, dicta a continuación la siguiente orden: «Como Rey y Señor natural que no reconozco subperior en lo temporal, de mi propio motuo, cierta ciencia y poderío real absoluto, hago hidalgo al dicho don Diego de Silva.»
Velázquez fue nombrado hidalgo e investido como caballero de Santiago por la autoridad absoluta del rey. El pintor en esto fue tenaz. Comprometió a amigos, nobles, marqueses y condes, al rey y al Papa. Mintió e hizo mentir. Si le interesaba tanto y lo persiguió durante diez años, ¿cómo no iba a volver de Roma una vez que en el Vaticano le habían prometido tan buenos augurios? ¿Cómo no iba a dejar allí a Flaminia, para regresar una vez que fuera investido caballero de Santiago? ¿Y cómo no iba a ocultar ese cuerpo desnudo, para que nada perturbase su ingreso en la orden más apetecida por los nobles de su tiempo?