IX

 

 

En el hospital confirmaron lo que ya había supuesto: no tenía ningún hueso roto, sólo magulladuras, erosiones en los brazos provocadas por la abrasión del suelo y un hematoma importante en el trasero debido al trompazo con el bolardo. Sentarme sería doloroso durante unos días. Pero al notar que también tenía un golpe en la cabeza por donde había sangrado un poco y estaba algo mareada (aunque lo atribuí sobre todo a causa del alcohol y del pánico) los médicos decidieron mantenerme unas horas en observación, por si aparecían vértigos y náuseas. Era lo habitual, me dijeron. Me pusieron unos antinflamatorios y un sedante suave en el gotero para que pudiera descansar, y me dejaron en una sala donde había otras camas, acostada, mientras esperaba a que llegase la policía, a quien había avisado al llegar a urgencias.

Javier había aguardado pacientemente en la sala de espera hasta que le dejaron pasar a verme. Estaba serio, y su rostro, habitualmente ceniciento, estaba cubierto por una sombra más oscura de lo habitual; sus ojos se habían vuelto opacos, casi inexpresivos. Apenas le había dado explicaciones de lo ocurrido, ni él me las pidió. Sólo le había relatado, de manera entrecortada y confusa, lo que había ocurrido al salir del hotel y dentro del coche de Andrés. Su primera reacción fue de incredulidad, de un escepticismo indisimulable; pero supongo que acabó creyendo la historia (o tal vez ni siquiera se interesó en descifrarla) porque no podía imaginar otra explicación. Hizo lo que pudo por calmarme mientras esperábamos un taxi que me llevara al hospital; fue él quien insistió en que debía ir al ver el golpe de la cabeza y que, una vez pasado el momento de tensión, me costaba moverme por el dolor de la pierna. Se portó con amabilidad, casi con cariño, dentro de su torpeza y de lo poco habituado que estaba a dar (y recibir) consuelo.

La policía tardó en llegar, no se presentó hasta casi el amanecer. Fue el propio Daniel Almeida el que se presentó allí, acompañado de su inseparable colega el subinspector Jiménez. Aún tenía cara de sueño; lo acababan de sacar de la cama por mi insistencia en hablar con él en persona. Al verme sonrió con sorna. Evidentemente no estaba preocupado por mi estado.

—Bueno —dijo, quitándose la chaqueta y mirándonos con detenimiento, a Javier y a mí—. Ya estamos aquí. ¿Qué ha pasado?

Le referí toda la historia lo mejor que pude, porque me costaba hacerme entender debido a que el sedante empezaba a hacer efecto y me costaba pronunciar las palabras; la relajación iba, poco a poco, en aumento. Pero él entendió lo suficiente como para que su expresión cambiara de la sonrisa y despreocupación inicial a una inquietud mal disimulada a medida que iba conociendo los detalles.

—¿Usted lo vio todo? —le preguntó de repente a Javier.

—No. Estaba esperándola en mi tienda cuando escuché aporrear la persiana. Abrí y la encontré de rodillas y herida.

—¿Qué tipo de tienda es esa?

—Una librería.

—¿Y qué hacían en una librería a esas horas de la noche?

—Estábamos hablando y bebiendo un poco —respondió, tranquilo.

Almeida asintió, con gesto mecánico. Le echó una mirada a su compañero y éste la comprendió al instante.

—Acompáñeme, por favor —le pidió el subinspector—. Voy a tomarle los datos.

Cuando salieron, el inspector arrastró un sillón hasta mi cama y se sentó allí, en silencio. Yo intentaba fijar mi vista en él, pero empezaba a ver doble.

—Creo que Andrés llevaba un arma —insistí, sin que él me preguntara—. Además, estoy segura de que fue él quien me siguió la noche que fui a cenar con Carmen Canal. Reconocí el sombrero.

—No estaba enterado de eso —respondió, rascándose la barbilla—. Pero de todas formas, ¿cómo sabía Andrés que estaba usted aquí? ¿Cómo la encontró?

Le expliqué sin ninguna reserva lo que había ocurrido en la Fundación, incluido mi intento de grabar una conversación inculpatoria, y admití que había sido yo misma quien le había revelado a mi tío dónde me alojaba. Noté cómo sus mandíbulas se apretaban y sus manos se aferraban a los brazos del sillón.

—¿Tiene esa grabadora aquí?

—Está en el bolsillo de mi impermeable.

Rebuscó entre mi ropa, guardada dentro de un mueble color blanco de dos puertas que había enfrente de mi cama, hasta dar con ella. La miró con curiosidad y se la guardó en el bolsillo.

—¿Cree que le servirá? —balbucí.

—Lo que de verdad me serviría, señora Alvar, es detenerla ahora mismo, de otra manera acabará jodiéndome la investigación —respondió, seco. A pesar del enfado su expresión no cambió demasiado—. Sí, la veo capaz de fastidiarlo todo; no lo hará porque aquí, de momento, está a buen recaudo y ya tiene bastante con los golpes y el susto. ¿Sabe? Lo mejor de todo es que estoy convencido de que le pareció una buenísima idea. ¿Me equivoco? ¿Es porque es usted periodista o se le ocurrió por alguna otra razón? ¿Tiene algún tipo de daño neurológico?

Me encogí de hombros, y sin querer, estallé en una risa nerviosa incontrolable. No pretendía hacerlo, por supuesto, pero no podía evitarlo, mi cuerpo empezaba a desobedecerme. Él no movió un músculo mientras yo me carcajeaba en su misma cara; espero que fuera consciente de que estaba drogada. Se sentó de nuevo, jugueteando con la grabadora.

—Tengo que admitir que tenemos algo de culpa en lo sucedido —admitió—. Anoche su tío dio esquinazo a los compañeros que lo vigilaban. Fue al aeropuerto para acompañar a su hijo; lo perdieron de vista un momento y cuando regresaron al aparcamiento comprobaron que su coche no se había movido de su plaza. Había recogido otro, alquilado en una agencia, probablemente reservado con antelación; imagino que pensaba escapar, aunque no sé adónde.

—¡Era un Focus plateado! Mi exmarido tiene uno igual —salté. No daba crédito a las tonterías que decía, pero no podía callarme.

—Gracias, lo sabemos. Pero interrogaremos a su exmarido, si quiere —respondió, cáustico—. En fin, parece que el asunto se va aclarando y que, después de todo, Andrés Alvar parece culpable. Se está incriminado él mismo, creo que porque se ha visto incapaz de manejar la situación y no ha soportado la presión. Él no es un criminal profesional, está claro, y ha cometido errores. Sólo falta dar con él, pero no nos llevará mucho tiempo. Al final, su idea ha resultado, aunque no de la manera que usted esperaba, supongo. Le podría haber costado muy caro.

—No creo que la grabación le sirva de mucho —dije, ajena a toda preocupación.

—No. Deje ya la maldita grabación —resopló—. Pero me la llevaré de todas maneras. De recuerdo. Tengo más preguntas, pero me parece que no está en condiciones de contestarlas. Tan sólo una más, ¿quién es el tipo que la acompaña?

—Es Javier Artaleda, un amigo.

—¿De qué lo conoce?

—Me vendió un libro escrito por mi padre.

—¿Tiene algo que ver con él? Con su padre, me refiero.

Era una pregunta que hubiera deseado evitar. No quería que se viera envuelto en un asunto que no le incumbía. Tendría que dar explicaciones, y por lo que había aprendido de él, era un hombre que no gustaba de hacerlo. Y todo porque una pesada se había enganchado a él sin preguntar, como una lapa. Me concentré cuanto pude para recuperar algo de aplomo y no decir nada inconveniente.

—Conoció a mi padre, sí —respondí—. Fue alumno suyo hace muchos años, en la Universidad. Reconoció mi apellido. No ha tenido más relación con él desde entonces.

—Comprendo. No le molestaremos mucho —dijo, leyéndome el pensamiento—. Nos veremos en unas horas, y espero que haya novedades. Intentaré que la lleven a una habitación, en vez de quedarse en esta sala con tanta gente.

—Gracias, no me importa, estoy bien aquí…

—No es por su comodidad. Voy a poner a un compañero en la puerta para custodiarla por si acaso.

—¿Cree que Andrés puede venir aquí?

Almeida sonrió, socarrón.

—No. No va a venir. El policía no estará para evitar que entre alguien, sino para que no salga usted. Limítese a dormir y espere. Si le dan el alta antes de que yo regrese, vaya al hotel con el policía y aguarde allí.

Se despidió y al abrir la puerta de la habitación se topó con Javier y el subinspector, que aguardaban en el pasillo. Comprobé, dentro de mis limitaciones sensoriales, cómo Almeida observaba detenidamente a Javier, frente a frente, mientras intercambiaban unas palabras en voz baja. Éste parecía un negativo del policía; mientras el inspector, un poco más joven, era corpulento, estaba bien afeitado, tenía un rostro y un aire saludables y vestía con pulcritud, el librero era flaco, su rostro estaba contraído en una mueca mezcla de sufrimiento y preocupación y su ropa ajada le quedaba grande; sus gafas casi le hacían parecer un insecto. Almeida saludó con un gesto y se marchó, cerrando la puerta tras de sí. Javier se acercó a mi cama.

—¿Cómo se encuentra? —susurró.

La confianza entre nosotros parecía haberse esfumado; lo noté enfadado, o preocupado, no lo sé con seguridad. Tenía peor cara que yo.

—Estoy bien —respondí—. Pero me muero de sueño y no sé bien lo que digo.

—Tendrá que descansar. Yo he de marcharme, he abrir la librería pronto.

Pensé que tal vez estaba molesto por lo que había sucedido, o por no haberle contado lo que había pasado con Andrés, o qué sé yo. Se lo pregunté, por si podía hacer algo para compensarle. Él no quiso darse por aludido.

—Imagino que te harán algunas preguntas, pero espero que no te molesten demasiado.

—Es normal que me pregunten. Soy yo quien la ayudé, y el asunto parece grave. Si no me preguntan a mí, ¿a quién?

—No tendrás problemas con la policía, ¿no? No me quiero entrometer, sólo saber que no te perjudicará mucho.

—No tengo ningún problema. No paso cocaína escondida en los pedidos de libros. Ni siquiera tengo multas de aparcamiento.

—Eres un ciudadano modelo.

—Exacto. Todos deberían ser como yo.

Agradecía su sarcasmo más que su indiferencia. Me senté en la cama frente a él, mientras trataba de disimular su prisa por largarse de allí cuanto antes.

—Quizás me pase luego por tu tienda—insinué.

—Hoy cerraré un poco antes. Tengo que solucionar una cuestión familiar. Así que probablemente no me encuentre allí. Además, yo también estoy muy cansado.

—¿Tienes familia?

—Tengo padre y madre, sí, muy mayores. Me paso a verlos de vez en cuando.

Sonreí. No preguntaba por esa familia, aunque supuse que si no mencionaba a nadie más, es que no lo había.

—¿Y hermanos, tienes?

—Sí. Los veo poco. Tengo que irme, lo siento. Espero que se mejore y que todo se arregle.

—Espera —le pedí—. No sé cómo agradecerte… Creo que te debo una explicación sobre lo que ha pasado.

—No me debe nada —respondió con indiferencia.

—Sí, sí que te la debo. Es largo de contar, pero…

—Tiene que descansar ahora.

Ya no había mucho más que decir y además, tampoco hubiera podido en esas condiciones.

—Muchas gracias. Por todo.

Se encogió de hombros, sin decir una palabra. Empezaba a creer que, como me había dicho en la tienda, todo le daba igual. Le di un beso en la mejilla de despedida, ignorando la mano que me tendía, y se puso tenso como una cuerda de violín, para después desaparecer por la puerta sin decir adiós. Yo apreté los dientes y me quedé unos instantes mirando el vacío que había dejado en la habitación. Después sentí que ya no podía permanecer despierta durante más tiempo y me acosté. Me dormí un segundo después.

 

Era más de mediodía cuando desperté, y lo hice en otra habitación, como había pedido el inspector. Ni siquiera me enteré cuando mudaron la cama de sitio. Me saludaron dolores de todo tipo: musculares, por la tensión y las magulladuras, de cabeza por el golpe y de estómago por la borrachera. Para haber salido ilesa, me sentía como si me hubiera atropellado un camión. Poco después apareció un médico que me hizo unas preguntas rutinarias y me examinó los hematomas y el chichón, e inmediatamente me informó de que podía marcharme cuando quisiera. Tenía la boca seca y necesitaba una ducha, y quería llegar al hotel cuanto antes. Después de vestirme, llamaron a la puerta y asomó la cabeza de un policía de uniforme, que me informó de que el inspector Almeida había estado allí y quería hablar conmigo. Comprobé que efectivamente tenía una llamada de un número sin identificar grabada en el teléfono móvil, además de otras dos de Carmen Canal y una más de Isabel Schwarz, que ni me planteé contestar. Mientras salía del hospital le pregunté al policía, un chico muy joven, alto y rubio, qué había dicho el inspector durante su visita, y si se sabía algo del paradero de Andrés Alvar. Él se excusó diciendo que no podía darme ninguna respuesta, porque no estaba al tanto de la investigación, y además el inspector se había limitado a ordenarle que me acompañara cuando despertase.

A medida que me movía me iba desentumeciendo poco a poco y los dolores se atemperaban ligeramente, a pesar de lo cual meterme en el coche patrulla resultó una operación dificultosa. Me habían dado un par de pastillas para el dolor que no quise tomar, porque sabía que me embotarían y quería estar bien despierta durante las próximas horas. Aún no me había dado tiempo a reflexionar acerca de lo que había sucedido la noche anterior, pero sólo el pensar en Andrés, el coche y yo misma dando vueltas por el empedrado de la calle hizo que mi estómago se revolviera como si en ese mismo momento estuviera reviviendo la escena. A pesar de que mis recuerdos a esas horas del día todavía eran algo brumosos, me esforcé por reconstruir la conversación, por llamarla de alguna manera, que mantuve con mi tío antes de salir huyendo. Era importante, porque estaba segura de que tendría que relatarla lo más fielmente posible. En cambio, sí que podía evocar, sin dificultad, las horas que compartí con Javier Artaleda en la librería, y las sensaciones que me despertaba este recuerdo eran radicalmente distintas. Se había despedido casi de malas maneras, hosco, muy distinto a como se había mostrado esa noche, cuando había llegado a ser amable, casi divertido incluso, a su manera, paciente con mis ataques de autocompasión y comprensivo con mi necesidad de compañía. Todo eso se había desvanecido por la mañana, y no alcanzaba a comprender muy bien por qué, así que cuando llegamos a la comisaría me sorprendí a mí misma, con todo lo que había pasado, pensando por qué aquel tipo de la librería se había enfadado conmigo y qué podía hacer para remediarlo.

Almeida me esperaba sentado en una oficina, solo, y su semblante, que reflejaba a partes iguales impaciencia y nerviosismo (por primera vez lo veía inquieto) me devolvió a la cruda realidad.

—Siéntese —me dijo sin mediar saludo, señalando la silla del otro lado del escritorio con un gesto de la cabeza—. ¿Cómo se encuentra? ¿Mejor?

—Algo mejor, sí. Sólo dolorida. ¿Se sabe algo de Andrés? ¿Lo han encontrado?

Se recostó en su cochambroso sillón, acariciándose la barbilla.

—Lo hemos encontrado, sí. Pero alguien lo encontró antes. Hallamos su cuerpo a unos treinta kilómetros de aquí, en una carretera cercana a una urbanización de la sierra, con un disparo en la cabeza.

No supe qué decir y permanecí callada, digiriendo la noticia mientras él estudiaba mi reacción. Al ver que era incapaz de pronunciar una sola palabra, me avanzó algún detalle.

—No sabemos todavía lo qué ocurrió. Sucedió aproximadamente entre las nueve y las diez de esta mañana; un vecino de la urbanización que salió a caminar dio el aviso. Sorprendentemente el arma estaba junto al cadáver.

—¿Quiere decir… que se mató él mismo?

Se encogió de hombros al tiempo que revisaba unas notas escritas en su bloc. Sentí que hacía mucho calor en la habitación y le pedí que abriera una ventana.

—¿Se marea? ¿Es por el golpe?

—Sí. No lo sé.

Me complació y en vez de regresar a su asiento caminó por la reducida habitación con pasitos cortos.

—En cuanto a si fue él mismo, es evidente que es lo que alguien ha querido hacer creer, pero estamos convencidos de que no fue así. No fueron muy cuidadosos con el trabajo, por detalles que no voy a contarle ahora. En cualquier caso, en las próximas horas sabré algo más. En principio, la hipótesis con la que trabajamos es que se citó con alguien en ese paraje: su coche estaba allí mismo, junto a él, y además sabemos que recibió una llamada a su teléfono móvil desde una cabina de teléfonos a las ocho. Se encontró con las personas que le llamaron en ese lugar y lo mataron.

—¿Personas?

—Creemos que fue un ajuste de cuentas, y en ese caso, lo más probable es que fuera más de una persona. Es lo más factible.

—Entiendo.

Se detuvo delante de mí, sentándose en la propia mesa mientras me miraba.

—Está muy pálida… ¿No se encuentra bien?

—Estoy bien. Pero es que no me esperaba esto.

—Ni yo, sinceramente. Tengo que pedirle que me acompañe al juzgado. ¿Está en condiciones?

Asentí, aunque no estaba muy convencida de mis fuerzas y menos de mi aplomo.

—¿Ha comido algo? No se desmayará por el camino, ¿verdad?

—No tengo hambre.

—Haremos un esfuerzo en la cafetería de enfrente. Quizás tenga que estar allí algunas horas. Yo sí que tengo hambre.

Salimos a la calle y el aire fresco me hizo revivir un poco. Él, como si también se sintiera agobiado, aspiró una gran bocanada de aire y encendió un cigarrillo. Justo enfrente, un coche se saltó un ceda el paso y estuvo a punto de provocar un accidente. Otros dos automóviles pitaron con furia mientras el infractor hacía oídos sordos y se perdía de vista por una calle lateral. La escena le arrancó una sonrisa socarrona; recordé su forma de conducir y no me extrañó.

—Tal vez el caso esté casi resuelto —me dijo, volviéndose hacia mí—. ¿Está satisfecha?

Me pensé unos instantes la respuesta. ¿Lo estaba? Si así era, ¿por qué me sentía tan triste?

—No —contesté—. No lo estoy. Todo lo que ha pasado es horrible, y esto no lo soluciona, sólo lo empeora. Puede que Andrés matara a mi padre, pero era su hermano. Y a pesar de lo que hizo, no creo que él fuera una persona fría y sin sentimientos; tenía una bonita familia, a pesar de todos sus problemas. Creo que lo que le ha ocurrido es sólo una parte más de esta pesadilla.

Él me miró con curiosidad, asintiendo.

—Estoy de acuerdo. Por la parte que me toca, ha sido un fracaso para mí.

—No le hablo de fracasos, ni del caso en sí. No puedo evitar repasar en mi cabeza lo sucedido una y otra vez, y no le encuentro una explicación racional. Nada de esto debería haber ocurrido.

—La entiendo. Pero estas cosas pasan en el mundo real.

—Ya me he dado cuenta.

 

Sentada en la ducha del hotel, el agua caliente me reconfortó y me devolvió algo del ánimo que había perdido. Al regresar del juzgado había telefoneado a mi abuelo para contarle lo sucedido. No sé lo que debió pensar ni lo que sintió al escucharme; pero quedó tan impactado que por primera vez noté que le faltaban palabras. Se ofreció, el buen hombre, a venir a buscarme para hacer conmigo el viaje de vuelta; le convencí de la inutilidad del gesto y le prometí que estaría en casa al día siguiente.

Me sentía extraña. No eran los golpes, ni los mareos, sino una rara melancolía. Me senté en la cama, todavía envuelta en una toalla y abrí el minibar. Ya habían repuesto las botellas que me llevé la noche anterior y que se habían roto en el bolsillo de mi impermeable cuando rodé por el suelo. Había whisky, ginebra, vodka. Jugueteé con ellas tentada de bebérmelas todas, pero lo descarté. No era Javier Artaleda, y no sabría encontrar la solución a mis problemas en ellas. Todo en esta vida requiere cierta experiencia, hasta emborracharse. Además estaba empezando a sentir los síntomas de una jaqueca; sólo conseguiría agravarla. Estuve manoseando el mando a distancia de la televisión, pasando de un canal a otro sin fijarme en ninguno; eso tampoco me distrajo. Tampoco quería leer; él único libro que me había llevado era el de mi padre, y no era la mejor ocasión para continuar con su lectura. Me vestí y salí a la calle. Podría decir que sólo quería dar un paseo para despejarme, pero no quiero mentir. Sabía perfectamente adónde iba. Mi necesidad de compañía en los últimos días se había vuelto casi patológica, como una dependencia. No soportaba la idea de estar sola, y menos por la noche. Nunca me había ocurrido algo así, en la mayoría de ocasiones era yo quien rehuía la presencia de otras personas, incluso amigos, para poder estar a solas. Pero en ese momento necesitaba todo lo contrario. Así que fui a buscar al único amigo que tenía allí; al menos, pensaba que era mi amigo, pero por cómo se había despedido de mí en el hospital, empezaba a dudarlo. Sabía, como le había asegurado, que le debía una explicación, por mucho que él se empeñara en negarlo. Había irrumpido en su mundo sin permiso arrastrando un montón de problemas conmigo que a punto habían estado de salpicarle. Al menos, debía saber qué había ocurrido y por qué.

La librería Silva estaba cerrada, y esta vez nadie salió a abrirme por más que insistí, llamando y haciendo un ruido de mil demonios. No me rendí: estaba decidida a no pasar la noche en mi habitación, sola, aunque para ello tuviera que deambular de un sitio a otro durante toda la noche. Pero al entrar en un bar y ver el teléfono público en la esquina de la barra se me ocurrió una idea. Le pedí la guía telefónica al camarero; estaba convencida de que no debía ser muy difícil encontrarlo, y así fue. Sólo vivía un Artaleda en la calle Segovia. Ya tenía su dirección; eran las nueve de la noche. Ahora sólo tenía que decidir si debía ir o no. Si era correcto. Si estaba haciendo bien. Si él no lo tomaría a mal. Si sería bien recibida. Si quería darle las explicaciones que merecía. Si él querría oírlas. Antes de encontrar respuesta a todos los síes me encontré muy cerca del edificio donde residía, arrastrando los pies y arrebujada en mi impermeable, tiritando a pesar de que el ambiente sólo era fresco. Era un caserón blanco de tres pisos, con aspecto de tener al menos cien años, pero restaurado y pintado no hacía demasiado tiempo, con lo que presumía de un aspecto bastante decente. Me detuve frente al portal; no sabía en qué piso vivía, y esperé un rato mientras examinaba las ventanas. No soy de las que se presentan en casa de una persona sin ser invitada; ni siquiera en casa de un amigo, porque me molesta que hagan lo mismo conmigo. Y más si es una persona que apenas conozco. Deseaba que aquella excepción no me recordara por qué no se debía hacer ese tipo de cosas. Estuve un rato, frente al edificio, fumando, vigilando las ventanas por si veía una sombra furtiva, conocida —¿quizás por las gafas?— pasar rápidamente a contraluz. Quería subir y no quería. Quería verle, saber por qué se había enfadado, si es que lo estaba, pero también deseaba marcharme de allí y olvidar todo aquello. Finalmente me lancé con un suspiro hacia el teléfono automático y fui llamando, uno a uno, a todos los pisos, preguntando por él. En el 2º B, una voz conocida descolgó el aparato.

—¿Sí?

—Soy Gabriela Alvar.

Silencio. Después, la misma voz, con un matiz distinto, pero difícil de adivinar su sentido por la distorsión del aparato.

—¿Cómo sabes dónde vivo?

—¿Me puedes abrir, por favor?

Más silencio. Y un intervalo de tiempo mucho mayor. “Joder”, pensé. “No es tan difícil, pulsa el maldito botón, al menos deja que suba”. Como si tuviera algún derecho.

Un zumbido, seguido de un “clac”, me franqueó la entrada.

La casa no tenía, como era fácil suponer, ascensor, y mientras subía las escaleras pude ver a Javier mirando hacia abajo por el hueco del centro con impaciencia. Al llegar a él vi que había cambiado su indumentaria habitual de tejanos gastados y chaqueta marrón por unos pantalones grises de lona y un jersey de lana oscuro, liso, de color difícil de definir e identificar con tan poca luz. Tal vez también era gris, y estaba gastado y roto en el borde inferior. Aunque con otra ropa, seguía teniendo el mismo aspecto desaliñado, propio de un armario que no se renovaba desde hacía mucho tiempo, y al cual su dueño no le prestaba la atención y el cuidado necesarios.

—Saqué tu dirección de la guía de teléfonos —le dije, antes de que me lanzara la pregunta, mientas me apoyaba en la pared, jadeando. Me sentía agotada, me dolían las piernas y apenas tenía fuerzas. Al verme en ese estado él relajó su expresión seca, sin ningún atisbo de alegría por verme, y se apiadó de mí. Se me acercó y me sujetó por el brazo, por si necesitaba ayuda. Lo cierto es que ese contacto, que para variar no fue mediante un gesto dubitativo ni tenso, me reconfortó.

—¿Y por qué has venido?

—Andrés ha muerto. Probablemente lo han matado, de un tiro. Se acabó todo —me limité a decir, como si fuera un telegrama.

No supo qué decir. Aunque conservaba la capacidad para guardarse sus pensamientos, por su rostro, del color de la cera, noté que había quedado impactado, sin respuesta. Se limitó a invitarme a pasar y a acompañarme al salón, sin soltarme el brazo, como si me fuera a desmayar en cualquier momento. No es que yo estuviera haciendo teatro, pero me agradó que se mostrara menos frío.

Me senté en un sofá de dos plazas, viejo y con una tapicería de tela pasada de moda. La sala no era muy espaciosa, al igual, supuse, que el resto de la casa. Apenas había espacio para el mencionado sofá, un sillón aún más viejo, aunque seguramente más confortable, colocado en una esquina de la habitación junto a una puerta que daba al balcón y al lado de una lámpara de pie, un pequeño televisor, un aparador con el frente de cristal y algunas estanterías bajas, de madera de pino, que no casaban con el resto de los muebles, que debieron haber sido color caoba, pero que habían perdido ya mucho lustre. Había libros, por supuesto, en la estantería y por el suelo, metódicamente colocados en montones de altura regular. Me pregunté si serían suyos o directamente los sustraía de la librería —le veía muy capaz—, a la que utilizaba como si fuera su biblioteca particular. En un rincón de la habitación, sobre una mesa portátil de oficina descansaba lo que parecía una máquina de escribir bajo su funda; debajo de la mesita, entre sus patas provistas de ruedas, guardaba varios paquetes de folios y algún sobre grande color beige, de los que se usan para mandar libros o documentos, además de varias cajas abiertas que contenían recambios de cinta para la máquina de escribir. Y, por supuesto, sobre una pequeña mesa central entre el sillón y el sofá, estaba la inevitable botella de ginebra, vacía, y un cenicero lleno de colillas. La mala iluminación, debida a una solitaria lámpara de techo de poca potencia y las paredes, posiblemente blancas aunque gritaban por una mano de pintura, daban al salón un aspecto no tétrico, pero sí al menos inhóspito. No había cuadros o adornos que aliviaran el aire de provisionalidad, exceptuando algunas fotografías enmarcadas situadas sobre el aparador. Aunque la sala tenía un aspecto desordenado, había un curioso patrón uniforme dentro de ese caos.

Durante un rato no hablamos; él se sentó en el sillón, cerca de mí, fumando. Ni siquiera me hizo una sola pregunta. Todavía estaba muy pálido, más que yo. Por iniciativa propia, le conté lo que había sucedido. Todo, desde el principio, y mientras él me escuchó con atención sin interrumpir una sola vez. Fumaba, tratando de parecer impasible aunque sus manos, que abría y cerraba continuamente, desmentían su serenidad engañosa. Al concluir no quiso formular pregunta alguna, aunque yo deseaba que lo hiciera, que hablara, que dijera cualquier cosa, pero cuando se decidió la cuestión, aunque quizás fuera pertinente, no fue la que me esperaba.

—¿Por qué me cuenta todo esto?

—Pensé que querrías saberlo. Que tenías derecho, por lo que ocurrió la otra noche. Te lo debía.

Asintió, pero sin mirarme. Sus ojos se habían vuelto huidizos, como cuando nos conocimos.

—¿Qué piensas? —murmuré. No contestó. Se limitó a sacar una botella llena del aparador y dos vasos. Esa era su solución para todo. Me sirvió primero sin preguntar, y tomé un sorbo. Él apuró su vaso de un trago.

—Debiste contarme lo de Andrés antes. Mucho antes —murmuró.

—Tal vez. Lo siento, pero, ¿por qué? ¿Hubiera cambiado algo?

—Porque sí —se limitó a responder, sin dar razones. Su respuesta fue formulada en un tono muy áspero, casi fiero. No repliqué.

Se sirvió otro vaso y encendió un cigarrillo. Me tendió otro, pero decliné su ofrecimiento.

—¿Qué piensas hacer ahora? —me espetó, y adivinar una extraña hostilidad en su tono fue tan fácil como sorprendente.

— No lo sé. Nada. Ahora ya ha acabado todo, así que intentaré volver a mi rutina habitual. Creo.

—Sí, es lo más razonable. Todos tenemos que continuar con nuestras vidas.

Supongo que la expresión de ese deseo se refería a mí y a mi presencia allí.

—Vine porque no me apetecía estar sola —le dije, pero al escucharme a mí misma me di cuenta de que mis motivaciones no tenían tanta lógica como creía en principio. Cuando decidí ir a verle la cosa tenía más sentido. Pero lo que a mí me apetecía no tenía por qué importarle lo más mínimo.

—Tengo que salir —dijo, poniéndose de pie—. Un asunto importante.

—Comprendo —concedí, sin disimular mi decepción. Recogí mi impermeable, arrugado en una esquina del sofá—. Perdona. No quise molestarte.

—No es eso. Es que tengo que salir de verdad.

—Claro.

Me marchaba ya, asumiendo que allí no pintaba nada, pero me detuvo antes de llegar a la puerta.

—Espera. Puedes quedarte aquí, si quieres. Te acompañaré un rato y saldré después. No tengo tanta prisa.

—No, no quiero causarte más molestias. Bastante has hecho ya.

—No, quédate —me pidió. Su rostro se contrajo en una mueca de angustia que enseguida se esfumó como el humo de sus cigarrillos—. Tú no tienes la culpa de nada de lo que ha pasado. Al contrario. Es sólo que… —se interrumpió, dudando sobre lo que quería decir—. No me lo tengas en cuenta. Paso la mayor parte del tiempo solo y borracho, lo que me ha convertido, además de en un estúpido, en un maleducado. Quédate, si es lo que quieres. Es lo menos que puedo ofrecerte después de lo que has pasado. No comprendo tu insistencia en buscarme, y creo que cometes un grave error al hacerlo, pero si no deseas estar sola, quédate. Te haré compañía durante un rato y después resolveré ese asunto cuando te vayas a dormir. No tardaré mucho. Puedes utilizar la cama; yo suelo quedarme dormido leyendo en el sofá y apenas la uso. Lamento no tener gran cosa que ofrecerte de cena, pero tampoco suelo comer en casa. Pero puedo traerte lo que quieras.

Le di las gracias, pero no tenía hambre. Me sentí aliviada, casi contenta, sobre todo porque me pareció un gesto sincero, no impuesto por las circunstancias. Nos sentamos de nuevo en el sofá y él se esforzó por darme conversación, lo que, dado su carácter, debió suponerle cierto esfuerzo. Además, le resultaba imposible disimular la tensión y el nerviosismo, por lo que se sirvió unos cuantos vasos más para tratar de serenarse. Yo le acompañé, a mi ritmo. Me afané por intentar conocer un poco más de su vida, y aunque pareció más reticente que durante la víspera, el alcohol hizo que poco a poco volviera a tomar confianza conmigo, dándome algunos detalles que resultaron reveladores. Me contó que siempre (y por siempre había que entender los últimos quince o veinte años) había vivido en aquel piso que era suyo, no alquilado, comprado en los ochenta cuando las cosas le iban mejor que ahora. A pesar de que anteriormente me había asegurado que después del accidente había trabajado en librerías casi en exclusiva, esta vez cambió la historia y admitió que había ejercido como profesor en institutos de secundaria privados (“como tu madre”, me dijo). No le di importancia a este cambio de versión, aunque no dejó de parecerme curioso que disimulara la verdad sobre algo tan nimio. También confesó que apenas tenía relación con sus padres, que vivían en las afueras de Madrid, y tampoco con sus hermanos. No los veía desde hacía mucho tiempo, admitió, olvidando que esa mañana me había despachado con la excusa de atender unos asuntos familiares. Más mentiras innecesarias. Afirmó no haberse alejado de ellos por ninguna razón en especial, excepto, según dijo haciendo un gesto para señalar la botella de ginebra, los libros, todo, porque no entendían el tipo de vida que llevaba. Imaginé que las circunstancias no debieron ser fáciles para ellos ni para él, a pesar de que lo relataba sin ningún tipo de resentimiento, pena o nostalgia. Parecía decir: las cosas han sucedido así, y así deben ser, no hay que buscar más culpables. De vez en cuando se frotaba las manos quemadas, incapaz de controlar su hábito, o me miraba de reojo, tal vez pensando que pronto empezaría a dar cabezadas de aburrimiento —nada más lejos de la realidad, seguía cada una de sus palabras con atención—. Cuando le pregunté por la máquina de escribir y le insinué que me había mentido (una vez más) al decirme que no había vuelto a escribir más desde el accidente, quedó suspenso, tratando de recordar si había cometido ese error o buscando nuevas excusas en su cabeza. Me dijo que no recordaba haber afirmado tal cosa y añadió, sonriendo, que yo sabía que su memoria era muy mala, y que en todo caso habría querido decir que no pretendía volver a ser escritor y que sólo trabajaba llenando algunos folios de vez en cuando, sin más propósito que ocupar su tiempo libre, como pasatiempo. Intuí que sólo tapaba una mentira con otra; era difícil, entre tanto embuste, discernir cuándo decía la verdad y cuando se inventaba la historia sobre la marcha. Al insinuarle que tal vez, si quería, y unos cuantos condicionales más, podría dejarme leer algunos de esos pasatiempos volvió la vista y ni siquiera contestó, pero me invitó a mirar la máquina de cerca, como si fuera una pieza de museo, pues su historia tenía que ver conmigo. Sonriendo, me mostró el artilugio, y me explicó que mi padre compró dos muy similares en el Rastro, regalándole una de ellas en 1983. Eran dos máquinas Olivetti muy buenas. La suya, a diferencia de la de mi padre, tenía la peculiaridad de haber sido fabricada en Francia, y su teclado poseía una ligera variación en la distribución de las letras. Él la había utilizado mucho, y, por si acaso quería volver a hacerlo, se había hecho con multitud de recambios de cinta que almacenaba en vista de que era probable que ya no se fabricaran más.

—Es lo que hay —dijo, suspirando—. En la tienda manejo un ordenador, pero no me acostumbro ni me gusta.

—¿Y qué harás cuando se te agoten las cintas de recambio?

—No lo sé. No me lo he planteado y no lo voy a hacer. No creo que importe mucho.

La respuesta confirmó lo que yo ya había descubierto. Aquel hombre parecía haberse anclado en un pasado, no demasiado remoto, pero pasado al fin y al cabo. Y no sé si lo hacía por gusto o porque no tenía más remedio, o incluso porque no conocía la manera de abandonar ese instante de su vida en el que todo su mundo se detuvo. La casa, la máquina, su ropa, todo él remitía a aquellas fechas y rememoraban la última o la única vez que fue feliz en su vida, antes del accidente. Había intentado retomarla en ese mismo punto aun a sabiendas de que era imposible. Mientras me explicaba la historia de la máquina quise saber si la recordaba por él mismo o también la había tenido que escuchar de labios de otros después de su accidente.

—No —contestó—. No sé muy bien por qué, pero de eso soy capaz de acordarme.

Y en tanto yo cavilaba acerca de su pasado y su presente, que eran lo mismo, descubrí una mirada de cariño que era nueva en él, patente por cómo acariciaba con devoción las teclas oscuras del aparato; me enterneció hasta el punto de desear abrazarlo, pero me contuve.

Ese momento en el que vislumbré en él algo de lo que realmente era pasó como un relámpago, y volvió a ser el pobre hombre, huraño y seco, y con él también desaparecieron sus ganas de hablar, no sé si porque no quería recordar a mi padre para no entristecerme o porque ese recuerdo le hacía más daño a él que a mí. Nos sentamos un rato, pero el silencio no fue incómodo para mí, sino que lo encontré confortable. Estaba cansada y tenía sueño. Al notarlo, él me recomendó que me fuera a acostar; me dejó una camiseta vieja para dormir y una toalla por si quería ducharme.

—No tardaré —dijo, cogiendo un taco de folios escritos de debajo de la mesa de la máquina que guardó en uno de los sobres—, tengo que llevarle algo a un amigo.

—Podría acompañarte —pedí.

—No, será poco tiempo. Lo mejor es que te acuestes y descanses. Intentaré no despertarte cuando regrese.

Me asaltó la duda de si realmente tenía un asunto importante que atender o hubiera permanecido plácidamente en su casa de no haber aparecido yo, inoportuna como casi siempre. Sobre todo porque eran casi las doce de la noche y desde luego llevarle un paquete de folios, escritos o en blanco, a un amigo (¿tenía amigos?), o a quien fuera, no parecía un asunto de vida o muerte. Pero ya le había importunado lo bastante como para querer satisfacer mi curiosidad aún más y además se había marchado sin despedirse, como hacía normalmente. De todas formas acepté su consejo y me fui directa a la cama, pero decepcionada por la repentina soledad. El único dormitorio de la casa, aproximadamente del mismo tamaño que el salón, tenía una cama de matrimonio y un armario empotrado, además de un curioso mueble de madera pintado de negro, antiguo y fuera de lugar, que, al igual que la máquina de escribir, parecía sacado del rastro, pero en peores condiciones. Junto a él, saliendo de la pared, había una estrecha estantería de escayola, que soportaba algunos libros apretados en los estantes, una caja de madera, portarretratos, objetos meramente decorativos, y para mi sorpresa, un equipo de música y unos pocos discos. Digo que me sorprendió por dos motivos: no me lo imaginaba escuchando música, relajado —no creo que él se relajara nunca—, y también porque era un equipo relativamente moderno. Dado el ambiente general de la casa y su propia permanencia en el pasado, hubiera esperado por lo menos un tocadiscos comprado en los ochenta, como poco. Los discos eran todos de vinilo (¡por supuesto!); no habría más de una veintena y eran todos de jazz. Sé que quedo muy mal al decirlo, pero resistí a duras penas la tentación de curiosear entre sus cosas, en parte por vergüenza y en parte porque, puesta a pensar en cosas raras, quizás aquel hombre fuera un obseso compulsivo que controlaba hasta la última mota de polvo que había sobre sus cachivaches, y me descubriría si me atrevía a mover ligeramente uno de ellos.

Me desvestí y utilicé como pijama la camiseta vieja que él me había dejado encima de la cama, y me introduje con una enorme sensación de placer entre las sábanas, que habían sido cambiadas recientemente (o quizás él había dicho la verdad y apenas utilizaba su propia cama). Y para evitar que los fantasmas me visitaran por la noche como solían hacerlo últimamente (y aquel había sido un día propicio para alimentarlos), me tomé uno de los analgésicos que me habían dado en el hospital. Me atontó en unos minutos.

A pesar de la ayuda química dormí de forma intranquila, a tirones. Un sueño muy ligero, de los que al día siguiente recuerdas algunas cosas ciertas y otras que sólo sucedieron en tu imaginación. De todas maneras no duró demasiado: me espabilé definitivamente cuando retumbó un golpe dado contra el suelo o contra una puerta. Me llevé un susto importante. Miré el reloj: eran casi las dos. Cuando me levanté a averiguar qué ocurría encontré a Javier en el suelo, bajo el dintel de la puerta del cuarto de baño. Intentaba incorporarse. Aun recién sacada del sueño, desorientada y confundida, no necesité una inspección a fondo para saber que estaba ebrio; probablemente había tropezado o había fallado al intentar abrir la puerta del baño, que ya había comprobado por mí misma que se atascaba, y había caído al suelo como un fardo, por fortuna sin daño. Quizás ni siquiera se había dado cuenta. Quise ayudarle a incorporarse, pero me apartó, arrastrándose como pudo hasta el baño, donde intentó vomitar, sin éxito.

El cuadro me produjo una desazón terrible, porque estaba contemplando una escena íntima. El hundimiento de una persona también es un momento íntimo, y el verlo nos desencadena una inevitable reacción de pudor: apartamos la mirada, desviamos la conversación o simplemente guardamos silencio. En esas circunstancias yo no podía evadirme fácilmente, y además, y sobre todo, no quería hacerlo. Me dio lástima, pero no esa lástima que a veces va peligrosamente ligada al desprecio, sino pena por la suerte de ese hombre, al que de alguna manera me sentía unida. Cuando estuvimos hablando de su familia esa noche, y aun por lo que me había dicho en la librería delante de una botella, pensé —y es lo que él quería hacer creer— que su elección había sido esa. Que él había decidido tomar ese camino, alejándose de todos, quizás por evitar dañar a los que quería, pero consciente de lo que hacía en cada momento. Y no digo que él no fuera responsable, pero comprendí en ese momento que todo era fachada, una mentira en la que vivía para que los demás no le importunaran, para que no le dieran ni siquiera su ayuda y mucho menos su compasión, pero que no servía para ocultar, al menos ya no, no a mí, el sufrimiento al que se enfrentaba cada día.

Me dolía verlo sentado en el suelo junto al inodoro, jadeando y con la vista perdida, incapaz de fijar sus ojos en mí, que estaba delante. Sus gafas se habían caído y, por desgracia, roto: uno de los cristales estaba rajado. Quise ayudarle a incorporarse un poco, aunque prefirió seguir sentado y apoyado en la pared, por si las náuseas regresaban. Fui al dormitorio a buscar una camiseta y una toalla limpias, y cuando regresé lo encontré con la cabeza metida bajo el chorro de agua fría de la ducha. Quise apartarlo de allí pensando que cogería una pulmonía, pero se zafó de mis brazos y permaneció unos minutos interminables bajo aquel agresivo tratamiento. Después le ayudé a secarse con la toalla y le obligué a desprenderse del jersey y la camiseta empapada. . Me fijé que estaba muy delgado, demasiado, algo que según me habían dicho era propio de personas con un alcoholismo avanzado. Creo que la bebida y la lectura ocupaban todo su tiempo, incluido el que debería dedicar a comer. Durante un rato me dejó hacer, abandonando su resistencia inicial (quizás no se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo), pero luego empezó a hablar, al principio con palabras inconexas, algunas ininteligibles. Pero de repente me tomó del brazo, con cierta fuerza, y me espetó:

—¿Por qué no me dejas en paz?

Arrastraba las sílabas, pero le entendí a la perfección. Por supuesto no lo tomé en cuenta. Ni siquiera quise prestar atención al resto de sus desvaríos. Por experiencia sé que en esa situación todos decimos cosas que, pudiendo ser ciertas, no están hechas para ser escuchadas por nadie. Cuando se hubo serenado un poco le di un vaso de agua, que bebió con avidez, y lo llevé a la cama, donde se desplomó. Yo estaba muerta de cansancio, no podía dar un paso más, e hice lo mismo a su lado. Antes de dormirme le escuché girarse hacia mí.

—No te vayas, por favor —me pidió.

—Tranquilo —dije—. Estaré aquí.

 

Nunca he tenido problemas con el sexo. Quiero decir que, una vez dejados atrás los primeros años de la confusa adolescencia, nunca tuve prejuicios respecto a la práctica de un acto tan natural como el comer o el respirar. En general, siempre me ha resultado placentero y no me ha causado apuros sentimentales más que en muy contadas ocasiones, porque suelo diferenciar bien la parte física de la romántica de una relación. A veces, sólo hay parte física; otras, puede que sólo romántica —esto no lo he comprobado por mí misma—. En el mejor de los casos, hay ambas cosas. Siempre creí que el esquema era así de sencillo, y que era una de las pocas cosas de mi vida que sabía controlar, cosa sorprendente habida cuenta de que siempre he adolecido, como es fácil adivinar a estas alturas, de cierta inestabilidad emocional. Pero no en todo puedo ser un desastre. También influye el hecho de que mi madre no fuera especialmente controladora en este asunto, o que yo no me dejara gobernar en este sentido, y que por supuesto nunca tuve traumas respecto al sexo que fueran más allá de alguna relación insatisfactoria o de algún compañero escogido con demasiada ligereza (seguido del correspondiente arrepentimiento) durante aquellos años en los que tenía la cabeza, aunque cueste creerlo, peor amueblada que ahora.

Por eso el estado de confusión en que me hallaba al día siguiente me resultó dolorosamente novedoso. Es cierto que esa sensación de desconcierto fue sólo momentánea y más influida por las circunstancias que me rodeaban esos días que por lo que había sucedido esa madrugada, pero en ese instante, mientras contemplaba mi horrible aspecto en el espejo, con aquellas ojeras, los cardenales y los persistentes dolores que aún sufría, no pude evitar sentir que algo estaba haciendo mal en mi vida. Ese sentimiento de “todo es un desastre” que todos hemos sentido alguna vez me llegó justo en ese momento. Pero como digo, fue una emoción pasajera que se fue por el desagüe de la ducha con la que borré, al menos en parte, ese pesimismo.

Había despertado de madrugada, muy cerca del amanecer, al notar que mi compañero de cama me abrazaba como si fuera una almohada o un muñeco de peluche. Él dormía profundamente y no era consciente de que su mano derecha se había deslizado bajo mi camiseta para posarse donde no debía. Debido al atontamiento yo no estaba muy lúcida, pero no estoy segura de que no hubiera hecho lo mismo de estar despejada. Así que me giré y puse yo también mi mano bajo la suya hasta que despertó y me miró fijamente. Lo besé, sin mediar palabra, probé el sabor amargo de sus labios, casi tan ásperos como él mismo, y sentí el aroma a alcohol que perduraba en su aliento. Como él no me rechazó, lo demás fue rápido y sencillo, pero envuelto en una bruma de irrealidad que me hizo dudar de si realmente estaba sucediendo o no. Después, volvimos a dormirnos enseguida.

Cuando sonó el despertador sentí una caricia en el cuello que no creí fortuita, y él se levantó con esfuerzo mientras yo me quedaba un rato más en la cama, escuchando el ruido del agua que caía en la ducha. Las dudas sobre lo que había pasado se despejaron enseguida, en cuanto me di cuenta de que estaba desnuda y tuve que buscar mi ropa interior entre las sábanas. Cuando salió, ya vestido, y lo escuché cacharrear en la cocina me deslicé hasta el baño sin hacer ruido.

Cuando entré en el baño, pensé que todo había sido un descuido, un desgraciado “accidente” provocado por las circunstancias, el alcohol y la desorientación. Un desastre más de los muchos que habían ocurrido durante los últimos días. No es que acabar en la cama equivocada con la compañía equivocada fuera una tragedia, pero la cadena de acontecimientos recientes resultaba demasiado pesada como para digerirla con el aplomo y el estoicismo necesarios. Pero cinco minutos bajo aquel bendito chorro de agua bastaron para convencerme de que no sólo no había sido un accidente, sino que mi propio subconsciente (o yo misma, más consciente de lo que creía) lo había provocado al acudir a su piso la pasada noche. Y no sólo eso, sino que me sorprendí a mí misma preguntándome: “¿por qué no? Puede que esto no esté tan mal”. Y para cuando salí de aquel baño ya era presa de un optimismo tan irreal como mi zozobra anterior Me sentía reconfortada y extrañamente animada, aunque intranquila por cómo iba a reaccionar él. También eché de menos tener ropa limpia a mano, pero no podía tenerlo todo.

Él estaba en la cocina, preparando café. Me vio llegar y rápidamente me saludó con un escueto “buenos días” y un movimiento de cabeza, sin más. Aceptó el cigarrillo que le ofrecí y me invitó a sentarme junto a una pequeña mesa alargada, pegada a la pared. Había comprado churros.

—¿Cuándo has salido?

—Mientras estabas en la ducha. La churrería está aquí al lado.

Tenía mucha hambre, y estaban deliciosos. Él sólo mordisqueó alguno. Insistía en no hablar, en no mirar. No me ofendía, pero contribuía a generar una tensión que entendí innecesaria. Por romper el hielo intenté, sin demasiado éxito, iniciar una conversación.

—No sabía que te gustara la música. Vi los discos en la estantería. Son todos de jazz.

—Son discos viejos. Los tengo desde hace mucho tiempo. Creo que antes me gustaba el jazz, pero no estoy seguro —respondió—. Cuando los escucho ahora, no siento nada especial, aunque los sigo poniendo. Por si acaso.

¿Por si acaso? ¿Esperaba que esos discos viejos le devolvieran algo que perdió? A veces era difícil encontrar un sentido lógico a sus palabras o a sus acciones.

Suspiré. Si me había preguntado por su reacción, sólo tenía que ver su cara para saber la respuesta. Al final, como si hubiera estado posponiendo lo inevitable, se volvió hacia mí, y tuve que engullir el bocado para poder responderle, aunque supe que no quería entablar, precisamente, un diálogo.

—Escucha. Los dos sabemos que esto no debía haber pasado —empezó—. Lo siento. No debí permitirlo, pero me dejé… llevar. Lo mejor es que olvidemos que ha sucedido, simplemente olvidémoslo, y… —le costaba encontrar las palabras, gesticulaba y era incapaz de terminar las frases—. Quiero decir que no puede… que esto no puede pasar. Se tiene que terminar aquí, sin más, pero no quiero que te enfades, es por tu bien, es lo mejor. Esto no puede ser —repitió, con un énfasis exagerado. Parecía angustiado de verdad.

Es curioso cómo instantes antes me había arrepentido de la decisión que había tomado esa noche y sin embargo sus palabras, que eran, ni más ni menos, que las que yo podía esperar de él, me sentaron mal, muy mal. Y no porque me despachara de aquella manera, tan simple y tan tajante, ni porque me sintiera humillada, pues era muy consciente de que yo había iniciado aquel viaje. Conocía a la perfección las razones por las cuales me habían dolido, pero no las quería admitir aún; y no sólo tenían que ver, al menos exclusivamente, con el sexo. Me ruboricé un poco, y tomé un minuto para responderle. Escogí las palabras cuidadosamente para hacerle daño.

—Sí, te entiendo —dije—. Quizás tengas razón, yo también lo he estado pensando. Es un poco absurdo pensar que tú y yo… —dejé la frase en suspenso, sonriendo—. Quiero decir que no es lo más conveniente para los dos, tú eres mucho mayor que yo, aparte de otras cosas. Pero tampoco vamos a darle muchas vueltas, ¿no te parece? Fue sólo sexo; tú estabas borracho y yo medio drogada, así que fue una estupidez, pero estas cosas pasan. Los accidentes ocurren. De todas maneras, esa retórica que usas, lo de que te dejaste llevar y todo eso, te la puedes ahorrar, está un poco desfasado. Como si creyeras que te has aprovechado de mí o algo así; estamos en el siglo XXI, no te voy a pedir cuentas por echar un polvo a destiempo, esas cosas ya no pasan. Al menos, conmigo no. No te voy a perseguir por eso ni le voy a dar más importancia de la que tiene en realidad. O sea, ninguna. No sé por qué has pensado que tenías que excusarte, ni que necesitara una explicación. Por tu cara, parece que estés haciendo un drama de esto.

Tomé un sorbo de café, con aire desenvuelto. Nada más acabar la parrafada me había arrepentido de lo que había dicho, hasta la última coma, pero ya no había remedio. Pero aunque había intentado ser hiriente y cruel, él, después de un instante de sorpresa, asintió y quedó conforme. Eso me fastidió aún más.

—Sí, claro —murmuró, y me pareció que estaba confundido—. Sólo quería decir que no debería haber pasado —insistió.

—Te agradezco la preocupación, pero no es necesaria. Todo eso de que es por mi bien sobra, ya tengo una edad para saber lo que me conviene o no, y si me equivoco pues soy yo la que se jode. No estoy aquí para echarte la culpa de nada.

Las explicaciones habían concluido, y él quiso dejar las cosas como estaban, a pesar de que a mí se me agolpaban las palabras en la boca y me era difícil contenerme. Pero terminamos el desayuno en silencio, él fumando y yo observándolo de reojo esperando alguna frase, una mueca, cualquier gesto. No hubo nada; sólo atrajo su atención el cigarrillo y la taza de café. Después bajamos a la calle, dejando un metro de distancia entre ambos al caminar e intercambiando alguna frase suelta: él se interesó por el estado de mis “heridas de guerra”, como quiso llamarlas, y yo le contesté secamente que todo estaba bien. En ese “todo” englobaba lo que él quisiera entender. La calle serpenteaba cuesta arriba y me costaba seguir el ritmo de sus pasos, que, a pesar de la cojera, eran largos y rápidos; pero no me quejé. Cuando llegamos a la esquina de la plaza, al lado de mi hotel nos detuvimos automáticamente, sin mediar palabra, frente a frente.

—Haré lo posible por marcharme esta tarde —le dije—, aunque no estoy segura de poder hacerlo. Por todo lo que pasó ayer, ya sabes.

—Claro.

—De todas maneras, si tengo que quedarme algún día más, buscaré otro hotel. Ya no estoy a gusto aquí —recalqué, con saña—, y no puedo pagarlo. Aclararé lo que tenga que aclarar y volveré a casa. Todo esto está durando demasiado y generando demasiado ruido. Estoy harta. Cuanto más lejos esté, mejor —añadí, con una mueca de fastidio.

Me miraba con extrañeza, como si no entendiera de lo que le estaba hablando. Tenía un aspecto cómico con sus gafas rotas y esa expresión de desconcierto. Pero por un segundo, sus ojos azul oscuro me miraron con tristeza, y sus labios se movieron, como si quisiera decirme algo; pero no articularon ningún sonido. Parecía no comprender nada de lo que había sucedido, o quizás lo entendía pero se veía incapaz de controlar la situación, arrastrado por los acontecimientos de los que él hubiera deseado ser sólo espectador, no protagonista. Era entonces, al adoptar esa expresión y mostrar su inquietud acerca de lo que sucedía a su alrededor, de aquello que escapaba a su reducida visión del mundo, cuando lograba enternecerme y me sentía más cercana a él. En ese instante, yo hablaba de volver a mi pequeño universo, y él deseaba no haber salido nunca del suyo, quizás ni siquiera para conocerme. Tenía sus razones.

—Tienes que ir a la óptica —le dije—. Necesitas unas gafas nuevas. Me alegro de que se rompieran, no te lo había dicho antes pero me parecen horribles.

—Son muy viejas.

—No hace falta que lo digas. ¿De verdad las necesitas? No te hacen justicia.

—Sin ellas apenas veo —dijo.

Se encogió de hombros, sonriendo a medias, mientras alargaba la mano y me tocaba la mejilla, fingiendo asegurarse de que estaba delante de él. Vi que hacía ademán de marcharse, otra vez sin decir adiós, y entonces claudiqué. Lo retuve cogiéndole de la manga de chaqueta.

—Espera. Espera, por favor. Sólo un momento, ¿de acuerdo? Es sólo un momento —murmuraba, buscando las palabras en mi cabeza todo lo deprisa que era capaz. Se habían esfumado todas—. Anoche la fastidié, ¿verdad?

—Gabriela, no hay nada que fastidiar.

—Ya, ya. Sé lo que quieres decir. Pero supongo que sabes que lo que te dije antes en tu casa era mentira, ¿verdad?

—Pues no.

—Pues lo era. Ahora ya lo sabes, a ver si espabilas de una vez y lees entre líneas, tú que lees tanto. En realidad era mentira y no lo era. Algunas cosas las dije porque quería hacerte sentir mal y para ver cómo reaccionabas. Pero veo que te da igual, así que no te importará que lo aclare. O eso creo, ¿no?

De nuevo silencio, y un rostro que ya no sonreía, ni siquiera a medias.

—Lo de la edad fue un golpe bajo —aclaré—. No pienso así, por supuesto…

—Pero es verdad —interrumpió él, aunque sin que lo notara preocupado por ese aspecto.

—Y qué. Pero déjame hablar. No pienso así ni creo que importe. Y lo de no darle vueltas a lo que pasó… intentaré hacerlo, pero no estoy segura de conseguirlo. Bueno, qué más da. Admito que quizás no debí haber ido a tu casa anoche, y sobre lo que pasó luego, pues lo lamento si te hace sentir incómodo, y sobre todo porque pueda suponer un problema para ti. Entre nosotros, quiero decir. No quiero eso. Pero también te aseguro que sería una cínica si te dijera que me arrepiento. Simplemente sucedió y ya está, no hay nada de malo en ello. Pero es que esta mañana pensé, por un momento que quizás… quizás tú… Dios, no sé cómo explicarlo. No importa, creo que lo entiendes, y si no, pues tanto da. Creí que no estaba mal, ¿comprendes? Aunque tú puedes tener otra opinión, por supuesto, y tengo que respetarla, aunque… —dejé la frase en el aire, pero la completé en mi cabeza: “aunque me duela que no pienses como yo”.

Hice una pausa para tratar de ordenar mis pensamientos, esperando que él dijera algo. No hubo respuesta, sólo unos ojos azules que me miraban fijamente. Iba a tener que terminar el discurso yo sola.

—Pero me niego a aceptar que todo se estropee porque nos hayamos acostado juntos. Sé que me he metido en tu vida a la fuerza, sin pedir permiso, y no te he dado opción de evitarlo. Aun así, no te voy a pedir disculpas por eso. Y a pesar de haber irrumpido así todavía me he dejado muchas preguntas dentro, ¿sabes? Por una parte, siento como si te conociera desde hace mucho, pero en realidad no sé casi nada de ti. Pero creo que he comprendido lo fundamental, y eso esencial que te define es que sufres, sólo sufres. No haces más en esta vida, aparte de eso. Y no puedo tolerarlo; me gustaría poder aliviarte de algún modo. Dirás que no soy la más indicada para ayudar a nadie, y que primero debería intentar poner un poco de orden en mi vida, y tienes razón. Pero aun así puedes contar conmigo, si me necesitas, en la medida que yo pueda apoyarte.

—No necesito ayuda —sentenció, con una respuesta preparada de antemano, que yo esperaba.

—Por favor —le corté—. Yo pensé que tenía problemas hasta que te conocí. Ahora pienso que mi vida es fácil al lado de la tuya. Y no me estoy refiriendo al maldito accidente, sino a todo lo que ha venido después y que me temo tú mismo has provocado por un motivo que desconozco. Quiero ser tu amiga, si no tienes inconveniente, y si es que no he estropeado esa posibilidad. Al menos espero no llegar demasiado tarde para coger ese tren. Te voy a dar mi número de teléfono y mi dirección, y te ruego, te pido por favor que lo uses. Quiero saber de ti, saber que estás bien, estar segura de que si necesitas algo, cualquier cosa, me vas a llamar. Sólo para hablar, para contarme lo que necesites decir. Tú me has escuchado mucho estos días, ahora me toca a mí. Y cuando venga por aquí podríamos vernos, nada más que vernos, te lo prometo, ¿me prometes que me llamarás?

No me contestó.

—No importa. Yo lo haré. Y me despido de ti por ahora, pero no te hagas ilusiones, no me vas a perder de vista tan fácilmente.

Le di mi número de teléfono apuntado en un papelito. Él no dijo nada, porque no quiso o porque no pudo. Yo ya lo había dicho todo, y no podía pronunciar una sílaba más. Nunca he sido muy sentimental en mi vida, pero a todos se nos pone un nudo en la garganta en determinadas situaciones. Como aquella. Cuando le dije adiós, sólo asintió y dio media vuelta. Y, según su costumbre, se marchó sin despedirse ni mirar atrás.