XI

 

 

Me presenté un martes al mediodía en la librería Silva. Aunque había vuelto a Madrid varias veces, había conseguido evitar aquella zona de la ciudad. Me había contenido lo suficiente como para no frecuentar las calles aledañas a la librería, para evitar tropezarme con él (todavía no había perdido la dignidad necesaria como para forzar un encuentro fortuito). Lamentablemente, y tal y como me esperaba por la breve conversación que había tenido por teléfono con el dueño, aquello que me atraía no estaba donde debiera. Jorge Martín, ese hombre afable, orondo, con barbita de intelectual, aunque según me había contado Javier distaba mucho de serlo, me atendió detrás del mostrador y de sus gafitas redondas.

—Buenos días, ¿en qué puedo atenderla?

—Buenos días. ¿Javier Artaleda, por favor?

—No se encuentra aquí en este momento.

—Llamé ayer y me dijo, imagino que fue usted quien me atendió por teléfono, que estaba enfermo. ¿Sigue así?

—¿Fue usted quien llamó? Sí, sigue sin venir por aquí, y ya estoy empezando a preocuparme.

—¿No sabe nada de él?

—Sí, llamó hace cuatro o cinco días, asegurándome que iba a venir pronto, pero no he vuelto a tener noticias suyas. ¿Ha llamado a su casa, tiene usted su teléfono?

—Tengo su número, pero he llamado varias veces y no responde.

Me miró pensativo, torciendo el gesto en un leve atisbo de culpabilidad. Sin añadir una palabra, tomó el teléfono y marcó un número. Después de dejar que sonara muchas veces, colgó.

—Me dijo que había tenido un problema con una gripe que se le había complicado y que le había dejado débil, pero que enseguida volvería. Tal vez debería haberme preocupado más —añadió.

No dejaba el buen hombre de acariciarse la barbita, probablemente un gesto recurrente en sus momentos de ansiedad.

—Creo que me acercaré a su casa —dije. Como si no hubiera pensado hacerlo de todas maneras.

—¿Es usted amiga suya?

—Sí. Ya nos habíamos visto antes, pero quizás no lo recuerde. Me llamo Gabriela Alvar.

Me estrechó la mano con suavidad, sonriente. Su leve, casi imperceptible movimiento de sus cejas al pronunciar mi apellido me indicó que lo había reconocido, así que sin más preámbulos le dije, espero que sin afectación, que era hija de Jorge Alvar. Había dejado de importarme que se supiera. Él reaccionó con educación, dándome el pésame primero y extrañándose después de que Javier no le hubiera comentado nada de su amistad conmigo.

—Aunque no debería de resultar chocante —dijo—, sabiendo lo reservado que es. Ahora recuerdo que estuvo usted aquí el mes pasado, efectivamente. Se dejó su tarjeta de crédito, ¿verdad? ¡Caramba! Me siento un poco mal por no haberme interesado por Javier estos días, pero la verdad es que estaba un poco agobiado de trabajo. Tengo otro negocio que atender, ¿sabe? Y sin Javier se me acumula el trabajo. Por otra parte esto ha pasado más veces, en ocasiones desaparece y vuelve al cabo de unos días. Yo no le hago preguntas ni le reprocho nada, ya lo conozco de sobra. Lo quiero como a un hermano, casi como a un hijo, aunque no nos llevemos tantos años. Sé que tiene una manera de ser peculiar, y también que tiene sus problemas. Eso es lo único que me preocupa.

Era fácil saber de lo que hablaba el librero, pero me preocupó que el “problema” saliera tan pronto a colación. Podía ser sólo una indiscreción de mi interlocutor o un signo de que las cosas estaban yendo a peor.

—Comprendo, sé a lo que se refiere. Sí, es una persona complicada, de eso no cabe duda. ¿Y le dijo que estaba pasando una gripe?

—Así es.

—¿Y cree que es verdad?

Él se encogió de hombros, pero me dedicó una significativa mirada cargada de resignación. Qué quiere que le diga, añadió, con una sonrisa. En realidad no había nada que añadir. Le aseguré que iría a verle en seguida y que le obligaría a, por lo menos, dar señales de vida, si es que se encontraba bien. Mientras pronunciaba esa frase sentí un escalofrío y me temblaron las piernas, y no atendí a la charla que había iniciado el librero, hablando de mi padre (“su tocayo”) y de lo mucho que admiraba su obra. Estaba ocupada imaginando cosas terribles. Pero enseguida captó mi atención.

—¿Sabe que su padre me dedicó un libro? Hace muy poco, realmente. Vino a la tienda y no pude evitar pedírselo. Fue muy amable.

—¿Vino a esta librería? ¿Cuándo fue eso?

—Hará poco más de un mes. Estuvo mirando algunos libros, y recuerdo perfectamente que se llevó unas obras completas de Fray Luis de León. Era una edición nueva y quería tenerla. Yo aproveché para pedirle que me firmara La huida. Me encanta ese libro, es de lo mejor que he leído nunca. Aunque le resulte paradójico, no soy un gran lector, me avergüenza admitirlo. Mantengo esta librería por mi esposa: era de su padre y el nombre que figura en la puerta es el apellido de mi suegro. Pero tengo que reconocer que ese libro me resultó fascinante, y así se lo dije. Él sonreía poco, me pareció un hombre muy serio, o quizás estaba preocupado por algo. Y se mostró muy reticente a firmarme el ejemplar, aunque insistí tanto que no le quedó más remedio. Me pongo un poco pesado a veces, ¿comprende? Quizás se había cansado de que le pidieran tantas dedicatorias en ese libro. Una lástima que no lo tenga aquí, sino en casa, bien guardado. Pero si se quiere pasar por aquí otro día se lo enseño. Lo traeré.

—Es usted muy amable —asentí—. Vendré. ¿No le dijo nada más?

—No, la verdad es que no hablamos mucho. Yo no sabía muy bien qué preguntarle, claro, y tampoco quería importunarlo demasiado. Es una pena, lo vi un poco desmejorado, y luego escuché esa terrible noticia de su muerte… Usted lo sabrá mejor que nadie; discúlpeme si le molesta que le hable de esto.

—En absoluto, no pasa nada. Y dígame, ¿estaba Javier entonces? El día que se presentó aquí mi padre.

El librero no tuvo que hacer mucha memoria.

—Sí, sí que estaba. Y también le firmó un ejemplar a él, aunque no se lo pidió. Luego su padre nos saludó muy afectuosamente y se marchó. Y ahora está usted aquí, preguntando por él. ¿No le parece curioso?

—Mucho.

 

No pude ir a casa de Javier hasta la tarde. Tenía que resolver esos pesados asuntos legales, primero en el despacho del abogado y después en una notaría de la calle Lagasca, y el asunto se demoró bastante. Yo tenía la cabeza en otra cosa y no veía el momento de salir de allí. Había intentado llamarlo de nuevo, pero no había manera de dar con él.

Supongo que el acto de enamorarse —era la primera vez que en mi cabeza aparecía esa palabra, aun cuando yo misma me resistía a tomarla en consideración— conlleva todo ese cúmulo de sensaciones que te desbordan y que te llenan de euforia, muchas veces demasiado pasajera, pero además implica también un sufrimiento con el que a veces no contamos, que a veces no estamos preparados para soportar. Siempre queremos la parte buena, pero el paquete se entrega completo, no podemos elegir. En mi caso, creí haberme enamorado varias veces hasta entonces, aunque de forma sincera sólo podía considerar como tal a Alberto, y aun así reconozco, con rubor y bochorno, que aquel episodio fue más bien una vía de escape que utilicé para huir de los problemas familiares. Es asombrosa nuestra tendencia (mi tendencia, al menos) a encender fuegos para apagar otros fuegos; es normal que con tanta confusión no sepamos, después, qué fuego se prendió antes, ni cómo nos vimos envueltos en llamas. Pensé que quizás ese amor, o quizás capricho, no era más que yo misma, encendiendo de nuevo esa hoguera que abrasaría las anteriores. Me pregunté si no estaba sucediendo otra vez lo mismo, antojándome de aquel pobre hombre sólo para recorrer un camino que ya había transitado con anterioridad.

Pero en aquella ocasión no estaba segura de que estuviera reviviendo mi pasado. Le había dado muchas vueltas a eso mientras estaba en casa. No estaba, o al menos no tenía conciencia de estar huyendo de nada. Al menos, no en esta ocasión, aunque es difícil darse cuenta desde dentro. No es que mi vida fuera perfecta; la consideraba muy lejos de eso. Tampoco es que fuera feliz, pero no me planteaba esa meta. Simplemente, me había enamorado tontamente de aquel hombre extraño, arisco, de gruesas gafas, que parecía incapaz de contestar una pregunta directa sin pensar la respuesta durante un cuarto de hora mientras te miraba, sonriendo a medias. Creo que hasta esa exasperante característica, junto con otras no menos cargantes, me gustaba. Pero ese hombre iba sujeto a un lastre que lo arrastraba inexorablemente al fondo. Yo no sabía cuál era el problema, sólo lo intuía, tal vez de manera errónea, y él, aun en sus momentos de indefensión, se había cuidado de revelarlo. Claro que estaba aquel asunto del accidente, pero había pasado tanto tiempo que me negaba a aceptarlo como la verdadera causa. Hacía esta reflexión camino de aquel piso viejo de la calle Segovia porque era inevitable preguntarse si estaba dispuesta a aceptar aquel trago amargo a cambio de ese cosquilleo en el estómago, de la ansiedad buscada, de la alegría que esperaba sentir cuando me abriera la puerta. Es lo que ocurre con el amor: que la mayoría de las veces nos hace ver las cosas como no son realmente. Probablemente él no experimentara la misma alegría al verme allí irrumpiendo en su vida de nuevo, aunque yo me empeñara en no verlo así. Y en cuanto al trago amargo, este era de tal intensidad y probablemente tan duradero que no compensaría la efímera sensación de plenitud y felicidad que daría a cambio. Porque que ese amor no fuera correspondido casi no era un inconveniente; el mayor problema vendría si era correspondido. Porque amar y ser amado por una persona al borde del precipicio implica que tú aceptas la posibilidad de caer con él. Y temía, como así resultó ser, que él tuviera ya un pie en el aire.

También, por qué no, tenía mis dudas, y eran dudas razonables. Dudaba de mí misma —de él podría resultar fácil dudar, porque lo que pasaba por su cabeza era una incógnita, pero precisamente por eso no perdía el tiempo dudando de él—, porque temía que mis sentimientos estuvieran confundidos por una falsa piedad, por esa tendencia que tenemos todos a recoger animales abandonados y maltrechos. Temía estar interpretando el papel de Hofmiller queriendo cuidar a Edith, transmutada en cuarentón espigado y alcohólico. Recordé que lo que me dijo cuando entré en su mundo, aquella misma noche, nada más ver aquella botella y comprender lo que significaba: “no quiero su compasión”. Entonces me pareció una bravuconada, una frase más de un tipo con cierta ironía. Después lo repitió, con distintas palabras, desde el suelo del cuarto de baño de su apartamento, camuflado de un desvarío alcohólico. Tampoco le di importancia. Ahora no tenía más remedio que tenerlo en cuenta, y comprendía el alcance que tenían aquellas frases, sobre todo refiriéndose a mí. Yo tampoco quería darle mi compasión, quería darle otro sentimiento, pero no estaba segura de saber distinguirlos.

Me planté frente al edificio igual que la noche que pasamos juntos. Esta vez no dudé; fui directa al portal y toqué el timbre del teléfono automático. Durante unos segundos eternos sentí el corazón en el pecho y la adrenalina se me disparó; si no llega a contestar, hubiera llamado directamente a la policía. Pero volví a escuchar su voz, lejana, como si en vez de dos pisos nos separase un continente.

—Soy Gabriela —dije, con un hilo de voz.

No me abrió inmediatamente, igual que la otra vez. No sabía si era su costumbre o es que realmente valoraba la opción de no dejarme entrar. Por si acaso, lo amenacé.

—Subiré de todas maneras —insistí, con cierto cabreo.

Al fin abrió la puerta. Entré, y mientras ascendía las escaleras escuché cómo se abría la puerta de su casa. Al llegar al rellano lo encontré, de pie, apoyado en la jamba de la puerta. Llevaba un pijama azul claro, con una gran mancha de café en una manga. Estaba despeinado, sin afeitar y sudoroso. No podía verle bien la cara, porque la luz que provenía de la ventana del salón, a su espalda, me cegaba.

—¿A qué has venido? —me soltó, con hostilidad.

—He venido a verte, nada más. ¿No me invitas a pasar?

Como yo acompañé mi pregunta con un firme paso adelante, como para entrar sin esperar permiso, no tuvo más remedio que hacerse a un lado, no sé si con intención de franquearme la entrada o para evitar un contacto conmigo. Por su cara de incomodidad, era imposible de adivinarlo.

—Bonitas gafas —le dije, con sorna.

Eran nuevas, de pasta negra, bastante modernas. Le cambiaban el gesto de la cara, ahora parecía más un intelectual de pega, pero estaba más atractivo. Ya dentro del piso, pude fijarme en él detenidamente. Mis temores se vieron confirmados al ver cómo Javier se estaba consumiendo. Estaba más delgado que la última vez que nos vimos, tenía más ojeras, y su aspecto, al margen de vestir con el pijama, era en general deplorable. Lo peor de todo era el color amarillento de su piel y de sus córneas, que llamaba la atención. Sus labios estaban resecos y lívidos, tirantes alrededor de la hendidura de la boca. Se me vinieron a la cabeza mil pensamientos, todos onerosos, y él debió notarlo, porque se movió nervioso, frotándose las manos, y me invitó a tomar asiento con un gesto hosco al ver que no dejaba de mirarle.

—Tienes desconectado el teléfono —adiviné.

—Sí. Estos últimos días no dejaba de sonar y así era imposible dormir. Terminé quitándole el cable para que no me molestaran.

—Y no vas a trabajar. He hablado con tu jefe.

—¿Y por qué has ido a hablar con él? —inquirió, molesto.

—Porque no sabía nada de ti. Él tampoco. De repente dices que has cogido una gripe y desapareces dos semanas, durante las cuales no das señales de vida ni coges el teléfono. ¿Te parece normal?

—No me parece nada. No sabía que tuviera que atender el teléfono obligatoriamente. No tengo que dar explicaciones.

—Pues no estaría de más que dieras alguna de vez en cuando.

Masculló algo que no pude entender, pero que parecía un improperio. Se sentó a mi lado, y, para mi sorpresa, cuando fui a cogerle la mano no la retiró. Estaba caliente.

—¿Estás enfermo? ¿Qué es lo que tienes?

—Así que has emprendido la campaña “Salvemos a Javier Artaleda” —se mofó, como si hubiera podido leer mis pensamientos camino de su casa. Qué imbécil tan perspicaz, pensé—. No es nada. Cogí una gripe que me ha debilitado un poco. Se alargó demasiado, me faltaba el aire para respirar y luego se me puso la piel amarilla y tuve algunos dolores de estómago. Pero a veces tengo algún susto de estos, dura sólo unos días, después se me pasa y todo vuelve a la normalidad. Ahora estoy mejor, de hecho pensaba volver a trabajar mañana o pasado mañana. El médico me ha dicho que tengo que dejar de beber, eso es todo. Además estos últimos días he estado acostándome muy tarde y he acabado agotado, sin fuerzas. Se ha juntado todo. Pero desde el domingo he estado durmiendo más y me encuentro mejor.

Imaginé cómo se debía de haber sentido, si, comparativamente, estaba en mejor momento que durante los anteriores días. De todas maneras, había aprendido en poco tiempo a poner en cuarentena todas sus palabras.

—¿Y por qué has estado trasnochando tanto?

—¿Esto es un interrogatorio?

—Tómatelo como quieras.

—En ese caso, no te importa.

—Eres un idiota, Artaleda.

—“El príncipe Michkin no era más que un pobre idiota, un pordiosero necesitado de caridad ajena…” —recitó, tratando de sonreír y quedando su gesto en un rictus.

Esa cita fue su única réplica; asumía que era un idiota y creo que hasta se regodeaba en su condición, o al menos en lo mucho que aquella situación me enervaba. Aunque quizás estoy siendo injusta con él. Quizás sólo era su manera de pedir que le dejaran en paz.

—Qué elegante estás —dijo de repente, tal vez para cambiar de tema, o quizás porque había olvidado mencionarlo antes—. Pareces otra. ¿Estás de viaje de negocios?

Me había vestido un poco más formalmente, dejando de lado los tejanos y los botines por una falda negra y botas con un poco de tacón, y cambiado el jersey por una blusa blanca y una chaqueta negra. Incluso me había maquillado un poco. Pensé que como debía tratar asuntos “serios” debía tener otra apariencia menos juvenil, nada más. Pero para ser sincera: no me habría vestido de esa manera si no pensara que iba a verlo. Al notario le importaba un pito cómo me presentara en su oficina. Tal vez a él también, pero al menos me había dedicado algo parecido a un halago, o lo más cercano a eso que podía salir de su boca, salvo por el sarcasmo.

—Nada de negocios. Papeleo. Pensé que había que vestirse un poco más decentemente, nada más.

—Pareces una ejecutiva.

—Soy lo más alejado a una ejecutiva que has visto en tu vida.

El silencio se hizo espeso. No sabía qué decirle, aunque en realidad hubiera querido decir muchas cosas, pero no tenía en aquel momento, precisamente, facilidad de palabra. Me ofreció un café y lo acepté sólo por dilatar un poco aquel instante y poder ordenar un poco las ideas. Fui yo misma a prepararlo porque su debilidad, por momentos alarmante, aconsejaba que se quedase en el sofá, tranquilo. La cocina estaba desordenada y sucia, había vasos en el fregadero y la nevera estaba semivacía. Me desesperé ante semejante panorama. No entendía por qué era necesario llegar hasta ese extremo, por qué esa ansia por destruirse.

Cuando regresé con las tazas de café al salón, vi que se había quedado dormido. No sabía si marcharme o esperar, o tal vez despertarle para ayudarle a llegar a la cama. Entonces su cabeza cayó hacia adelante, en un extraño escorzo, como sin vida.

 

Los médicos de urgencias me hablaban pero yo no les escuchaba. Estaba convencida de que sería la tercera persona de mi entorno que moriría en un espacio de pocas semanas, y no era capaz de entender unas explicaciones, que, como supe más tarde, me hubieran calmado un poco, pues simplemente había quedado inconsciente y no se estaba muriendo. Nos fuimos en la ambulancia, y lo cierto es que pasé uno de los peores momentos de mi vida en la sala de espera hasta que el médico salió a darme una serie de aclaraciones a las que, esta vez sí, presté atención. También me explicó que estaban intentando localizar a su familia para que se acercaran hasta el hospital. No me dejaron verle; de todas maneras, creo que aún no estaba consciente.

En la sala de espera conocí al hermano mayor de Javier, Alfonso. Según me había dicho Javier, tenía cuarenta y nueve años, cuatro más que él, y trabajaba en una empresa dedicada a la venta de maquinaria de obra, aunque él se dedicaba a la contabilidad. Me sorprendió que no se parecieran demasiado físicamente: era considerablemente más grueso que él (aunque la diferencia bien podía deberse al estado de desnutrición en que se encontraba Javier), el cabello, hoy gris, debía de haber sido más rubio que el de su hermano pequeño, y en general sus facciones eran más redondas, menos angulosas. También carecía de esa característica hendidura en mitad de la barbilla. Venía vestido con pantalones vaqueros y una cazadora de piel marrón; probablemente ya estaba en su casa cuando recibió la llamada. Lo estuve observando un rato mientras hablaba con el mismo médico que había salido un rato antes a informarme. Durante un instante el médico me señaló con la mirada y él se volvió hacia mí. Yo no hice ningún gesto, sino que volví a enfrascarme en la lectura de un periódico que había encontrado abandonado en el poyete de una ventana.

Con su hermano allí entendí que mi presencia en aquella sala no tenía demasiado sentido, aunque me resistía a marcharme sin que alguien me aclarara qué le había ocurrido. Me dio por pensar en las alternativas que se presentaban. Si él no era capaz de salir de esa situación… bien, en ese caso todo habría terminado. Y no tenía idea de lo que yo podría hacer. Seguir con mi vida, claro, no había otra, con lo bueno y con lo malo. Pero si él finalmente se reponía, ¿qué debía hacer? Lo más lógico era, probablemente, marcharme a casa y olvidarme de todo. Era lo más saludable para mí. Pensando con objetividad, era cuestión de tiempo que Javier entrara en una espiral sin retorno, si es que no estaba ya inmerso en ella, debido a la vida que había elegido llevar. Por lo tanto, su final no estaba lejos. Cuanto más me mezclara con él, más sufriría cuando se fuera, y hasta entonces, era probable que una relación, aunque fuera de mera amistad, no resultara precisamente un camino de rosas, a no ser que pensemos en las espinas. Pero una cosa es pensarlo y otra es hacerlo. Probablemente no había descubierto nada nuevo; esos pensamientos podía haberlos tenido sentada en mi casa, una semana antes, y no hubiera errado en nada, porque en realidad nada había cambiado. Y menos en él. Y sin embargo, allí estaba, sentada en la sala de espera de un hospital, viendo a los familiares de los pacientes dando vueltas, mientras algunos salían y entraban continuamente para poder fumar.

Después de hablar con el médico durante unos minutos, el hermano dio unos cortos paseos por la sala, pensativo, hasta que decidió acercarse a mí. Agradecí el gesto, sobre todo porque pensaba que a él le habrían dado explicaciones algo más prolijas que a mí. Se presentó como Alfonso Artaleda, y antes de dejarme hacer lo propio, me agradeció el haberme ocupado de su hermano.

—Soy Gabriela Alvar —dije—. Soy amiga de su hermano. Estaba con él, en su casa, cuando quedó inconsciente en el sofá.

—Entonces usted debe ser hija de Jorge Alvar —replicó, extrañado.

—Sí, eso es.

No dijo nada, pero sin duda pensó muchas cosas en esos segundos, mientras me miraba con inusitada atención. Me estrechó la mano entonces, sentándose junto a mí. No dejaba de estudiarme, y en ese interés que yo suscitaba había más que la mera sugestión ejercida por el nombre de mi padre.

—Javier llevaba enfermo varios días, ¿lo sabía? —dije; él negó con la cabeza—. No contestaba a las llamadas y no iba a trabajar. Tenía que resolver unos asuntos aquí y decidí pasarme por su casa. Cuando llegué estaba bien, bueno, todo lo bien que puede estar una persona enferma. Quiero decir que se levantó a abrirme la puerta y hablamos un poco. Fui a preparar un café, y cuando regresé al salón, lo encontré inconsciente en el sofá. Llamé a emergencias inmediatamente, y eso es todo lo que puedo contarle.

—Le reitero mi agradecimiento. ¿Ha dicho que es amiga suya?

—Sí. Nos conocimos hace poco. ¿Puedo preguntarle qué le ha dicho el médico?

—No mucho. Tienen que hacerle algunas pruebas. Parece que ha sufrido algún tipo de arritmia, aunque de momento está estable. Pero claro, aparte de eso tiene otros problemas, eso no hay quien se lo quite. Y aunque salga de esta… pues qué le voy a contar.

Parecía remiso a hablar conmigo libremente, pero le tranquilicé haciéndole saber que estaba al tanto de esos “problemas” y que, en efecto, era más inquietante el después que el ahora. Él casi se disculpó por no haber sabido de la enfermedad de Javier, pero —como ya me explicó él mismo— la verdad es que apenas tenía noticias suyas. Tampoco sus padres o su otra hermana. En muchas ocasiones habían querido echarle una mano y él siempre se había negado, aunque nunca supo exactamente el motivo. Ya que estábamos hablando de él, me animé a hacerle algunas preguntas. Y la primera, obviamente, fue si Javier había sido así siempre o había cambiado —se suponía que a peor— en algún momento de su vida. Y la segunda pregunta era, ¿por qué?

—Javier ha sido siempre buena gente —me dijo—. Honrado y trabajador, y muy listo. Brillante, incluso. El problema es que nunca ha sido capaz de… ¿cómo decirlo? De hacer frente a las adversidades. Sí, en cuanto algo no salía como tenía previsto, se hundía. No sé por qué, ni de dónde sacó ese carácter, pero no se puede decir que sea un luchador. Pero de todas maneras, antes, y me refiero antes de que empezara a beber, era una persona distinta, más tranquila, a veces hasta afable. Tenía amigos, disfrutaba con sus estudios, tenía una novia. Su padre era profesor suyo en la Universidad, supongo que lo sabe.

—Sí, lo sé.

—Sí, él lo admiraba mucho. Tenía auténtica devoción por él. Recuerdo también que él también tenía una amistad especial con Javier, más allá de la relación profesor-alumno; se pasaba en su casa las horas muertas, a veces solo y a veces con otros compañeros. Incluso me atrevería a decir que esa amistad se intensificó después de terminados los estudios. Creo que él era feliz entonces, o por lo menos, es lo más cerca que ha estado de ser feliz, y las cosas no le iban mal: tenía trabajo, hacía lo que le gustaba y tenía algunos amigos. Luego ocurrió aquella desgracia. ¿Está al corriente de...?

Asentí. Lo sabía de sobra.

—Le digo sin dudar que ese fue el peor día de nuestra vida. Cuando nos enteramos de lo ocurrido casi se nos detuvo el corazón. Por fortuna, una furgoneta de reparto circulaba por esa carretera, aun a esas horas; la verdad es que fue un golpe de suerte, y el conductor lo sacó enseguida de aquel amasijo de hierros, porque los restos del coche se habían incendiado. Nos dijeron que había estado consciente hasta que llegó la ambulancia; después entró en coma. Más tarde, cuando vimos su estado en el hospital, perdimos toda esperanza. Se había quemado, y tenía la pierna, el brazo, la cadera y el cráneo rotos. No pensamos que pudiera tener alguna opción. Pero despertó a las tres semanas; los médicos hicieron auténticos milagros con él. Aun así, enseguida nos dimos cuenta de que era incapaz de reconocer a nadie; de hecho, apenas podía hablar.

—Debió ser muy duro para ustedes.

—Ni se lo imagina —respondió—. Es cierto que se nos quitó un gran peso de encima cuando nos dijeron que estaba fuera de peligro, pero… Lo que pasó él aquellos años, y nosotros por extensión, no se lo deseo a nadie. No entendíamos cómo había podido ocurrir tal cosa, Javier era cuidadoso y buen conductor.

—Según creo había bebido, o eso es lo que me contó él mismo. Venía de cenar en casa de mi padre, en la sierra, esa noche.

—Sí, sí, es cierto, su padre mismo nos lo contó. Parecía muy preocupado. Javier no bebía casi nunca, pero aquella noche debió pasarse, y lo pagó. Su padre nos confesó que quisieron impedir que condujera, pero él se empeñó. Decía que estaba en condiciones.

—Entiendo. Eso ocurre en muchos casos, desgraciadamente.

Asintió, pasándose la mano por la cara. Sufría al recordar aquellos momentos, pero yo sentía curiosidad y seguí preguntándole.

—¿Cómo se recuperó?

—Muy lentamente —dijo, con una sonrisa fatigada—. Le costó años, y aun así no pudo lograrlo del todo. Le operaron muchas veces para reconstruirle la pierna y sobre todo la cadera, y la verdad es que en ese aspecto todo se desarrolló mejor de lo esperado. También con las quemaduras de los brazos. En cuanto a la memoria, pronto recobró los recuerdos más lejanos, los de la infancia, y pudo reconocernos al fin. Intentamos ayudarle como buenamente pudimos, contándole quién era y a qué se dedicaba. Pero luego su progresión se estancó. Le fue imposible recuperar la memoria de los años cercanos al accidente. Sus amigos desfilaron por el hospital para tratar de despertar esos recuerdos, pero con poco éxito. Su padre, señora Alvar, incluso fue a nuestra casa y recogió sus papeles, en los que él trabajaba, y fue a enseñárselos uno por uno para estimular su memoria. Se portó como lo que era, señora Alvar, un caballero y un amigo, tengo que decírselo y agradecérselo a usted, ahora que lamentablemente él no está. Por cierto, no le he dado el pésame, con todo este follón. Lo siento mucho. A todos nosotros, nuestra familia, nos horroriza lo que le ha ocurrido.

—Gracias, con sinceridad. Pero no se preocupe por eso ahora, lo importante es Javier. Y llámeme Gabriela.

—De acuerdo, Gabriela entonces. Todos esos intentos no funcionaron. Pero al menos él empezó a recuperarse físicamente, y creo que, al principio, intentó llevar una vida más o menos normal. Enseguida volvió a estudiar y a leer libros. Su padre le consiguió un trabajo de profesor de lengua en un instituto privado.

—¿Mi padre? —le interrumpí, extrañada—. No es eso lo que tenía entendido.

—Sí, fue gracias a él. Y allí estuvo algún tiempo, impartiendo clases. Se fue a vivir solo, cosa que a nosotros nos daba un poco de miedo, por su estado, pero él insistió. Siempre fue muy celoso de su independencia. Fue entonces cuando empezó a cambiar, y más tarde, cuando comenzó a beber. No sé si esto último era una causa o una consecuencia de ese cambio. Se aisló por completo de todo el mundo, incluido nosotros, su familia, y de sus amigos. De su padre también. Leía todo el tiempo, siempre, a todas horas, en cualquier lugar. No diría que fuera un cambio radical: Javier siempre tuvo algunos comportamientos extraños, era orgulloso hasta el extremo y siempre vio las cosas desde un prisma muy particular. Para él siempre todo era blanco o negro. Creo que esas tendencias se exacerbaron entonces. Junto con otras nuevas que desconocíamos, claro.

“A partir de entonces, se fue encerrando en sí mismo. Si queríamos verlo, teníamos que ir nosotros a su casa. Dejó de visitar a mis hijos, cosa que antes hacía a menudo. Y él siempre había estado encima de María, nuestra hermana, durante los estudios, pero terminó desentendiéndose por completo. Le llamamos mil veces: cuando quería, se ponía al teléfono, pero no dejaba de darnos largas y contestaba con monosílabos. Se volvió más duro, áspero con todos, pero creo que en especial con nosotros. Supongo que ya sabe usted lo desagradable que puede llegar a ser.

—Algo de eso he probado, sí.

—Sí, de repente nació en él ese rasgo, no sé si de maldad, pero sí por lo menos de brusquedad o amargura con los demás. Pero nosotros, aunque preocupados, pensamos que las aguas volverían a su cauce tarde o temprano, que todo era una reacción pasajera debido al accidente o a la frustración que le provocó. Aunque viendo cómo han salido las cosas, me arrepiento de no haber intentado evitarlo, aunque no sé qué podría haber hecho yo.

—Créame, no hubiera servido de mucho. Él no quiere que le vigilen ni que le ayuden.

—Veo que ha aprendido su manera de ser, a pesar de haberse conocido hace poco tiempo. Sí, es verdad. No estoy muy seguro de que hubiera servido de algo. Un día recibí una llamada al trabajo de la cuñada de mi mujer, que era también profesora en el mismo instituto que él. Pues bien, esta mujer empezó a hablarme con muchos rodeos de Javier: que si estaba un poco raro, que incluso los alumnos lo habían notado, que debería contenerse un poco más… yo no entendía muy bien qué me quería decir, porque no se atrevía a hablar con claridad o quería ocultarlo deliberadamente. Para no seguir perdiendo el tiempo le pedí que me explicara, directamente, qué es lo que había pasado, si es que había pasado algo, porque lo que realmente me extrañaba es que yo mismo recibiera esa llamada y no pudiera tratar el tema con el propio Javier. Así que después de pensárselo, me contó, con más vergüenza que otra cosa, que Javier había llegado borracho a clase. Imagínese lo que pensé entonces. Lo primero fue negarlo, claro: no podía darle crédito. Pero ella me insistió, e incluso me pidió que fuera a recogerlo porque no se encontraba en condiciones de regresar a casa por sí mismo. No puede imaginarse mi sorpresa al escuchar aquello, Gabriela, mientras salía a toda prisa de la oficina, y mi consternación después, cuando me llevaron a la sala de profesores y lo encontré allí, sentado porque casi no era capaz de mantenerse de pie, sonriéndome de manera estúpida. No lo reconocía. El escándalo podría haber sido mayúsculo, pero hubiera sido peor si hubiera tenido clase a primera hora; afortunadamente, sólo lo vieron dirigirse en ese estado a la sala de profesores unos pocos alumnos y los compañeros que decidieron llamarme. Gracias a eso, y a lo que siempre se dice, que estaba bajo medicación y que había tenido una mala reacción a las pastillas pudo conservar el puesto.

“Después de aquello no piense que se tomó en serio la advertencia, porque eso había sido una advertencia al fin y al cabo, y muy seria. Cuando le pedí explicaciones, sólo quiso decirme que había estado esa noche de juerga y que había ido a trabajar directamente sin ni siquiera pasar por casa para intentar quitarse la borrachera. Y me lo dijo sonriendo. Él no le dio mayor importancia, pero nosotros nos alarmamos mucho, porque no entendíamos qué le estaba ocurriendo. Comprenderá nuestra frustración cuando quisimos abordarle para intentar averiguarlo. Pero nos fue imposible: se comportaba de manera cada vez más hermética y cada intento por nuestra parte por querer saber lo que estaba pasando ponía las cosas más difíciles.

“Quizás nosotros tuviéramos parte de culpa. Cuando una persona se empecina en hacer algo malo o simplemente algo que no nos gusta, nuestra única intención es tratar de convencerle, por las buenas o las malas, de que no lo haga, sin intentar comprender antes qué le empuja a comportarse de esa manera. Creo que a nosotros, o a mí particularmente, nos pasó algo parecido. Eso, unido a que cada uno tiene sus propios problemas y su vida, hizo que nos fuéramos distanciando cada vez más, aunque en el fondo la grieta que nos separaba ya se había formado antes, no sé cómo, y lo único que hizo fue agrandarse con el tiempo. Un tiempo después, no recuerdo exactamente cuánto, Javier fue despedido, esta vez sí, del instituto donde impartía clases, por repetir la jugada; creo que la segunda vez fue incluso peor, pero no puedo asegurarlo porque por entonces decidí dejar de implicarme tanto en su vida. Pensaba que era suficientemente capaz de resolver solo sus problemas, y si no nos pedía ayuda era porque en realidad no la quería, como muy bien ha dicho usted. Después de que lo despidieran, encontró otro trabajo, en otro instituto, aunque en peores condiciones y más alejado de su casa. Creo que entonces intentó controlarse; sólo lo supongo, porque como ya le digo, cada vez nos veíamos y hablábamos menos. Pero con María seguía teniendo más contacto, porque ella siempre fue su debilidad, aunque, claro, no tanto como antes. Así supe de él a través de mi hermana, en aquella época; ella fue la que dijo que intentaba que la cosa, su asunto con la bebida quiero decir, no se desmadrara. Ya entonces me pareció demasiado tarde. Pero el caso es que aguantó algún tiempo en aquel instituto, y creo que se debió a una conjunción de circunstancias: por un lado, su propio miedo a caer en barrena, de manera irrecuperable y por otro, la relación que mantuvo con una mujer, Paloma, una antigua compañera de la Universidad. No sé si fue feliz con ella o no, pero de cualquier manera, aquello no duró mucho, apenas un par de años, el tiempo que tardó en volver a las andadas. De nuevo lo echaron del trabajo, sin contemplaciones, por las mismas razones de siempre, y se refugió en su casa. Cuando me lo encontré un día por la calle me confesó que Paloma se había marchado, y que estaba otra vez solo. Fue la primera vez que empecé a temer por él, me refiero a temer en serio, porque le sucediera algo o se hiciera daño a sí mismo. Tenía mal aspecto y estaba pasando por apuros económicos, pero no me planteé llevarlo a mi casa; tenía hijos pequeños, y hubiera sido un ejemplo difícil de justificar para ellos. Además, él nunca habría accedido. ¿Sabe lo que me dijo cuando me enteré de que ella lo había dejado?

—No.

—“Ha hecho bien” —me dijo—. ¿Qué le parece?

Pues me parecía que aquello me sonaba familiar. Muy de su estilo.

—Hay poco que contar acerca de lo que ocurrió después —continuó Alfonso Artaleda—, sobre todo porque creo que en su vida ya nada cambió demasiado. Estuvo dando tumbos por diversos trabajos hasta que lo emplearon en la librería Silva; el dueño es amigo de mi padre. Una excelente persona, que según creo le tolera lo indecible. No estoy muy seguro de si realmente necesita un empleado, y menos un empleado como él, o es más bien una obra de caridad. Da igual. Javier ha estado entrando y saliendo de hospitales durante estos años, probablemente con una frecuencia mucho mayor de la que yo imagino, porque apenas habremos cruzado una decena de llamadas telefónicas en todo este tiempo. Es triste, pero todo en él parece haber decidido tomar ese camino en el que, por descontado, no estamos los demás. Ahora ya apenas nos vemos. Él nunca llama, y si coincidimos, es en plena calle, cuando lo veo deambular de un bar a otro con una mochila al hombro llena de libros.

Esperamos, en silencio, durante un tiempo indeterminado, que a mí se me hizo como un día entero. Quizás sólo fuera una hora más, hasta que volvió a salir uno de los médicos y nos explicó que ingresarían a Javier el tiempo que fuera necesario para practicarle unas pruebas y estabilizar la arritmia cardiaca que sufría. Por el momento, estaba tranquilo y podía recibir una visita rápida, porque era ya tarde. Él quiso saber si yo deseaba quedarme esa noche con él, y la pregunta hizo que me incomodara tontamente, sin motivo. Le dije que no, que tenía que marcharme, pero que si era posible me gustaría verlo y hablar con él antes de irme. Muy discreto, sólo asintió, dándome las gracias de nuevo por mis preocupaciones sin querer saber más de lo que me hubiera apetecido revelar sobre la relación entre Javier y yo, la cual, no nos engañemos, era mucho menos real de lo que quizás él imaginaba y yo deseaba. Sin embargo, antes de subir a la habitación se nos acercó una mujer de pelo castaño, vestida con un abrigo marrón hasta los pies, que caminaba presurosa por la sala de espera mirando a un lado y a otro hasta que su vista terminó por descubrirnos sentados al fondo. Era de estatura media y debía tener unos cincuenta años; un rostro agradable, alargado, y una nariz respingona. Al llegar saludó con un beso a Alfonso —su marido— y yo me puse de pie, apartándome un poco, pero él enseguida me retuvo tomándome suavemente del brazo para que no me escapara.

—Esta es Gabriela Alvar —me presentó—. Es amiga de Javier; ella fue quien avisó a emergencias.

En lugar de estrechar la mano que le tendía, me plantó dos amistoso besos. Sus mejillas eran suaves y estaban muy frías. Escuché cómo su marido aclaraba “es hija de…”, la coletilla que últimamente no quería despegarse de mí, y entonces ella me retuvo, sin soltar su abrazo a medias para estudiarme detenidamente, mientras asentía casi de manera imperceptible.

—Es verdad —dijo—. Cómo se parece a su madre.

Hizo la afirmación con una sonrisa en los labios, pronunciando con cariño las palabras. Yo la miré sin comprender, primero a ella y luego a él, quien también sonreía.

—Sí, se parece mucho.

—¿Conocieron a mi madre?

—Sí, claro que la conocemos, desde hace muchos años, por Javier, claro está. Ellos siempre fueron amigos. Su madre también lo visitó en el hospital cuando tuvo el accidente, tratando de ayudarle. Tendría entonces su edad, quizás unos años más, y era igual que usted. Aunque también es verdad que no cambió mucho con los años; no hace demasiado tiempo volvimos a verla y la reconocimos enseguida —aclaró él.

—¿Hace no demasiado tiempo? —pregunté, intrigada.

—Bueno, la verdad es que ya han pasado unos años. Cinco, creo.

—No, qué va —corrigió ella—. Hace seis años. En realidad más, porque recuerdo que era verano, o septiembre tal vez. Hacía calor. Así que seis años y unos meses.

Al principio pensé que se trataba de un malentendido, pero no lograba encajar aquella información de manera que resultara sencillo entender con quién podían haberla confundido.

—No, me temo que deben estar equivocados, quiero decir que sí, es posible que conocieran a mi madre hace veinte años o más, pero no creo que ella estuviera aquí hace tan poco tiempo, y menos para verle a él.

Fue un momento extraño y con una tensión que creció por momentos hasta obligarnos a permanecer callados y hacerme retroceder un paso, igual que si me estuvieran intentando timar unos desconocidos. Alfonso Artaleda se dio cuenta de que Andrea, su esposa, había cometido una indiscreción, involuntaria y muy lógica por otra parte y me lo explicó con parsimonia, casi pidiendo disculpas con la mirada. De repente, todos estábamos incómodos, aunque no entendíamos por qué.

—Es verdad que la conocimos en tiempos en que Javier todavía frecuentaba vuestra casa —explicó Alfonso—. Él nos la presentó en una ocasión, cuando acompañamos a Javier a la Universidad, no recuerdo para qué, y ella estaba allí, con tu padre. Y después volvimos a verla cuando tuvo el accidente. Javier tenía también una buena amistad con ella, tan buena como con tu padre, y creo que se mantuvo en el tiempo todo lo intacta que permitieron las circunstancias. Me refiero a que debieron sostener algún tipo de contacto, aun esporádico, porque ella estaba al tanto de lo que le ocurría a Javier y suponemos que sólo él pudo avisarla en aquella ocasión de que se encontraba enfermo, porque se presentó sin más en el hospital; lo recuerdo perfectamente.

—No me lo había mencionado antes —dije, y mi voz se cargó de suspicacia, más que de reproche.

—No, es verdad, y eso que esta situación es tan parecida a la de entonces… Es casi un deja vu. Se me pasó, estábamos hablando y me centré en mi hermano. Pero, ¿cómo está? La verdad es que estuvimos hablando un rato, igual que con usted ahora, y tenemos buen recuerdo de ella.

—Murió. Hace poco más de dos años.

Esto, que no podía decirse que fuera una noticia, pues no tenía nada de nuevo, enfrió la conversación mientras ellos se libraban de su estupor y se deshacían en “lo sientos”. Yo miraba a Alfonso Artaleda con insistencia, y él, me lo pareció entonces, intentaba esquivarme. O tal vez no, quizás fuera sólo la sorpresa y la tensión acumulada en aquella sala. Pero lo cierto es que no me cabía en la cabeza, no ya cómo podía haber olvidado aquel detalle, sino que me resultaba difícil no haberme enterado en su momento —cosa que, más tarde, y pensada fríamente, era tan lógica como probable, puesto que yo no vivía con mi madre entonces y perfectamente hubiera podido desplazarse a Madrid un día para hacer esa visita—, y sobre todo, por qué Javier no me había dicho nada. Me molestó. Me incomodó y me alteró de tal manera que me planteé marcharme de inmediato, sin subir a despedirme. De acuerdo que él no tenía ninguna obligación de revelarme nada acerca de su vida si no quería, no había ningún compromiso por parte de ambos en ese sentido ni en ninguno, pero aun así me pareció evidente que había obrado mal al mentirme. Y sí, me había mentido porque una cosa así se oculta conscientemente, no por azar. Ya me había mentido antes y en más de una ocasión, pero esto era distinto. Creo que esa voluntad en tapar algo que en principio no tenía por qué ser más que un hecho sin demasiada importancia, casi una curiosidad, fue lo que provocó que mi desazón y sobre todo mi suspicacia, esa sensación de que todo sucede a tus espaldas, aumentaran hasta hacerme sentir como una estúpida e incluso desarrollar cierta animadversión —pasajera, eso sí—, por aquellas dos buenas personas. Me dijo la mujer que mi madre acudió a ver a Javier porque sabía que “estaba enfermo y sufría por muchas razones”, dando a entender que conocía la raíz del problema —a estas alturas, nadie consideraba ya el alcohol como la raíz del problema—. Y Javier se había alegrado al verla, aunque les pareció que estaba, en realidad, más sorprendido que contento. No tanto como yo en aquel instante, claro. Aquella señora no cesaba de repetir lo pasmoso de nuestro parecido, a pesar de ser madre e hija, puesto que teníamos “el mismo pelo, los mismos ojos y la misma fisonomía”.

Caminamos por un pasillo, ellos hablando, yo en silencio, hasta llegar al ala donde estaba ingresado Javier.

—Creo que esa es la habitación —señaló su marido, interrumpiéndola—, la 705.

Desde el pasillo pude verle, tendido en la cama y dando la espalda a la entrada.

—Si no les importa, me gustaría entrar primero. Va a concluir el horario de visitas y tengo que marcharme.

—Por supuesto. Además, estamos convencidos de que se alegrará más de verla a usted que a nosotros —concedieron, algo de lo que yo no estaba tan convencida.

La habitación la compartía con un anciano que dormía en ese momento, solo. Caminé de puntillas para no hacer ruido mientras Alfonso Artaleda y su mujer esperaban en el pasillo. Cuando llegué a su altura vi que estaba mirando por la ventana, por la que no se podía contemplar más que la oscuridad de la noche salpicada a lo lejos con algunas luces y aviones que aparecían fugazmente atravesando el cielo, como pequeñas moscas que llevaban adheridas lucecitas de Navidad.

—Hola —saludé, tocándole el pie levemente a través de la sábana. Llevaba un pijama azul parecido al suyo, pero limpio, abierto en el pecho, donde tenía colocados unos electrodos, conectados a un aparato de esos que en las películas emite molestos pitidos, pero que aquí guardaba un silencio respetuoso. También tenía una vía abierta en la muñeca y un tubo alrededor de la cara y en la nariz por el que le suministraban oxígeno.

—Hola —respondió, volviéndose—. Sabía que no eras una enfermera. Lo noté por tu perfume.

Sonreí. Me acerqué hasta él y arrastré un sillón hasta su cama para poder sentarme junto a ella. El anciano se removió en su sueño debido al ruido que hicieron las patas del sillón contra el suelo. Javier no tenía peor aspecto que cuando lo vi, esa misma mediodía, en la puerta de su casa, con esa mirada de “qué demonios haces aquí”. Parecía, eso sí, mucho más cansado, y sus ojos se habían apagado; quizás le estaban proporcionando algún sedante.

—Tu hermano y tu cuñada están aquí —le dije—. Probablemente se quede uno de ellos a pasar la noche contigo.

Se encogió de hombros, dando a entender que le daba igual. Pero hizo un esfuerzo por sonreír.

—Es más divertido pasar la noche contigo. Suelen pasar más cosas —respondió.

Me hizo reír, y a la vez, se me saltaron las lágrimas.

—Este sitio no es propicio para eso —respondí—. A mí, por lo menos, me da mucho miedo.

—Te acostumbras. Es un taller mecánico. Llegas, te hacen la revisión y sales. No hay más.

—Y tú piensas que te harán una revisión, arreglarán lo que esté roto y ¿ya está? ¿Hasta la próxima avería?

No dijo nada. Tal vez pensara que aquella vez la cosa iba más en serio, y él mismo se encontraba peor, o quizás, y creo que esto era lo más probable, también le daba igual, como casi todo. Le cogí la mano, y él me la apretó con fuerza, creo que por primera vez desde que nos conocimos en un reconocible gesto de cariño y sobre todo de necesidad.

—He estado hablando con tu hermano un rato, en la sala de espera. Es un hombre muy simpático. Tu cuñada también. Estuvimos charlando de todo un poco.

—De mí, supongo.

—Eres un presuntuoso. También hablamos de otras cosas —le regañé, aun a costa de mentir—. Me contó algunas cosas tuyas, es verdad, pero nada que no supiera de antes. No temas por tu privacidad por mi culpa, que ya he aprendido que no debo meterme en donde no me llaman. Pero que se sepas que están muy preocupados por ti. Y yo también —le dije, para estimular su culpabilidad—. Esto que estás haciendo… no tiene sentido. Deberías parar.

Me miró, sin expresión alguna en sus ojos casi vacuos y después sonrió.

—“Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”.

Le devolví una mirada fría, conteniendo mi ira a duras penas. Ni sus condenadas citas tenían sentido ya para mí. Él notó cómo me agitaba y cambiaba mi estado de ánimo y volvió a apretarme la mano, como pidiendo perdón por lo que había dicho.

—Piensas que no te agradezco que avisaras a los médicos, pero te equivocas. Te agradezco eso y más cosas —murmuró.

—Eso no importa ahora. La verdad es que no me interesan tus agradecimientos —le contesté, con tono desabrido.

—Estás enfadada.

Pues sí. Además de muy triste, estaba enfadada. Había decidido no molestarle con preguntas sobre lo que me acababan de contar su hermano y la esposa de éste acerca de mi madre. No era el momento. Pero no estaba molesta por eso, sino por contemplar las consecuencias de su guerra abierta contra sí mismo y su estúpida indiferencia ante semejante ruina. Sí, estaba furiosa, y me hubiera gustado abofetearle.

—No puedes pretender comportarte de esa manera y que los demás te aplaudan, o asistan impasibles a tu ruina voluntaria. Lo sabes perfectamente, y sin embargo, te empecinas en una destrucción que nadie entiende. Por supuesto, tampoco quieres dar ninguna explicación. Por tu orgullo, por vergüenza, o sabe Dios por qué. He intentado averiguarlo por mi cuenta, al principio por curiosidad o porque creía que me tocaba, indirectamente, a través de mi padre. Después quise saberlo sólo por cariño, por un cariño que existe y es real, al margen de otros sentimientos que pueda tener o de que me conmueva verte así.

—Quizás no haya ningún por qué. No hay un porqué para todo. Tú misma lo dijiste una vez.

—Pues me equivoqué, entonces. Siempre hay un porqué, pero muchas veces lo desconocemos o simplemente preferimos ignorarlo. No creo que sea tu caso. En realidad, creo que me he acercado bastante a ese porqué, sólo necesito encajar algunas piezas más y cuanto más claro lo veo, menos lo entiendo, porque al final nada justifica lo que estás haciendo. ¿Lo oyes? Nada. Fuera lo que fuera, ocurriera lo que ocurriera, lo que te hicieran o hiciste, no encuentro excusa para comportarte así. Supongo que se debe a que tú y yo pensamos de manera muy distinta, y contra eso no puedo hacer nada. Eres así, y en el fondo, creo… creo que me enamoré de ti sabiéndolo o tal vez, precisamente, porque eras así. Pero dudo que pueda seguir adelante. No de esta manera. Estoy cansada de tanta tristeza; en mi vida no ha habido más que angustia en los últimos años, y necesito que pare. De acuerdo, yo nunca intenté cambiar esta situación con verdadero interés, pero siento que desde que murió mi madre mi vida es una sucesión de malas noticias y peores decisiones. Todo lo ocurrido alrededor de la muerte de mi padre ha sido la gota que colma el vaso: me metí en una vida que no era la mía, sino la suya, y de la que no comprendo nada, ni apenas me interesa nada. A cambio, te encontré a ti; y sí, está muy bien enamorarse y todo eso, pero me sirve de poco en estas circunstancias, sobre todo cuando uno de los dos no siente lo mismo que el otro. Pero de todas maneras, no lo cambiaría. Y quizás si siguiera insistiendo… puedo llegar a ser muy, muy pesada, como ya sabes, podría lograr que algo cambiara. Pero no tiene ningún sentido perseguir a una persona que está deseando morir. Por muy mal que haya hecho las cosas, no creo merecerlo.

—No, desde luego.

—Desde luego. Así que por mi parte se acabó. ¿Definitivamente? No lo sé. Espero no hacer el idiota una vez más y ser capaz de dejar las cosas como están, que supongo que es, más o menos, como tú quieres que estén. Pero me toca pensar en mí, y lo mejor es que salga corriendo de tu vida y me aleje todo lo que pueda. Te haría una petición, como amiga, sólo como amiga: si no es demasiado tarde, no permitas que suceda. No lo consientas. Y si crees que lo que te pido está más allá de lo que puedes conseguir, o a lo mejor piensas que no soy quien para pedirte ese favor y que tienes sobradas razones para destruirte, entonces míralo, si quieres, desde una perspectiva que puedas entender. Una perspectiva puramente egoísta, que es un lenguaje que dominas a la perfección, pero en el que yo también me defiendo: ahora me marcho de tu lado, pero no sé si tendré fuerza de voluntad como para no volver. Si no puedo evitarlo, intentaré saber de ti, quizás localizarte, tal vez llamarte por teléfono. Si me entero de que estás en el hospital, moribundo, o que quizás ya hayas muerto, me harás un daño irreparable. Sólo te pido que al menos, dejes transcurrir el tiempo, que permitas que lo que siento por ti se enfríe y se convierta en un mero recuerdo, un buen recuerdo quizás, y entonces podrás hacer con tu vida lo que te venga en gana. Lo que quieras. Para entonces, si me llega la noticia de que ya no estás, lo sentiré, pero no será lo mismo.

Él sonrió, con esa media sonrisa suya que tanto me gustaba y que le borraba el hoyuelo del mentón. Sus ojos volvieron a encenderse.

—Sí que es un motivo egoísta. Mátate cuando deje de quererte, ¿es eso?

—Sí, eso es lo que te pido, exactamente —respondí, sofocada. Hacía calor en la habitación y empezaba a perder los papeles, temía ponerme histérica de un momento a otro. Bebí un poco de agua de la botella que guardaba en el bolso; estaba caliente, pero aun así me ayudó a recobrar un poco la compostura. Durante toda aquella perorata no había dejado de apretar su mano, y allí seguían las dos, sobre la cama, como si se hubieran independizado de nosotros y hubieran decidido, ellas sí, que preferían estar juntas.

—Lo siento —me disculpé—. No debí haberte hablado así. Estás enfermo, con electrodos por todas partes y he venido aquí a soltarte esta… bronca o lo que sea que haya querido decir. Ya ni me acuerdo. Me sucede al verte: siempre pienso lo que te voy a decir cuando te tenga delante y cuando ocurre, todo se me olvida y tengo que improvisar.

—La espontaneidad es una virtud.

—¿De verdad?

—Eso dicen.

Vi a su hermano en la puerta de la habitación; él también lo vio. Javier le hizo un gesto con la mano que no supe interpretar si fue un saludo o una señal de que todavía no habíamos acabado de hablar. Se incorporó un poco, haciendo una mueca de fastidio ante tanto cable que recorría su cuerpo.

—Por lo visto tengo la tensión por las nubes y me tienen que medir no sé qué todo el rato. Es tedioso —se quejó—. Pero no tengo motivos para lamentarme, claro. Demostraría tener muy poca vergüenza. ¿Qué vas a hacer?

—¿Qué voy a hacer? ¿Ahora? ¿Mañana? ¿Con mi vida?

—Todo eso, supongo.

—No tengo la menor idea. Espero solventar todos los problemas legales de los asuntos de mi padre, contraté un abogado y todo eso, y me gustaría que no me diera más quebraderos de cabeza de los que ya he tenido. Y una vez hecho eso, tengo que centrarme en mi vida, encontrar un trabajo. Eso es lo que tengo que hacer, nada más —dije, en un suspiro y de carrerilla. Era algo que me había estado repitiendo los últimos días como si fuera un mantra, y precisamente por eso había dejado de creer en ello. Entonces, después de una breve pausa, decidí sincerarme con él—. ¿Sabes? Me había hecho algunas ilusiones al venir aquí; un poco estúpidas, sobre todo porque tengo veintiocho años y ya no soy tan niña como para tener esas fantasías. Pensé que podía venir aquí y convencerte o arrastrarte por las buenas conmigo, aunque sabía perfectamente que ni siquiera querías verme, pero en el fondo tenía esa esperanza. Ya sabes: nunca nos queremos convencer de lo que no nos gusta. Pero es que no sé qué me pasa contigo…

—Gabriela.

—Dime.

Se lo pensó un rato antes de hablar, con la vista fija en mis ojos.

—No creas que el no ser espontáneo me facilita esto; todo lo contrario. En realidad no sé qué debo decirte. Sé que debo decir algo, pero no sé qué es. Como tú muy bien has dicho, no te mereces esto. Ya te advertí que no debías acercarte mucho a mí; pero entiendo que a veces, muchas veces, uno no puede controlar lo que siente. A mí me ha pasado. Quizás por eso estoy así. Y contigo… bueno, contigo me pasa algo parecido. Tú y yo vivimos en un mundo donde hay demasiados “y si”. Y si yo no hubiera pasado por… aquello. Y si yo no me hubiera convertido en el despojo que ves ahora. Y si no fueras quien eres. Y verás que me he saltado lo de los años… En realidad, la razón más contundente para muchos, reconozco que no es más que una mera excusa. Pero todo lo demás existe, y no lo podemos borrar. Quizás si fuéramos otras personas…

Calló, de repente, consciente de esa incongruencia. No éramos otras personas. Si fuéramos otras personas, ni siquiera nos hubiéramos conocido. Tal vez ni siquiera encontrado por casualidad. Y, para mi propio pasmo, me sorprendí en aquel momento pensando, por primera vez en mi vida, que yo no quería ser otra persona. Quería ser yo, y quería que él fuera él. Sin más.

—Déjalo —le pedí—. No importa.

—Pero me gustaría tanto poder decirte… sólo poder decirlo.

Le puse un dedo en los labios y después se los besé, apenas un roce. Me dispuse a marcharme, pues era ya tarde. Él sólo me acarició fugazmente la mano, y salí de la habitación sin que cruzáramos otra palabra. Ni siquiera me despedí de Alfonso Artaleda y su esposa, y su pregunta “¿la veremos mañana?” quedó flotando en el aire, esperando una respuesta mientras yo me alejaba por el pasillo, deprisa, sin tan siquiera atreverme a mirar atrás.