XVI

 

 

Durante el trayecto estuve pensando qué debía hacer cuando llegara a casa de Javier. Quizás él estuviera ya allí, pues eran casi las ocho y media cuando salimos de casa de mi padre. Tenía dudas: ante el abanico de posibilidades que se me planteaban, la de no hacer nada y obviar todo lo que había escuchado se me antojaba la más adecuada, siempre y cuando pudiera y fuera capaz de olvidarlo todo. Como eso era imposible, esa opción pasaba a ser entonces casi irrealizable. Traté de pensar de manera lógica, algo que jamás se me ha dado bien y que, en aquellas circunstancias, me resultaba todavía más difícil, pero aun así, me fue fácil entender que sin aclarar algunos interrogantes sería complicado volver a mirarle a la cara, mucho menos mantener una conversación íntima o meterme en su misma cama. El egoísmo hacía que en aquel momento, de todo lo que había escuchado sólo pensara en cómo me había sentido cuando supe que él había deshecho el matrimonio de mis padres con el propósito de acercarse a mi madre, y tengo que confesar que ni siquiera lo sentía por ellos, sino por el daño que me había causado a mí entonces, y sobre todo, el que me estaba causando ahora. Soy así de orgullosa y egoísta, pero dudo que cualquier otra persona en mi lugar se hubiera comportado de una manera muy diferente. Mis lágrimas se debían más a la rabia y la indignación que a la pena que debería haber sentido al oír aquella historia, que sólo podía calificar de lamentable y vergonzosa; pero lo que me dolía era pensar en mi madre y él, y aun así no era capaz de dejar de imaginarlos juntos. Es probable que nunca hubiera sucedido, mi madre era una persona extraordinariamente recta —herencia de los genes de mi abuelo—, pero, ¿y si en aquel momento no pudo evitarlo? ¿Y si en realidad lo quería? Porque estaba claro que él la quería o la había querido entonces; lo que hizo fue demasiado ruin como para satisfacer un capricho o sólo por deseo. Ahora, al contrario que antes, me consolaba —de manera muy liviana— el hecho de que hubiera perdido la memoria y en mi fuero interno deseaba que él hubiera olvidado todo lo que pasó entonces, y no me refiero sólo a sus malas acciones, y ni siquiera quedaran en él las cenizas de lo que había sentido por mi madre. Pero eso era más una fantasía que una posibilidad real, porque como había dicho Edelmiro Fuentes, veinte años dan para mucho, y los recuerdos acaban apareciendo. Y más si están profundamente grabados en ese lugar de nuestra memoria que se dedica a almacenar sentimientos.

El taxista me vigilaba por el espejo retrovisor, porque a pesar de la oscuridad del habitáculo y de que yo disimulaba mirando la calle por el cristal de la ventanilla, era evidente de que lloraba como una Magdalena, pero tuvo la delicadeza —o la insensibilidad, no sé— de no preguntarme qué me ocurría. Pensaba, entre frenazos del coche y sonidos del claxon en medio de un Paseo de Recoletos totalmente atascado, en las últimas palabras de Edelmiro Fuentes, y en si realmente la memoria de Javier había resucitado a lo largo de todo este tiempo, o si continuaba siendo, como él la había descrito, una hoja en blanco donde otros habían ido escribiendo cuando le contaron, después del accidente, quién era. ¿Alguien le habría advertido de lo que sentía por mi madre? Era difícil de creer, más que nada porque seguramente él no le había confesado ese secreto a nadie, de la misma manera que tampoco habría confiado en nadie su intento de hacer fracasar la relación de mis padres, y menos si era sólo una maquinación o si en realidad fue cierto que encontró a mi padre y a Carmen juntos, en aquella maldita casa. Salvo, claro está, que mi propia madre, consciente de ese sentimiento, se lo hubiera recordado alguna vez. Esa idea me hizo estremecer.

Pero si Edelmiro Fuentes estaba en lo cierto, Javier aún guardaba restos de aquellos tiempos en su memoria, quizás sólo ruinas, pero las ruinas a veces permiten reconstruir cómo fue el templo del que procedían. Y si el haberme enterado de lo que había sucedido veinte años atrás de lo que sentía Javier por mi madre y de cómo mi padre había intentado matarle me causaba tristeza y hacía que me sintiera traicionada, las últimas palabras de Fuentes me provocaban una desazón creciente, una ansiedad debida a la sospecha de que Javier era consciente de lo que había ocurrido. Y entonces, como por ensalmo, todas las partes del puzle que había ido recogiendo empezaron a ordenarse en mi cabeza, una tras otra, dándome la respuesta a muchas preguntas que habían ido surgiendo a lo largo del camino emprendido y que de manera voluntaria había olvidado o pospuesto su resolución un poco embriagada por el amor que sentía hacia él, que aun amargo, era amor al fin y al cabo. Entendí por qué mintió al decir que mi padre se desentendió de él después del accidente, cuando fue justo al contrario: él no quiso relacionarse con mi padre, tal y como había confirmado Edelmiro Fuentes. También comprendí por qué mi madre había acudido a visitarle al hospital durante una de sus crisis alcohólicas, cinco años atrás, y por supuesto, por qué era previsible que él (y ella) me lo ocultaran. Y por fin, adiviné el porqué de su compulsión por la bebida, una cuestión a la que él siempre supo escapar: porque era la única forma de olvidar los recuerdos que, asustándolo y enfermándolo, poco a poco iban apareciendo en su mente. En el fondo, él mismo había confesado parte de la historia cuando me contó por qué había decidido hacerse escritor y me narró aquel pasaje de la novela de Hammett, que no era sino el germen del argumento de La huida, pasado por el tamiz de sus propias angustias e inquietudes. Fui torpe. No me di cuenta entonces porque mis sentidos estaban puestos en él, en su exterior, en sus problemas con la bebida, en nosotros, sin percatarme de que me estaba mostrando la llave que abría la puerta a su interior. Y supuse, con total certeza, cómo la semilla de la duda germinó en él cuando algún tiempo después del accidente, mientras empezaba a recuperarse y a rehacer su vida, tal vez un año o dos después de aquella noche maldita, aquel libro cayó en sus manos y se zambulló en su lectura. Y lo que encontró no fue otra cosa que a sí mismo, sus mismos recuerdos, sus mismos patrones, sus mismas obsesiones que habían quedado olvidados, pero no perdidos, en algún lugar no lo suficientemente remoto de su memoria. Ese fue el pasaje que franqueó para tratar de regresar a su antigua vida y el que decidió seguir, con todas las consecuencias, sin saber a ciencia cierta adónde le conduciría ni qué encontraría al otro lado. Y lo que encontró lo convirtió en una persona atormentada, en un puro sufrimiento sin consuelo, traicionado y traidor a la vez.

Pero, por desgracia, ese no fue el único descubrimiento que iba a hacer a bordo de aquel taxi. Como el destello fugaz de los faros de los coches que me alumbraban a través del cristal de la ventanilla, brilló en mí una idea terrible, insoportable, que hizo que el mundo se paralizara a mi alrededor mientras recordaba aquella nota escrita, oculta en una de las páginas de aquel desdichado libro que mi padre dedicó a Javier y a su jefe en la librería, en donde su antiguo profesor y mentor le proponía a Javier visitarle en su casa, poco antes de su muerte. La cita estaba establecida para un jueves y mi padre murió un lunes, pero… ¿y si él acudió en realidad otro día?

Eché mano mecánicamente al bolsillo interior de mi abrigo. Allí guardaba, todavía en la misma bolsita de plástico en la que Daniel Almeida la introdujo, una copia de la nota de suicidio que encontraron en casa de mi padre la noche en que se precipitó por el balcón de su despacho. El inspector, servicial, creyó que me gustaría conservar una copia de esa nota, tener a mano esas escasas frases de despedida, pero lo cierto es que yo las había olvidado casi por completo y ni siquiera había vuelto a leerlas. Pero ya no me hacía falta mirarlas para alcanzar la onerosa certeza.

—Hemos llegado —dijo el taxista, interrumpiendo mis pensamientos y quizás preguntándose por qué aquella llorona no bajaba de su coche parado desde hacía rato.

No había luz en las ventanas del piso de Javier; me alegré de su retraso. Subí corriendo las escaleras y tras forcejear con la llave de la puerta, incapaz de introducirla en la cerradura por el temblor incontrolable de mis manos, logré franquear la entrada. Encendí la luz, temiendo encontrarle sentado a oscuras, como a veces hacía. Pero él no estaba allí. Saqué la nota y la leí de nuevo.

“A quien lea esta nota:

Parq mí ha llegado el momento de dejaros. Estq vida ya no me reporta nada más aue sinsabores y dolor. Lamento el daño aue haya podido causar con esta o con mis acciones pasadas a todos los que en algún momento estuvieron cerca de mí, y creedme: a pesar de todo, me hubierq gustado ser mejor persona. Pero ahora ya no tengo tiempo ni fuerwas, llegué al final de la cuerdq, y cambiar es imposible. Os quiere,

J.A.”

Una despedida muy breve, apenas unas líneas de compromiso, escritas casi de forma impersonal. Tal vez no por mi padre. Pero lo que más llamaba la atención eran las erratas, esas erratas que Almeida había achacado, en principio con buen criterio, a la premura con que fue escrita la nota. “Las erratas bien pueden mostrar la tensión del momento, lo que da credibilidad a la nota”, había dicho. Y sí, fueron las prisas y la ansiedad las que provocaron esas confusiones, pero o bien el inspector no se dio cuenta o no les dio la importancia debida, pero lo cierto es que las erratas, aun siendo verdaderas confusiones, no seguían un patrón azaroso. Y yo comprendía por qué.

Me abalancé sobre la máquina de escribir de Javier arrinconada junto a la ventana del salón, desprendiéndola de su funda de plástico. Como él había afirmado, era una buena máquina, a la que tenía especial cariño. Un regalo de mi padre, comprado en el rastro. Miré otra vez la nota. Las erratas consistían en sustituciones de unas letras por otras: la “a” aparecía donde debía estar la “q”, y viceversa. Y también había una “w” en lugar de una “z”. El error no había sido cometido a propósito, no se trataba de ningún tipo de mensaje. Era, en su sentido más estricto, una errata cometida por una persona acostumbrada a escribir a máquina, a escribir muy deprisa, sin mirar las teclas, como los profesionales, y probablemente sin tiempo para corregirla, a pesar de ser consciente de los errores que estaba cometiendo. Una persona acostumbrada a que en el sitio de la “q” estuviera la “a”, y en el de la “z”, la “w”, como ocurre en algunas máquinas de escribir francesas, modelos donde la primera fila de letras es AZERTY, en lugar de QWERTY. Tal y como sucedía en esa máquina, la máquina de Javier.

Derribé con rabia algunas de las torres de libros apilados en el suelo mientras me derrumbaba yo también, con la nota de despedida arrugada entre mis manos, llorando y rugiendo al mismo tiempo. Ya no me quedaba ninguna duda. Javier escribió esa nota, en la máquina de escribir de mi padre, la misma noche que lo mató.

Tuve miedo. No por Javier; él nunca me haría daño. Pero el descubrimiento me había aterrado de tal manera que tardé en reaccionar y me quedé en el suelo, agarrotada y convulsa. Cuando la tensión que atenazaba todos los músculos de mi cuerpo se aflojó pasados unos minutos me levanté a duras penas y fui al dormitorio, donde comencé a hacer el equipaje. Tenía que escapar de allí, sin dar explicaciones, sin mirar atrás.

Escuché entonces el sonido de unas llaves en la cerradura; miré instintivamente la hora: las nueve y media. Quizás se había entretenido bebiendo, o dando un paseo. Tal vez ambas cosas. Oí cómo dejaba las llaves sobre la mesa, como hacía siempre, y después de una breve pausa, sentí sus arrítmicos pasos acercarse por el pasillo hacia el dormitorio. Me sequé las lágrimas como pude y respiré hondo.

—Hola —me saludó—. ¿Qué ha pasado en el salón?

Lo miré, pero evitando el encuentro directo entre nuestros ojos. Al mirarlo sentí que hablaba con un desconocido.

—Nada —respondí—. Estaba ordenando un poco y se me han caído un par de torres de libros. Ahora las coloco, no te preocupes.

—No, no importa. Yo lo haré. ¿Estás haciendo la maleta? Pensé que te quedarías hasta después del fin de semana.

—No. Sí. Es que me ha llamado mi hermana; mi abuelo está enfermo y voy a ir a verle —dije, con toda la entereza de la que fui capaz.

—¿Es grave? ¿Puedo hacer algo?

—¡No! No es grave, no te preocupes. A veces le ocurre, son achaques de la edad. Pero estoy segura de que no es importante.

—Está bien —contestó, mirándome con curiosidad. Se alejó cojeando y volvió al salón mientras yo terminaba de meter mi ropa en la maleta a empujones.

Cuando introduje todos mis enseres me senté un momento en el borde de la cama, tratando de captar con mi respiración un poco de aire, un bien escaso para mí en aquellos momentos. Tenía náuseas y me temblaba todo el cuerpo, pero estaba decidida a marcharme sin importarme si estaba en condiciones de viajar o no. Arrastré la maleta por el pasillo y al llegar al salón lo encontré sentado en el sillón, donde siempre se repantingaba a leer, fumando, con la nota de despedida de mi padre entre sus manos, olvidada de forma descuidada por mí en el suelo. Se giró hacia mí, muy despacio; había una tristeza infinita en sus ojos.

—No busques más, Gabriela —me dijo, con voz ronca—. Fui yo.

No me alteró una confesión innecesaria en ese punto, sino el saber que, al menos, tendría que darle la opción a explicarse y que yo tendría que escucharle. Había que terminar la historia, y ese era el momento.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Fue por venganza? No lo entiendo. Tanto tiempo había pasado desde… aquel accidente.

—Ya veo que sabes al menos parte de la historia. Qué terca y concienzuda eres. ¿Por venganza? No lo sé. No lo creo. No sé bien por qué lo hice, y casi no estoy seguro de lo que ocurrió. Ya nada tenía sentido, y sin embargo… son cosas que no puedes evitar. No lo comprenderías, Gabriela, porque tú no has pasado por esto. Es normal. ¿Sabes lo que es no poder recordar quiénes son tus amigos, las conversaciones que tuve con mi padre, los buenos y malos momentos que pasé con mis hermanos? Tal vez hubiera podido empezar de cero. Después de todo, accidentes hay todos los días, lo que me pasó a mí le sucede a mucha gente. Hubiera podido vivir con eso, mal que bien, podría haber tratado de adaptarme. Pero no con esa duda. Cuando empecé a sospechar, después de leer ese libro, no pude seguir adelante. En realidad sufrí dos accidentes: uno, en el coche, otro, cuando tuve La huida en mis manos. Te aseguro que el segundo fue mucho más difícil de sobrellevar que el primero. Nadie podía aclararme mis sospechas, pero cada vez eran más fuertes. Y me dejé llevar por ellas, durante casi veinte años. Pero peor que las secuelas del accidente fue pensar que mi amigo, mi maestro, me había traicionado para arrebatarme mi trabajo. Tampoco sabes lo que es vivir con eso. Jorge me lo quitó todo, hasta mis recuerdos. Las personas somos nuestros recuerdos, todo lo que nos queda son esas imágenes de nuestro pasado, esa música que escuchamos, los aromas que nos agradan. Yo lo perdí todo, perdí lo que fui. ¿Sabes quién soy yo? Pues yo tampoco lo sé. No sé quién soy, porque todo eso lo dejé empotrado contra aquel árbol. He intentado ser otra persona. Te juro que lo he intentado, y a veces, a veces creo que he estado cerca de conseguirlo. Durante estos años ha habido momentos en los que creí que podría ser otro, que ya no habría más Javier Artaleda, y que ya no estaba obligado a seguir intentando recordar mi vida anterior. Pero siempre fracasé. Hasta hace unos meses, cuando… cuando ocurrió. Pero aun después de morir tu padre, no encontré descanso. No me sirvió de nada. Y de repente, apareciste tú. Fue otro de esos momentos en los que pensé que podía librarme de esa condena. Cuando estaba en el hotel contigo, y durante estos meses, por un instante, por un pequeño instante, me convenciste de que era posible abandonarlo todo y empezar de nuevo. Sentía que todo podría cambiar, que ya no me atormentaría más el pasado. Estando contigo apenas necesitaba beber para olvidarlo. Pero claro, era una ilusión, como lo fue siempre. De todas maneras, estoy acostumbrado. Ya te digo, me ha pasado más veces, siempre condenado a querer ser el de antes y no poder ser más que un fantasma entre dos vidas. Así ha sido mi vida este tiempo Gabriela, y creo… no, sé que tú no puedes entenderlo. Y me alegro de que no lo comprendas, porque es horrible. Pero si quieres saber por qué hice lo que hice, yo tampoco tengo la respuesta. En realidad, la tuvo tu padre, que al parecer fue quien siempre tuvo todas las respuestas.

—¿Por qué? ¿Por qué va a tener él la respuesta a su asesinato? —respondí, haciendo hincapié en aquella horrible palabra.

—Yo ya suponía desde hacía mucho tiempo que fue él el causante de aquel accidente. Que lo hizo a propósito. No sabía el por qué, pero lo intuía. Él me robó el libro, me quitó mi trabajo, e intentó matarme para lograrlo. Vivir con esa sospecha es una tortura, Gabriela. Por eso cuando escuché, de sus propios labios, que iba a escribir la segunda parte de la novela, sentí que ya no me era posible aguantar más. Necesitaba las últimas respuestas. Quería saber por qué lo hacía, por qué me había castigado así y por qué quería reabrir aquella herida, aunque la mía siempre ha estado abierta y sangrante. Le llamé. Le pedí una cita, quería hablar con él, que me lo explicara todo. Quería oírlo de su propia voz. Un día se presentó en la librería; nos firmó unos ejemplares de La huida a Jorge y a mí; en el mío incluyó una cita: quería que fuera a verlo a su propia casa. No acudí ese día; me arrepentí, tenía miedo, no sabía lo que iba a pasar y lo que iba a escuchar. Pero no podía dejar escapar esa oportunidad, así le telefoneé y le pedí otra oportunidad. Me planté allí tres días después, el lunes por la noche. Era ya tarde, él había cenado y me confesó que ya no me esperaba. Lo encontré muy tranquilo, extrañamente tranquilo; esperaba que al tenerme delante, después de tantos años, se alterara un poco, pero nada más lejos de la realidad. Fuimos al despacho mientras él me preguntaba cómo me encontraba de salud y alguna otra cosa que no recuerdo. Ni siquiera le prestaba atención. Una vez allí me pidió un cigarrillo, pero a mí se me habían acabado. Buscó uno entre los cajones del escritorio y empezó a fumar, mientras abría el ventanal que daba al balcón. Me confesó que estaba intentando dejar de fumar, pero que no lo conseguía. Finalmente quiso saber el motivo de mi visita.

“—Sabes perfectamente por qué estoy aquí. Oí que estabas pensando terminar La huida —le dije.

“—Sí, así es. Creo que es algo que debo hacer, después de tantos años.

“—¿Por qué?

“—¿Por qué no?

“—Porque ese libro no es tuyo, tú me lo robaste.

“Él se rio de mí. Parecía estar divirtiéndose, jugando conmigo. Echó una mirada a un taco de folios ordenados que había sobre el escritorio, escritos a máquina.

“—No robé nada. No eres más que un pobre hombre que ha perdido la cabeza. La huida es mío, siempre lo fue. Ya casi tengo terminada la segunda parte.

“—Déjame verla, entonces.

“—¿Para eso has venido?

“—Sí, sabes que sí. Para eso y para encontrar respuestas.

“Quise rodear la mesa para alcanzar los papeles, pero él me lo impidió. Forcejeamos un poco y le lancé un puñetazo que apenas le rozó, pero que le hizo trastabillar y caer hacia atrás. Se dio un golpe en la cabeza con la mesa; nada grave, creo, pero quedó un poco aturdido en el suelo. Yo aproveché y me abalancé sobre aquellas hojas y comencé a leerlas. Apenas encontré sentido a lo que había allí escrito; no tenía ni pies ni cabeza, y desde luego no se parecía en nada a La huida. Pero para mi sorpresa, sólo había una decena de folios originales; el resto del montón pertenecía al manuscrito original de la primera parte. El mismo que yo le había entregado hace veinte años. No había nada más. Eso era todo. Revisé todo el paquete, pero no encontré ninguna otra hoja que contuviera un párrafo original.

“Mientras, él se había puesto en pie y no había tratado de impedirme la lectura. Me miraba con expresión de satisfacción. Salió al balcón, supongo que con intención de tomar un poco de aire fresco que le desaturdiera del golpe.

—¿No lo entiendes, Gabriela? —dijo, interrumpiendo su relato—. Yo tenía razón. Él no había escrito nada, fui yo quien lo hice. Él se limitó a robarlo. Cuando tuve aquel accidente sólo había escrito la primera parte, pero sabía perfectamente cómo debía ser la segunda. Lo tenía aquí, en mi cabeza, sabía perfectamente cómo debía ser… y lo perdí. Y a lo largo de estos veinte años he podido reconstruirlo, ¿sabes? Noche tras noche, lo he recuperado, estoy seguro de que era tal y como lo he ido rescribiendo. Ya casi lo tengo terminado, Gabriela…

—¡Me importa una mierda el libro! —chillé—. ¿Es que no te escuchas a ti mismo? ¡No era el libro, no te das cuenta!

Él se sorprendió por un instante; después, hundió los hombros y se recostó en el sillón, como sin fuerzas, exhausto, y entonces volví a ver al Javier de siempre.

—Yo creía que sí. Creía que esa era la razón. Al menos, hasta entonces.

—Pero había otra razón, ¿verdad?

—Sí. La había. La huida no fue la única causa. Cuando levanté la vista de aquellas hojas él seguía allí, mirándome divertido y desafiante. Le eché en cara que ni siquiera había sido capaz de terminar la obra y que eso era una prueba fehaciente de que la había robado. Le llamé ladrón.

“—¿Ladrón? —respondió, escupiendo la palabra—. Tú no eres quién para llamarme ladrón. Tú eras poco menos que un hijo o un hermano menor para mí. Y me devolviste la confianza que deposité en ti destrozando mi familia, maniobrando para que perdiera a mi mujer y a mi hija. Lo que más amaba en esta vida. Sí, hasta que las perdí, gracias a ti, no me di cuenta de lo que significaban. Pero tú amabas a Laura e hiciste lo posible por separarla de mí. La llenaste de mentiras sobre mí y sobre Carmen, y aunque al final conseguiste tu propósito, ni siquiera pudiste disfrutar de tu logro. En lo que a mí respecta, tu castigo te está bien empleado. Y en cuanto al libro: ahora ya no puedo escribir. Estoy enfermo y no podré terminar esa novela, pero la verdad es que nunca lo intenté. Ni siquiera ahora. Podría hacerlo, pero no quiero. Desprecio lo que hiciste y eso incluye ese maldito libro. ¿Lo quieres? Puedes quedártelo. Yo ya no lo necesito, aunque me haya servido de él. Es el mayor desprecio que puedo hacerte.

“—Es mentira. Es otra de tus mentiras. ¿Qué hice yo? No hice nada contra ti ni contra Laura. No traiciono a mis amigos. Es otra de tus invenciones, algo con lo que justificar tu crimen. Porque lo que tú hiciste fue un crimen, Jorge. Eres un asesino.

“—Sí, puede que sea un criminal. Pero pregúntale a Edelmiro. O a Carmen. Ellos saben cómo te comportaste. Tú me lo quisiste robar todo: mi familia y mi trabajo, y pagaste un castigo justo. Aunque a mí me sigue pareciendo insuficiente.

—Entonces perdí la cabeza. No sé qué me pasó, pero no pude contenerme. Me lancé sobre él y volvimos a forcejear en el balcón. Pero él no se defendía con ahínco, sólo se aferraba y se abrazaba a mí. Me agarraba por la solapa mientras yo trataba de golpearlo, sin conseguirlo. Para desembarazarme de su abrazo, lo empujé con todas mis fuerzas contra la barandilla del balcón. Él trastabilló y tropezó con una maceta que había en el suelo, lo que provocó que cayera hacia atrás sobre esa maldita barandilla de hierro. La inercia y su propio peso hicieron que se venciera sobre ella, de espaldas, como si fuera un balancín. Pero ni siquiera pataleó para recuperar la verticalidad. Me abalancé sobre él para intentar sujetarlo y así el cinturón del batín. Éste sólo estaba levemente anudado y sin sujetar por las presillas, y cuando su cuerpo se volcó sobre el vacío me quedé con el cordón en la mano. Ni siquiera gritó mientras caía.

“Me asusté mucho. Tuve miedo. Lo vi en la calle, tendido en la acera. Sin duda estaba muerto. Era tarde y no había nadie paseando por la calle, y nadie se había asomado al balcón al escuchar el golpe. Volví al interior del despacho y el terror hizo que redactara esta nota. No se me ocurrió otra cosa. La dejé encima de la mesa, cogí los folios que había estado leyendo y me marché a toda prisa. Cuando llegué a la calle, había ya algunas personas con él. Me acerqué, pero no me atreví a mirarlo. Nadie se fijó en mí, todo el mundo prestaba atención a su cuerpo muerto. Arrojé los folios a un contenedor de basuras y hui.

—¿Quieres decirme —pregunté, tratando de conservar la calma— que fue un accidente? ¿Qué no lo empujaste a propósito?

—No lo sé —respondió con un susurro—. No lo sé, Gabriela. Quería hacerle daño. Lo empujé… no quería que cayera, pero… él no hizo nada.

—¿Cómo puedes decir eso si escribiste una nota de suicidio falsa y te preocupaste de borrar tus huellas de la máquina y de la casa?

—Es cierto, escribí esa nota, pero… fue un error, tuve miedo en aquel instante. Aunque no temía a la policía, no sé a lo que temía. Creo que no quería admitir que lo había matado yo. Si hubiera sabido que culparían a Andrés del crimen hubiera confesado, ¿qué me importaba ya? Pero no supe lo que estaba ocurriendo hasta que tú me lo explicaste aquella noche, después de que lo encontraran. No quise ocultar conscientemente lo que había hecho, cuando escribí esa nota sólo pensaba que yo no lo había matado, aunque… ya no estoy tan seguro. He pensado en esa noche tantas veces que ya no sé con certeza lo que ocurrió. Pero no borré ninguna huella, sólo cogí esos papeles y me marché.

Entonces miré sus manos, destrozadas por las quemaduras del accidente y supe que decía la verdad. Apenas quedaban huellas dactilares en esos dedos maltratados y arrasados por el fuego y las cicatrices. Suyas eran esas “huellas parciales” inservibles encontradas en la máquina de escribir de mi padre. Se levantó, tambaleándose ligeramente y dio un paso hacia mí, pero yo retrocedí. No quiso forzar más el acercamiento y cogió la botella de ginebra del aparador. Se sirvió un vaso y lo vació de un trago.

—¿Y es verdad? —le pregunté.

—¿El qué?

—Lo de mi madre.

Ni siquiera se atrevió a mirarme mientras buscaba la respuesta.

—No lo sé. Tal vez. Tal vez no.

Asentí. Cuando pensaba que se me habían agotado las lágrimas por aquel día —y por muchos días—, mis ojos empañados me sacaron de mi error, justo antes de que sendos torrentes empezaran a brotar de mis lacrimales. Fui a sentarme al sofá, porque las piernas no me sostenían. Vació otro vaso de ginebra y encendió un cigarrillo. Estaba allí, de pie, con sus ojos cansados y sus hombros hundidos, y me pareció, por primera vez, mucho mayor que yo, incluso viejo, y totalmente derrotado.

—No lo sé. No sé si es verdad o no. A veces pienso… recuerdo cosas, pero no estoy seguro de qué fue verdad y qué es lo que yo mismo he inventado. Recuerdo a Laura… y a la vez la asocio con días felices para mí; sé que es Laura porque reconozco su imagen. También recuerdo tu casa, o eso creo, y también me trae una sensación de bienestar. Pero no sé por qué. No sé lo que ocurrió, si es que sucedió algo entre ella y yo. Lo he dudado todo este tiempo, y jamás me atreví a preguntárselo. Después de todo aquello, vi a tu madre una vez, hará unos cuatro o cinco años. Yo estaba en el hospital, después de otra borrachera tremenda. Estaba asustado y no sabía a quién recurrir. La llamé y ella vino a verme; sólo hablamos un rato. Pero cuando se marchó me sentí decepcionado, porque no conseguí recordar nada más de ella, y tampoco sentí en su presencia nada excepto la emoción de ver a un ser muy querido, al que hace mucho tiempo que has perdido de vista. Pero después de verte a ti… no lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Qué no sabes? ¿No sabes si la querías a ella? ¿No sabes si realmente estás conmigo porque te recuerdo a mi madre? Cuando nos conocimos no hacías más que repetirlo —dije, entre sollozos.

—No. Es decir, me recuerdas mucho a ella, pero… tal vez ese recuerdo sólo sea físico. No lo sé. Pero creo que no estoy contigo por eso; creo que estoy contigo porque quiero, aunque no sé de dónde viene mi voluntad, si del pasado o del presente.

—Ni siquiera me has querido todo este tiempo.

—No, no es verdad. Eso no puede ser verdad.

Durante su confesión se había sentado junto a mí, y al ver que yo lloraba, intentó hacerme una caricia que pudiera consolarme, pero yo la esquivé. En lugar de eso, le golpeé repetidas veces con el puño en el hombro, aullando desatada por la rabia, y estoy segura de que le hice daño, pero él no trató de detenerme: sólo vi alivio en su rostro mientras recibía los golpes. Al final no pude más y estallé en un llanto incontrolado que provocó que buscara refugio en él, y sus brazos me apretaron con fuerza, con mucha fuerza. También él lloraba, aunque más contenido y en silencio. Entre dientes siseaba “perdóname” una y otra vez, suplicando algo que yo no podía darle en ese momento.

—¿Por qué me mentiste? ¿Por qué has permitido que suceda todo esto?

—¿Por qué lo he permitido? Al principio porque creí que ya había cerrado un capítulo de mi vida al que no quería regresar. Después, por ti. Te mentí por ti y también por mí. Pensé en contártelo todo, pero ya era demasiado tarde. Todos los días, todos, desde que te conozco he pensado en confesar la verdad. Cada vez que te veía, cada vez que te abrazaba o escuchaba tu voz lo pensaba. Pero tú me hiciste creer que podía intentar olvidar lo que ocurrió. Porque creí que yo también tenía derecho a intentar tener una vida como los demás. Tenía derecho a tener a una persona que me quisiera, y esa persona eras tú. ¡Tenía derecho! Creí que tú lo harías posible. Pero ya te advertí que yo… que no debías acercarte a mí. Y no me hiciste caso. Y en el fondo sabía que tarde o temprano acabarías descubriendo la verdad, pero aun así no me atreví a contártelo. Te perdería, y ya no estaba seguro de si te haría más daño diciéndote la verdad. Pero ahora hay que pagar. Siempre hay que pagar. Sé que es demasiado tarde, pero acudiré a la policía.

La policía. Sabía lo que haría la policía, y sólo oír esa palabra me aterró tanto como la confesión que acababa de escuchar. No, no estaba preparada para la policía.

—¡No! —exclamé—. A la policía no. No vayas. Ya no tiene sentido. No sé si lo soportaría, ya he perdido a demasiadas personas. ¿Qué ganaría con eso? No vayas, no hables con nadie de esto. Yo no lo haré, nadie dirá una palabra.

—Pero…

—Necesito tiempo para pensar. Sólo quiero un poco de tiempo para mí, ¿de acuerdo? No hagas nada, te lo suplico. Me lo debes, Javier. Dame ese tiempo.

Reuní las fuerzas suficientes como para levantarme del sofá y caminar hasta el pasillo arrastrando los pies; recogí mi maleta y volví al salón para hacer lo mismo con mi abrigo. Mientras me lo ponía, sentí una mano que me asía el brazo con la fuerza de una tenaza; él me miró y vi a un hombre destruido, desesperado, sin pasado, sin presente y sin futuro. Me desembaracé de su presa suavemente y arrastré la maleta hasta la puerta.

—Tú no eres Laura —me dijo—. No eres Laura.

—Adiós, Javier.