V

 

 

Después de adquirir el librito busqué un sitio tranquilo donde cenar algo. También quería aprovechar y llamar por teléfono a mis abuelos, que seguramente estarían esperando que apareciera por su casa como les anuncié que haría a mi regreso. Sólo tenía ganas de escuchar sus voces, explicarles que todo iba muy bien —fuese verdad o no—, y que sólo me había retrasado porque Andrés Alvar me había pedido demorar el viaje uno o dos días más, pero que estaba deseando volver. Y no era una simple frase hecha ni una cortesía, sino la expresión de una verdad rotunda. Cada hora que pasaba allí me hacía sentir más fuera de lugar. Y eso que todavía no había reparado en mi estúpido despiste: cuando fui a sacar dinero de un cajero automático me di cuenta de que no llevaba encima ni la tarjeta de crédito ni el carné. Se habían quedado, con toda probabilidad, en la librería, fruto de la distracción generada por la extraña situación con el dependiente. Él tampoco se había percatado de mi olvido, aunque era él quien se había quedado con mi identificación y con la tarjeta de marras, pero recordando la cara que tenía cuando me vio marcharme de la tienda, como si hubiera visto un fantasma, era lógico que no hubiera advertido el error. Lo maldije, a él y al libro que acababa de comprar, y de paso a mí misma, porque era quien tenía la culpa, después de todo. Y no había sido un despiste aislado; ya me había sucedido lo mismo con anterioridad en más de una ocasión.

Corrí de nuevo a la tienda, esquivando charcos hasta que fallé en uno y me puse el pie y el zapato perdido. Después ya no intenté evitar ninguno. Pero cuando doblé la esquina vi que había una persiana metálica echada; miré el reloj y vi que eran ya las nueve de la noche.

—Qué día, joder —mascullé mientras aporreaba la persiana haciéndola retumbar. Como era de esperar, nadie salió a abrirme.

Tenía otra tarjeta que podía utilizar para obtener dinero o pagar con ella, pero como es lógico, me preocupaba el destino de la otra, acompañada además de mi identificación. Podía llamar por teléfono para anularla, pero opté por dar un voto de confianza a aquel hombre, que parecía acumular unas cuantas rarezas, pero entre ellas no creía que estuviera el apropiarse del dinero (escaso) de una clienta despistada. Decidí recogerla al día siguiente a primera hora.

Aun así, cuando llegué al hotel después de cenar y tras una ducha reconfortante y muy caliente, vacié el bolso encima de la cama buscando la tarjeta, por si acaso la había deslizado allí sin más, de manera inconsciente, en vez de guardarla en la cartera, aunque sabía perfectamente que eso no había ocurrido: mi inconsciente no es tan inteligente. La había dejado en la tienda, estaba completamente segura. Pero a cambio encontré algo más inesperado, pues de entre aquel desastre de papeles sin utilidad, llaves, teléfono, caramelos y diversos artículos surgieron unas cartulinas que resultaron no ser tales, sino fotografías: aquellas que había escogido de entre el paquetito que guardaba en la caja del armario en mi piso, donde conservaba los recuerdos de mi madre. No había vuelto a pensar en ellas, ni siquiera recordaba que las llevaba encima. Volví a echarles un vistazo: había seleccionado tres, supongo que por motivos estéticos y sentimentales. En una de ellas, mi padre me sostenía en brazos —tendría unos cuatro años— en el salón de mi antigua casa en Madrid. Ambos sonreíamos, yo con la sonrisa pícara de los niños y él con la sonrisa sincera, ingenua y franca de un padre. En otra, mi madre y él saludaban, también sonrientes, a la cámara —quizás en manos de un desconocido que se había prestado a hacer la foto—, protegidos de la lluvia bajo un inmenso paraguas y con lo que parecía ser la base de la torre Eiffel al fondo. La tercera era aquella foto de grupo, donde ellos dos y otros amigos disfrutaban de un día soleado de campo junto a un río. Y de entre esos amigos, uno de ellos me llamó al instante la atención. Antes no lo había hecho, pero antes no estaba tan absolutamente convencida de conocerle como en ese momento: aquellas gafas grandes, el mentón afilado, el rostro enjuto, el cabello oscuro y liso.

El dependiente no había cambiado mucho. Había envejecido, por supuesto (diecinueve años, según la fecha anotada detrás), pero era perfectamente reconocible ahora que lo había tenido delante de mí esa misma tarde, en carne y hueso. No cabía duda. Y pese a que, como es natural, mi primera impresión fue de sorpresa, enseguida quedó mitigada por la sensación de que era, en cierta manera, lógico verlo ahí. Quiero decir: era lógico a posteriori, después de su comportamiento que ya no me pareció tan errático como al principio, puesto que es posible que aquel hombre me hubiera reconocido de alguna manera. Pero, ¿cómo era posible? En el momento en que se hizo aquella fotografía yo tenía nueve años. Debía de ser un fisonomista increíble, amén de tener una memoria prodigiosa. El ver mi apellido en la identificación no hizo sino corroborar su primera impresión, puesto que él ya sabía que mi rostro le era familiar, aunque él mismo quedó sorprendido al leerlo, quizás porque no esperaba acordarse de mí (lógico), y por eso se quedó allí, confuso, sin creerlo del todo. Pero lo que no podía entender era por qué, si había sido amigo de mi padre, y eso era ya indudable, no lo había mencionado ni tan siquiera de forma velada una vez comprobó quién era yo, e incluso dejó que le mintiera sobre mi propia identidad. En ese momento me asaltó otra duda: era llamativo que él me hubiera recordado habiendo transcurrido casi veinte años, y sobre todo teniendo en cuenta lo que cambia una persona desde la niñez hasta los treinta que yo lindaba, pero, ¿no lo recordaba yo a él, siendo para mí mucho más fácil? Como he recalcado, su aspecto no difería demasiado al de la fotografía. Por supuesto que yo no podría reconocer a todos los amigos de mi padre que habían visitado mi casa en aquella época, que además, eran muchos, y que ni siquiera había sido capaz de recordar cómo era mi propio tío. Pero, ¿y a aquel hombre? Y entonces tuve la sensación, tal vez falsa y mentirosa, pero sospechosamente firme, de que en cierta manera, aquel rostro no me era del todo ajeno. De que él y yo nos conocíamos, tal vez de manera indirecta y hasta fugaz. Y de que al margen de su aspecto, de su extraña manera de comportarse o de su voz, sentía que no era la primera vez que mi mirada se cruzaba con aquellos iris azul oscuro.

Cuando regresara a su tienda a recuperar la tarjeta tendría, en todo caso, ocasión de hacerle estas preguntas y satisfacer mi curiosidad. Y por cierto, no era poca.

 

No esperaba que el día siguiente empezara de aquella manera. En realidad no esperaba que comenzara de ninguna forma especial, pero desde luego no con una llamada de la policía avisándome de que un coche pasaría por el hotel para recogerme hacia las diez de la mañana. Aunque insistí en conocer el porqué de ese súbito requerimiento, la voz neutra del teléfono —sólo supe que era un hombre— se empecinó en contestarme una y otra vez que sólo querían hacerme algunas preguntas más. Puntual como un reloj, el inspector Almeida me esperaba en recepción, esta vez solo, sin su compañero. Nada más verme me tendió la mano, sonriente; no sé por qué cada vez que lo veía sonreír no podía evitar preguntarme si aquel gesto era franco o no. Quizás me influía el saber que era policía y le atribuía siempre una segunda intención en todo lo que hacía, debido a su trabajo. Tenía buen aspecto, parecía recién duchado y olía a loción de afeitar. Vestía más informal que durante nuestra primera entrevista, con una sudadera polar de color gris y unos pantalones vaqueros muy gastados.

—Buenos días, ¿cómo está? —saludó, con un enérgico apretón—. Espero que bien. Acompáñeme, vamos a comisaría. Tengo el coche aquí mismo.

Antes de que le hiciera ninguna pregunta, me aclaró que sólo quería ponerme al tanto de la marcha de la investigación. Quise saber si habían descubierto algo nuevo y relevante (de otra manera no hubiera sido necesaria tanta prisa), pero él toreó mi pregunta de manera elegante diciéndome que cualquier cosa, por nimia que fuera, podía ser importante. Y no dijo más, salvo que necesitaban contrastar las distintas declaraciones de las personas implicadas. En ese mismo instante me di por enterada: yo era una persona implicada. En mi ingenuidad, hasta entonces había estado convencida de que yo sólo era la hija del fallecido, que simplemente “pasaba por allí”, pero por lo visto había gente que no opinaba lo mismo. Le puse al corriente del episodio de la tarjeta de crédito, y le dije que necesitaba volver a la tienda antes de que cerraran al mediodía (era sábado) para recuperarla. Me tranquilizó diciendo que tendría tiempo de sobra, y que él mismo me traería de vuelta y me llevaría hasta la librería. Desde luego, después de ver a semejante energúmeno al volante estaba claro que mientras él condujera tendría tiempo de llegar a cualquier parte, incluso a mi funeral si nos estrellábamos contra uno de los pilares de los puentes de la autovía. Para tranquilizarme, añadió:

—Y además, ahora que ya me ha dicho lo de la tarjeta, eso cuenta como una denuncia. Así que si alguien se ha atrevido a meterle mano en la cuenta corriente, lo arresto, lo llevo al calabozo y le doy una buena paliza.

Y volvió a mostrar esa sonrisa encantadora.

Almeida me condujo a una sala distinta a la que utilizaron por primera vez; había una mesa central y varias sillas. También había un ordenador, en una esquina, que no encendió. En cambio, sacó una serie de papeles y un bolígrafo y me invitó a ponerme cómoda. En aquellas sillas, que parecían sacadas del aula de un colegio, era un decir. Nos sentamos cada uno a un lado de la mesa y empezó a repetir las mismas preguntas que ya me formuló en nuestro anterior encuentro. Sin entender muy bien el porqué, las contesté más o menos de la misma manera, y de la forma más escueta y lacónica posible, para que no hubiera malentendidos. Él tomaba notas con rapidez. Después de quince o veinte minutos —ignoro cuánto tiempo pasó exactamente—, dejó de escribir de repente y me miró, serio aunque no amenazador.

—Entonces —dijo—, no recuerda usted nada que pudiera indicar que su padre atravesara una situación comprometida.

—¿Comprometida?

—Sí, que tuviera un problema. De cualquier tipo. Quizás con alguien, con algo o consigo mismo.

—No —respondí, con toda la firmeza que pude—. Ya le dije, y le insisto, que eso sólo lo pueden juzgar personas más allegadas a él. Las que compartían su día a día. No es mi caso.

—Sí, es verdad, las que compartían su vida. Carmen Canal. ¿La conoce usted?

—Sí. Desde anteayer. Cenamos juntas.

—En ocasiones pasaba algunos días en casa de su padre. ¿Estaba usted al tanto de si tenían una relación o no?

Le referí lo que había aprendido de la agente literaria de mi padre, con la seguridad de que no era ni la décima parte de lo que él ya sabía a esas alturas de la investigación. Sólo sabía lo que ella me había contado: que trabajaba con él desde hacía muchos años y como es lógico, nadie conserva una relación profesional durante tanto tiempo si no hay un cierto vínculo personal. Desconocía si el nexo que unía a mi padre con esa mujer era más profundo de lo que ella me había confesado. Almeida se limitó a escuchar y apenas tomó dos o tres notas durante el tiempo que duró mi respuesta.

—Ya hablamos con ella —dijo, sin darle mucha importancia—. Estaba muy afectada, creo que tuvo que ser atendida de una crisis nerviosa. ¿Y su tío? ¿Cómo es su relación con él? Me refiero ahora que se conocen un poco mejor.

—No sé decirle. Me parece un hombre serio. Dedicado a su trabajo. Creo que estaba muy compenetrado con mi padre; era su hermano mayor, después de todo.

—Por supuesto. Y, ¿han vuelto a hablar ustedes acerca de cuestiones… profesionales o económicas?

—No. Y no creo que tenga que hablar de nada de eso con él, yo no tengo nada que ver con los asuntos de mi padre. Oiga, ¿por qué se empeña en preguntarme lo mismo una y otra vez? Ya le he dicho…

—Sí, entiendo perfectamente lo que me ha dicho, pero déjeme hacer mi trabajo, por favor. Y ya puestos, ¿por qué tiene tanto empeño en desligarse de su padre? Es que, perdóneme, me resulta chocante. Una cosa es que le resulte indiferente y otra distinta es que tenga, o tuviera, alguna animadversión hacia él.

No supe qué decir, quizás porque la incursión sin previo aviso y acaso sin venir a cuento del inspector en mi vida personal y en mis sentimientos hacia mi familia me dejaron sin palabras. La llamada telefónica que había recibido unas semanas atrás y que de algún modo había tratado de olvidar, sin éxito, volvía a hostigarme y lo hacía sin necesidad de que nadie me la recordara, especialmente cuando, como en ese instante, me esforzaba porque permaneciera oculta. Y eso que, de algún modo, sentía que el policía intuía que no le había sido del todo sincera en ese sentido; no sabía cómo ni por qué, pero presentía sus sospechas, que cada vez se hacían más patentes. Pero ya no me quedaba más remedio que seguir adelante, más por obstinación que por convicción. No obstante, no quería esconder aquel hecho por obstaculizar su trabajo, ni porque prefiriera que el caso quedara sin esclarecer, sino por simple razón de disimular, torpemente, mi sentido de culpa.

—Qué pregunta más absurda —respondí, molesta—. No tengo ningún empeño en desligarme de él, simplemente ocurre que esa era la situación entre mi padre y yo. ¿Qué quiere que le diga? Sucedió así, no hay que darle más vueltas. Seguro que a ambos nos hubiera gustado que fuera de otra manera, pero es lo que hay. No tiene nada que ver con lo que le ha sucedido a él, hace ya algunos años de todo aquello y pertenece al pasado. Me gustaría que lo entendiera. No puedo decirle otra cosa.

Él asintió, pensativo. Sin mediar palabra extrajo del cajón de su mesa una cartera de bolsillo de cuero, protegida dentro de una bolsita de plástico. La sacó del envoltorio y la abrió, mostrándomela.

—Es la cartera de su padre —me dijo—. No hemos encontrado en ella nada útil, por cierto, pero me llama la atención que conserve una fotografía, no, dos fotografías en ella: una de su madre y otra suya. Fíjese, aquí están.

Me enseñó dos fotografías recortadas hasta reducirlas al tamaño estándar de carné de identidad. En efecto, una de ellas era de mi madre, joven, probablemente tomada cuando aún no se habían separado. En la otra yo aparecía sonriente, con una cámara fotográfica colgada al cuello. Debía de tener quince o dieciséis años.

—Es curioso que las conservara, evidentemente por cariño, y que a la vez no tuviera el más mínimo contacto con ustedes. Con usted, particularmente. Ni siquiera guardaba una de su segunda esposa. Sólo esas.

No le contesté. Tenía el corazón en la boca, un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. ¿Tenía yo una foto suya, similar a esas, en mi cartera? No.

—Además —prosiguió—, hemos encontrado esto.

Sacó un papel de una carpeta marrón, escrito por ambas caras mediante impresora y me lo tendió.

—Es un documento que hallamos en el ordenador de su padre. Estaba en una carpeta que llevaba el nombre de “cartas”. Y va dirigida a usted.

La examiné sin mucho convencimiento, todavía aturdida por la visión de las fotografías.

 

“Querida Gabriela

Seguro que no esperabas recibir esta carta. Y seguro que tienes un buen puñado de reproches que hacerme y que quizás estás dudando si leerla o tirarla a la basura. No lo hagas, por favor, y dale una oportunidad a tu padre.

Creo que este no es el medio adecuado para lanzarnos acusaciones y tratar de resolver nuestros problemas. Por eso no trataré de hacerlo. Pienso que ya es hora de que volvamos a vernos, tú y yo, en persona. Ha pasado demasiado tiempo y siento que no puedo dejar transcurrir más. Es posible que quieras solventar muchas cuestiones personales conmigo, pero te repito, una vez más, que es mejor que lo hagamos cara a cara. Sé que mis faltas ya no tienen remedio. Pero se me ocurrió que, aunque no pueda revivir el pasado (¡cuánto me gustaría!), quizás no sea tan difícil reconstruir el presente, y ¿por qué no?, mejorar el futuro para ambos.

Últimamente he estado trabajando mucho. No sé si sabrás que había decidido tomarme un tiempo de descanso, pero eso ya acabó. Me encuentro con fuerzas para escribir y ahora lo que desearía es tener más tiempo para llevar a cabo todos los proyectos que tengo en mente. Y se me ha ocurrido que quizás tú pudieras formar parte de esos proyectos y a la vez ayudarme y aliviarme de esa carga de trabajo.

Sé que últimamente tu vida no ha sido fácil, querida hija. Aunque no lo creas, he estado al tanto de todo cuanto he podido, y sé que no debes sentir que la vida es sencilla para ti. Pero yo te propongo un cambio. No te pido que vengas a vivir a Madrid conmigo, al menos no de inmediato, si no es tu deseo. Pero sí querría que retomáramos, o mejor dicho, que comenzáramos de nuevo nuestra relación de padre e hija. Obviamente tú eres ya una mujer adulta y no me necesitas, y sin embargo, yo cada vez te necesitaré más. Pero no lo hago por este motivo, sino porque creo que para ambos sería beneficioso poder tener a una persona al lado en la que confiar, en la que buscar algún consuelo.

Hace unos años cree una fundación que lleva mi nombre. Aún es pequeña, pero lleva a cabo diferentes proyectos y espero sinceramente que siga creciendo. De momento se dedica a organizar y promocionar algunos eventos culturales, pero queremos que su ámbito de actuación sea cada vez mayor. Y querría que tú participaras en ella; sé que te resultará sencillo. Aprender su funcionamiento te llevará poco tiempo, y una vez te sintieras preparada, quisiera que fueras tú quien la gestionases; yo no tengo tiempo ni ganas para eso. No se me ocurre nadie mejor que tú para ese trabajo, y pienso que para ti sería una manera agradable de aprender y ganarte la vida haciendo algo a tu altura intelectual. Sé que tu experiencia con el periodismo no fue muy provechosa ni ilusionante; ignoro cuál es tu situación ahora, pero te ofrezco esta oportunidad. No lo haría si no pensara que para ti sería enteramente beneficiosa.

No quiero abrumarte demasiado; imagino que necesitarás tiempo para pensarlo. Pero no quisiera que tomaras una decisión apresurada, basada sólo en sentimientos, sin que antes pudiéramos hablarlo, como te dije, en persona. ¿Qué te parece? Ven a verme. Creo que sabes dónde vivo, pero de todas formas, mi dirección está en el membrete.

Te quiere,

Tu padre.”

 

Cuando terminé, volví a leerla una vez más y después se la devolví. Sin duda esperaba que dijera algo, pero yo todavía no había terminado de asimilar el contenido de la carta y me encontraba, de nuevo, muda.

—¿No reconoce esa carta?

—La verdad es que no. No la había visto nunca.

—O sea que no ha recibido nada parecido.

—No. Obviamente, si la hubiera recibido lo sabría. ¿Es lo único que han encontrado?

—No, pero sí que es, en mi opinión, lo más relevante. No tiene fecha, pero por los archivos del ordenador sabemos que el documento fue creado hace más o menos un mes, con lo cual hubiera tenido tiempo de sobra para enviarla. Si usted no la recibió, es porque algún motivo debió encontrar su padre para no mandarla.

No sabía qué decir. Trataba de aparentar tranquilidad, indiferencia, o cualquier sentimiento que no dejara adivinar lo nerviosa que me había puesto en realidad y las vueltas que daban en mi cabeza aquella llamada y esa carta. Pensaba en ambas, sobre todo en la segunda y en el motivo que había llevado a mi padre a escribirla. Según el policía fue escrita poco antes de que me llamara por teléfono. Sin embargo, el tono de ambas parecía tan distinto… En la carta daba la impresión de que no había transcurrido el tiempo, que no importaba la distancia entre ambos; como quien no quiere la cosa, me ofrecía trabajar con él después de años sin hablarnos, en un estilo que oscilaba entre lo amistoso y lo directamente mercantil. Y en la llamada, si bien es cierto que sólo tenía el termómetro de su voz, esa frialdad se había desvanecido y sólo quedaba una voz melancólica, y una despedida que, aunque no expresada, flotaba en el aire.

—¿Me escucha? —dijo el policía, mirándome fijamente.

—¿Perdón?

—Decía que es evidente que su padre quería ponerse en contacto con usted, y sin embargo no lo hizo. Pero algo es algo. Podemos deducir que su padre tenía planes para usted, a pesar de todo ese tiempo en el que usted sostiene que ni siquiera se telefonearon. ¿No le sorprende?

—Sí, me sorprende y no podía esperarlo de ninguna manera.

—En absoluto quisiera ofenderla, pero entienda mi extrañeza cuando al examinar sus archivos hemos encontrado esta carta, escrita unos días antes de su muerte. Tanto tiempo sin contactar con usted, y de repente… ¿Es posible que su padre conociera su precaria situación económica?

Supongo que en aquel momento debí ruborizarme, no sé si de ira, vergüenza, rabia o qué, porque sentí un calor súbito que me sacudió hasta las pestañas y me descubrí a mí misma apretando los puños y las mandíbulas. También él debió verlo, aunque no hizo ningún gesto ni añadió palabra alguna.

—Mi situación no es precaria —repuse, tratando de mantener la calma—. No tengo trabajo en este momento, pero eso no quiere decir que viva en la calle, si es lo que quiere dar a entender.

—Ni mucho menos, pero es cierto que su situación no es boyante, por así decirlo.

—Pues no, no lo es, pero… —salté—. Oiga, ¿qué puñetas insinúa?

—Cálmese. No quiero sugerir nada, me limito a hacer preguntas y usted a contestarlas, sin más, así que no se sulfure. Lo único que nos interesa, imagino que igual que usted, es que todo este asunto vaya aclarándose lo antes posible.

Me debió ver bastante afectada, más bien enrabietada, porque hizo una larga pausa en la que, sin dejar de mirarme, movió los papeles que tenía delante de un lado a otro, sin sentido, sólo para dar tiempo a que mi ataque de orgullo concluyera tan súbitamente como había empezado.

—Señora Alvar —dijo al fin, intentando retornar a su ya no tan encantadora y franca sonrisa—. Necesito saber cuanto pueda contarme. A veces eso implica hacer algunas preguntas que a usted le pueden molestar, pero siendo francos, creo que no me ha ayudado mucho hasta ahora, bien porque no ha podido, pero también creo que porque no le ha dado la gana. Espere, no me interrumpa. Dejémoslo ahí, si quiere. Pero al menos tendrá que aguantar que yo quiera esclarecer un poco este caso con las herramientas que tengo, que de momento, no son muchas. Sólo estamos reuniendo una serie de pruebas que nos permitan aclarar este asunto, que, para mi gusto, se está complicando demasiado. Y no estamos seguros, le garantizo que no estamos seguros de nada, por eso necesitamos saber más. Lamentablemente, según mi experiencia, el dinero está detrás de un porcentaje muy alto de homicidios. Así que estoy obligado a, por lo menos, comprobar si es posible encontrar un móvil económico en este asunto. Tanto en un sentido como en otro.

—¿Qué quiere decir?

No contestó; ni siquiera hacía falta la respuesta, como tampoco hacía falta la pregunta. Estaba claro lo que quería decir, pero no quiso lanzar una acusación más directa.

—Siguiendo con el tema económico, le informo que estamos investigando las cuentas y las propiedades de su padre, pero ¿piensa usted que su padre podía estar pasando algún apuro de este tipo?

—Ya me lo preguntó usted la otra vez…

—No, la otra vez le pregunté si su padre era rico. Ahora quiero saber si tenía algún problema económico. Deudas, préstamos…

—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo?

—Usted cree que su situación era buena. Sin ningún tipo agobio.

Resoplé. ¿Cómo pretendía que estuviera al tanto de la economía de mi padre, si ni nos dirigíamos la palabra?

—Sin embargo —continuó él—, tenemos aquí unos extractos bancarios que muestran que su situación era mucho menos desahogada de lo que se podía pensar en principio. Quiero decir, teniendo en cuenta que era un autor de mucha fama y prestigio... Le repito que todavía no hemos investigado esta vía a fondo, sólo tenemos estos extractos, la información de las cuentas corrientes, algún fondo… Ahora queremos seguir la pista de unos pagos y movimientos que…

—¿Quiere decir —le interrumpí— que estaba arruinado?

—¿Le sorprende?

—Un poco, sí.

—No estaba arruinado, en absoluto. Pero me sorprende ver estos números, mucho más bajos de lo que al menos yo esperaba. Puedo estar equivocado. De todas maneras de estos asuntos ya se enterará usted en los próximos días, supongo, cuando se lea el testamento, ¿no?

Como no moví un músculo, ni articulé el más mínimo sonido, el inspector, no sé si conforme o no, volvió a rebuscar entre los papeles.

—Se me olvidaba —dijo, mirándome de reojo—, también estamos revisando todas las llamadas telefónicas realizadas o recibidas por el señor Alvar, con objeto de, no sé, encontrar algo que nos resulte raro, fuera de lugar.

Ahí sí que comprendí que, tarde o temprano, él sabría que yo había hablado con mi padre no mucho tiempo atrás, si es que no lo había averiguado ya. Mi única esperanza es que no llegaran a revisar las llamadas efectuadas hacía dos semanas y sólo les interesaran las realizadas en los días previos a su muerte. Aun así, persistí en mi silencio.

—Veamos más detalles… ¿sabría decirme usted si su padre fumaba o no?

—Que yo recuerde, sí.

—Otras personas nos han dicho que no, que lo había dejado, o por lo menos lo estaba intentando.

—Pues debía de ser verdad, ¿cómo voy a saberlo?

—Nos sorprendió encontrar una colilla en el suelo de la terraza, y sabemos que era suya. Sin embargo, no había tabaco en la casa. Ni una cajetilla. Hay varios ceniceros, pero no en el despacho, donde él se encontraba.

—Quizás fumaba a escondidas.

—Usted también ha intentado dejarlo, ¿eh? Sí, es una posibilidad.

Pocas veces me he sentido tan incómoda como en ese momento. Almeida me preguntaba cosas que no sabía, e insinuaba otras que me daban miedo. Por otra parte parecía que me utilizaba como mero testigo de sus pensamientos acerca del caso, porque yo no podía resolverle ningún tipo de duda. Él hablaba y yo escuchaba. Pero yo estaba cansada de esa situación y le pedí que, si no tenía otras preguntas, me dejara marchar. Él, después de asentir pero con la mirada perdida, continuó hablando como si nada.

—No lo sé, hay aspectos de la investigación que decantan la balanza hacia el suicidio, pero hay otros… que me crean dudas. Por ejemplo, esa carta que hemos descubierto, no parece la de un hombre desesperado, sino la de una persona con planes de futuro, para él y para su hija. ¿No cree?  Y sin embargo, uno mira la nota que dejó, y no puede sino extrañarse: apenas unas líneas, escritas deprisa y corriendo, con la máquina de escribir y no con el ordenador, con el que trabajaba, o a mano. Como si se debiera a un impulso y no a una decisión meditada. Y ni siquiera la menciona a usted, y eso que las fotografías me inducen a pensar que su padre ni mucho menos se había olvidado de su hija. Hemos buscado huellas en la máquina de escribir, pero apenas pudimos extraer algunas, parciales, que no nos ayudarán en nada. Por otra parte, la autopsia ha revelado que su padre ingirió un par de pastillas tranquilizantes: nada excesivo, probablemente para dormir mejor. Creo que también se lo comenté el otro día, pero ahora tenemos la confirmación del forense. Por lo que hemos podido deducir, hizo exactamente lo que solía hacer cada noche: leer, cenar, tomar las pastillas… excepto que acabó en el suelo de la calle. La autopsia también nos ha revelado que murió en el acto por un grave traumatismo en el cráneo, producto de la caída, aunque también tenía otro golpe, a la altura de la ceja derecha, que el forense ha sido incapaz de dictaminar si se produjo también en la caída o no. Fue tan brutal y quedó en tan mal estado que es difícil de determinar.

Me removí en el asiento, molesta y seguramente muy pálida.

—¿La estoy incomodando?

—Sí. Mucho.

—Lo siento. Tal vez no debiera hablar en esos términos, pero tarde o temprano leerá usted el informe, supongo. En fin, hemos terminado. Sólo quería comentarle… estos avances, y aclarar un par de conceptos que necesitaba conocer de primera mano.

—¿Y los ha aclarado?

Él me miró, sonriendo de nuevo.

—No del todo. Pero vamos progresando.

 

Deambulé durante dos o tres horas por las calles del centro, sin encaminarme hacia ningún lugar concreto, simplemente con la intención de andar y esperar a que el aire fresco me despejara la cabeza y contribuyera, en la medida de sus posibilidades, a calmarme un poco. Había salido de la comisaría llevándome una desagradable sensación de angustia e incertidumbre por todo lo que había hablado, pero sobre todo, sobrentendido, durante la conversación con el inspector. Para él cada vez estaba más claro que mi padre no se había caído solo por aquel balcón. Mientras nos despedíamos él se había disculpado una vez más por si en algún momento me había sentido incómoda ante su rudeza al describir ciertos detalles de la investigación y de la muerte de mi padre. Ese era su principal defecto, según me confesó: que no tenía ningún tacto. Después, aunque se ofreció a llevarme de vuelta al hotel, decliné su invitación porque prefería perderme en ese largo paseo sin rumbo, y me saludó diciendo en tono despreocupado que volveríamos a hablar más adelante. Ahora sé que fui muy injusta con él, pero entonces sólo deseaba perderlo de vista.

Sería demasiado largo y farragoso intentar plasmar todos los pensamientos que recorrieron mi cabeza durante aquel vagabundeo, rodeada de rostros en los que no me fijaba y a través de calles que no reconocía, ensimismada. Sólo eran ideas inconexas, sensaciones, sospechas y remordimientos, todo junto y mezclado, formando una madeja de difícil digestión. Sumida en esa meditación estéril, casi demasiado tarde reparé en que las tiendas estaban a punto de cerrar y yo aún no había recogido mi carné y mi tarjeta de crédito de la librería. Tuve que acelerar el paso para llegar hasta la esquina donde se hallaba la tienda, y aun así, llegué a pensar que volvería a encontrarme la misma persiana metálica bajada hasta el suelo, clausurando la librería y causándome un buen problema, pues no podría recuperar los documentos por la tarde. Sin embargo, la encontré abierta. La persiana metálica estaba subida y el escaparate era visible. Había un hombre dentro, que no era el dependiente que me atendió el día anterior. Sentí cierta decepción por no poder hablar con aquel individuo extraño; hubiera querido hacerle algunas preguntas y cerciorarme de que nuestro conocimiento mutuo era real y no fruto de mi imaginación. Entré, sofocada, y él me saludó, sonriendo; aparte de su aspecto físico, esa amabilidad le diferenciaba de la persona que me había vendido el libro. Este tendría unos cincuenta y tantos o sesenta años, grueso, bastante calvo y con barba canosa. Llevaba un jersey de lana verde y unos pantalones de pana. Por cómo me había recibido, desde el principio supe que era una persona afable. Me preguntó en qué podía ayudarme, y le expliqué que el día anterior me había olvidado allí mi carné de identidad y una tarjeta de crédito al pagar un libro. Él se quedó mirándome, muy extrañado.

—Es raro —dijo—, porque Javier no me ha dejado ninguna nota y es una cosa importante. Espere un momento.

Empezó a abrir los cajones del mostrador, rebuscando entre los papeles. No le fue difícil dar con el documento y la tarjeta, para mi alivio. Por un momento pensé que el dependiente se lo había llevado.

—Aquí están. Disculpe. Es que mi ayudante no ha venido esta mañana todavía y yo no sabía nada.

—No hay problema —dije—. Ya está arreglado. Entonces, la persona que me atendió ayer es su ayudante.

—¿Javier? Sí.

—Y no sabe si va a venir hoy.

—Pues no, ¿tiene que dejarle algún recado?

Me lo pensé durante un instante. Sentía curiosidad, pero no tanta como dejar un mensaje a un desconocido.

—No, no se preocupe. Me hubiera gustado verle para hacerle unas preguntas… referidas a algo que estuvimos hablando ayer. No tiene importancia, en realidad.

Pero cuando estaba a punto de marcharme se abrió la puerta de la tienda, con su delatora campanilla eléctrica avisando de la entrada no de un cliente en este caso, sino del tal Javier, quien nada más verme allí mostró en su rostro una mueca que no supe interpretar si era de malestar o de preocupación. Creo que en esa boca no se había asomado una sonrisa en años. Vestía de forma muy parecida, o igual, al día anterior, con la gastada chaqueta y los vaqueros, y llevaba también una mochila de tela marrón al hombro. No obstante su desagrado, no se sorprendió al verme allí, porque él sí que sabía que tendría que volver a por mis cosas.

—Ah, mire, está justo aquí —fue el innecesario comentario del otro hombre, su jefe.

—Buenos días —saludé yo—. ¿Se acuerda de mí? Vine ayer a comprar un libro…

—…Y se dejó el carné y la tarjeta, sí. Están en el segundo cajón de la izquierda —dijo, señalando el mostrador.

—No se preocupe, ya lo he recuperado.

Se produjo un silencio incómodo, porque mientras me decidía o no a hablar con él, aquel hombre no pronunció una sola palabra. Se quedó allí, frente a mí, pero a diferencia de la noche anterior, ni siquiera me miraba. Sus ojos me evitaban a toda costa, y se movían incómodos por la tienda buscando un punto lo suficientemente alejado de mí como para fijar la vista en él. Finalmente resolví sacar el tema de la manera que fuese, aunque no en presencia de su jefe, porque aunque lo que tuviera que decir no fuera de todas maneras demasiado personal, necesitaba un poco más de discreción

—Verá, es que quería comentarle algo… relacionado con lo que hablamos ayer. Sobre los libros de Jorge Alvar —mentí. Lo hice porque me pareció la mejor manera de romper el hielo.

Me miró sin comprender, poniéndome las cosas un poco más difíciles aún.

—¿Tiene un minuto para hablar? —dije, para evitar más rodeos. Él miró a su jefe, que se hacía el distraído al fondo, con sus albaranes en la mano pero una oreja pegada a la conversación, y después de asentir, me abrió la puerta para que saliera a la calle; él me acompañó detrás. El dichoso timbre pitó dos veces.

Afortunadamente el día había salido más frío que los anteriores, pero despejado, por lo que al menos no nos mojamos hablando en mitad de la estrechísima acera, donde, eso sí, molestábamos a los viandantes. Él me miró desde su altura, con expectante curiosidad.

—Verá —comencé—, ayer cuando estuve comprando el libro de Jorge Alvar, al ver mi nombre y apellidos en el carné de identidad me preguntó usted si yo era pariente del autor…

—Yo no le pregunté nada —interrumpió.

—Sí que me lo preguntó, lo recuerdo perfectamente, porque claro, es el mismo apellido y tampoco es que sea muy común, y yo le dije que no tenía nada que ver con él, aunque en realidad es mentira, soy su hija. Se lo dije para que no me hiciera preguntas, porque no tenía muchas ganas de que nadie empezara a curiosear, ¿sabe? Es que estos días, como se imaginará, estoy bastante agobiada con lo que ha ocurrido y hay muchas personas que quieren hablar conmigo y probablemente ayer estaba de mal humor cuando entré en la tienda. Me supo mal haberle mentido, pero fue una reacción instintiva, sólo quería librarme de alguna pregunta inoportuna, no porque usted me inspirase desconfianza ni nada parecido. No fue nada personal, ¿entiende?

Le había soltado el discurso, aproximado a la realidad, estudiando mientras la expresión de su cara, que sin embargo no varió ni lo más mínimo. Sólo asintió, comprendiendo lo que le había dicho, y supe que ambos éramos conscientes de que lo que acababa de decir era una tontería útil para iniciar una conversación.

—¿Y ya está? ¿Sólo quería decirme eso? —murmuró.

—No, verá, en realidad no. También quería hacerle algunas preguntas, si no es molestia —como vi que iba a replicarme, seguí hablando sin darle opción a protestar, no fuera a escabullirse a la tienda de nuevo—. Usted es Javier, ¿verdad? Me llamo Gabriela.

—Lo sé.

Estrechamos las manos. Creí que la suya sería fría y sudorosa, pero sin embargo era cálida y suave, pese a las cicatrices, y el apretón, firme y prolongado.

—Es que ayer cuando vio mi documentación, supe de inmediato que usted me reconoció como hija de Jorge Alvar, sin tragarse el embuste, aunque no dijera nada. Por eso pensé que a lo mejor usted había conocido a mi padre de alguna manera, y además, como nos vimos en la plaza de Santa Ana aquella noche… ¿Recuerda? Yo había salido a tomar el aire, venía del teatro donde habían instalado la capilla ardiente de mi padre y usted se me acercó para pedirme fuego. Y ayer, después de dejarme aquí la dichosa tarjeta estuve en mi hotel, buscando en el bolso por si la encontraba allí, y di con una vieja fotografía que había encontrado entre las pertenencias de mi madre. Puede imaginar mi sorpresa cuando al observarla le reconocí a usted en esa fotografía. Se la enseñaré. ¿Ve? Está usted aquí, junto a mis padres y otras dos personas. Creo que está tomada cerca de la casa que tenía mi padre en la sierra.

Le mostré la imagen, que él miró durante un instante. Ignoro si se le pasó por la cabeza el negar la mayor, y decir que él no era aquel joven de pie, a la izquierda de la fotografía, que sostenía el cigarrillo. Pero el parecido era demasiado evidente. Me devolvió la fotografía, mirándome (¡al fin!) a los ojos, y esperando que yo continuara mi discurso.

—¿No le resulta curioso? —dije—. Fíjese, justo le encuentro a usted en esta tienda, por casualidad, comprando un libro y al final me acabo enterando por una vieja foto que era amigo de mis padres. Porque usted debía ser amigo suyo, ¿verdad?

—Nos conocíamos, sí.

Asentí. Su expresión cambió: ya no parecía en tensión, ni disgustado, sino simplemente triste, o tal vez agotado. Sus ojos se perdieron en el vacío, buscando algunos recuerdos, tal vez el momento en el que, en un día alegre, sin preocupaciones, fue de vacaciones al campo con unos amigos y entre risas y conversaciones se hicieron unas fotografías.

—Verá, me interesaría mucho hablar con usted. Es un poco complicado de explicar; más que complicado, largo, y no quiero aburrirle. Yo no tenía una relación muy estrecha con mi padre. Él y mi madre se separaron y yo me marché con ella. Estos días estoy hablando con muchas personas acerca de él, que me cuentan cómo era, qué hacía y cómo vivía, y he pensado que tal vez podría hacerle a usted algunas preguntas sobre él, ¿le importaría? Sólo es por satisfacer mi curiosidad. También, en parte, porque como sabrá si ha leído los periódicos o visto la televisión, mi padre pues, al parecer… —dudé antes de pronunciar el tabú, y finalmente, opté por no hacerlo—, cayó por el balcón de su casa, y me gustaría saber qué le ocurrió para… quiero decir qué le empujó a tomar esa decisión.

Mientras me escuchaba negaba con la cabeza, sin llegar a interrumpirme de palabra. Sus ojos oscuros relampaguearon por un momento al hablar de mi padre.

—No creo que pueda ayudarle —dijo—. Su padre y yo no nos veíamos desde hacía muchos años. Tampoco hablábamos. Lo que yo pueda contarle no le servirá de nada.

—Pero, ¿ni siquiera se acuerda de mí? Posiblemente me haya visto usted hace mucho tiempo, si estuvo en casa de mis padres. Yo era una niña cuando se tomó esa fotografía. Tendría ocho o nueve años. A lo mejor por eso me reconoció la otra noche. Porque me reconoció antes de leer mi nombre, ¿verdad?

Entonces volvió a observarme con más detenimiento, como había hecho las primeras veces que nos cruzamos, en la plaza y en la tienda. Murmuró un “no lo sé” casi inaudible, mientras hacía un evidente esfuerzo por recordar, aunque sus dudas era obvias.

—¿Usted me reconoció? —quiso saber, al igual que la otra vez.

—No, en principio no, pero…

—¿Lo ve? No es tan fácil. Usted tampoco se acuerda —me interrumpió.

—Pero lo cierto es que ayer, mientras miraba esa fotografía… no sé, tuve la sensación de que sí nos habíamos visto antes. De que lo conocía. ¿No ha tenido nunca esa sensación? De toparse con un desconocido y al cabo de un tiempo recordar que no es la primera vez que ve esa cara.

—Muchas veces. Demasiadas —respondió, sonriendo de forma enigmática.

—Pero, de todas formas, es normal que yo no me acuerde, era muy pequeña entonces y además tengo una memoria fatal para recordar a las personas. Pero cuanto más lo pienso, más segura estoy —afirmé, aun sabiendo que mi cerebro podía estar jugándome una mala pasada.

Por un momento pareció interesado en lo que escuchaba; al fin y al cabo fue él quien insistió en preguntarme si nos conocíamos. Pero después volvió a su actitud defensiva e indiferente.

—Mire, señorita Alvar, aunque quisiera, yo no podría ayudarla de ninguna manera. Es imposible. Comprendo su interés, pero no hay forma de que pueda darle ninguna información útil. Lo siento.

Ya iba a poner la mano sobre la puerta de la tienda, para empujar la hoja y perderse de nuevo entre los libros, pero le detuve, quizás, demasiado impulsivamente.

—No puedo creer que no pueda contarme nada sobre mi padre. No hablo ya de lo que le ha sucedido, no estoy investigando su muerte, no soy policía, sólo soy su hija. Sólo quiero saber algo más acerca de su vida, de estos años en los que yo no estuve. Es sólo curiosidad, ¿no le parece lógico?

—Lo que yo puedo contarle, Gabriela, bien puede saberlo a través de otros —se limitó a contestar.

—¿Y por qué no de usted?

—Porque lo que yo sé es lo que otros me han contado. No recuerdo nada más.

Le miré sin comprender; me pareció que estaba dando muchos rodeos para no decirme algo o bien su lenguaje era demasiado críptico para mí.

—No entiendo qué quiere decir. ¿Cómo que no recuerda nada más? ¿Se le ha olvidado o no quiere acordarse?

Suspiró, y al fin claudicó. Soltó la hoja de la puerta y se plantó frente a mí, con aspecto cansado y resignado, como si estuviera a punto de darme unas razones demasiado evidentes o que deberían ser sabidas de antemano. Algo que yo, por supuesto, desconocía.

—Tuve un accidente hace algo menos de veinte años. Con el coche. ¿Ve? —dijo, apartándose el pelo y mostrando una línea blanquecina que surcaba su cabeza, una cicatriz que su cabello ocultaba—. Apenas tengo recuerdos de lo que sucedió antes del accidente, todo se ha borrado. Cuanto sé es lo que pudieron contarme mis amigos y mi familia, pero no sé nada por mí mismo.

Mi estupefacción sólo era comparable a la vergüenza que sentía en ese momento. En toda mi vida no he deseado más que me tragara la tierra. Desde el primer momento di crédito a su excusa: me pareció demasiado extraordinaria como para ser sólo un pretexto más. Deduje, de inmediato, que su forma de andar, esa disimulada cojera también era consecuencia de aquella desgracia. Lo miré de arriba abajo sin saber qué decir, como una imbécil, mientras él apartaba de nuevo la mirada y soportaba el examen sin protestar.

—Lo lamento muchísimo —balbucí, después de unos segundos que parecieron horas—. Siento haberle ofendido…

—No me ha ofendido.

—Aun así, lo siento, no sé cómo disculparme. Es que pensé… creí que al haberme reconocido usted el otro día, y preguntarme si me acordaba de usted, tal vez…

—Reconocí su rostro, es verdad. O tal vez sólo verdad a medias. Creo que en realidad sí vi algo en usted que me era familiar, pero me parece que debí confundirla con otra persona.

—¿Con quién?

—Con su madre, probablemente.

Asentí; no me extrañó en absoluto, no era ni el primero ni el último que me lo diría.

—Pero entonces, usted recuerda a mi madre —repliqué confundida.

—Es… algo complicado.

Él se removió, incómodo. No quería importunarlo más, pero mi curiosidad (que empezaba a extenderse a aquel hombre per se, al margen de la relación que hubiera tenido con mi padre) no estaba dispuesta a desistir tan fácilmente. Pensé que podría intentar compensarle por mi evidente falta de delicadeza invitándole a comer; aunque bien mirado, era una manera extraña de compensar esa carencia de discreción si durante la comida le iba a seguir bombardeando a preguntas. De todas maneras, no pude reprimirme.

—No sé qué le parecerá lo que voy a proponerle, pero, ¿le importaría que le invitara a comer? Así tendrá tiempo de explicármelo, sólo si usted no tiene inconveniente, por supuesto. No le haré muchas preguntas, se lo prometo. Sólo lo que usted pueda y quiera contarme. Y si no quiere contarme nada, no me importará, sólo conversaremos, nada más. Al menos me sentiré mejor, y paliará un poco mi metedura de pata. ¿Me permite? Por favor. Estoy pasando unos días en Madrid y la verdad es que aquí no tengo apenas familia ni amigos, y para mí será como reencontrarme con un viejo conocido, o al menos, un amigo de la familia.

Dudó; no creo que le apeteciera lo más mínimo, pero puse cara de no haber roto un plato en mi vida y mueca suplicante, un ardid al que le he sacado mucho fruto en numerosas ocasiones, y aunque dudo mucho que a él le ablandara, acabó por ceder, musitando tan sólo “está bien”. Luego gruñó un poco diciendo que tendría que ir a trabajar esa tarde a la tienda, porque había muchas cosas que colocar, mencionó envíos nuevos o algo así, echándome la culpa de que su trabajo se iba a retrasar por mí. Hice como si no le estuviera escuchando. Entró en la tienda, habló un momento con su jefe y salió de nuevo a mi encuentro.

Caminamos un rato hacia mi hotel; él dijo que podíamos ir a un lugar cerca de la Plaza Mayor, donde conocía algunos sitios donde él comía bien habitualmente. Agradecí su sugerencia, porque yo sólo había visitado los bares de la plaza de Santa Ana. Mientras encendía un cigarrillo me preguntó por el libro que había comprado.

—Sólo leí unas cuantas páginas anoche —admití—. Estos días están siendo más difíciles de lo que pensaba y no es fácil encontrar un momento de tranquilidad para leer. Me refiero a un instante en el que pueda concentrarme.

—Entiendo, pero ¿no ha leído los libros de su padre?

—Sólo algunos. En eso no le mentí.

Sus cejas se arquearon mostrando sorpresa y quizás algo más, pero no añadió ni una palabra.

Al ser sábado al mediodía, las calles estaban atestadas de gente y en la Plaza Mayor se formaba un curioso carrusel donde multitud de personas deambulaban bajo los soportales siguiendo el cuadrado que formaban los lados de la misma, dejando casi vacío el centro. Allí nos detuvimos un instante, al pie de la estatua donde un grupo de turistas se fotografiaba desde todos los ángulos posibles.

—¿Cómo supo que usted y yo nos conocíamos? —me preguntó de repente, mirándome con una expresión que no supe interpretar si era de desconfianza o de curiosidad.

—Ya le he dicho que es más una sensación que una certeza. La verdad es que no guardo demasiados recuerdos de mi infancia, de cuando mis padres estaban juntos. Mi padre además recibía muchas visitas, de amigos y conocidos, compañeros de trabajo. Ya le he dicho que no puedo recordarlos a todos… pero por alguna razón, después de ver esa fotografía y de verle a usted en persona… No sé, quizás frecuentara mi casa a menudo, fuera más habitual que los demás. Por eso tengo esa sensación.

No había dejado de mirarme, y en su examen había algo de turbador, una persuasiva fijeza en sus ojos. Suspiró, apartándolos y asintiendo. Se recostó contra la verja que protegía la estatua como si estuviera cansado.

—Gabriela, de verdad que no entiendo cómo voy a poder ayudarla —saltó de repente, repitiendo la cantinela. Por un momento pensé que iba a marcharse y dejarme plantada allí. Yo, en un gesto atrevido por ser un completo desconocido, le agarré del brazo y tiré de él suavemente hasta que reanudamos el paso. En cuanto notó el contacto de mi mano se puso rígido, pero no se desembarazó de mí.

—No pretendo que me ayude. No busco ayuda. Sólo dígame cómo conoció a mis padres. ¿Puede recordar eso? ¿Recuerda cuándo se hicieron esa fotografía?

—¿Por qué le importa esa fotografía?

—No es que me importe. Pero, por la fecha, creo que más o menos coincide con la separación de mis padres. En realidad es anterior, algo más de un año, creo. Y me gustaría saber más acerca de ese momento.

Él no puso más objeciones, aunque por su gesto creo que no estaba encantado de hacer aquel esfuerzo mental.

—Jorge era profesor mío en la Universidad, en la Facultad de Letras. También el otro hombre que aparece en la foto. Se llama Edelmiro Fuentes, ¿lo conoce?

—Sí. Es escritor también, ¿verdad?

—Sí, otro gran escritor. Quizás también debiera recordarlo a él. Era muy amigo de su padre. Es chileno. Su padre era diplomático o político o algo así, y se exilió en España durante los primeros años de la dictadura. Luego regresó. Edelmiro, no sé cómo, consiguió ser admitido para dar unas clases en la misma Universidad que Jorge, de ahí su amistad. Ambos eran muy jóvenes.

—¿Y recuerda sus clases?

—Vagamente. Mi memoria está completamente fragmentada. Sé que ellos, especialmente Jorge, eran profesores… ¿cómo decirlo? Especiales, quizás. Magnéticos. De esos que cuando los encuentras te hacen recordar por qué quisiste escoger esta profesión. Ponía toda la pasión posible a su trabajo, y a veces aún más que eso. Quiero decir que vivían para todo lo que tenía que ver con la Literatura.  Además, establecía una relación especial con los alumnos, estrecha, casi de amistad. En mi caso, así fue. Sus clases se parecían más a un diálogo que a una lección magistral. Aunque, de todas formas, era muy exigente. Tremendamente exigente. Nos quejábamos de sus exámenes porque eran los más largos y nadie nos hacía sudar de semejante manera. Él se reía, se lo tomaba a bien y con humor, y por supuesto, no cambiaba un ápice su manera de hacer las cosas; en el fondo a nosotros tampoco nos importaba. O mejor dicho, sí. Hubiéramos salido perdiendo y nos hubiera decepcionado.

“Enseñaba literatura española, y como era una Universidad relativamente joven y todavía no había demasiados profesores, pudimos disfrutar de él tres años, de manera discontinua, en otras tantas asignaturas que compartía con varios profesores. Especialmente en cuarto curso, cuando más contacto tuvimos con él. Él era especialista en literatura del diecinueve, ya sabe, la novela realista y la generación del 98. Para entonces, algunos teníamos ya bastante confianza con él, después de todo nos llevábamos apenas diez años. Él organizaba unas reuniones “literarias”, por llamarlo de alguna manera; en realidad eran simples tertulias, donde se hablaba de literatura pero también de otras muchas cosas, de política, por supuesto, y hasta de fútbol. Solíamos ir a una casita que tenía en la sierra, cerca de El Escorial. Supongo que la fotografía fue tomada allí, o en un lugar cercano“.

—Sí, la casa de la sierra —le interrumpí—. Íbamos allí algunos fines de semana, y durante las vacaciones de verano. En realidad era de mi abuelo, pero él no la usaba porque vivía en Barcelona. Era pequeña, de dos plantas, y con un jardincito en la parte de delante y un patio detrás.  Era un sitio acogedor. Hay un embalse cerca, y a veces íbamos hasta él en coche para bañarnos y comer junto al agua cuando hacía buen tiempo. Entonces, usted también la recuerda.

—No. O mejor dicho, sí, porque me lo han recordado muchas veces. Sólo por eso.  No crea que mantengo en mi memoria todo lo que le he dicho: en realidad la mayor parte de lo que sucedió aquellos años he ido reconstruyéndolo con piezas que los demás han ido poniendo en ella, en los años posteriores al accidente. Hablando en plata: me tuvieron que contar mi vida de nuevo.

—Entiendo —murmuré. Sentí pena por aquel hombre, que había tenido que revivir sus propios años a través de los demás.

—Lo mismo me sucede con aquellas reuniones. Prácticamente se me han borrado los rostros de quienes asistimos a ellas, lo que dijimos y hasta el motivo por el cual estábamos allí. Según tengo entendido se hacían para fomentar un hábito en la Literatura, una especie… de círculo literario, por llamarlo de alguna manera, y ayudar, o mejor dicho, ayudarse entre sí aquellos que querían dedicarse a escribir. Jorge y Edelmiro sólo escogían a los mejores alumnos de sus clases como invitados.

—Ah, entonces estaba usted entre sus mejores alumnos.

—El mejor, según me dijeron.

Pronunció estas palabras sin el menor atisbo de orgullo o vanidad; al contrario, me pareció que había un deje de desprecio en su voz.

Seguí a Javier, pues a partir de ahora lo llamaré por su nombre de pila en la narración, hasta un bar bastante escondido en una de las calles que brotaban del rectángulo de la plaza. Era un local alargado, casi un pasillo debido a su angostura: apenas cabían unas pequeñas mesas en la parte izquierda, y la derecha estaba ocupada por una barra que se extendía casi hasta la pared final, donde estaba la máquina tragaperras y la de tabaco, y la puerta de los servicios. Estaba lleno, pero nos pudimos hacer un hueco de pie, junto a la barra. Era el típico local español, aunque no para turistas, sino más bien de los de parroquianos fijos un día sí y otro también. El suelo estaba muy sucio, lleno de papeles y restos, pero la barra metálica era mantenida en un sorprendente estado de pulcritud. Los camareros, que seguían un ritmo frenético, nos atendieron enseguida; a él lo saludaron como a un habitual. Nos decantamos por unos calamares a la romana —los mejores que he probado en toda mi vida— ensaladilla rusa y huevos de codorniz fritos. Tuve que darle la razón: estaba todo buenísimo. Yo lo acompañé con una cerveza, pero observé que mi acompañante desde el principio empezó a trasegar una ginebra tras otra. Después del paréntesis que supuso el pedir la comida, continuamos hablando —yo, más bien, escuchando—, aunque a un volumen notablemente más alto, porque era difícil escucharse en el bar.

—Aquellas tertulias —prosiguió—, se prolongaron durante algunos años, y aunque en principio estaban dirigidas sólo a los alumnos, algunos, como yo, al acabar los estudios, seguíamos acudiendo. Así fue cómo trabé más amistad con su padre y también con su madre.

—¿Ella también asistía?

—No lo sé. No puedo decirlo. Puede que sí. Pero al parecer yo pasaba mucho tiempo en su casa de Madrid y prestaba la ayuda que podía a Jorge.

—Entonces debieron de hacerse muy amigos —apunté yo—. De ahí que aparezca en las fotografías.

—Sí, supongo que debí hacerme querer por la familia —respondió, sonriendo—. Ignoro si entraba usted en ese paquete. Siempre he tenido buena mano con los hijos de mis hermanos, así que es posible que usted y yo nos lleváramos bien entonces.

Asentí y reí yo también, un poco avergonzada de no recordar con la claridad que hubiera deseado ese episodio de mi vida, estando en teoría en condiciones de hacerlo, no como él. Pero como le había dicho, era demasiado pequeña y en aquella época mi casa a veces parecía un café donde circulaban personas en un goteo incesante. Mi padre tenía demasiados amigos.

—La verdad es que durante aquellas reuniones, aparte de hablar de literatura, nos divertíamos mucho. No hay que idealizarlas demasiado. El concepto era muy byroniano, pero aquello no pasaba de una reunión de amigos de la Facultad con ganas de pasárselo bien, aunque nos gustaba llamarlas pomposamente “las reuniones”. Los viernes nos veíamos por los pasillos y nos preguntábamos, casi como en secreto, ¿vas a ir a la reunión? Tenía su gracia. Nos contábamos cuáles eran nuestros autores favoritos y cuáles no nos gustaban, y el asunto a veces tomaba un cariz ridículo, de tan forofos que éramos. Éramos jóvenes y todo nos lo tomábamos así. Aunque su padre era tan vehemente como nosotros, o más. Era divertido. Y ya le digo que escucharle era la mayoría de las veces un placer, aun cuando no estuviera dando clase. A veces la tertulia se prolongaba hasta muy altas horas, el amanecer incluso, y nos quedábamos adormilados en cualquier rincón o en un sofá.

—¿Y surtieron efecto? Es decir, ¿los animó a alguno de ustedes a ser escritor o a dedicarse a la Literatura de cualquier manera?

—Bueno, a Jorge le fue bastante bien en su carrera —replicó, poniendo una mueca extraña en sus labios—. Y a Edelmiro. De los demás, no sé de ninguno que haya progresado demasiado, o siquiera que haya trascendido, aunque alguno se ha defendido intentándolo.

—¿Y usted? ¿No lo intentó?

—¿Yo? Pues sí, lo intenté —dijo, mientras hacía una pausa para apurar de un trago el vaso de ginebra y pedir otro. También encendió otro cigarrillo—. Y al parecer, no se me daba mal. Eso dicen. Tenía algunos trabajos guardados, algún relato, poesía… lo habitual. Entonces llegó el accidente y todo se terminó.

—¿No pudo seguir trabajando después?

—¿Está de broma? Ni siquiera era capaz de reconocer a mis padres. Fue un milagro que no tuviera que aprender a hablar o a caminar de nuevo. Aunque en realidad sí que tuve que aprender a andar: tenía la pierna destrozada. Pero eso fue lo de menos. No, era del todo imposible que pudiera continuar trabajando como hasta entonces. Hubiera sido como intentar emular a Martin Eden: pasar del desconocimiento absoluto al éxito. Nunca llegué a reconocer mis propios apuntes, ni mis notas, nada de lo que había escrito anteriormente. Y ni siquiera tenía ganas de hacerlo.

Asentí, sin pronunciar palabra. Él había dado sus razones sin apasionamiento, simplemente describiendo un hecho ocurrido hacía diecinueve años con fidelidad de cronista. Nada más. No había emoción en él al explicar su desgracia, probablemente porque la había contado tantas veces y tantas veces había pensado en ella que hasta la rabia había terminado por pulirse y desgastarse.

—Pero a Jorge le fue muy bien —repitió—. Un tiempo después de mi accidente publicó La huida. Y a partir de ahí, fue lanzado. Tuvo todo el éxito que quiso y más, aunque es verdad que nunca pudo igualar la cota que alcanzó con ese libro. Pero aun así, ¿qué importa? Ya tenía lo que quería, lo que más deseaba. ¿Ha leído ese libro? —asentí—. Sí, claro que lo ha leído, como todo el mundo. Usted con más motivo. Yo tardé mucho tiempo en leerlo; digamos hasta que tuve de nuevo Facultades suficientes como para asimilarlo. Después, he vuelto a tenerlo entre las manos muchas veces. Para mí lo tiene todo.

La huida, aquel libro por el que le pregunté en nuestro encuentro en la librería y que se había agotado, la primera obra realmente conocida de mi padre, era una novela ambientada en Estados Unidos, influido tal vez por su estancia de casi un año en la Universidad de Michigan. Su protagonista era Hunter Mayfield, un hombre que huye, sin motivo aparente, viajando de un sitio a otro, dejando a su familia y amigos sin que nadie pueda encontrar las razones de su huida. A lo largo del libro se traslada atravesando el país y recalando en Europa y cada vez que logra establecerse en un lugar, incluso después de formar una nueva familia, un motivo, oculto y no mencionado en el libro, lo impulsa a desaparecer de nuevo. En una ocasión leí que la obra era descrita como “una cuerda de la que no conocemos ni su principio ni su final”. Y era una descripción acertada: el lector no conoce ninguno de los antecedentes del protagonista, puesto que llega hasta a él justo en el momento de su primera huida, y no sabe cuál es su final, pues mi padre, aparentemente, había querido cortar la narración en un punto, de manera abrupta y sin explicación evidente, y por tanto el destino del fugado es una incógnita. Se especuló durante algún tiempo con que mi padre preparaba una segunda parte del libro donde, al menos, se explicaría cuál fue ese final y las razones que le espoleaban a huir constantemente; sin embargo esa segunda parte nunca llegó, y con el tiempo se dejó de teorizar sobre el fin de aquel hombre y más sobre lo que significaba la obra en sí, el concepto de la fuga sin fin. En cualquier caso, el libro le había dado suficiente fama y prestigio a Jorge Alvar como para que todas sus obras posteriores fueran esperadas con impaciencia y tratadas con benevolencia por la crítica; aparte de convertirle en un escritor capaz de vender una ingente cantidad de libros a lo largo de su carrera.

—¿Sabe? Recuerdo muy pocas cosas de Jorge en aquella época —dijo Javier—. Eso no quiere decir nada, me pasa con cualquiera. Pero a medida que han ido transcurriendo los años he recuperado, más que recuerdos, sensaciones. Es difícil de describir. No puedo recordar un rostro, qué me dijo tal persona o qué sucedió en cada momento. Pero poco a poco han ido regresando las sensaciones que me provocaban determinadas personas. Los sentimientos. Y el sentimiento que me inspiraba Jorge era el de una persona con una determinación fuera de lo común: lo que deseaba, lo acababa consiguiendo. Por encima de todo. Como con ese libro: se empeñó en convertir su voluntad en realidad y lo consiguió. Me alegré por él.

Hablaba de memoria, como un robot, mirando el plato de comida y el vaso de ginebra. Tan ensimismado estaba que para escucharlo en medio de aquel gentío tuve que acercarme a él. Olía a tabaco; su chaqueta era incluso más vieja de lo que parecía a simple vista, y su camisa tenía el cuello muy desgastado.

—Parece como si tuviera algo contra eso —dije, sonriendo.

Hice el comentario en un tono amigable, pero él me miró y al instante supe que no le había sentado nada bien. Encendió un cigarrillo casi al mismo tiempo que bebía otro trago, largo, interminable, de su vaso y yo introduje un calamar mi boca, esperando a que tras el silencio se aclarara el motivo de mi impertinencia, o al menos quedara ésta olvidada. Era evidente que poseía una susceptibilidad excitable, y probablemente un genio bastante vivo.

—Yo no tengo nada en contra de nadie —me dijo, después de un buen rato.

—No, claro que no. Disculpe. Es sólo que… me extrañó esa forma de hablar, sin más. Una tontería.

—Sí, desde luego. No he dicho nada malo de él —se defendió—. Supongo que usted le tenía mucho cariño, a pesar de no haberle visto en años, y lo mismo podría decir de él. Por eso se fueron usted y su madre de casa, supongo.

El sarcasmo, que no venía a cuento, me dejó sin habla, primero en tal estado de perplejidad y luego de irritación que lo único que cabía en ese momento era respirar hondo y contar hasta cien para evitar la tentación de soltarle un guantazo a aquel tipo. Debí enrojecer de rabia como en mi vida, a pesar de que, en el fondo, no había escuchado nada que no supiera antes. Pero oírlo de boca de un desconocido, probablemente un completo imbécil, por poco me saca de mis casillas.

—Pues veo que conoce bien la historia de la familia, aunque de todas formas se equivoca usted de plano —balbucí.

—La conozco más o menos, ya ve. Pero no se moleste por lo que digo —añadió con naturalidad—. Se ha puesto de color granate.

—Me he puesto de color granate porque creo que se ha pasado con ese comentario, cuando yo no he querido ofenderle voluntariamente, de hecho todavía no entiendo por qué se ha molestado, pero aun así le pedí disculpas.

Él sólo sonrió, una sonrisa sardónica, de superioridad, sabiendo que había querido cabrearme y había tenido un éxito rotundo, sin más calificativos.

—Creo que —añadí con intención de atacarle de igual manera—, por cómo ha hablado de él y se ha puesto a la defensiva, tenía efectivamente algún problema con él, y me parece que ese problema no es más que envidia. Envidia por su éxito, un éxito conseguido a base de esfuerzo, como puede imaginar. Está claro que le hubiera gustado tener su misma reputación, o fama, o lo que sea, y ojalá hubiera sido así, tal vez si no hubiera tenido ese accidente… pero de eso nadie tiene culpa y no es motivo para hablar mal de alguien que fue su amigo y su mentor.

No decía nada, sólo me escuchaba —eso creo—, mientras yo le soltaba un chorreo que sólo servía para liberar un poco de mi indignación. Agarré la cartera para pagar la comida, pero él me detuvo sujetándome la mano.

—No se haga la ofendida. Y si de verdad está enfadada, lo siento. No tengo nada en contra de Jorge Alvar, se lo he dicho y se lo repito ahora. Como ya le he explicado, hace mucho que él y yo no nos veíamos. Tampoco creo que me haya referido a él de manera despectiva. En cuanto a lo que acaba de decir, sólo puedo contestar: por supuesto. Por supuesto que lo envidio, y más que por el éxito en sí mismo, por la capacidad de hacer lo que hizo. Y me estoy refiriendo a sus obras. Yo no la tuve y es natural que la quiera para mí. Tiene toda la razón. Pero si es verdad que guardo algún resquemor hacia él, probablemente se debe a motivos más prosaicos, y no me importa contárselo. Después del accidente, cuando estuve más o menos recuperado, acudí a él, porque me había prometido que me ayudaría a buscar trabajo; como profesor, quizás, aunque en la Universidad era casi imposible. Pero no lo hizo. Pensó, y así me lo transmitió él mismo, que había perdido buena parte de mis capacidades intelectuales, aparte de las físicas. Y decidió desentenderse de mí. Tan sólo eso. Es muy posible que tuviera razón, y que yo no estuviera en condiciones de afrontar ese tipo de trabajo, de impartir clases. Pero también comprenderá que me sintiera desencantado. Sin embargo, le advierto que eso sucedió hace muchos años, y del desengaño no quedan prácticamente ni los recuerdos.

De nuevo se había explicado con tranquilidad, desapasionado hasta para admitir sus defectos. No supe si era una pose o realmente no sentía nada cuando relataba las razones, íntimas, de sus antipatías. No quise añadir nada más; de todas maneras, él no parecía escucharme, ni tan siquiera interesado en alargar su explicación. Consideraba que ya había dicho suficiente y se concentraba en vaciar su tercer vaso de ginebra. Terminamos de comer en medio de un prolongado silencio que sólo pareció incomodarme a mí. Fue él quien insistió en pagar la comida entonces, a pesar de mis protestas, pero no me dejó hacerme cargo de la factura porque “yo no tenía por qué respaldar sus vicios”, en referencia al alcohol que había tomado y que, a decir verdad, no parecía hacerle mucha mella. Abandonamos el bar, agradecidos, al menos yo, de dejar atrás el jaleo y el trajín incesante de gente, que enturbiaba un poco el disfrute de la comida. Pero de todas maneras, no la había saboreado después de una conversación cortada de forma abrupta por aquel malentendido. Le pedí que al menos me permitiera invitarle a un café y él accedió, aunque mirándose el reloj con un fastidio que ignoré por completo. Buscamos un bar tranquilo —por contraste con el anterior— y pronto lo encontramos en una esquina de camino hacia el hotel, en la calle Huertas.

—Siento si le he despertado algún recuerdo doloroso. No era mi intención.

—Sí, lo sé. Pero siempre que se habla del pasado se corre ese riesgo. Pero no se preocupe: “La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado”, como dijo García Márquez. Le repito que aquello ocurrió hace mucho, y de todas formas, él tenía razón.

Tal vez lo pensara así García Márquez, pero sus propias palabras decían una cosa y su rostro, evidentemente, otra muy distinta. Tenía la mirada perdida en sus ensoñaciones, y su expresión era de amargura mal disimulada. Movía la cucharilla del café mecánicamente mientras la ceniza del cigarrillo que sujetaba con la otra mano se acumulaba y amenazaba con caer por su peso sobre el mantel. Yo lo observaba de reojo, y él no decía nada, sólo pensaba, pensaba quizás en aquel momento en el que se encontró cerrada la puerta de Jorge Alvar y se sintió traicionado, y quizás, como había dicho, era aquel sentimiento el que permanecía oculto entre las numerosas arrugas que surcaban su piel alrededor de los ojos cansados.

En aquel momento me sentí bastante cercana a aquel hombre, porque ambos habíamos compartido sinsabores provenientes de la misma persona, y de muy parecida factura: a los dos nos habían ignorado, a ambos nos habían despreciado, a él como amigo y discípulo y a mí como hija. Eran por supuesto escalas diferentes, pero aun así, sentí una especial simpatía por él que antes había quedado vedada, sin duda porque no era un hombre fácil en el trato y hasta se podía considerar arisco y displicente en sus maneras.

—Sentí mucho la muerte de su madre —me dijo—. Me enteré por un amigo común, de la carrera. Laura era una persona estupenda. Especial.

Asentí, dándole las gracias. De repente, se me habían humedecido los ojos.

—Lo pasó muy mal. Y con ella, todos nosotros.

—Sí. Apenas puedo imaginarlo. Me hubiera gustado visitarla cuando estaba enferma, pero ni siquiera lo supe.

Yo no tenía ganas de hablar de mi madre, y tampoco estaba segura de poder hacerlo en ese momento sin romper a llorar como solía sucederme, por lo que cambié de tema con rapidez.

—¿Y nunca quiso volver a hablar con mi padre después de aquel problema? ¿Aun después de tantos años?

—¿Nunca quiso hacerlo usted? Era su padre. ¿Por qué ni siquiera lo intentó?

La de veces que me habían preguntado eso mismo durante los últimos días.

—¿Cómo sabe que no lo intenté? —respondí, picada.

—Porque no lo consiguió. Probablemente, si hubiera querido, hubiera vuelto con él, ¿no es así?

—Sí, supongo que sí. Pero ojalá fuera todo tan sencillo.

—Sí, ojalá fuera sencillo, pero nunca lo es.

Me contó entonces que después de aquella época su vida había sido tranquila, bastante anodina, casi siempre trabajando como dependiente de librerías, porque nunca tuvo dinero suficiente como para montar una propia, “ni hubiera querido hacerlo, no soy buen empresario”, me dijo. En esta última, la librería Silva, llevaba trabajando diez años, y estaba a gusto. En realidad, Jorge Martín, el hombre rechoncho de la perilla y gafas redondas, no era el dueño de la tienda, sino su mujer, que había heredado el negocio de su padre, y su marido y yerno de éste había querido conservarlo a pesar de que los beneficios eran muy magros. Pero al menos bastaban para pagar el sueldo de su empleado. Javier lo había conocido porque era amigo de su padre, y gracias a eso lo contrató. En general, decía, estaba satisfecho de trabajar allí, porque hacía y deshacía a su antojo, sin que su teórico jefe se metiera demasiado en cómo Javier llevaba la librería, aunque los asuntos económicos no eran de su competencia. Además, casi siempre estaba solo, porque el dueño debía atender sus negocios como transportista.

Cerca de las cinco Javier me anunció que debía marcharse, que tenía asuntos que atender, aunque antes quería pasarse por la librería para ordenar unos pedidos que tenía pendientes. Me ofrecí a acompañarle. Hacía frío, y los dos caminábamos un poco encogidos y arrebujados en nuestras insuficientes ropas de abrigo. Lamenté que nuestro encuentro fuera a terminar tan pronto, porque había muchas preguntas que me habían quedado en el tintero, y así se lo dije cuando llegamos a la esquina de la librería.

—Me hubiera gustado que pudiéramos hablar más. Hay cosas que querría saber de aquella época que mi madre nunca quiso revelarme.

—No creo que pueda responderlas… ya le he hablado de cuanto me unía a sus padres, nada más.

—Pero, ¿y qué me dice de Andrés Alvar? ¿Lo conoce? Seguro que sí. Apenas hemos hablado de él

Él asintió.

—Creo que es mejor que lo que tenga que preguntarle, se lo haga directamente a él. Nunca tuvimos demasiado trato, creo. Y si lo tuve, no puedo recordarlo.

—Verá, estoy tratando con mucha gente desconocida para mí estos días. No sé cómo piensan, no sé qué quieren, y todos me ven, y con razón, como una intrusa. Por eso hago tantas preguntas; no es que me enloquezca fisgonear en la vida de los demás. Simplemente tengo la sensación que me he metido a la fuerza en un mundo que no es el mío, y me cuesta ubicarme y saber qué esperan los demás de mí.

—Pues que tenga suerte en la tarea. Yo ya no puedo prestarle más ayuda —insistió—. Suponiendo que las cuatro estupideces que le he contado le hayan supuesto una ayuda, cosa que dudo infinitamente.

Era evidente que él tenía prisa por marcharse y no deseaba seguir hablando conmigo, y menos de temas que probablemente le traerían recuerdos que no deseaba revivir. Sin embargo, ya entonces estaba convencida de que no sería la última vez que nos veríamos, y el tiempo me dio la razón. Quizás fuera intuición, o tal vez un simple análisis de los acontecimientos hubiera revelado que nuestros caminos debían cruzarse de nuevo de forma inevitable. Por lo que fuera, sabía que no era necesario insistir más, porque en el fondo tarde o temprano nos encontraríamos de nuevo. Pero, para mi sorpresa, él seguía allí, delante de mí, sin entrar en la tienda cuya persiana metálica acababa de subir con estruendo. Dudaba, mirándome, hasta que por fin se atrevió a preguntarme lo que le rondaba por la cabeza.

—De todas formas —dijo—, yo también me he quedado con ganas de saber, de preguntarle acerca de algunas cosas, pero me ha sometido a un tercer grado demasiado intenso.

—Lo siento mucho —me disculpé, alzando las palmas de las manos—. Soy terrible: se me mete una idea en la cabeza y no paro hasta llevarla a cabo, aunque tenga que molestar a quien sea. La verdad es que he sido un poco maleducada y debe haberse hartado de mí. Pero le propongo una compensación…

—¿Otra trampa?

—No, en absoluto. Podríamos vernos… la verdad es que no sé cuándo —murmuré, mientras repasaba mentalmente el calendario—. En realidad iba a marcharme hoy, pero no ha podido ser. Pero podríamos tomar un café en cualquier momento, mientras yo esté aquí o en otra ocasión que venga a Madrid, y entonces usted preguntará y yo responderé. Prometido.

Me enseñó de nuevo esa media sonrisa que era su rasgo más distintivo, incluso más que su extraña manera de mirar o del hoyuelo de la barbilla, y que utilizaba para transmitir muchos pensamientos diferentes: en este caso, de incredulidad. Pero aun así, asintió levemente con la cabeza. Estaba mucho más relajado que al comienzo de nuestra entrevista, pero bien podía deberse al efecto de las ginebras. Le tendí la mano y él me la estrechó con suavidad, demorando un segundo el apretón. Entonces su expresión cambió rápidamente, y fue otra vez un hombre triste y agotado.

—Gabriela —me dijo, dubitativo—. Siento mucho haberla ofendido con lo que dije de su padre. A veces soy… bah, qué más da. Sólo debe saber que fue un gran hombre, no le quepa la menor duda.

Asentí, emocionada por aquellas sencillas palabras, en apariencia sinceras.

—Ha sido… un placer conocerla de nuevo —dijo—. Otra vez, después de tantos años.

—Lo del café es una promesa, recuérdelo.

—Tranquila. Tengo buena memoria.

Y desapareció en su tienda, echando esa persiana metálica que lo aislaba del mundo.