Una voz masculina, joven, con un ligero acento sudamericano —muy leve— me atendió cuando llamé al teléfono de Barcelona que había encontrado en la agenda de mi padre. No había tenido éxito con el de Madrid; ahora pertenecía a otra persona. Tampoco esperaba mucho de esa segunda llamada, pero el acento de ese hombre, que bien podía ser una coincidencia, me alentó.
—Buenos días —dije—, ¿el señor Edelmiro Fuentes?
—¿Padre o hijo?
—Padre, creo.
—¿Quién le llama?
—Soy Gabriela Alvar.
—Verá, ahora mismo no está aquí. ¿Quiere dejarle algún recado?
Supuse —con acierto—, que en realidad sí que estaba (o lo hubiera dicho de primeras), y que primero tenían que filtrar la llamada.
—Soy la hija de Jorge Alvar. Sólo dígale que es importante que hable con él, nada más. Bueno, dígale también que tengo que hacerle unas preguntas sobre un asunto… sobre unas memorias. Dígale eso, por favor.
Lo de las memorias lo dejé caer para que no le quedara más remedio que llamarme, por si acaso la curiosidad no era suficiente, aunque cabía la posibilidad de que lo último que quisiera hacer aquel hombre era hablar conmigo. No obstante, aunque probablemente era así, mi teléfono móvil no tardó ni diez minutos en sonar. Una voz más grave que la anterior, y con un acento un poco más marcado, preguntó mi nombre.
—Sí, soy Gabriela Alvar. ¿Es Edelmiro Fuentes?
—Sí, soy yo.
—Verá, le llamaba porque quería hacerle algunas preguntas relativas a mi padre… y a algunas personas que usted conoce.
—¿Unas preguntas?
—Sí; lo que ocurre es que me gustaría hacérselas en persona, es un tema que no quiero tratar por teléfono y además sería demasiado largo; le llamaba para saber si es posible entrevistarnos.
Hubo un largo silencio; no quería atosigarle demasiado al principio porque, al fin y al cabo, debía sentirse sorprendido y un poco avasallado.
—Oiga, no entiendo bien lo que quiere.
—Sí, comprendo que mi llamada le haya pillado de sorpresa, pero no debe extrañarle tanto. Creo que usted ya me conoce; no hablo de la época en que yo era pequeña y vivía con mi padre, sino de hace un par de meses, justo cuando murió. Yo fui a ver a Isabel Schwarz a su despacho y usted estaba allí, y creo que ella le aclaró quién era yo, ¿verdad? Además, quizás esté usted al tanto de lo que ocurrió con ese detective y todo el asunto de las memorias que andan buscando. Pero lo único que querría de usted es una oportunidad para hablar, nada más que eso. Usted era amigo de mi padre y me gustaría que me proporcionara una información, nada más. No le robaría mucho tiempo.
—Yo era amigo de su padre, es cierto, pero eso fue hace muchos años. Demasiados. Creo que le han informado mal. Y de todas maneras sigo sin saber para qué quiere hablar conmigo.
No me extrañó en absoluto esa actitud; negarlo todo era la mejor defensa posible y le daba tiempo para pensar. Le insistí, diciendo que estaba convencida de que la historia no era nueva para él, y él me escuchó —o eso pareció— pacientemente mientras yo trataba de parecer desenfadada, como si fuera lo más normal del mundo irrumpir, aunque fuera telefónicamente, en su vida de esa manera.
—Señor Fuentes, sé que usted está interesado en conocer algunos detalles de las memorias de mi padre… —dije, insistiendo en lanzar ese globo sonda.
—¿Quién le ha dicho eso?
—La señora Schwarz.
—¿Eso le ha dicho? Creo que usted entendió mal a Isabel, o quizás ella no se expresara con claridad.
—No crea —perseveré—, en realidad no me lo dijo ella, lo he deducido yo misma por cierta información que ha llegado a mis manos. Y luego está lo del falso detective…
—No sé de dónde saca usted la información, señora Alvar, pero esta no es una de sus fuentes —dijo, haciendo un juego de palabras con su apellido—. Y créame si le insisto en que no tengo ni idea de nada acerca de un detective. Espero que me lo aclare enseguida o tendré que colgar —amenazó, con total tranquilidad. Estaba claro que iba a tener que ser más persuasiva, de un modo u otro.
—Señor Fuentes —dije, suspirando—, escuche, no quiero exigirle nada, no tengo derecho. Sólo quiero que me conceda unos minutos de su tiempo. A lo mejor le he dado mala impresión al apremiarle de esta manera. Empecemos de nuevo: le llamo porque no sé si habrá oído, aunque yo sé que sí, que estoy leyendo e investigando las memorias que dejó escritas mi padre. Es algo que me ha pillado de sorpresa, a mí y por lo visto a muchas personas; las escribió en secreto —continué con la mentira—. La señora Schwarz me llevó a su despacho para hablar sobre ellas: estaba preocupada por si algunos episodios de su vida salían publicados, sobre todo justo antes de la campaña electoral. Me dijo que usted también estaba involucrado en esa cuestión; y no lo dudo, porque cuando fui a verla, escuché accidentalmente —dije, haciendo hincapié en lo de accidentalmente, para que no se diera cuenta de que era una fisgona—, que usted la apremiaba a impedir la publicación de ese libro. Yo no quiero que nadie salga perjudicado, y las cuentas que mi padre tuviera con usted, con ella o con el mundo, no son asunto mío. Pero estoy segura de que el lamentable episodio del detective colándose en casa de mi padre para buscar ese texto me ha puesto en guardia, y es que es inevitable pensar si estará relacionado con su propia muerte, ¿me comprende?
—Le repito que no sé de nada de un detective, pero continúe.
Al parecer, todo funciona mejor cuando te explicas y no te pasas de lista.
—Podía haber acudido a la policía, pero no lo hice porque en el fondo, me niego a creer que ustedes tuvieran algo que ver con su muerte. Pero no podré estar completamente segura hasta que haga algunas comprobaciones; es decir, hasta que no hable con usted. Ya hablé con Isabel, y, sinceramente, no quedé muy satisfecha… tiene un carácter que…
Se escuchó una risa divertida, al otro lado del teléfono.
—Sí, Isabelita es así. Pero no se extrañe: su señora madre, Laura, a quien conocí bien, era muy parecida. En ese aspecto.
La tensión iba desapareciendo a medida que se alargaba la conversación; sólo tenía que intentar que se sintiera aún más cómodo, lo suficiente como para ceder un poco.
—Sí, en cierto sentido. A veces cuando hablo con personas del entorno de mi padre se me olvida que conocieron a mi madre e incluso a mí, aunque yo prácticamente no me acuerde de ellos.
—Yo sí que me acuerdo de usted, y por supuesto también de Laura. Lamenté mucho su fallecimiento, era una persona extraordinaria. Y aunque no lo crea, también he lamentado el de Jorge. Durante mucho tiempo fuimos muy buenos amigos.
—Lo sé. Señor Fuentes, lo único que pretendo es entender esta situación, que se ha enmarañado en exceso, creo que porque mi padre murió dejando muchas cosas por hacer, y también porque ustedes, o quizás sólo Isabel, actuaron torpemente. Y le prometo que lo que estoy buscando es evitar un escándalo, no crearlo.
—Escuche, Gabriela, entiendo lo que me dice y se lo agradezco de corazón, pero yo no estoy involucrado en ningún asunto con su padre, nuestras diferencias ocurrieron hace mucho tiempo y no quisiera reavivar ahora esos recuerdos. Seguro que lo comprende.
—Lo entiendo perfectamente —respondí; estaba siendo realmente difícil convencerlo, así que no tuve más remedio que jugármela—. Pero verá, ayer encontré unas cartas, suyas, dirigidas a mi padre, en las que hablaba de algo… un suceso, creo que lo llamaba usted, que habría tenido lugar en 1985, me parece, y que por lo que he leído se trata de algo con cierta gravedad. Querría investigarlo, y ver qué relación tiene con mi padre y con otras personas. No sé si sabe de lo que le estoy hablando.
De nuevo un largo silencio, mucho más elocuente que un “sí”. Continué sin aguardar la respuesta.
—No sé si ese suceso irá reflejado en las memorias —aventuré—. Todavía estoy recopilando muchos papeles y no he tenido tiempo de leerlos todos; y en cuanto al manuscrito de mi padre, sinceramente sólo he tenido tiempo de echarle un somero vistazo. Me están ayudando en la tarea.
—Entonces es verdad que Jorge estaba escribiendo esas memorias —soltó, como hablando para sí mismo.
—Sí, eso parece.
—Como le he dicho, Gabriela, eso son cosas del pasado y yo ya no pertenezco a ese pasado…
—Todos pertenecemos al pasado, aunque no nos guste.
—Muy bonita frase, pero muy inexacta también. Yo no quiero pertenecer a ese pasado ni a ese presente. Entenderá que ahora estoy en Barcelona y tengo muchas cosas que hacer, y, aunque le agradezco su amabilidad, no puedo acceder a lo que me pide.
—¿Ni aunque yo fuera allí?
—No, de veras que lo siento. Espero que lo comprenda. Adiós, Gabriela, mucho gusto en hablar con usted.
A pesar de que aquella negativa era la respuesta más probable, me sentí muy decepcionada, por completo abatida. Siempre me quedaría Carmen Canal, pero intuía que ella inventaría cualquier cosa para escurrirse y dejar la verdad bien guardada en el cofre. Quizás, aunque yo no lo imaginara entonces, fuera lo más conveniente para todos.
Cuando la llamé me gané una reprimenda por haber dejado transcurrir tanto tiempo desde la última vez que hablamos. Le puse algunas vagas excusas, que había estado ocupada y entre medias había pillado una gripe que me había tenido en cama una semana y convaleciente otra. Puestos a mentir, mis embustes sólo eran dañinos —figuradamente— para mí. Le dije que estaba en Madrid, y se alegró mucho al saberlo; de inmediato quiso verme.
—¿En qué hotel estás?
—No, estoy en casa de un amigo.
Me arrepentí al instante de haberlo dicho, pero ya era tarde.
—¿Ya has hecho amigos aquí? Podías haberte quedado en mi casa, aunque eres libre de ir donde quieras, por supuesto.
—No, es una persona… ya te contaré —dije, para salir del paso.
Cuando mencioné que había estado en casa de mi padre ordenando un poco algunas cartas y archivos se mostró muy sorprendida, pues le había prometido que sería ella, o en todo caso ambas, quienes haríamos el trabajo. La tranquilicé al especificarle que sólo había estado clasificando las cartas personales (de mi madre, aclaré), y buscando otras de tipo legal (del banco o algo similar) que pudieran ser relevantes y hubieran quedado olvidadas después de la inspección que hizo el abogado. Aun así, no pareció muy conforme. Dijo que esos días había tenido muy poco trabajo, y que podía haberse pasado por el piso de mi padre y haber adelantado mucho con los papeles. Haciendo caso omiso de su ofrecimiento, porque ya no se podía volver atrás y porque a veces podía ser una persona que traspasaba el límite de la insistencia, le dije que sería bueno que nos viéramos al día siguiente, a ser posible, en el piso de Juan Bravo.
—¿Podrás? —le pregunté.
—Sí, podré. Pero tendrá que ser por la tarde, por la mañana estoy ocupada —respondió, como queriendo subrayar que no todo podía ser cuando y como me apeteciera.
—Pues mejor aún. Me viene perfecto. Quedamos ahí a las cinco, ¿de acuerdo?
Ni que decir tiene que no desvelé nada acerca de lo que había descubierto, y mucho menos de mi charla, poco fructífera, con Edelmiro Fuentes.
Por la noche, en casa de Javier, sentí que había caído entre nosotros una especie de telón invisible. Apenas habíamos cruzado una palabra desde que él llegó a casa, dos días antes, y me notó distante tras haber descubierto aquella nota de mi padre en el libro. Probablemente era yo la que había levantado ese telón, pero lo había hecho de manera inconsciente, y era debido al desasosiego que me había producido leer esa carta de Edelmiro Fuentes, y sobre todo, esa referencia a mi compañero en ella. También influían, por supuesto, las innumerables cábalas que sobre todo el asunto llevaba haciendo desde el mediodía, cuando hablé con el escritor chileno y concreté la cita con Carmen Canal para el día siguiente. De repente, todo se había vuelto oscuro, y esa oscuridad incluso había conseguido apagarnos a ambos, a pesar de que él no podía intuir nada de lo que pasaba por mi cabeza. O eso creía.
Sentada en el sillón, con la televisión encendida, lo miraba de reojo mientras él se tumbaba en el sofá y leía un libro. Moby Dick, que probablemente caía en sus manos por quincuagésima vez. Tenía querencia por algunos libros, como ese, aunque los pudiera recitar de memoria. Pero eso a él le daba igual: lo abría, con parsimonia, y buscaba de nuevo algún pasaje mil veces leído. Mientras lo veía pasar las páginas con rapidez, estudiaba su rostro, sus ojos inquietos agrandados por el cristal convexo de las gafas, el mentón mal afeitado, sus manos cubiertas de piel tirante y cicatrizada, la camisa con los puños deshilachados. Por una vez, era yo la que fumaba un cigarrillo tras otro mientras trataba de decidirme si confiarle lo que había descubierto o no. Lo cierto es que estaba a punto de hacerlo; necesitaba escuchar su opinión, saber qué pensaba sobre aquella carta, que me explicara por qué Edelmiro Fuentes y mi padre no tenían por qué preocuparse de que él recuperara la memoria, y también por qué me había ocultado que mi padre le había citado antes de morir con una nota escrita en un ejemplar de aquel libro. Pero sobre todo, deseaba que la situación volviera a ser como hacía menos de cuarenta y ocho horas, cuando los silencios entre nosotros, aunque frecuentes, nunca eran pesados ni ocultaban pensamientos de miedo y sospecha. Necesitaba su contacto y que él me tranquilizara, que me ayudara a encontrar una explicación lógica y sobre todo, trivial, a todo aquel galimatías.
De repente, consciente de que yo lo observaba, y casi diría sabedor de lo que pensaba, se incorporó un poco en el sofá, mostrándome el libro.
—¿Lo has leído? —me preguntó. Su expresión era indescifrable.
—Sí. Hace tiempo.
—“Para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esta ballena blanca por los dos lados de la costa y por todos los lados de la tierra, hasta que eche un chorro de sangre negra” —leyó—. Al final consiguió cazar la ballena, y se fue al infierno con ella. ¿No crees que todos perseguimos una ballena blanca a la que queremos dar caza? ¿Cuál es la tuya?
—Yo no voy detrás de ninguna ballena —repliqué. No estaba de humor para charlas literarias y menos filosóficas.
—Seguro que tienes alguna. No tiene que ser una persona, puede ser cualquier cosa.
—¿Y cuál es la tuya?
Guardó silencio, hundiéndose de nuevo en el sofá, demorando la respuesta.
—Quizás yo mismo. Aunque no me di cuenta hasta ahora.
Volvió a enfrascarse en la lectura del libro, dejándome sumida en unos pensamientos contra con los que no quería lidiar. Estaba cansada de acertijos y frases crípticas.
Me senté junto a él en el sofá, haciéndome hueco. Él ni siquiera desvió la mirada de su libro. Le desabotoné el cuello de la camisa y pasé la mano por su piel, tratando, con poco éxito, de atraer su atención.
—Ayer te eché de menos —le dije. No sólo quería iniciar una conversación, quería hacerle saber que realmente necesitaba de su ayuda, que no sólo era una frase más.
—Llegaste muy tarde. Tenía sueño.
Tenía sueño y estaba bebido, esa era toda la verdad. Pero no se lo reproché.
—Me entretuve demasiado, en casa de mi padre. Hay mucho que hacer allí.
—Sí, ya me lo imagino.
—Me llevará algún tiempo, ¿sabes? Poner en orden esos papeles y dejarlo todo preparado.
Por fin decidió apartar su mirada del libro y dirigirla hacia mí.
—¿Preparado para qué, Gabriela? ¿Qué tiene que estar preparado allí?
—Pues… todo lo que dejó por terminar, y aquellas cosas que pudieran ser útiles en el futuro, para publicar o para estudio…
—¿Y por qué tienes que hacer tú ese trabajo? —dijo, con indisimulable tono de reproche.
—Siento que debo hacerlo, es como si estuviera en deuda con él. No quiero que se pierda todo lo que hizo. Ya te lo expliqué, es una forma de devolverle lo que no quise darle cuando me necesitó. Y además, creo que es justo que yo vele por su legado, por lo que dejó.
—¿En deuda con él? Es curioso. Cualquiera que echara un vistazo a vuestro historial familiar nunca podría deducir por sí solo que estuvierais en deuda; ni en uno ni en otro sentido. ¿Puedes estar en deuda con alguien con quien no tratas? No creo. Pero no importa, que disfrutes del trabajo —dijo, volviendo a la lectura. No entendía por qué era tan cortante y hostil conmigo, pero lo achaqué sin más a uno de sus múltiples episodios de mal humor. No obstante, aunque ya hubiera pasado por ellos varias veces, empecé a exasperarme. Esa noche no me sentía con ganas de aguantar sus neurosis.
—¿Hay algún problema con que lo haga?
—No, ninguno. Tú sabrás.
—Parece que te molesta.
—Ya te he dicho que no.
Yo ya tenía los nervios de punta y lo último que necesitaba era una absurda discusión. Lo que quería era todo lo contrario, así que traté de olvidar su dureza gratuita y me mostré conciliadora y cariñosa.
—¿Nos vamos a la cama? —le pedí.
—No tengo sueño. Ve tú, si quieres.
—Yo tampoco tengo sueño —a veces no sabía si tenía que explicárselo todo o se hacía el idiota para sacarme de mis casillas.
—Entonces no te vayas.
—Podríamos leer juntos un rato.
—Estoy bien aquí, gracias.
—No entiendo por qué te enfadas, ni por qué pagas tu enfado conmigo —le reproché.
—No pago mi enfado contigo. Únicamente estoy asombrado de que, a estas alturas y con la edad que tienes, estés intentando todavía resolver tu complejo de Electra.
Noté cómo la cuerda se tensaba tanto que hasta pude escuchar el chasquido que hizo al romperse. Estallé.
—Eres un cabrón. Eres la persona más jodidamente egoísta que he conocido en mi vida. Pensaba que no encontraría a nadie que fuera capaz de superarme en esa faceta, pero tú lo haces mil veces. Eres incapaz de poner nada de tu parte. No puedo contar con tu ayuda cuando la necesito. ¡Haz el favor de salir de tu puñetero mundo de una vez!
—Lo dices como si todavía te sorprendiera —replicó, con total indiferencia.
—Sí, todavía. Aún me sorprende, no sé cómo, pero me asombra lo cruel que puedes llegar a ser si te lo propones. Por una vez podrías pensar un poco en los demás, o sólo en mí, porque no sé si te has dado cuenta, pero sigo aquí a pesar de todo, y soy la única persona que te une al mundo real. Tal vez no tengas la culpa de lo que pasó o tal vez sí, pero nadie te obligó a convertirte en un maldito maníaco, un misántropo y un jodido psicópata, que es lo que eres ahora.
Haciendo una mueca de hastío, como quien abandona una aburrida conferencia, se levantó, guardó el libro en su mugrienta mochila de tela que se echó al hombro, recogió la gabardina y salió por la puerta del apartamento sin pronunciar palabra. Yo me quedé sentada en el sofá sin poder reaccionar, casi con la boca abierta, y, una vez más, totalmente estupefacta. Aún sin recuperarme y después de llorar de impotencia en la ducha, me acosté.
Me despertaron unos labios que oprimían los míos y una mano que acariciaba mi cuerpo con ansiedad y cierta rudeza, como si me registrara. Pensé que estaba ebrio, pero no noté el sabor del alcohol en su aliento. Hicimos el amor con urgencia y después, mientras descansaba escuchando su corazón latir demasiado deprisa y recuperábamos el aliento, pensé en contárselo todo, compartir con él la carga que me agobiaba con la esperanza de que me dijera “eso son tonterías”. Pero de nuevo perdí la oportunidad; él se adelantó.
—Lo siento —dijo—. Siento lo de antes. Tenías razón. En todo. Necesito cambiar; de lo contrario esto no funcionará, y terminaré por perder por completo el control de mí mismo, si es que aún lo conservo. No puedo seguir así, tú no puedes seguir así. Soy un monstruo.
—Yo no he dicho eso.
—Es la verdad. Soy como míster Hyde sin doctor Jeckyll, como el doble de Medardo o como Gregorio Samsa: una mañana desperté y me vi convertido en un ser repugnante en el que no me reconozco. Soy un monstruo. No sé en qué momento dejé de ser humano y me transformé en lo que soy ahora, y tampoco estoy seguro de poder dejar de serlo algún día. Creo que aquí no; así no. Pensé que podía intentarlo, pero hay demasiadas cosas que me lo impiden. No sé si tú eres una de ellas.
—¿Yo? —exclamé. Me incorporé y le miré a la cara. Aun en la oscuridad de la habitación pude ver su mirada de puro terror, clavada en el techo de la habitación. Me asusté. Jamás lo había visto así.
—No tú, pero sí lo que tú significas.
—No, escúchame, Javier —le supliqué—. Escúchame, por favor. Ahora no puedes… no podemos echarnos atrás. Estamos juntos y juntos saldremos de esta, te lo prometo. No voy a dejarte solo. Ni aunque me lo pidieras, ¿entiendes? ¡Nunca!
—Eres tú la que no puede comprender…
—Cállate. No me importa —dije, impidiéndole terminar la frase—. No sé si puedo comprenderlo o no, sólo sé que tarde o temprano escaparemos de este mundo donde te has metido. Y lo haremos los dos. Si de verdad lo necesitas, nos marcharemos de aquí, haremos lo que sea necesario, ¿de acuerdo? Pero lo haremos los dos.
Él cerró los ojos y tragó saliva. Todo su cuerpo estaba tenso como en un ataque de pánico. Después de unos segundos asintió, sin mirarme, y pareció relajarse un poco. Nos abrazamos y permanecimos así, sin movernos, sin dormir hasta que clareó el día. Quería evitar que aquella relación se tornase enfermiza, pero quizás fuera ya demasiado tarde.
Esa mañana, al marcharse, Javier me había abrazado y besado como nunca había hecho. Como si yo fuera la única certeza que le quedaba en la vida. Me dejó allí, tiritando, angustiada, hasta que me levanté con un terrible dolor de cabeza, sedienta y ansiosa por abandonar aquel pequeño apartamento que me ahogaba. Mientras desayunaba en la cafetería de la esquina recibí una llamada de un número que desconocía. Debido al ruido del bar apenas podía oír la voz que preguntaba por mí al otro lado de la línea; sin embargo reconocí a la primera su acento.
—¿Gabriela?
—Soy yo.
—Escuche, soy Edelmiro Fuentes. Estoy en Madrid, por un asunto de una presentación de un libro de un amigo mío. No le prometo nada, pero si tengo tiempo después podemos intentar vernos. Si es que aún sigue interesada.
—¡Me interesa mucho! —respondí, tapándome el oído libre con el dedo para no perder palabra de la conversación
—Estaré libre a partir de las siete, más o menos, quizás un poco antes. No sé cuánto se alargará esa historia. ¿Dónde podríamos vernos?
—¿Puede ir a casa de mi padre? ¿Sabe dónde es?
—Sí, por supuesto que lo sé. ¿Estará usted allí?
—Sí, toda la tarde. Si no puede ir allí o prefiere que nos veamos en otro sitio, o a cualquier otra hora, por favor, llámeme. Es muy importante para mí.
—De acuerdo. Hasta luego, entonces.
No imaginaba qué le había hecho cambiar de opinión. No fue, como es evidente, el hecho de encontrar una excusa para viajar a Madrid —ni siquiera sabía si era cierto lo de la presentación—, pero excusa o no, había decidido hablar conmigo. Sabía —o intuía— que sería una entrevista corta, y que se limitaría a negarlo todo, a no darme ni una miserable respuesta, a desviar la atención de la manera más elegante posible. Pero en ese punto, hasta eso podría servir para calmar mis ánimos.
Con su aspecto frágil y lánguido, alterado sólo por una gran sonrisa cuando me vio llegar, tarde como siempre, Carmen me avasalló a preguntas y me dejó caer algún reproche (otra vez) por no haberla llamado antes. Me excusé explicándole de nuevo que había estado ocupada resolviendo los últimos temas que había dejado mi padre, pero que todo estaba más o menos listo y que por eso precisamente la había llamado. Ella advirtió que tenía mala cara y yo le respondí que no había dormido demasiado bien esa noche.
—Subamos al piso.
Asintió, reflejando en su rostro un llamativo estado de angustia. Ella me aclaró que, lógicamente, no había vuelto al piso desde aquel día en que la policía la llevó para hacerle preguntas y no sabía cómo iba a reaccionar al pisar de nuevo aquellas habitaciones, al tocar las cosas de mi padre, al contemplar sus fotografías, al aspirar su olor. Si cuando yo entré, acompañada por Daniel Almeida, quedé impresionada por conocer el lugar donde había vivido, y, sobre todo, donde había muerto mi padre, no quería imaginar cómo se sentiría ella, que tantas horas había pasado allí con él, cuántos recuerdos imposibles de contener la avasallarían en ese momento. No obstante, Carmen es una persona que posee un admirable autocontrol. Personas así son difíciles de clasificar y de conocer: nunca sabes cuándo se muestran realmente pasivas ante un acontecimiento y cuándo están acallando sus sentimientos por sabe Dios qué razón. Por eso, a pesar de su afabilidad y la ternura que destilaba en el trato y que también provocaba hacia ella, siempre dejaba entrever un resquicio de frialdad que a veces supuse impostado, pero que otras sospeché que le era natural.
Cuando entramos en el piso se limitó a observarlo todo con sus grandes ojos y a pasar la mano por alguno de los muebles del pasillo y del salón. Yo la vigilaba atentamente, con un interés más allá de la simple curiosidad, pero si sintió ganas de llorar, o si simplemente necesitó un instante para detenerse y recobrar el aliento, no lo demostró. Su única emoción no oculta fue delatada por una exclamación que tenía más de indignación que de otra cosa al ver el desorden del despacho que yo misma había provocado al rebuscar entre los libros y las cajas.
—No te preocupes —intenté suavizar la impresión—. Más o menos sé dónde está todo, lo que he tocado y lo que no.
No sonó nada convincente, y por eso me dirigió la misma mirada que una madre dedica a su hijo después de hacer una trastada de las grandes. Empecé a apartar los papeles de la mesa, agrupándolos para que al menos hubiera una cierta sensación de orden en medio de aquel caos. Ella seguía inspeccionando el despacho sin moverse, desde el centro de la habitación. Era como si tuviera grabada en la memoria la posición exacta de cada libro y cada papel y quisiera hacer una composición de cómo podía dejar todo aquello tal y como estaba.
—Quizás lo mejor sea que me dedique yo sola a esto, si no tienes inconveniente —me pidió—. Tengo que mirar las notas más despacio, verlo todo con mucho cuidado.
—Te estorbaré lo menos posible. He estado agrupando algunas cartas y otros papeles en aquella caja de allí; me los voy a llevar. Ah, y en el dormitorio están las cosas que se llevó la policía; no todas, en realidad, pero sí la mayoría. Y el ordenador. Lo saqué del despacho para tener más sitio. Lo encendí, pero no pude hacer nada porque no conozco la contraseña.
—No te preocupes, yo sí.
—Lo suponía.
Ella quiso echar un vistazo a las cosas que iba a llevarme a casa. Por seguridad, dijo. Me sorprendió el aire de inspectora de hacienda que adoptó, con una severidad que no le conocía hasta entonces, y admito que me molestó, aun suponiendo que su intención fuera ayudar y evitar que se perdieran papeles importantes. De todas maneras no me importaba que lo revisara todo. Tenía la carta de Edelmiro Fuentes en el abrigo, pero me asaltaba un mar de dudas; no estaba segura de cómo podía abordar el tema que sinceramente me interesaba. Ella, mientras pasaba rápidamente las cartas de mi madre con sus dedos finos me preguntaba por lo que había estado haciendo durante los dos últimos meses, y se interesó por el amigo que me daba alojamiento esos días en Madrid. Lo hizo de forma en apariencia desenfadada, como por abrir una conversación sin importancia, pero con más atención de la que quiso dejar traslucir.
—Es un amigo de la Facultad, que ahora vive aquí. Le pregunté si podía quedarme con él y dijo que sí.
—Pensé que me habías dicho que lo acababas de conocer. Te entendí mal. ¿Cómo se llama?
—Javier. Quizás te dije eso porque en realidad no era muy amigo, sólo un conocido; no teníamos mucha relación entonces.
—Pero conservabas su teléfono —dijo, levantando la mirada de la caja y sonriéndome—. ¿Es guapo?
Me pensé un poco la respuesta y esta vez opté por decir mi subjetiva verdad.
—Es atractivo, sí. O me lo parece.
—Vaya. Si te lo parece, no estará mal. ¿Y cómo lo haces? Llamas, sin más, después de tanto tiempo y le dices, ¿oye, te acuerdas de mí? ¿Puedo quedarme a dormir en tu casa?
—Más o menos. Hay que echarle cara, Carmen, si no, no consigues nada —repliqué. Había oído algo así en alguna parte, no hacía mucho. Le devolví la sonrisa para zanjar el asunto; no sabía si su interés se debía al mero cotilleo o había algo más que deseara saber. Pese a mis intenciones, muy claras, ella perseveró.
—Seguro que le dijiste: “Hola, Javier, ¿te acuerdas de mí? Soy Gabriela, tu amiga de la Universidad, sí esa rubia de ojos azules tan mona, ¿tienes inconveniente en que vaya a dormir unos días a tu casa? No importa si sólo tienes una cama.” —dijo, cambiando su tono de voz a uno más agudo y meloso. Yo me limité a seguir sonriendo, sentada en el sillón de mi padre.
—Oye, Carmen, ¿desde cuándo conocías a mi padre?
—Pues… empecé a trabajar con él hace unos catorce o quince años. ¿Por qué?
—El otro día, cuando entre aquí con el policía estuve echando un vistazo general a la casa. Creo que a mi padre, como a mí, también le recordabas a un retrato de Modigliani, y por eso hay una reproducción de un cuadro suyo en el cuarto de invitados, ¿verdad?
—Sí, es por mí. Yo dormía allí a veces, cuando nos quedábamos charlando hasta bien entrada la noche. Pero no quiero que pienses mal…
—En absoluto; pero de todas formas, y ya te lo he repetido infinidad de veces, cada uno hace de su vida lo que quiere. No me parecería mal nada de lo que piensas. Pero lo que te quería preguntar era otra cosa. Estuve viendo la cantidad de fotografías que hay repartidas por todos los rincones de la casa. Hay muchísimas, a mi padre le encantaba la fotografía y siempre llevaba su cámara a todos sitios, ¿verdad? Y me llamó la atención esta —dije, cogiendo la foto grupal que había en la estantería situada detrás del sillón; al instante, su expresión cambió y se endureció—. Estás aquí, ¿ves? Muy joven, pero eres tú, seguro. ¿Qué edad tendrías aquí? ¿Veintidós, veintitrés?
—Veintidós.
—Me extrañó, porque recordaba que me habías dicho que conociste a mi padre hace quince años. Bueno, me lo acabas de repetir, en realidad.
—No, te he dicho que empecé a trabajar con él hace quince años, pero forzosamente tuve que conocerlo antes, porque hice Lengua y Literatura en la Universidad y él era profesor allí, así que, como es natural, fui alumna suya.
—Ah, entonces debí entenderte mal. ¿Y siendo alumna suya llegaste a participar en esas reuniones que celebraba en la casa de campo? Porque estoy segura de que eras una buena alumna; de hecho apostaría a que eras de las mejores de la clase.
Ella dejó lo que estaba haciendo y se sentó frente a mí, intrigada por saber adónde quería llegar. Creo que dudaba su respuesta, y su dilema era tan simple como decir la verdad o no; yo no sabía cuál era la verdad, pero una verdad que hacen por ocultarla merece la pena ser descubierta. Por otro lado, ¿qué importaba que Carmen hubiera sido alumna de mi padre? ¿Y si había ido a alguna de esas reuniones? Tanto daba una cosa como la otra, a mi entender, y lo que más me intrigaba era entender por qué se esforzaba por ocultarlo, más que conocer el hecho en sí.
—Fui a alguna de esas reuniones. Pero no a muchas; no me interesaban demasiado —contestó—. Sí que sacaba buenas notas y me aplicaba al estudiar, y Jorge me pidió que acudiera a alguna de esas tertulias, si se les podía llamar así, pero me parecieron aburridas. Se bebía más que cualquier otra cosa, y siempre tuve la impresión de que no eran más que fiestas encubiertas, donde la literatura era una excusa.
—¿Y mi padre opinaba igual?
—No, claro que no. Aunque con el tiempo él también se acabó hartando y dejó de organizarlas.
—¿Por qué?
—No lo sé. Cansancio, o quizás vio que efectivamente no se podía sacar nada provechoso de allí.
Encendí un cigarrillo sin dejar de mirar la fotografía. Carmen tenía cuarenta y tres años; Javier, cuarenta y cinco. Era más que probable que coincidieran aquellos días, aunque no fueran compañeros de curso. Y por supuesto, ella también tuvo que conocer a mi madre, y tal vez me viera a mí en alguna ocasión. Le repetí que no tenía que ocultar el hecho de tener una relación amorosa con mi padre; que sólo podría agradecerle que hubiera sido su compañía durante tanto tiempo y lo hubiera cuidado. Pero de nuevo no quiso ni oír hablar de ello: lo que me dijo era verdad, insistió, ella estaba enamorada de mi padre, pero él nunca se interesó por ella. Punto.
—A Edelmiro Fuentes lo conociste entonces, ¿verdad? Él también daba algunas clases, y por supuesto iba a esas reuniones. Sale en muchas fotografías con mi padre, en esa misma casa.
—Sí, también lo conocí entonces. Pero no llegó a darme clase.
—Te comenté que lo había visto salir del despacho de Isabel Schwarz aquel día, ¿recuerdas? —ella asintió—. Creo que él también puede estar interesado en ese asunto de las memorias que te inventaste. Una historia que, por cierto, cada vez me convence menos, incluidas tus explicaciones. No debiste inventarte algo así, nos ha podido costar un disgusto a todos.
Le conté con el menor número de palabras posibles lo ocurrido con el detective y el ordenador sustraído y la difícil situación de Isabel Schwarz. Me miró con los ojos muy abiertos, perplejos, y cuando terminé sus pequeños labios carmesíes permanecieron fruncidos en una mueca desaprobatoria. No temí haberle revelado demasiado porque no estaba en su mano utilizar esa información para perjudicar a nadie: ni yo había presentado denuncia ni ella conocía el nombre de aquel tipo, así que poco podía hacer. Su intuición la llevó a pensar lo mismo que todos imaginaron —salvo tal vez yo misma— al escuchar la historia: que quien buscaba esas memorias podía estar implicado en la muerte de mi padre. Yo le respondí con el mismo argumento que le di a Daniel Almeida. De haber querido el ordenador, o su contenido, se lo hubieran llevado la misma noche del crimen. No pareció convencerla demasiado. Pero se lo conté porque, sobre todo, quería observar su reacción; cuando mencioné el motivo por el cual Isabel no quería que aquellas memorias —o parte de lo que ella suponía que contenían— se hicieran públicas se limitó a asentir, sin mover un músculo de su ovalado rostro. Estaba al tanto, por supuesto.
—¿Tú sabías que esas eran sus razones?
—Sí, me lo imaginaba —respondió, aunque era obvio que tenía la certeza.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque estuvo mal lo que ella hizo. Le ocasionó un gran sufrimiento. Y pensé que te ofenderías por ello.
Me encogí de hombros.
—Yo no soy mi padre, Carmen. Lo que pasara entre ellos dos, es, o fue, asunto suyo.
—Te repito que tu padre sufrió mucho.
—Te he oído. Lo sé, puede ser. Aunque no es lo que ella dice; sostiene que a mi padre nunca le importó demasiado lo que hacía, que prácticamente nunca la quiso. ¿Qué opinas de eso?
Ella apenas emitió un gruñido, algo así como un “puede ser” según mi esforzada interpretación del sonido gutural que salió de su boca.
—Pero imagino que no te sorprende demasiado su reacción. Después de todo, la idea de las memorias fue tuya, y si se lo dijiste a Isabel primero fue porque sabías que tendría un efecto sobre ella. Me refiero a que la atemorizarían.
—¿Crees que… eso provocó que mataran a Jorge?
—No —negué, exasperada—. Te acabo de decir que no lo creo, las cosas hubieran sido diferentes. Al menos así lo pienso. De todas maneras la policía también la investigó y no encontró nada en su contra. Ni siquiera en contra del detective falso. Almeida me ha dicho que está casi seguro de que el primer contacto entre Isabel y ese tipo se estableció después de la muerte de Jorge. El adelanto que ella le dio por el trabajo también fue posterior. No, lo que quiero decir es que tú sabías que podrías… uhm… chantajear a Isabel de alguna manera, ¿me equivoco?
A pesar de que la había pensado cuidadosamente, no escogí la palabra más adecuada, sino la más dura, y Carmen se ofendió, quizás con razón.
—Nunca pretendí ejercer ningún chantaje, te equivocas conmigo. Es verdad que por la actitud y las acciones de Andrés tu padre había perdido mucho dinero, pero ni se me ocurrió recuperarlo por esa vía. Sé que sus memorias se venderían bien, por supuesto, y aún mejor si hubiera un poco de polémica alrededor de ellas. Pero tu padre nunca hubiera permitido… él nunca habría aceptado su dinero. Nunca.
—Está bien, discúlpame. No quise decir eso.
—De todas formas, ¿por qué discutimos sobre eso? Ya te he dicho que no hay tales memorias, ni las habrá ya. Ahora habría que repensar todo el proyecto, pero si tú te opones, ponemos punto y final a este asunto y ya está.
La verdad, no sabía si después de aclarar aquel lío me opondría o no a publicar esas memorias, pero en ese momento me importaban menos que nada.
—No, no estaba pensando en eso, sino en lo que dije antes. En Edelmiro Fuentes. ¿Tú crees que ese hombre tiene algo que ocultar? ¿Algo que pudiera temer que mi padre revelara?
—No —respondió con firmeza—. Ya te comenté cuál era su relación con Jorge…
—Sí, lo sé. ¿Y mi padre? ¿Podría temer algo de él?
Mi miró con extrañeza, y por su expresión supe que empezaba a sentirse incómoda y a cansarse del interrogatorio.
—No, ¿qué iba a temer? Ya no se llevaban bien, pero…
—¿Y por qué podría estar interesado en que no se publicaran? ¿Hablaste con él sobre ellas?
—Sí, también hablé con él, pero ¿por qué crees que él tiene ese interés? ¿Cómo lo sabes?
Isabel no había mentido. Carmen también había hablado con Edelmiro Fuentes acerca de ese proyecto. Supongo que se dedicó a esparcir su idea por donde mejor le convino, para hacer la mejor publicidad posible.
—Sólo lo supongo, no lo sé. Pero tengo fundadas sospechas de que así es.
Hubo un silencio; yo caminé un poco por el despacho y finalmente me apoyé medio sentada en el escritorio, frente a ella. Ninguna de las dos seguimos removiendo los papeles que teníamos delante. Ella pensaba —o parecía pensar— en lo que yo acababa de decir mientras tamborileaba con sus dedos cortos y delgados, de uñas mordisqueadas, sobre el brazo del sillón. Yo me limitaba a tratar de descifrar cualquier emoción que pudiera expresar su cara. Al fin, suspiró y empezó a hablar con desgana.
—La relación de Fuentes con Jorge se enfrió después de que él publicara La huida; me parece que el motivo principal fueron los celos. Hasta entonces habían sido buenos amigos, casi inseparables, pero después de ese libro comenzaron las tiranteces —dijo ella, frunciendo el ceño—. Después de eso siguieron viéndose, pero no muy a menudo. Hasta que apareció Isabel. Ocurrió algo entre ella y Edelmiro… se liaron, quiero decir. Y eso terminó definitivamente con la amistad entre ambos.
Engullí aquella píldora sin saborearla, como una medicina más. Ya me estaba acostumbrando. Ni siquiera me miró de reojo mientras hacía esa revelación; si lo hubiera hecho se habría percatado de que no creía ni una sola de sus palabras. Me costó fingir que no me escandalizaba por la mentira, seguramente improvisada en ese mismo momento, y le seguí la corriente a medias, sembrando alguna duda por si se arrepentía y rectificaba.
—Así que fue eso lo que ocurrió. Por eso se reunieron, por eso tenían interés en ocultarlo. Pero, en el fondo, ¿qué importancia tiene? Quiero decir que entiendo a duras penas que ella no quiera que se aireen sus infidelidades, pero a él ¿qué más le da?
—Pero Gabriela —insistió, esta vez sí, clavándome una mirada llena de furia casi auténtica—. Fue una verdadera guarrada, ¿cómo no ocultarlo? Si un hombre no tiene ética para con su mejor amigo…
—¿Por qué? —la interrumpí—. ¿Isabel no tuvo culpa? ¿O no podía decidir por ella misma?
—Sí, sí, claro. También Isabel. Los dos. Por eso no entiendo cómo pudieron hacerlo: él era, o había sido su mejor amigo, y ella era su mujer.
—Quizás se enamoraron.
—Yo no lo creo. Y si se enamoraron, les duró muy poco. Uno no sale y entra de un enamoramiento como quien va a un bar o a un centro comercial a matar el tiempo, cuando no tiene mejor cosa que hacer.
—Quieres decir —aclaré, observando cómo crecía su indignación al hablar de aquel hecho—, que no es un enamoramiento en condiciones si no es para toda la vida.
—No sé si para toda la vida —repuso, aunque era evidente que sí lo pensaba—, pero creo que el amor supone una espera, una fidelidad incondicional que se tiene que mantener a lo largo del tiempo.
—Como el tuyo, por ejemplo.
No me contestó. Se quedó pensativa y después de un momento observé sus ojos brillantes, cercanos a las lágrimas, mientras desviaba la mirada tratando de contenerlas. Imaginé lo que había sido para ella permanecer junto a mi padre, como una muralla permanece durante años guardando la ciudad, dura, inamovible, más allá de cualquier esperanza de recompensa, sin importar si le quedaba fe o no. Estaba ahí porque debía estarlo, porque mi padre podría necesitarla; y cuando no la necesitaba, ella seguía allí, porque las murallas no se desmontan en tiempos de paz.
—O sea que según tú Fuentes e Isabel tuvieron un affaire, quizás puramente sexual, y eso terminó de envenenar la relación entre Fuentes y mi padre, y por supuesto, entre mi padre y su mujer. ¿No es así? —ella asintió. Di por buena la versión, aun sabiéndola falsa, y la ataqué por otro frente—. Pero a mí eso no me interesa, lo que quiero saber es cómo era esa amistad entre Fuentes y mi padre antes de que ocurriera todo eso; antes incluso de que apareciera Isabel en escena.
—Ya te he dicho que no eran tan amigos como antes, que Fuentes envidiaba el éxito de Jorge con La huida…
—Me refiero justo a esa época, cuando se publicó ese libro, e incluso antes. Tú que los veías juntos, ¿qué puedes contarme? ¿Había algo extraño entre ellos?
—No sé a qué te refieres.
—Algo que pudiera predecir lo que sucedió después.
—¡Es que después no sucedió nada! —exclamó. Me miró con incredulidad, queriendo hacerme sentir casi como si fuera una paranoica que buscaba fantasmas donde no había más que recuerdos—. Es lo que acabo de decirte, fue debido a ese libro, a los celos, a unas expectativas demasiado altas de Edelmiro sobre su obra…
—Mi padre no hizo nada que pudiera provocar… lo que fuera que sucediese.
—¿Jorge? Lo único que hizo fue escribir una novela excepcional. Ese fue su único pecado.
Fui a la cocina a buscar un vaso de agua. Tenía la garganta seca y me dolía la cabeza; sentía deseos de dejar aquella búsqueda, quizás absurda, pero que para mí había cobrado una importancia cuyas razones ni siquiera yo podía entender. Cuando llegué a Madrid para asistir al funeral de mi padre lo único que tenía en mente era regresar cuanto antes a casa, y pasar página de ese episodio triste. Pero sólo unos meses después estaba decidida a no marcharme hasta saber la verdad, completa y sin fisuras, al menos hasta donde pudiera averiguar por mis medios. Y no lo hacía por curiosidad; ni siquiera por un deseo ético de acabar con las mentiras. No soy quién para dar lecciones de moral, aunque ya estuviera harta de tantos embustes. Lo hacía, creo, porque tenía la sensación de que aquella historia era, en parte, también mi historia, y que ya formaba parte de ella de una manera indisoluble, además de por ser su hija, por mi relación con Javier. Creo que si no hubiera sido por él, hace tiempo que me habría desentendido de aquel asunto, y ni siquiera habría intentado aclarar si las memorias existían en realidad, si eran falsas o a quién podrían o no perjudicar. Pero aunque mi única y frágil prueba de que Javier, mejor dicho su historia, estuviera relacionada con esa otra era una carta escrita dieciocho años atrás, intuía que todas las líneas se cruzarían en algún punto; y a ese punto es adonde ansiaba llegar.
Cuando regresé al salón Carmen estaba recogiendo sus cosas. Me dijo que había olvidado que tenía una cita importante con un cliente, un autor con el que había quedado la semana pasada, y no podía posponer la reunión.
—Por favor, Carmen. Necesito que te quedes. Es importante, es muy importante para mí, y creo que para ti también puede serlo. Ambas sabemos que no existe esa cita, y que quieres irte porque te sientes incómoda, porque no quieres revelar algún secreto, ¡o sabe Dios por qué! Pero te pido que te quedes, si me tienes alguna consideración, ni siquiera amistad, y también te lo pido porque de esa manera todos podremos descansar al fin.
Sin decir una palabra, se quitó el abrigo y volvió a sentarse, con el semblante ceniciento y abatido.
—No entiendo por qué haces esto, Gabriela, no sé qué interés te mueve. Lo que fuera que sucediese entonces ocurrió hace muchos años, y probablemente no lleguemos a averiguar más que hipótesis, que más que aclarar, lo único que harán será enturbiar el pasado de tu padre, e incluso pueden llegar a amargar tu propia vida. No lo entiendo: ¿qué te importan las rencillas de unos escritores? Tú ni siquiera perteneces a este mundo.
En esas palabras noté el primer resquicio en la defensa de Carmen, la primera brecha en la muralla. Al menos, dejaba entrever que pudo ocurrir algo que merecía la pena ser ocultado.
—Tienes razón. No pertenezco a él, y tal vez mi falta de comprensión hacia su manera de ser y hacia las relaciones entre ellos se deba a eso mismo: este no es mi mundo. Pero no deja de ser mi padre, y no sólo lo hago por él, sino también por mi madre.
—¿Qué tiene que ver Laura en todo esto?
—Tiene que ver. Nunca entendí los motivos de su separación; mi madre jamás quiso aclarármelo, y mi padre… bueno, él ni siquiera estaba presente cuando quería hacerle esa pregunta. Una pregunta que tenía derecho a hacer. Porque yo sé que hubo algo, sé que sucedió algo entre ellos. De otra manera mi madre me hubiera dado cualquier otra explicación, incluso me hubiera mentido, pero no hubiera sostenido ese silencio obstinado que no hacía sino corroborar mis sospechas.
—Pero ¿en qué cambiaría eso tu vida? Ambos han muerto ya…
Era verdad. Ambos se habían ido, y para ellos nada de lo que yo descubriera ni de lo que opinara tendría ya ningún valor. La cuestión era si tenía algún valor para mí. Entonces lo creí importante; hoy, desde luego, mucho menos. Era cierto que había pensado infinidad de veces, durante mi adolescencia, en aquel día en que mi madre y yo nos marchamos de casa para ir a vivir con mis abuelos, pero esa necesidad de saber se fue diluyendo con el paso del tiempo hasta quedar reducida a una de las muchas incógnitas que terminan por definir nuestra vida. Sólo una más, no una más importante que las otras, sino una de tantas. Había dejado de hacerme esa pregunta hasta que la muerte de mi padre me devolvió esos recuerdos, que nunca llegaron a perderse del todo, y encontré aquella fotografía, y vi aquella casa, y hablé con esas personas, y encontré a Javier, y volví a meterme en aquel pequeño mundo.
Sentí que ya no podía ocultar mis intenciones durante más tiempo y confesé.
—Carmen, le he pedido a Edelmiro Fuentes que venga a aquí. Para poder hablar con él. Si no me ha engañado, debe estar a punto de llegar.
Ella me miró sin comprender. Después abrió la boca como para querer decir algo, pero no salió ningún sonido de ella. No parecía dar ningún crédito a lo que acababa de escuchar. Yo disimulaba haciendo como que ordenaba los papeles de la mesa, moviéndolos sin sentido de un lado a otro y sin mirarla. Aunque no estaba segura de si personalmente estaba enemistada o no con el chileno, suponía —con acierto— que la mala relación de éste con mi padre era más que suficiente como para que ella hiciera extensivo ese sentimiento a sí misma. Después de un rato reaccionó —había tardado en asimilarlo y yo no le había facilitado explicación alguna—, y me preguntó, con una voz una octava más aguda de lo habitual, que cómo había sido capaz de semejante cosa, como si en vez de concertar una cita con un escritor de prestigio hubiera convocado al demonio allí mismo mediante un sacrificio humano. Me limité a explicarle que él era protagonista de esta historia, y que había accedido a contestar a algunas preguntas respecto a mi padre y a él mismo. En realidad no estaba muy segura de que fuera a ocurrir así; era más un deseo que un vaticinio, pero al menos tenía fe en que vendría. Pese a sus muestras de desagrado y desacuerdo, que mostró sin reparos, Carmen no se movió del sillón, aunque dejó de buscar entre los papeles de las cajas; ya se había dado cuenta de que no estábamos allí para eso. Pero el hecho de que no quisiera marcharse entonces me pareció significativo, además de sorprendente.
—No entiendo tu obstinación —insistió ella—. ¿A quién le importa ya todo eso? ¿Por qué remover el pasado? Ese hombre, Fuentes, le hizo daño a tu padre, y tú quieres hablar con él. ¿Y para qué?
—Tal vez fue mi padre quien hizo daño a ese hombre. O a otros hombres.
—¿A quién? Es absurdo.
Y ya decidida a poner todas las cartas sobre la mesa de una vez, descubrí mi verdadero interés por desvelar aquel secreto.
—¿Tiene algo que ver Javier Artaleda en todo este asunto? Creo que sí. Por favor, Carmen, si lo sabes dímelo. Necesito saberlo.
Ella reflexionó un instante, noqueada por la intensidad con que formulé esa petición, asimilando aquel nombre aparecido de repente en la conversación. Le costó unos segundos atar todos los cabos, pero para una mujer perspicaz e inteligente como ella no debió resultar difícil. Además yo ya había cometido la torpeza de nombrar a mi amigo imaginario, aquel que me brindaba alojamiento en Madrid, con el mismo apelativo que el Javier verdadero. Cuando cayó en la cuenta dudó un instante antes de mirarme, aún más boquiabierta que antes, con las mejillas enrojecidas no sé si por la sorpresa, la rabia o la indignación, o por todas esas emociones juntas.
—Ese es Javier —murmuró—. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué? Y estás con él…
Recuerdo que escupió la palabra estás como si fuera casi un insulto; tenía aquí muchas connotaciones, y nunca pensé que me avergonzaría de alguna de ellas, pero tal y como salió de sus labios no sé si le parecía más deshonroso que increíble. Me dolió su actitud, por venir de una persona con la que tenía algo parecido a una amistad y porque ese insulto no pronunciado recaía más en Javier que en mi misma. No le contesté; sólo me encogí de hombros, aparentando —que no sintiendo— indiferencia.
—No puedo creerlo. ¿Por qué? —insistió—. ¿Qué encuentras en ese hombre? ¿Cómo ha podido suceder?
—No sé cómo ha sucedido; ni siquiera estoy segura del cuándo. Pero simplemente, sucedió. En cuanto a lo que encuentre en él, o él en mí, porque también él es una persona y no un objeto, es asunto de ambos y de nadie más. De todas maneras, no creo que tengas autoridad para hablar sobre la lógica en el amor, Carmen. Desde luego, tú no. Y además, ¿qué te importa? Pues sí, uno de los motivos por lo que quiero conocer la verdad es él. Es probable que sea el motivo. Y me parece tan bueno, o mejor, que cualquier otro. Como muy bien acabas de decir, mi padre y mi madre están muertos, y poco les importa ya lo que yo sepa o deje de saber. Pero Javier está vivo, y si descubriendo lo que ocurrió entonces puedo ayudarle de alguna manera, entonces ahí tienes una buena razón para saberlo, como las que reclamabas.
—¿Y él sabe lo que estás haciendo por averiguarlo? —preguntó incrédula.
—No. No creo… no lo sé. No quiero que lo sepa.
—¿Y por qué piensas que él tiene algo que ver con lo que ocurrió con Fuentes, y tu padre, y tu madre?
—Soy una persona intuitiva —respondí de la manera más cortante que pude.
Algo después de las siete sonó el teléfono automático. Sonreí —sólo para mí, procurando ocultar mi alegría— y fui a abrir sin decir palabra, dejando a Carmen a solas en el despacho, todavía digiriendo la encerrona —y pensando cómo reaccionar ante Fuentes—. El escritor salió del ascensor y al verme en la puerta de la casa, esperándole, me saludó educadamente, tendiéndome la mano. Durante el breve lapso de tiempo en que lo había visto al salir del despacho de Isabel Schwarz me había causado una impresión más pobre, en lo físico, que en ese momento. A pesar de que su cabello era ya canoso y escaso y tendía de manera muy ligera a la obesidad, sus facciones suaves y la expresión amable de su rostro, unido a un aire de caballero distinguido —se presentó allí vistiendo un largo abrigo gris de cachemira, un traje azul marino impecable, al que no le faltaba el pañuelo de seda asomando por el bolsillo superior de la chaqueta, y un sombrero tipo fedora en la mano derecha— le proporcionaban un atractivo poco usual en aquellos días, como de otro tiempo. Era una figura salida de una vieja fotografía, quizás de los años cuarenta o cincuenta; podía imaginármelo en aquella época, viviendo en un hotel, envuelto en un batín de seda roja, o apoyado en la barra de un bar mientras invitaba a un cóctel a una señora que se parecía mucho a Lauren Bacall. Entonces, a diferencia de cuando nos cruzamos en la oficina de Isabel, reconocí en sus rasgos al hombre que disfrutaba de un día de verano acompañado de mis padres y de Javier en la vieja fotografía. Mientras me apretaba con firmeza la mano no paraba de sonreír, con apariencia de sinceridad; le invité a pasar enseguida para dirigirnos al despacho, pero él se detuvo un momento mirándome.
—Tiene usted un parecido asombroso con su madre —dijo, asintiendo con la cabeza—. Es como verla otra vez. Es casi doloroso. Es usted más bajita y más delgada, pero por lo demás, estuve tentado de llamarla Laura cuando la vi.
—No sabe cuántas veces he escuchado eso últimamente.
—Claro, de pequeña usted ya se parecía, pero uno no puede imaginar que cuando crezca la niña sea un retrato de su madre. Aunque esos labios son de Jorge. Él los tenía igual —dijo, examinándome sin prisas y sin pudor. Después echó un vistazo al piso, despacio, con un poso de nostalgia y de pena en los ojos—. Cuánto tiempo que no venía a aquí. Años que no pisaba esta casa. No ha cambiado desde la última vez que estuve. Excepto por las malditas circunstancias, claro está.
Lo noté tranquilo, nada alterado por la visita, y muy amable. Me causó una impresión opuesta a la que sentí la primera vez, cuando no quería que le reconociese y me dirigió aquella mirada esquiva. Lo conduje hasta el despacho despacio, pues se detenía en el pasillo mirando alguna que otra fotografía; incluso se paraba a comentar alguna anécdota relacionada con las personas que aparecían en los retratos. Le pedí que me tuteara y él se limitó a sonreír con cortesía. Le pregunté por la presentación del libro —de la que acudía—, y me dio todo lujo de detalles sobre ella: una presentación de Santiago Herralde, un escritor amigo suyo, joven, que estaba haciendo cosas muy interesantes, y que le había pedido que dijera unas palabras en el acto. Se había demorado un poco más de lo previsto, y entre eso y la escasez de taxis a esa hora había llegado un poco tarde a nuestra cita.
Cuando entró en el despacho Carmen estaba de pie, mirando por el ventanal. Él le sonrió, como hizo conmigo, pero ella sólo le devolvió una mirada dura e indiferente; cuando él se aproximó para darle un par de besos ella le tendió una mano flácida, inapetente. Él me miró con complicidad.
—Carmen es una persona excepcional, pero no tengo la fortuna de caerle en gracia —se limitó a decir, bajo la mirada fría de la agente.
Nos sentamos cerca unos de otros; yo abandoné la silla de mi padre tras la mesa de despacho para no dar la impresión de presidir una reunión de trabajo. Le ofrecí bebidas a los dos —sin saber siquiera lo que había en la casa—, pero no me pusieron en un aprieto y Fuentes sólo requirió un vaso de agua y permiso para fumar. Cuando regresé con su vaso estaba prendiendo una pipa corta, recta, que desprendía un aroma dulzón.
—La hija de Jorge —no cesaba de repetir, mirándome—. Cuánto tiempo ha pasado. No debí venir, acabo de darme cuenta de repente de lo viejo que soy.
—Los años pasan para todos —respondí.
—Tú no tienes derecho a decir eso —me reprendió, agitando un dedo enérgicamente—. No tienes más que mirarte al espejo. En fin, es la vida.
A ratos miraba a Carmen, que seguía sin alterar un músculo en su cara de palo, y de cuando en cuando echaba un vistazo, sin moverse de la silla, a los libros que había repartidos por toda la habitación. Fuentes hizo un comentario sobre el desorden que no entendí, riéndose por lo bajo. Advertí un pequeño temblor en la mano que sujetaba la pipa, la derecha, que junto con su frente, brillante por el sudor, atribuí, quizás muy a la ligera, a un levísimo síntoma de tensión. Llevábamos allí un cuarto de hora y todavía nadie había hecho mención al motivo que nos había llevado a concertar esa cita; desde luego, él no parecía tener ninguna gana de hablar sobre ello. Pero yo sí.
—¿Qué le hizo cambiar de opinión? ¿Por qué ha venido finalmente?
Él, perdiendo su sonrisa, que hasta entonces no se había borrado ni un instante de su cara, me miró de manera inquisitiva.
—Antes de nada, quisiera saber cuál es tu intención. Por qué querías verme. Todo eso de las memorias… y las cartas.
—Verá, señor Fuentes. Esta situación es el resultado de un cúmulo de confusiones, pero también de medias verdades y alguna que otra mentira completa. Ustedes, me refiero a la señora Schwarz y usted, estaban preocupados por lo que pudiera aparecer en unas supuestas memorias escritas por mi padre. Hasta tal punto que trataron de sabotearlas, o recuperarlas, no lo sé, por su propia mano.
—Yo no tengo nada que ver con eso, te repito.
—No importa. El caso es que desde hace unas semanas vengo encontrando… ¿cómo lo llamaría? Piezas de un puzle, o retazos de varios relatos acerca de cómo era la relación entre usted y mi padre entonces; entre mi padre y mi madre; y entre mi padre y otras personas, como Carmen, por ejemplo. Muchos de esos relatos no sólo no coinciden sino que se contradicen. Todo eso no tendría por qué interesarme demasiado, pensará usted, y tal vez tenga razón; pero lo cierto es que no es así, me interesa, y cada vez más. Luego vino ese asunto de las memorias: un embrollo fenomenal, sin pies ni cabeza, que espero que quede aclarado definitivamente hoy, a pesar de la insistencia de la señora Schwarz en hacerlo aún más complicado. Y conste —dije, conciliadora— que no le estoy culpando a usted de esos errores. Sin embargo, le voy a confesar una cosa, con el permiso de Carmen: según ella misma me reveló, no hay tales memorias. No existen. Fue todo un invento por su parte, urdido, creo, por intentar sacar a mi padre de ese olvido impuesto por sí mismo. También para estimular el interés de la editorial; no es que mi padre tuviera apuros económicos, pero entre la Fundación y… algún otro problema que debía solventar, unido al tiempo que llevaba sin escribir, no le venía mal el dinero, aunque fuera adelantado.
—El problema al que se refiere lo conocemos muchos —dijo Fuentes, dando una chupada larga a la pipa—. Andrés era una buena persona, y lamenté mucho su muerte, sobre todo por las circunstancias, terribles, en las que se produjo. Pero eso no quita para que fuera un desastre, para que dilapidara toda la fortuna y el trabajo de su padre, es decir, tu abuelo, y necesitara la ayuda de Jorge para poder sobrevivir y criar a sus hijos. Creo que tenía asientos reservados en el casino, y eso que, si no recuerdo mal, nunca fue un gran jugador de cartas. Quizás fuera ese el problema.
La ironía de Fuentes me pareció fuera de lugar, sabiendo lo que había sucedido con mi tío, aunque también comprobé que sus problemas con el juego y el dinero no era tan secretos como yo pensaba; como era obvio, pero quizás no se me había ocurrido pensar, los arrastraba desde su juventud, y aquellos que la habían compartido con él los conocían perfectamente.
—Como decía, las memorias no existían más que en la cabeza de Carmen —continué—, y no en la de mi padre, que al parecer no estaba interesado en ellas, por lo menos de momento. Pero cometió, digamos, la osadía de pregonar por ahí que mi padre estaba preparándolas. Así se enteraron ustedes. Cuando ella me lo contó, no me opuse a que realizara una labor de investigación y recopilara las cartas y escritos de interés que pudieran servirle para armar una biografía o algo similar; ella podría hacerlo mejor que nadie, y ese libro quizás fuera la mejor manera de despedirle. Pero no le dijimos nada a Isabel ni a nadie de nuestras intenciones, y creo que ella imaginó que lo que iba a salir publicado (dicho sea de paso, dentro de mucho tiempo) podría hacerle daño de cara a su campaña electoral. No voy a juzgar por qué ni cómo; pero ella debió estar tan convencida como para intentar robar algo que ni siquiera existía, justo después de que se eliminara el precinto policial. Cuando le pedí explicaciones, las que recibí me parecieron un poco absurdas, pero insisto en que no voy a juzgarla. Pero claro, esos motivos le atañen a ella, pero ¿y a usted, señor Fuentes? ¿Por qué está interesado en esas memorias? Yo misma oí cómo le conminaba a impedir su publicación. Eso, unido a otras circunstancias, hizo que aumentara mi interés; si ustedes no se hubieran mostrado tan insistentes, yo lo habría dejado correr, seguramente. Hasta aquí, todos estamos de acuerdo en que las confusiones que entre unos y otros hemos provocado no han hecho sino embarrar este asunto. Afortunadamente, todo se ha solucionado o está en vías de hacerlo, con relativa discreción. Espero que una vez aclarado el malentendido todos quedemos conformes y tranquilos al respecto. Puedo asegurar que, por lo que a mí respecta, no se publicará llegado el día nada que enturbie la reputación de nadie. No en nombre de mi padre, desde luego. Y como ya le he dicho a Carmen, no me interesa saber ni dar a conocer los problemas matrimoniales de nadie, ni de mi padre ni de Isabel y por supuesto tampoco la relación que tuviera usted con ella —dije, con toda la intención.
Fuentes arqueó las cejas con sorpresa y dejó de aspirar por la pipa. Había un poso de indignación en su expresión que se borró casi de inmediato para dejar paso a una sonrisa socarrona.
—Pero Carmen, ¿qué le has contado a esta chica? —le espetó.
Como la agente se obstinaba en su silencio, yo misma le referí lo que me había dicho media hora antes sobre él. Dejó escapar una risita y se arrellanó en el sillón.
—Eso es completamente falso —dijo, con mucha calma—. Conozco a Isabel desde hace tiempo, antes incluso que Jorge, pero nunca hemos ido más allá de la amistad. Puede preguntárselo a ella. Además, ¿por qué iba yo a ocultar eso? Mi vida sentimental ha sido azarosa, y lo digo así por no escandalizarte, Gabriela. Yo nunca fui un santo en ese sentido. Ya no soy así, claro, cosas de la edad y la madurez, pero ni aun entonces tuve con ella ningún tipo de amorío. No, eso es absurdo, aunque comprendo que Carmen lo haya inventado.
—¿Lo comprende usted?
—Sí, lo entiendo.
—¿Por qué?
Se limitó a encogerse de hombros y sonreír. Entonces saqué del bolso la carta que el propio Edelmiro había enviado a mi padre en 1986.
—Había acordado con Carmen que ella revisaría los papeles relativos al trabajo de mi padre; pero el otro día quise echar un vistazo a los documentos más personales. Entre las cartas que mi madre le envió cuando eran novios encontré, quizás traspapelada o tal vez oculta a propósito entre ellas, una con fecha de 1986, que usted mandó a mi padre desde Santiago de Chile. Sólo he hallado esa; pero, por lo que puede leerse, parece que es una más de una correspondencia que mantuvieron acerca de un… no sé cómo llamarlo. Un problema, podríamos decir, que tuvieron entre ambos y que por lo que pude leer, no era de poca envergadura. Tengo aquí la carta. Pueden leerla, ambos.
Le pasé la carta a Carmen, primero, que la leyó frunciendo el ceño y mirándome de vez en cuando. No dijo nada cuando se la entregó a Fuentes, quien la ojeó más deprisa, asintiendo levemente con la cabeza. Sólo sonrió a medias cuando me la devolvió.
—¿Y sólo ha encontrado esa? —dijo él, con desgana.
—Sí, sólo esa.
—Porque en realidad, como usted muy bien ha supuesto, ésta es sólo una carta de una serie de cuatro o cinco, no recuerdo muy bien, hace muchos años de esto, que intercambié con él. Aunque en ella le pido que no vuelva a escribirme, hizo, como siempre, lo que le dio la gana, y continuó mandándome cartas, y yo le respondí a alguna de ellas. No sé si Jorge tenía costumbre de guardar la correspondencia, por lo visto sí, o al menos parte de ella. Tal vez quiso destruirlas y ésta, como usted dice, se salvó porque quedó traspapelada entre otras. O es posible que las otras estén dispersas por ahí, guardadas.
—No —cortó Carmen—, yo he ordenado este despacho más de una vez y no he visto esas cartas.
Fuentes nos miró con expresión divertida, y después de darle un sorbo a su vaso de agua y acomodarse en el sillón, me sonrió, enigmático.
—Si llego a saber que todo eso es lo que tienes, y que esas memorias no existen, y que es Carmen quien iba a escribir esa biografía, creo que no me hubiera molestado en venir, Gabriela. No te ofendas —dijo, al ver que iba a protestar—, pero es la verdad. Sé perfectamente que Carmen jamás escribiría una letra que dañara a Jorge o a su memoria; y que podría decir muchas cosas feas de mí, que le traicioné, que le robé a su mujer y todo lo que se le ocurriera en las antípodas de la caballerosidad. Pero eso a mí no me importa ni lo más mínimo. E insisto, tampoco lo sabía. Es más, tenía sospechas más que fundadas de que las memorias existían y que podían ser más… jugosas, si se me permite la expresión, de lo que tú puedas imaginar. ¿Por qué lo suponía? Bien, por información de primera mano: estuve hablando con Jorge hace unos meses; tuvimos una comida y una larga conversación que me inquietó mucho.
Carmen salió de su letargo al escuchar aquella noticia —sin duda lo era para ella, y me alegré en ese instante de no ser, por una vez, la única que no tenía idea de lo que estábamos hablando—, y se incorporó en su sillón con ansiedad, esperando escuchar a Fuentes. Éste, en medio de una pausa muy teatral, entretenido con la dichosa pipa, nos dejó en ascuas hasta que la propia Carmen decidió continuar.
—Jorge no me comentó nada de eso. ¿Hablabais a menudo?
—No, lo cierto es que no. Hacía mucho tiempo que no charlábamos, más allá de algún saludo formal en un acto o al coincidir en un restaurante. De hecho, esa vez coincidimos en la Feria del Libro de Buenos Aires, y pensé que de nuevo cruzaríamos una mirada, y, si acaso, un apretón de manos. Pero después del coloquio al que me habían invitado se me acercó y comenzó a hablarme como si nada hubiera ocurrido durante todos estos años. Me extrañó, pero no me sentí incómodo, y creo que él tampoco. Después me sugirió que nos escapáramos de la organización y fuéramos a comer juntos; tampoco me negué. Y allí estuvimos hablando, casi como en los viejos tiempos: digo casi, porque es evidente que ninguno de los dos éramos ya uno de esos jóvenes, aunque creo que él distaba más de aquel Jorge que yo del otro Edelmiro. Aunque aparentaba buen humor, sé que se encontraba triste, y por momentos me pareció incluso abandonado a una melancolía que nunca le conocí. Le pregunté por su salud, y me respondió que estaba bien, dentro de lo que cabe. No supe qué quiso decir con una expresión tan ambigua. El caso es que durante la conversación divagaba un poco, tan pronto hablaba del presente como volvíamos a los primeros tiempos; me resultaba difícil seguirle, su discurso era deslavazado. Al final, como esperaba, retornamos a las viejas heridas, que seguían abiertas. Quería hablar de los tiempos en que todo empezaba, cuando aún estábamos en la Universidad impartiendo clases, cuando teníamos poco tiempo para escribir y era difícil que nos aceptaran un miserable relato. Y de Laura, claro, también quería hablar de Laura y de muchas otras cosas que pasaron entonces.
—¿De Javier Artaleda? —interrumpí. Él me miró, muy serio, con desconfianza.
—Sí, también de Javier, claro. De todo. Y me confesó que quizás ya era hora de hacer algo, de poner fin a la historia y aclararlo todo. Esas fueron sus palabras exactas, “poner fin a la historia y aclararlo todo”. Me alarmó en principio, porque no estaba seguro de lo que quería decir. Pero insistió, diciéndome que a estas alturas de la vida no tenía sentido guardar más mentiras y que, de un modo u otro, encontraría la manera de restituir el orden de las cosas. Cada frase que salía de su boca era más enigmática que la anterior. Cuando le pregunté qué se proponía hacer, se echó a reír y me dijo que no me preocupara; absurdo, por otra parte. Quise saber si iba a preparar un libro de memorias (sí, yo le pregunté por ellas antes incluso de hablar con Carmen), pero él se limitó a negar con la cabeza y a decirme que arreglarlo todo “no iba a ser tan fácil”. Esa conversación, unida a su extraña manera de comportarse y de hablar, me desazonó terriblemente. Me dejó muy preocupado, más por sí mismo que por lo que pudiera decir.
“Poco tiempo después coincidí con Carmen y fue ella misma quien me habló de esas memorias; entonces creí comprender que Jorge se refería a ellas, a pesar de que él mismo había negado esa posibilidad. Pensé que Jorge decía la verdad cuando hablaba de aclararlo todo, que iba en serio. Pero casi al mismo tiempo, leí en una entrevista, una de las pocas que concedió en los últimos tiempos, que estaba escribiendo la segunda parte de la novela inconclusa más famosa de los últimos veinte años, La huida. Y ahí sí que quedé totalmente desconcertado. Dejé de entender qué estaba sucediendo. Sobre todo porque, aparte del asunto de las memorias, y teniendo en cuenta que yo no sabía que eran un invento de Carmen, hacía mucho tiempo que Jorge había jurado no volver a escribir una línea sobre aquel libro, y mucho menos pensaba continuarlo; de hecho, no toleraba ni siquiera que le hablaran de él, lo aborrecía. Y de repente, ¡paf! dice que quiere terminarlo, darle un final. ¿Y todo esto a la vez que las memorias? Entenderán mi sorpresa. Por cierto, ¿qué dijo Jorge cuando supo lo de las memorias? —le preguntó a Carmen.
—No quiso ni oír hablar de ellas —respondió ella—. Al menos no al principio, aunque yo esperaba que cambiara de opinión.
—¿Qué dijo, exactamente? ¿Lo recuerdas?
Ella guardó silencio unos instantes, pero no para hacer memoria, sino dudando si revelar aquella conversación o no.
—Me dijo —soltó finalmente—, que lo último que necesitaba en ese momento eran unas memorias edulcoradas y falsas, hechas sólo de mentiras para alimentar más mentiras.
Fuentes asintió, pensativo.
—Eso me cuadra más con su manera de ser, al menos con lo que hablamos las últimas veces. Pero sigo sin entender lo del otro libro, salvo que esa fuera su manera de “aclararlo todo”, cosa que dudo. Aunque él tenía una visión muy peculiar de cómo debían ser las cosas, y un sentido del humor un tanto retorcido. De todas maneras, traté de forzar otro encuentro con él, aquí en España, para intentar conocer cuáles eran sus verdaderas intenciones. Quería que me aclarara aquel barullo de las memorias, La huida y esa necesidad de “ordenar las cosas”. Pero apenas pude cruzar con él unas palabras después de una conferencia en la Universidad, a la que asistí con la única intención de hacer un aparte con él. Tengo que decir que aún me preocupó más, pues lo vi, si se me permite la expresión, cada vez más perdido. Divagaba. Le conté que había sabido de sus intenciones para con el nuevo libro, y él volvió a insistir en su propósito de “aclararlo todo” con él. Le contesté que eso no aclararía nada, quizás sólo emborronaría aún más la historia, su historia, y también le recordé que su obra era mucho más que La huida, y que él era un brillante escritor. En resumen: que abandonara, que lo dejara estar. Pero me contestó que todas las huidas tienen su final y que ésta no podía ser menos. Con esa frase nos despedimos, y esa fue la última vez que hablé con él.
—Pero —interrumpí—, si puedo preguntarle, ¿qué le importa a usted que decidiera terminar ese libro? ¿Le perjudicaría? ¿O le perjudicaría más que se hubieran publicado las memorias?
—¿A mí? No, Gabriela —dijo, sonriendo—. Es verdad que hace tiempo tal cosa me hubiera podido preocupar, pero creo que ya no. No, mis desvelos vienen del daño que podía hacerse a sí mismo y a otras personas. Hay asuntos que, si no pueden ser solucionados, es mejor dejarlos pasar y no removerlos. Todo el mundo sufrió demasiado hace muchos años y no es cuestión de que vuelva a suceder. Sí, veo que te extraña, y a ti también Carmen, pero aunque Jorge y yo tuviéramos nuestras diferencias, que fueron muchas y muy importantes, nunca le deseé ningún mal, ni él a mí, y comprendí, con el transcurso de los años, que volver atrás es imposible. No, insisto: yo no quería que él reviviera de nuevo todo lo que pasó. Por eso quise seguir de cerca aquel asunto, aunque no estaba en mi mano hacer nada para evitar que se infligiera ese castigo. Por esa razón llamé a Isabel. Ella también había hablado con Carmen y estaba molesta por el lío de las memorias, y yo sabía perfectamente por qué. También estaba seguro de que Jorge jamás hubiera escrito sobre las infidelidades de Isabel: sus memorias, de existir, nada tendrían que ver con chismorreos de ese tipo, él tenía demasiado buen gusto como para eso. Y tengo que decir, además, que a él nunca le importó demasiado que Isabel tuviera una vida amorosa propia. No le interesaba, me temo que porque él nunca dejó de pensar en Laura. Pero es verdad que Isabel demostró muy poco temple; como si apenas conociera a su exmarido. Quizás sean los nervios de la campaña. Todo eso que me cuentan de intentar robar el manuscrito demuestra que la presión le ha restado buen juicio. Así que me limité a avivar un poco el fuego de su desconfianza hasta conseguir desazonarla también a ella, aunque por motivos diametralmente opuestos, por supuesto. Le conminé a hacer lo posible para impedir la publicación de las memorias, o por lo menos, a conseguir un borrador que pudiera ser revisado. Entonces murió Jorge; y ella vio la ocasión de, digamos, hacer borrón y cuenta nueva contigo, Gabriela. Por eso te llamó y por eso nos cruzamos, inoportunamente, tú y yo en su despacho aquel día.
Hizo una pausa para beber un poco de agua. Hasta el momento su relato, aunque hasta cierto punto revelador, no hacía sino aclarar sus propias dudas y no las mías, salvo por el hecho, ya diáfano e incontestable, de que mi padre ocultaba un secreto que Edelmiro Fuentes conocía.
—De todas maneras —prosiguió—, no supe qué le movió de repente a intentar saldar cuentas con el pasado. ¿Por qué ahora? Sé que llevaba tiempo sin escribir, y eso en una persona como él sólo puede significar que se sentía hastiado de todo, probablemente también de sí mismo, pero ¿por qué La huida? ¿Por qué no seguir adelante con su vida?
—¿Le aclararía sus dudas si le digo que mi padre estaba enfermo? —contesté.
Le pedí a Carmen que le explicara en qué consistía la dolencia de mi padre, pues ella estaba más al corriente de los detalles que yo, y me limité a escuchar y a observar la reacción de Fuentes, que fue de estupor al principio y disgusto después. Un lagrimeo muy discreto, pero significativo, a pesar de que trató de disimularlo carraspeando y encendiendo de nuevo la pipa, descubrió un profundo sentimiento de pena por cómo habían sido los últimos meses de vida del que fue gran amigo suyo. Dejó pasar el tiempo mientras el humo denso inundó la habitación y yo aproveché para abrir un poco la ventana y aclararme también la garganta, pues me había afectado también el relato de lo que yo ya conocía.
—Eso explica muchas cosas, en efecto —dijo al fin, recompuesto—. Era muy joven para eso. Demasiado. Podía haber hecho tantas cosas... Pero supongo que es algo que hay que aceptar. Sí, encuentro en esas razones algunas respuestas, sobre todo a su comportamiento y a esa necesidad de liquidar determinadas deudas, a pesar del dolor que pudiera causarle. Como ese libro, por ejemplo.
—Nadie lo sabía —dije—, excepto Carmen y su hermano. Pero de todas maneras, señor Fuentes, si para usted esa es la explicación que le aclara todo lo sucedido desde entonces, e incluso tal vez la propia muerte de mi padre, para mí no es más que uno de los condicionantes. Sigo sin saber qué es lo que ocultaba, de qué hablaba en esa carta y por qué era tan importante, según usted, que tratara de olvidar lo que ocurrió. Eso, lo que ocurrió, es lo que a mí me interesa saber.
—No he dicho que la enfermedad de tu padre fuera la respuesta a todas las preguntas, y mucho menos a su propia muerte. Tengo entendido que ni siquiera la policía lo tiene claro. Pero sí, entiendo tu queja, Gabriela. Lo que me extraña —dijo, clavándome sus ojos pardos—es tu insistencia en revolver viejos asuntos que quizás desearías no conocer.
Antes de que pudiera responder, Carmen se me adelantó soltando un bufido; e inmediatamente supe lo que iba a decir.
—Me parece que debemos gran parte del interés de Gabriela a que ella está con Javier Artaleda.
Carmen empleó el mismo tono que antes —y la misma intención— en la palabra “estar”, con obstinada insistencia, transmutando otra vez ese pobre verbo normal y corriente a una expresión que encerraba asco y desprecio a partes iguales. Al menos esa vez no me pilló de sorpresa, así que asentí con firmeza, aunque Fuentes no comprendió a la primera lo que Carmen y yo queríamos decir, probablemente porque para él “estar” sólo significaba “estar” y no la otra acepción que Carmen le daba. Necesitó una explicación más pormenorizada que Carmen le brindó de manera espontánea, donde ya aparecieron expresiones más habituales y descriptivas de la realidad, como liarse, aunque al final me ascendió a la categoría de amante, con lo que pude darme por contenta. Aun así necesitó de una pausa que le concedí gustosa para que terminara de asimilar una información que, por lo visto, era chocante para cualquiera que la recibiera menos para mí, claro, aunque yo no podía ser objetiva. Pero lo cierto es que debía de resultarles muy extraño, y extraño es sólo una de las muchas maneras de definir lo que debían pensar esas personas. Sin embargo, no percibí ningún tipo de indignación en Fuentes; sólo puro y simple asombro.
—La vida te trae extraños compañeros de cama —murmuró, creo que sin intención de hacer un juego de palabras—. Entiendo entonces tu interés. Claro que lo entiendo… hasta ahora me resultaba difícil comprender… pero ya no. Caramba, se me vienen tantas preguntas a la cabeza… pero no es asunto mío. Aunque no puedo evitar pensar, como si fuera un matemático, ¿qué probabilidad hay, en este mundo tan amplio, de que dos personas como tú y él os encontréis y lleguéis a enamoraros? Sobre todo teniendo en cuenta su historia… y la tuya. ¿Qué te ha contado él?
—Nada. O apenas nada —dije—. Sólo me ha hablado de su accidente, cómo se produjo y cómo desde entonces su vida ha sido un vía crucis. En realidad sé más de él por otras personas que por sí mismo; aunque vive enganchado al pasado, no le gusta que le hagan preguntas sobre él. Dice que apenas tiene recuerdos, y de los que le llegan, no sabe discernir cuál es real y cuál es producto de su imaginación, o si está tergiversado y mezclado con otros. Conversar con él cuando se trata del pasado es difícil… por no decir imposible, y no lo entiendo, porque si apenas tiene recuerdos, ¿qué puede haber que tema o que le asuste?
—Yo sí pienso que puede haber algo que llegue a asustarle y también que le haga daño, y que tenga más recuerdos de los que quiere hacer creer… y de los que quisiera tener. ¿Y tu madre, no te habló de él? ¿Tampoco Jorge?
—No. Nunca lo nombraron. Lo conocí aquí, en Madrid, cuando asistí a los funerales de mi padre. Pero sé que mi madre, en una ocasión, vino a visitarle cuando estaba enfermo. Lo supe hace poco.
—Interesante. ¿Te lo contó él? —murmuró Fuentes, sin dejar de mirarme. Yo negué con la cabeza. La pipa se le había apagado de nuevo, pero él parecía haberla olvidado, como un apéndice más de su mano—. Entiendo. Es increíble. Me pregunto… qué vio en ti. Y no me refiero a ti misma, a tu físico… no, hablo de otra cosa.
Sin darme cuenta, cuando la conversación había girado hacia mí me había aferrado a la silla con ambas manos hasta blanquear mis nudillos, y ahora sentía dolor en los dedos y una tensión insoportable en las piernas. Cuando fui consciente de ella traté de relajar los músculos. Intenté serenarme un poco y reconducir el diálogo hacia lo que me interesaba, aunque sentí mi evidente vulnerabilidad en cuanto el nombre de Javier se pronunciaba o se hablaba de él.
—Señor Fuentes, ahora que entiende mi interés en esta historia, quiero asegurarle que lo que me cuente no saldrá de estas paredes. Quiero agradecerle que haya venido, pero no me basta con eso. Necesito saber la verdad.
No me miraba mientras le hablaba; tenía su vista fija en Carmen, quien parecía haber vuelto a su mundo interior, a algún lugar donde probablemente pudiera evadirse de aquella reunión.
—A lo mejor no quieres saberla realmente —dijo Fuentes—. A mí siempre me ha desagradado más la verdad y la realidad que la fantasía. Por eso escribo libros.
—Aun así, si no le importa, decidiré yo sobre lo que quiero saber.
Asintió, encogiéndose de hombros. Parecía querer decir: “Como quieras. Te lo advertí”.
—Curiosamente, la relación entre Javier y yo nunca fue buena —dijo él, sonriendo—. Sólo al principio, muy al principio, nos llevamos bien. Pero nunca congeniamos del todo. Siempre me pareció que era un tipo engreído y con un carácter a veces altivo y decidido a menospreciar a los demás. Pero lo que siempre me sorprendió y nunca llegué a entender, es cómo dos personas con ánimos tan semejantes como Jorge y Javier pudieran llevarse bien sin llegar a chocar por la discusión más nimia. Y puedo asegurar que discutían, y mucho. Pero creo que Jorge encontró en él una réplica que nadie, incluido yo, supo darle, y por eso lo valoró y respetó desde el principio, cuando Javier era sólo un alumno, y buscó su amistad cuando dejó de serlo. Creo que Jorge, como les ocurre a muchos profesores, buscaba a alguien con quien hacer de Pigmalion, y lo encontró en Javier. Pero me temo que Javier ya tenía personalidad propia y ésta era muy poco moldeable. Se convirtió en un asiduo no sólo de esas reuniones que organizaba Jorge en la casa de campo del Escorial, sino también de la propia casa de Madrid, donde pasábamos horas hablando en el despacho. Yo me vi un poco desplazado, tengo que confesarlo, y si dijera que no me dolió mentiría, pero entendía la situación, por Jorge y su forma de afrontar su trabajo: para él lo era todo, y encontrar a otra persona que lo vivía de la misma manera, con la misma intensidad, suponía encontrar algo así como su alma gemela. Si debía soportar sus impertinencias, las soportaba, quizás porque las suyas no se quedaban atrás, y su manera de ser era en el fondo muy similar, aunque creo que en el caso de Jorge esa pátina de arrogancia quedaba disimulada por su buen humor y por la facilidad que tenía para perdonar el desdén y la descortesía, cosa que no sucedía con Javier.
“Así que Javier se fue introduciendo cada vez más en su vida; también en la mía, aunque de forma mucho menos acusada, porque si nos soportábamos era únicamente porque trabajábamos en el mismo lugar y por el nexo común, que era Jorge. Javier había empezado a ayudar en el departamento a Jorge, y acumulaba una buena carga de trabajo. Supongo que aspiraba a quedarse en la Universidad, aunque no era su objetivo primordial. Y la ayuda le vino muy bien a Jorge. Estaba atravesando un importante bache anímico porque el trabajo no le iba demasiado bien. Había intentado publicar algunos relatos y se los habían rechazado. Los comienzos son difíciles para todos, puedo dar fe de ello, pero para Jorge, una persona tan brillante en muchos aspectos, eso era muy difícil de asimilar. Creo que el rechazo sencillamente no entraba en sus cálculos. Se quejaba de que no tenía tiempo suficiente para escribir y sus trabajos se resentían. Culpaba a las clases y también, he de decirlo, a su familia, a la que tenía que dedicar tiempo; aunque nunca se quejaba delante de Laura, por supuesto. Finalmente consiguió publicar una novela corta y un poemario, que, debido a que pasaron totalmente desapercibidos, consiguieron el efecto contrario al esperado en él. Se angustió y le cambió un poco el humor, hasta tal punto que empezó a tener algunos problemas con tu madre. Él era así, la paciencia no era una de sus muchas virtudes. Por eso cuando Javier empezó a ayudarle, a preparar sus clases y a asumir parte de su trabajo, se vio muy aliviado. Sin embargo, a pesar de Javier, a Jorge se le seguía resistiendo el éxito y el reconocimiento que ansiaba y pensaba que merecía. Se sentía cada vez más frustrado.
“Pero la influencia de Javier sobre Jorge era cada vez más patente, y eso que era once años menor. Terminó por encargarse de organizar también esas reuniones; todo porque Jorge tuviera más tiempo para escribir. En cuanto a Javier, no sabíamos de dónde sacaba el tiempo, ni cómo demonios era capaz de hacer tantas cosas a la vez. Llegamos a pensar que no dormía por las noches. Y además también escribía. Y lo hacía bien, muy bien. Tenía estilo propio, pese a su edad, y escribía con mucha facilidad y con una rapidez inaudita. Puedo dar fe de ello, se notaba al leer sus textos, cosa que hacíamos cuando se dignaba llevar alguno a esas reuniones. No lo hacía siempre, sólo cuando estaba completamente seguro de poder reunir las alabanzas de los asistentes. No le gustaban las críticas negativas, y si recibía alguna que fuera solamente algo más tibia de lo habitual, reaccionaba de mala manera, a menudo atacando personalmente a quien se había atrevido a hacerla. Eso le funcionaba con muchos, pero no conmigo, lo que hizo que chocáramos muchas veces y que finalmente decidiera guardarse sus textos para ojos que, según él, fueran más dignos y los entendieran. Es decir, para Jorge.”
El retrato de Javier que estaba pintando Edelmiro Fuentes no era agradable; aunque fuera fiel a la realidad y dibujara algunas pinceladas acertadas de su carácter, me costaba reconocer en él al hombre que quería.
—Como decía antes, Javier pasaba mucho tiempo en casa de Jorge. Era normal, le ayudaba y Jorge además era, al contrario de lo que parecía últimamente, un hombre tremendamente sociable. Pero llegó un momento que su presencia allí era casi obligada; siempre que iba a vuestra casa, lo encontraba en ella. Y en algunas ocasiones, también lo encontré cuando fui a ver a Jorge y éste no estaba. Eso me hizo empezar a sospechar, y la respuesta a una pregunta no formulada era evidente, al menos para alguien que compartía con ellos buena parte de sus días. Javier iba allí cuando Laura, tu madre, estaba en casa.
Quedó callado, mirándome y esperando mi reacción, que tardó en llegar; tal vez porque lo que insinuaba era tan obvio que se me escapó al principio. Cuando por fin me di cuenta y sentí una oleada de calor que probablemente me hizo enrojecer hasta la punta de las orejas, lo único que pude balbucir fue “¿qué quiere decir?”, a pesar de que, como la mayoría de las veces que uno formula esta pregunta, sabía perfectamente lo que quería insinuar. De todas formas, le di opción de explicarse y hacerme así todavía más daño.
—Pues quiero decir que Javier estaba demasiado pendiente de la mujer de Jorge de lo que sería aconsejable para un amigo. Fue muy desleal. Jamás admitió estar enamorado de Laura, pero creo que sus actos lo delataban. Fueron varias las veces que le sorprendí en su casa, sabiendo que él había salido o que estaba trabajando en la Universidad, y siempre que le pregunté qué hacía allí me daba las evasivas más ridículas. Me sorprende que tú, Gabriela, no guardes recuerdos de él, porque en aquellos días pasaba muchas horas en tu casa.
Le contesté diciendo que lo había reconocido al recordar el libro que me regaló por mi cumpleaños, aunque no tenía más reminiscencias suyas, entre todas aquellas personas que visitaban a mi padre entonces. Lo dije en un estado casi de shock, pensando únicamente en si él no recordaba aquello o sólo me había mentido. Al mirar a Carmen vi que ella clavaba en mí sus ojos oscuros, que parecían querer decir “tú insistías en saber la verdad, pues ahí la tienes. Disfrútala”, como antes había pensado Edelmiro Fuentes. Se me habían empañado los ojos y notaba ese característico dolor de garganta que siempre me atenaza cuando tengo ganas de llorar.
—No le culpo por enamorarse de tu madre. Era una mujer especial. Culta, guapa, lista… Todos envidiábamos un poco a Jorge por haberla encontrado. Pero no pasábamos de ahí, de esa envidia sana. Laura era para nosotros una más del grupo, una amiga con quien podías hablar en confianza. Pero me temo que Javier se extralimitó y trató de cruzar una barrera a la que nunca se debió acercar. No puedo decirte si ella le correspondía, ni tan siquiera si era consciente de que Javier no la miraba como a la mujer de su amigo. Supongo que lo sabía, esas cosas son evidentes, aunque a veces uno mismo es el único que no se da cuenta mientras los demás no dejan de comentarlo a sus espaldas. Puede que este fuera el caso. Nunca se lo pregunté a ella, aunque sí puedo decirte que para tu padre no fue tan obvio: estaba demasiado sumergido en su trabajo y empezaba a obsesionarse; era predecible si se conocía mínimamente su personalidad, que era tendente a los extremos. En una ocasión le insinué si no había notado nada extraño en Javier; quería decirle que él pasaba demasiado tiempo en su casa, con su mujer, pero no encontré las palabras adecuadas y tampoco me atreví decírselo directamente. No se dio por aludido. Creo que ni siquiera estaba dispuesto a considerar esa posibilidad.
—¿Tiene pruebas de lo que está diciendo? —alcancé a decir. Incluso mi voz había cambiado de tono y me costaba reconocerme en ella. Como si hablara una extraña.
—¿Pruebas? No se pueden tener pruebas de eso, Gabriela, salvo que alguien confiese, y nadie lo hizo. Ni tu madre ni él. Pero a mí me pareció obvio, y por lo que sucedió después, no soy la única persona que lo pensó; también tu padre llegó a darse cuenta, y creo que Carmen también estará conmigo.
—Puede que sólo fuera amistad —insistí. Él se limitó a encogerse de hombros y sonreír, y su oleada de escepticismo casi me arrastró a mí también.
—Pero Javier Artaleda —continuó— no era el único alumno brillante que pasó por la Facultad durante esos años, claro está. Había una chica, unos años menor y por tanto alumna de cursos inferiores, que destacaba por encima de los demás. También acudía a aquellas reuniones, pero en ningún momento se hizo notar como lo había hecho Javier. Era tímida y muy callada, y aunque su aptitud era indiscutible, nunca mostró el mismo entusiasmo que él ni por la asignatura ni por los temas de los que se hablaba en las reuniones, que dicho sea de paso, creo que nunca las tomó en serio, como la mayoría de personas que pasaron por ellas. Sin embargo, también se ganó el interés de Jorge; no el de Javier ni el mío. Él sí que parecía encontrar en ella algo que a nosotros nos resultó invisible, y mantuvo el contacto aun fuera de las aulas, de la docencia.
“A nadie le pasó desapercibido el hecho de que aquella joven también estaba enamorada de tu padre. Era muy evidente, mucho más que en el caso de Javier y Laura. Al principio pensamos que sería el típico enamoramiento por parte de una alumna de su profesor, y nos reímos bastante a su costa, y también de Jorge, que tuvo que soportar unas cuantas bromas. Un tópico, vamos. Pero cuando ella terminó el quinto curso y comprobamos que no sólo no había desaparecido sino que seguía allí y cada vez más a menudo en compañía de Jorge nos sorprendimos mucho. Algunos pensamos que había algo entre ellos, cosa que Jorge siempre se negó a admitir”.
—Nunca hubo nada —saltó Carmen—. Nada en absoluto. Es cierto que yo estaba enamorada de él, siempre lo estuve, pero él nunca quiso…
Carmen dejó la frase en el aire. La confirmación de mis sospechas, en menor o mayor medida, no me había afectado nada en comparación al golpe que había recibido antes y que todavía estaba tratando de asimilar. Que aquella mujer hubiera tenido una aventura con mi padre —fuera cierto o no— me parecía algo trivial a estas alturas, y por eso no entendía la insistencia de ella en negar esa relación. Reflexioné sobre sus motivos y encontré una explicación, siempre desde el punto de vista de Carmen Canal: ella no habría cometido ninguna falta si se hubiera acostado con mi padre, cosa que sí se le podría reprochar a él; y eso era precisamente lo que ella no toleraba: que el nombre de Jorge Alvar quedara en entredicho por cualquier motivo, incluso por amarla a ella por encima de mi madre, aunque ocurriera en una única ocasión. La adoración que ella sentía por mi padre no tenía límites, ni siquiera los racionales.
—En este caso, no sé por qué, me inclino a creer a nuestra querida Carmen —dijo Fuentes, sonriendo y cogiéndola amistosamente de la mano. Ella, en esa ocasión, toleró y hasta agradeció el contacto de aquella mano que le tendían apretándola con suavidad—. Sé que ella siempre lo ha negado todo, sus motivos tendrá, y en más de una ocasión la he sorprendido mintiendo un poco, siempre para defender a Jorge, pero me parece que respecto a eso, siempre ha dicho y dice la verdad. Pienso que si ella y Jorge hubieran tenido una aventura él me lo habría contado; yo le confesé las mías en alguna ocasión, y teníamos intimidad suficiente como para ese tipo de confidencias.
“Pero no sé si él compartía ese tipo de secretos con Javier. Supongo que tenían la suficiente confianza, aunque nunca me pareció un tipo con el que se pudiera hablar de esas cosas. Siempre fue muy distante. Aunque tal vez no soy objetivo. Lo que sí sé es que Javier también se había percatado de lo que sucedía, al menos en apariencia, entre Carmen y Jorge, porque como digo, era evidente y hablábamos de ello. Y un buen día todo el tinglado se vino abajo, y sus vidas, incluso la mía, dieron un vuelco. Laura recibió una nota anónima avisándole de que Jorge y su alumna tenían una aventura y que se veían a escondidas en la casa de el Escorial casi todas las semanas. Incluso daba detalles de los días. Puede que en otro momento tu madre no hubiera dado ningún crédito a esa afirmación hecha de una forma tan cobarde, pero como ya he dicho, ella y Jorge no pasaban por el mejor momento de su matrimonio debido a la obsesión de Jorge por el trabajo; para colmo, él pasaba mucho tiempo a solas en aquella casa donde tenía tranquilidad suficiente para escribir. Y por eso tu madre creyó lo que decía el anónimo, si no del todo, sí lo suficiente como para que surgieran sospechas fundadas. Ella ya conocía a Carmen y sabía que seguía a Jorge a todas partes. Tu padre me contó lo que había sucedido y que había tenido varias discusiones, muy agrias, con tu madre, hasta que ella le había dado un ultimátum: Carmen debía desaparecer de su vida. Y eso es lo que ocurrió.
—No volví a verlo hasta que transcurrieron cinco años, cuando me convertí en su agente —asintió Carmen—. No habíamos hablado ni una sola vez durante ese tiempo, aunque yo lo sabía todo de él: lo que escribía, dónde vivía, dónde solía ir a comer. Pero nunca me atreví a cruzarme con él, e incluso evitaba los lugares que sabía que frecuentaba. Sin embargo un día me enteré por un compañero que Jorge estaba buscando agente literario porque acababa de dejar al suyo, y me armé de valor. Llevaba dedicándome a esa profesión sólo tres años, pero aun así decidí intentarlo. Me planté en su casa, sin pedir cita y sin avisar previamente; él se quedó de piedra al verme, de pie en el rellano de la escalera. Al principio no se mostró muy contento con la idea —dijo, sonriendo al evocar los recuerdos—, pero le convencí de que podía ponerme a prueba sin compromiso y prescindir de mí cuando quisiera. Para convencerlo tuve que prometerle que no trataría de inmiscuirme en su vida personal; sólo una vez intenté romper esa promesa a lo largo de estos años, como ya te conté. No me sirvió de mucho.
—Como supondrás, Gabriela, todos imaginamos de dónde había salido esa nota anónima. Esta vez hasta Jorge se dio cuenta; quizás fue el empujón que necesitaba para reconocer que algo extraño sucedía. Me confesó que pensaba que Javier era el autor, y yo, que había seguido los acontecimientos incluso con más atención que él, no pude sino darle la razón. Era la única persona lo suficientemente cercana como para dar alguno de los detalles, aunque fueran falsos, que se explicitaban en el anónimo. Pero sobre todo tenía un motivo para hacerlo: intentar romper la unión que había entre tus padres.
—Pudo haber sido cualquiera —negué.
—Pudo haber sido cualquiera, sí, pero ¿por qué? ¿Para qué? ¿Tal vez un alumno descontento? Demasiado atrevido, y no hubiera podido conocer con exactitud los días que Jorge pasaba solo en la casa de campo. Y, que yo sepa, Jorge no tenía enemigos entonces, no era famoso y en general se llevaba bien con todo el mundo.
—Javier no haría eso. No me lo creo —insistí.
—Sí que lo haría. Desgraciadamente, sólo él puede confesarlo, y es posible que en sus circunstancias ni siquiera lo recuerde. Pero creo que aprovechó la torpeza de Jorge, que no estuvo muy fino dejando que Carmen se enamorara de él, y la oportunidad surgió.
Aun así, para mí era imposible dar crédito a lo que estaba escuchando. Él no. Él no podía ser tan ruin. Era todo mentira. Él era honesto; tenía muchos defectos, pero, ¿quién no los tendría después de una vida así? Era la vida la que había sido cruel con él, la que le había vapuleado y herido, arrebatado su memoria y sus recuerdos y sumido en una trinchera que me había costado dios y ayuda asaltar. Supongo que Fuentes debió ver la angustia en mi cara y se tomó un respiro, repasando otra vez los libros almacenados sobre los estantes. Parecía querer reconocer obstinadamente cada título. Carmen se levantó y me trajo un vaso de agua, que no sirvió para que pudiera tragar mejor aquella historia.
—¿Quieres que sigamos? —quiso saber el escritor. Me limité a asentir con la cabeza—. Fue entonces, un poco tarde, cuando Jorge se dio cuenta de cuál era el juego de Javier. Probablemente no había sido esa su intención desde el principio, claro, pero sí en aquel momento, y todas aquellas visitas a destiempo a su casa, la amistad que había fraguado con Laura y toda esa ayuda que le prestaba empezó a cobrar sentido para él. Pero, por el momento, y para mi sorpresa, no hizo nada. Ni siquiera le pidió explicaciones, de modo que Javier no sospechó que Jorge estaba al tanto de sus intenciones. Yo no entendía su actitud, y aunque tuvimos más de una conversación al respecto, como amigos que éramos, nunca me quiso dar más explicaciones que un vago “ya se arreglará todo” y aun así mantuvo, en apariencia, la confianza en Javier. Pero a partir de entonces se suspendieron las reuniones literarias en la casa de la sierra, que en el fondo habían sido parte de la causa de aquel embrollo. Jorge empezó a pasar más tiempo en casa y le dijo a Javier que intentaría hacerse cargo de todo su trabajo él mismo, aun a costa de escribir cada vez menos. Eso hizo que su ayudante restringiera las visitas a su casa, y desde luego, esta vez sí, Jorge puso buen cuidado de que éstas no se produjeran cuando él no estaba. Ignoro si Laura suponía que había sido Javier el autor de la nota; tal vez ni siquiera lo supo. Pero no se extrañó, según me contó tu padre, de que Javier apareciera poco por allí durante unos meses. Y no sé si tu padre llegó a comentar con Javier lo del anónimo, me parece que no, aunque por supuesto, por prudencia, vergüenza o culpa, él no se atrevió a decir una palabra más alta que otra. Por lo que el tema quedó, en apariencia, olvidado. Pero aunque los esfuerzos de Jorge por restaurar su matrimonio fueron grandes, éste había quedado tocado.
“Transcurrieron varios meses sin que tus padres volvieran a disfrutar de una calma como la de antes de aquel incidente; no sé si de todas formas, a pesar de lo que pasó después, se hubieran podido reconciliar. Una noche, aprovechando que tu madre y tú estabais pasando una temporada en casa de tus abuelos, algo frecuente desde que ellos se pelearon, Jorge nos invitó a cenar en la casa de campo; por los viejos tiempos, dijo. Pero me confesó que planeaba gastarle una broma pesada a Javier. Me sorprendió que tuviera ganas de bromear, aunque después entendí a lo que se refería y le aseguré que podía contar conmigo.
“Durante la cena estuvo muy afable, como antes, como siempre había sido él. También Javier, incluso conmigo. Parecía que no había pasado nada entre ellos, y que todo era como al principio; pero era sólo una ilusión. Bebimos bastante y Javier se emborrachó enseguida. Qué ironía, entonces no era un buen bebedor. Mas había algo extraño en su borrachera: tenía mucho sueño y quería acostarse, pero Jorge le dio largas diciendo que iba a cerrar la casa esa noche porque al día siguiente debían fumigarla y que los tres debíamos volver a Madrid. Me pidió ayuda para entretener a Javier mientras él arreglaba “unos asuntos”. De todas maneras, Javier no estaba para darse cuenta de nada. Cuando volvió vi que tenía las manos manchadas de negro; parecían manchas de grasa. Javier no estaba en condiciones de conducir, pero aun así Jorge insistió en que ya era tarde y debíamos marcharnos. Resultó milagroso que pudiera arrancar el coche, y mientras contemplábamos cómo se alejaba, Jorge me confesó que no iría muy lejos: le había dejado sin líquido de frenos. Entre la bebida, la poca simpatía que le tenía y lo que había hecho, algo que era horrible me pareció gracioso en ese momento. Yo me quedé un rato más en la casa, hablando con Jorge. Me tranquilizó un poco diciendo que en realidad no esperaba que Javier se hiciera daño, porque también le había abierto la válvula de un neumático y no podría correr mucho. Pronto se quedará sin ruedas, me dijo, y seguramente pasará la noche al raso, camino de Madrid. Entonces nos reímos mucho y pensamos que le estaba bien merecido, e incluso que necesitaría algún escarmiento más. Después nos despedimos y yo me marché”.
“Apenas un par de kilómetros después encontré el coche de Javier, fuera de la carretera, destrozado; la Guardia Civil estaba allí. Me paré a averiguar qué había pasado, y les dije la verdad: que el coche era de un amigo mío que acababa de marcharse en unas condiciones penosas después de cenar juntos. Me contaron lo que había ocurrido, según habían podido deducir: Javier había sido incapaz de controlar el coche en una curva y se había salido, estampándose contra un árbol. El coche había empezado a arder con él dentro, y de no ser por la ayuda de otro conductor que pasaba por allí, hubiera muerto abrasado. La ambulancia acababa de llevárselo. Yo me marché de allí a toda prisa, pero pude fijarme antes en los neumáticos, y vi que estaban intactos, a pesar del golpe”.
“Javier sufrió un accidente brutal con las consecuencias que todos conocemos. Se mantuvo en la fina línea que separa la vida de la muerte durante tres semanas. Todos pensábamos que no saldría de esa, o que, como mucho, quedaría en coma de por vida. Yo estaba muy asustado, aterrado por lo que habíamos hecho. Aunque no hubiera sido idea mía, me sentía tan culpable como si yo mismo lo hubiera ejecutado. Sin embargo, Jorge estaba tranquilo, muy tranquilo. Fue al hospital a ver a Javier, habló con su familia, estuvo con él alguna noche, pero siempre con una despreocupación y una frialdad que daba miedo. Yo, en cambio, cada vez que me acercaba a La Paz a verlo, era un manojo de nervios. Eludimos hablar de lo sucedido hasta varios días después, en su despacho de la Universidad. Él quiso calmarme asegurándome que nadie sabría lo que habíamos hecho, pero mi cargo de conciencia apenas me dejaba dormir.
“—Pues yo estoy muy tranquilo —me respondió—, y si yo lo estoy, no entiendo por qué tú no. Tú no tienes la culpa de nada”.
“—¿No entiendes que hemos matado a un hombre? —le decía”.
“—No lo hemos matado. Está vivo. Aunque creo que la mejor solución para todos, incluido él mismo, es que se muera cuanto antes”.
“Después de aquella conversación no volvimos a hablar del tema, al menos directamente. Pero Javier no murió, y para sorpresa de todos y alivio de casi todos, salió adelante y despertó del coma. Tenía heridas muy importantes, pero la secuelas físicas fueron, a la larga, menores de lo esperado. No obstante, nunca volvió a ser el mismo. La amnesia le impidió retomar su vida donde la había dejado, en el punto donde nosotros lo habíamos sacado esa noche. Cuando Jorge supo que Javier había despertado ni siquiera se preocupó en disimular su desasosiego, tanto que pensé que haría sospechar a todo el mundo, incluso a la persona menos perspicaz. Pero no fue así, porque enseguida se supo que había perdido la memoria, y ni siquiera recordaba quién era: no reconocía a sus padres, a sus hermanos, mucho menos a nosotros. Recuerdo que Jorge estuvo con él, durante el largo periodo de tiempo que lo mantuvieron recuperándose en el hospital, tratando de hacer que recordara. Al menos eso parecía; yo más bien creí que quería cerciorarse de que no recordaría nada de lo que sucedió esa noche. Incluso fue a su casa a recoger notas y trabajo que mostrarle a Javier para ver si de esa manera podía empezar a recuperar sus recuerdos. No hubo ningún progreso. La recuperación de su memoria fue lenta e incompleta, por lo que he podido saber, y desconozco lo que llegó a recordar, aunque creo imposible que pudiera tener una idea clara de lo que sucedió esa noche.”
—No recuerda nada —murmuré yo—. Al menos es lo que él dice.
—Pero no sabemos qué recuerdos tiene de lo que sucedió antes de esa noche. Me explico: unos meses, pocos, después de aquel accidente, Jorge me anunció que iba a intentar publicar una novela que había estado escribiendo. No me dijo más, salvo que tenía muchas esperanzas en ella. Me extrañó; obviamente sabía que él no había dejado de trabajar, pero no que lo hubiera hecho de manera tan diligente. Hacía poco que había publicado su poemario y terminado otra novela corta. Por otra parte, siempre me había dejado leer fragmentos de lo que escribía, y lo discutíamos juntos, igual que hacía yo con él. Pero de ese libro no vi jamás una página, un borrador o una nota. Tampoco encontré a nadie que lo hubiera leído durante el proceso de escritura, y eso que hice indagaciones. Él no volvió a mencionar el asunto, y la siguiente noticia que tuve fue salida directamente de la imprenta, cuando tuve La huida en mis manos. Tal y como lo cuento en esa carta que hemos leído y donde le expreso mi extrañeza por haber mantenido tan en secreto su elaboración. Eso no era propio de Jorge; pero sí lo era de Javier, quien, como ya te dije, no hacía público su trabajo y sólo los ojos de Jorge eran considerados dignos de leerlo”.
—¿Qué está queriendo insinuar?
—Estoy seguro de que ya lo sabes, Gabriela. Tengo una teoría, pero no pruebas; no sé si querrás escucharla.
—Tu teoría es la misma mentira que has sostenido durante estos años —terció Carmen, con la voz temblando de ira. Pero Fuentes sólo sonrió.
—Ya ves. Carmen conoce mi teoría, pero no le gusta.
—Usted piensa que La huida fue escrito por Javier. Que de alguna manera, mi padre se lo robó —me adelanté.
—¿Lo ves? Era fácil suponerlo, después de conocer cómo sucedieron los hechos. Sí, ese libro es obra de Javier. Él se lo debió prestar a Jorge en una forma prácticamente terminada para que lo leyera. Jorge debió quedar encantado con él; demasiado encantado. Imagino cómo se sintió. Estoy seguro de que pensó que la vida no era justa con él: aquel sujeto había intentado quitarle a su mujer y ahora se permitía escribir aquella obra que él… envidiaba. Hubiera sido como si también le arrebatara su profesión. Él le había dado toda su confianza y, ¿qué le quedaba a él? ¿Cómo le habían pagado? Creo que eso fue lo que le animó a actuar así contra Javier, y pienso que lo preparó todo a conciencia para que él muriera en el accidente, aunque me gustaría creer que sus designios fueron frutos de una locura temporal, de su impotencia y de la rabia que sentía. Su idea estuvo a punto de irse al traste cuando Javier sobrevivió al accidente, pero su salvación llegó cuando todos comprobamos que el Javier que había despertado era, lamentablemente, otra persona.
—Pero, ¿cómo pudo hacerlo? ¿Sólo con el manuscrito? ¿Y si Javier llegara a recordar…?
—Cabía esa posibilidad. Él también lo pensó, estoy seguro. Pero se cuidó de ir a casa de Javier y llevarse todas las notas y borradores de La huida que pudo encontrar, para destruirlas. Estoy seguro de que, de todas esas cuartillas que le enseñó en el hospital, de todas esas notas, ninguna pertenecía a ese libro. Las hizo desaparecer. Al cerciorarse de que Javier no podía recordar nada relacionado con ese libro, decidió continuar con su plan, si es que esa fue su idea desde el principio. Y una vez publicado el libro como suyo, ¿quién se atrevería a insinuar que lo había robado? Javier tenía bastante con tratar de sobrevivir siendo otra persona, con empezar desde cero.
—Dios, es increíble cómo una mentira urdida por pura envidia pueda mantenerse durante tanto tiempo —cortó Carmen—. Si ocurrió como dices, ¿crees que a lo largo de todos estos años nadie se habría dado cuenta? ¿Qué nadie hubiera sabido que no era suya la obra?
—Carmen, ni siquiera tú estás tan ciega como para negar la evidencia: otros, aparte de mí, han sospechado de Jorge durante estos años y lo sabes mejor que yo. ¿Por qué el libro tiene ese final? ¿Por qué parece que le falta una parte? Porque Javier lo dejó así; Jorge o no quiso o no supo o no pudo darle un final. Quizás tenía prisa por publicarlo, o quizás pensó en darle un final más adelante, y luego no se atrevió. No lo sé. Pero ese final nunca llegó. ¿Por qué todo lo que escribió Jorge después no se parece, ni remotamente, a ese libro? Distintos estilos, distintas temáticas… Cualquiera con dos dedos de frente te lo dirá: parecen obras de un autor diferente. Y tú tienes más de dos dedos de frente, Carmen. ¿Por qué esa alergia de Jorge a todo lo que le recordara a ese libro? Con el tiempo, ni siquiera toleraba que le preguntaran por él en las entrevistas, ni que se refirieran a él como el autor de La huida cada vez que presentaba sus nuevos libros, que, dicho sea de paso, jamás colmaron las expectativas de todos aquellos que buscaban algo parecido a aquel que le dio fama, público y crítica. Él intentó igualar ese éxito, ¡vaya si lo intentó!, pero jamás se vio capaz de hacerlo. Sé que estaba obsesionado; Isabel me lo contó. Y creo que él era un buen escritor y hubiera podido hacer algo tan bueno como La huida por sí solo, pero esa presión pudo con él y lo arruinó. Se hartó. Estaba hastiado. Y después de la muerte de Laura decidió refugiarse en su casa, abandonarlo todo y dejar que pasara el tiempo. No quiso saber más de los libros, no quiso escribir más.
—¡Es mentira! ¡Mentira! ¡Él escribió ese libro!
—Pues muéstranos el manuscrito original, Carmen. Y las notas. Unas líneas, un borrador, cualquier cosa. Ambos publicamos en la misma editorial, y sabes perfectamente lo que piensan algunos editores. ¡Como si fuera la primera vez que escuchas el rumor!
—¡Porque tú lo esparciste!
—Yo nunca leí o escuché nada raro sobre ese libro —intervine.
—Llevabas años sin hablar con tu padre —replicó él, cortante—. No eres la juez más indicada. No sabías nada de él. ¿Y sabes por qué? Muy sencillo: porque tu madre sabía todo o parte de lo que te acabo de contar, y se largó contigo un par de meses después de que él publicara ese libro y nunca quiso saber más de Jorge, ni que tú te acercaras a él. No se la puede culpar: yo también me alejé de él, y en el fondo soy casi tan responsable como él de lo que ocurrió. No sé cómo llegó a saberlo; Jorge siempre juró que no se lo había contado y que el que Laura decidiera marcharse no tenía que ver con lo que ocurrió, pero sé que mentía. Quizás se lo contó, o lo averiguó ella misma de alguna manera, pero lo sabía.
“Comprenderéis entonces mi asombro cuando supe que había decidido retomar ese libro, con todo lo que eso significaba. Y entenderéis también que quisiera disuadirle: él mismo, con su acción, se arruinó la vida, además de la de otra persona, pero ese libro simbolizó su fracaso y las erróneas decisiones que había tomado. Siempre estuvo ahí para recordárselo, siempre. Entiendo su desesperación. Y no sé, no puedo ni siquiera intuir qué buscaba al tratar de terminar esa historia, ni lo que pretendía con ello. Y por cierto, ¿habéis encontrado algún borrador, cualquier cosa que indicara que efectivamente lo había retomado?”
—Todavía no hemos tenido tiempo —respondió Carmen, con desgana—. Pero si dijo que lo estaba escribiendo es porque era verdad.
—No lo sé. No sé si era verdad o no. No sé qué pensar.
—¿Y Andrés? —pregunté—. ¿Qué tenía que ver en todo esto?
—Andrés… No sé qué le pasó a Andrés —respondió él, cogiendo una fotografía de mi tío que había sobre la mesa—. Jorge debió contárselo, buscando algo de consuelo o ayuda. Siempre tuvieron mucha confianza, él era su hermano mayor y Jorge siempre lo solicitaba cuando tenía algún problema. Es una pena que Andrés haya terminado así… pero no será porque no se lo ha ganado. Jugaba mucho, desde siempre, desde que le conocí, y le gustaba mucho aparentar. A su mujer, Marina, incluso más que a él. Y derrocharon mucho dinero, porque su padre les dejó una buena herencia a ambos.
—Andrés intentó chantajear a Jorge —terció Carmen, en tono lúgubre—. Jorge lo mantenía en la Fundación, de hecho la había creado prácticamente para mantenerlo ocupado y que se ganara un sueldo, pero él necesitaba mucho más. Jorge siempre le dio lo que necesitaba, pero la situación se volvió insostenible cuando contrajo deudas con esa… gentuza. Ni él ni Jorge podían reunir semejante suma en poco tiempo. Él nunca había amenazado a Jorge, no que yo sepa, pero entonces le dijo que o le ayudaba o tendría que hacer algo por su cuenta para reunir ese dinero, como hablar con periódicos y televisiones sobre… sobre todo esto —dijo, ante la imposibilidad de resumir toda la historia en una frase más expresiva—. Pero eso a Jorge no parecía preocuparle. Le daba igual. Desde que supo de su enfermedad, nada le importaba. En cambio a mí me aterraba la posibilidad de que Andrés montara un escándalo.
—Entonces Andrés no fue sino un mero espectador de lo ocurrido —dije—. Al principio no pensaba de esa manera, pero ya hace tiempo que lo suponía. Él se buscó sus apuros económicos y sus problemas, pero aparte de quedarse con el dinero de mi padre, no hizo nada más. Su muerte fue para él tan sorprendente como para los demás, y lo dejó desvalido, solo. Luego, al verse como sospechoso ante los ojos de todos, perdió el control de la situación.
Ya había tenido más que suficiente. Historias así no se asimilan de inmediato, necesitas al menos un instante para templar los nervios y no salir corriendo de la habitación. Edelmiro Fuentes había perdido su lograda continencia: la frente le brillaba y sus labios eran una línea recta, un rictus de pura tensión. Apuró el vaso de agua, mientras calmaba su respiración agitada. Carmen, por su parte, se estremecía de vez en cuando en su sillón, la boca tapada con una mano y la mirada perdida en sus recuerdos.
Tenía frío, estaba helada. Los escalofríos me hacían tiritar; aunque quizás no se debieran a la temperatura, sino a ese nudo en el estómago que me obligaba a doblarme hacia adelante, dolorida, sintiéndome cada vez más cansada y ansiosa por marcharme. Aunque más que irme, lo que deseaba en aquel momento era desaparecer, de la manera que fuera. Carmen se levantó y fue al baño, mientras se limpiaba unas lágrimas traicioneras del rostro con el dorso de la mano; Fuentes y yo nos quedamos allí, sentados, en silencio. Cuando volvió, parecía la Carmen Canal de siempre, detrás de su máscara: el pelo perfectamente recogido, los ojos dulces y tristes, pero sin rastro de llanto, y su expresión era seria pero no severa.
—Me marcho. Tengo cosas que hacer —anunció, mientras se ponía el abrigo. Fuentes se levantó y le alargó la mano, pero ella hizo como si no se diera cuenta. Yo la acompañé hasta la puerta. Cuando regresé, Edelmiro Fuentes estaba preparándose para realizar la misma operación. Le imité. Dejé todo como estaba, en anárquica colocación, y acompañé al escritor unos metros por la calle, hasta la parada de taxis cercana. Los termómetros me indicaban que la temperatura no era demasiado baja; sin embargo yo me sentía congelada por dentro y por fuera.
—Le agradezco sinceramente que haya venido —le dije—. Era muy importante para mí.
—¿Lo agradece? ¿En serio? Quizás hubiera preferido ignorarlo todo. Al principio le hubiera contrariado, pero estoy seguro de que a la larga hubiera vivido más tranquila.
—Sí. Es cierto. Hasta hace unas horas pensaba que, con esfuerzo y quizás mucho sacrificio podría llegar a ser feliz. Ahora sé que será imposible. Pero de todas maneras, necesitaba saberlo.
—No diga eso —respondió, consternado—. Ya arrastro suficiente carga en mi conciencia.
—No tiene la culpa. Usted no. Y le reitero mi agradecimiento por contarme la verdad.
—¿Y cómo sé siente? ¿Qué hará ahora?
Suspiré. No tenía clara la respuesta a ninguna de las dos preguntas, especialmente a la primera.
—En cuanto a lo que voy a hacer, no se preocupe, le prometí que lo que me contara en esa casa, allí se quedaría, y va a ser así. Y sobre como me siento… no lo sé. Durante estos meses, desde que llegué aquí justo después de la muerte de mi padre, mis sentimientos hacia él han ido variando. Como en una montaña rusa. Al principio todo lo referente a él no me importaba lo más mínimo; su muerte para mí era uno de esos accidentes inevitables de la vida y como tal me lo tomé, sin que alterara la mía. Después, a medida que sabía más cosas de él, y también por mi sentimiento de culpa al no haber podido ayudarle, me sentí más compenetrada, como cuando era adolescente y esperaba a que fuera a visitarme en mi cumpleaños o por sorpresa. Guardaba esos buenos recuerdos. Y ahora… enterarte de que tu padre intentó matar a una persona… no creo que sea un plato de buen gusto para nadie, por muy distante que fuera nuestra relación.
—No, no lo es. Pero es lo que sucedió. De todas maneras, no lo condenes de inmediato: pasaron muchas cosas entonces y después, y tú sólo has escuchado una versión resumida. Había que estar en su situación. Pero, ¿quieres que te diga cómo me siento yo? Y tú responderás, ¿qué carajo me importa? Bastante tengo con saber lo que yo siento.
—No, dígamelo.
—Me siento bien. Por haberlo contado. Aliviado. Gracias. Si te soy sincero, cuando me llamaste y te empecinaste en concertar esta cita pensé que lo mejor era olvidarlo todo y dejar pasar el tiempo. Pero justo después de colgar el teléfono me di cuenta de que no era justo; no lo era para ti, al menos, porque tenías derecho a saberlo. Y también noté que yo necesitaba quitarme este peso de encima de una vez. Después de la muerte de Jorge me vinieron muchos recuerdos que creía convenientemente encarcelados, y empecé otra vez a rememorar ese pasado tan desagradable. Y una hora después ya estaba decidido a coger el puente aéreo y venir a verte.
—¿Y esa presentación a la que tenía que asistir aquí?
Él sonrió, tocándose levemente el ala del sombrero.
—Una excusa para no parecer ansioso y permitirme tener un poco de tiempo, por si me arrepentía.
—Entiendo.
Él me miró, dubitativo, mientras se arrebujaba dentro de su abrigo gris. Al fin se decidió a hacerme la pregunta.
—¿Qué hay de Javier? ¿Cómo está?
Y era, en realidad, una muy buena pregunta. ¿Qué pasaba con él? ¿Y conmigo? Le contesté justo lo que sentía: que necesitaría un tiempo para asimilar lo que había escuchado, y que no sabía qué haría con él, si es que había algo que hacer. Aunque de todas maneras, su vida no estaba en mi mano, y él podría muy bien decidir por sí mismo lo que le convenía, fuera bueno o malo.
—Pero —insistió Fuentes, que no podía dejar de pensar en esa relación que no le cabía en la cabeza—, no acabo de comprender cómo vosotros… Pensaba que había visto cosas extrañas en este mundo, pero esto… Aunque en realidad no importa lo que yo entienda o deje de entender. Cada persona es un mundo, supongo. De todas maneras, y después de todo lo ocurrido me gustaría pensar que él, al menos, no la está pasando muy mal, como decimos allá en mi tierra. Aunque hace mucho tiempo que no hablamos, sé de todos esos problemas que tiene con la bebida. Es asombroso y terrible cómo puede cambiar a una persona un accidente así; supongo que apenas se parecerá al hombre que era, aunque no me gustara como era antes. Sé que lo que él hizo tampoco estuvo bien, maniobró para que Laura y Jorge se distanciaran y al final acabó por conseguirlo, pero ¿a qué precio? El castigo tampoco fue justo. Creo que en principio fue sólo eso, una forma de venganza, y me parece que tu padre jamás llegó a imaginar las consecuencias que tendría para sí mismo. Es cierto que sintió envidia de Javier, de su trabajo, y maquinó para arrebatárselo y quedarse con él de la misma manera que el otro lo hizo para separarle de su mujer, pero en el fondo, si hubiera sabido de antemano lo que iba a ocurrir, la losa que iba a ser para él el adueñarse de esa obra, no lo hubiera hecho.
—Carmen no cree su teoría.
—Sé lo que cree Carmen. Y en el fondo tú todavía no crees que Javier fuera capaz de hacer lo que hizo. Cada uno cree lo que le conviene, como puedes ver. En cuanto a lo del libro, se me da un ardite lo que piense Carmen, y tú estás en tu derecho de dudarlo. Es cierto que puede parecer una opinión, pero para mí es más bien un hecho del que no tengo pruebas tangibles, pero del que no se puede dudar.
Era convincente, como aquel que se sabe en posesión de la verdad y poco le importa si los demás creen sus palabras o no. Pero, a decir verdad, de todo lo que había oído esa tarde, el asunto del libro era el que menos me había preocupado, y también él se daba cuenta de que mi cabeza estaba puesta en otras cosas.
—Escucha, Gabriela —dijo—. Aunque sé que no tenías relación con tu padre desde hacía tiempo, entiendo que no debes estar pasando un momento fácil después de su muerte y de lo de Andrés, que fue incluso más trágico, y por si fuera poco, te encuentras mezclada en una historia… vieja, llena de polvo y mal olor. Hubo mucho resentimiento entre todos nosotros entonces, y esas cosas no se curan así como así. Tu madre hizo bien en mantenerte al margen de todo eso, me quito el sombrero ante su habilidad por esconder aquel asunto, porque está claro que no tenías ni idea de lo que había sucedido. Cuando digo que Laura era una mujer inteligente, no lo hago sólo por elogiarla. Por eso creo que deberías seguir tu camino y no tomar un sendero que otros recorrieron antes que tú y no les llevó a ningún sitio. A ningún buen sitio, me refiero. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Asentí; estaba a punto de llorar.
—Por eso, aunque pienso que Javier ya ha recibido bastante castigo, quizás sea lo mejor para todos dejar las cosas como están, puesto que no se puede dar marcha atrás, por desgracia. Tampoco vale de nada pensar en… —hizo una pausa buscando las palabras adecuadas, creo que para no herirme más de lo necesario—… en lo que sucedió entre personas a las que quieres por distintos motivos. Tu madre no te contó nada, por algo sería. Y si él tampoco quiere hablar de ello, mejor así. Vive tu vida, y deja que los demás vivan la suya o lo que les quede. No te mezcles.
—¿Cómo va a hablar de ello? Apenas recuerda nada —susurré.
Él torció el gesto, para acabar sonriendo de una manera que no denotaba ningún sentimiento alegre.
—Hay algunas cosas que no te he contado, Gabriela, porque no quería hablar de ellas delante de Carmen, sobre todo después de conocer la relación que te une a Javier. No es más que una reflexión, como mucho una sospecha, si quieres. Y es que no hay nada más difícil de matar que los recuerdos, Gabriela. Ni siquiera en sus circunstancias. Los recuerdos siempre vuelven, y veinte años es mucho tiempo. Fue Javier quien, cuando estuvo recuperado del accidente, dejó de ver a Jorge, y no al revés y eso que hubiera sido lo más inteligente por parte de tu padre el apartarse de su vida; sin embargo Javier le ahorró esa decisión. Unos años más tarde, Jorge me confesó que se había enterado de los apuros económicos de Javier. Entonces le convencí para que intentáramos ayudarle con algo de dinero; para mi sorpresa, estuvo de acuerdo. Creo que la culpa ya estaba empezando a hacer mella en tu padre. Traté de ponerme en contacto con él, le dejé mensajes, le escribí ofreciéndole esa ayuda… Pero ni siquiera se dignó en contestar. Nada, sólo silencio. Y ni tu padre ni yo pensamos que se debiera a su orgullo, ¿entiendes? No quiso saber nada de nosotros, y, paradójicamente, se convirtió en un fiel seguidor de toda su obra y su trayectoria.
—No sé si le entiendo —murmuré.
—Muy sencillo: siempre que tu padre daba una conferencia, o hacía la presentación de un libro o la editorial organizaba una firma de ejemplares, allí estaba él. Al menos, siempre que yo acudía a esos actos, lo encontraba entre el público, casi siempre instalado en las últimas filas, sin hablar con nadie, sin decir nada. Sólo miraba y escuchaba. Nunca lo vi acercarse a Jorge, y yo apenas pude cruzar un par de frases con él, pues cuando lo intentaba me esquivaba y desaparecía… pero estoy convencido de que siempre que tu padre hiciera una aparición pública, él estaba cerca, como si fuera su sombra. Estoy convencido de que Jorge también se dio cuenta. Al margen de estos actos, he coincidido muy poco con él, pero en una ocasión, una noche mientras caminaba cerca de vuestra antigua casa, lo encontré allí, frente al portal, clavado como una estaca, como si estuviera esperando a que algún conocido saliera de aquella puerta. Después de observarlo un rato, me acerqué para saludarle, pero al cruzar la calle me vio y echó a andar hacia el lado contrario. Su mirada me lo dijo todo, no fueron necesarias las palabras. Estoy seguro de que no era la primera vez que acudía allí, y no me extrañaría tampoco saber que merodeaba también vuestra antigua casa de campo. ¿De verdad, Gabriela, piensas que él continúa ignorando lo que pasó? Yo no lo creo.
Llegamos a la parada de taxis; él suspiró y se encogió de hombros, como si quisiera decir “hasta aquí hemos llegado, todo terminó, no puedo hacer más”. Yo ni siquiera había acabado de llorar; le abracé y le moje el rostro al despedirme de él con dos besos, mientras le daba las gracias de nuevo.
—¿Gracias? ¿De veras crees que debes darme las gracias? —dijo.
—De todas las personas que han estado implicados en esta historia, incluidas las que más he querido, usted es la única que no me ha mentido —respondí.
—Espero, con sinceridad, que volvamos a vernos —me dijo, mientras se introducía en la parte trasera del coche. Yo no le contesté; sólo lo saludé brevemente con la mano y después llamé al siguiente taxi de la fila.