NO TODOS LOS GATOS SON GRISES

I

 

P

or fin, tras casi cuatro meses de espera desde que comenzase a anunciarse, había llegado la mañana del combate a muerte entre el oso negro de los Pirineos y el tigre dorado de Bengala. Madrid entero se había vaciado sobre el vasto parque del Retiro y la multitud era tal que se hacía difícil andar, circular con libertad, entre hombres, mujeres, mozos, niños, vendedores, quiromantes, actores, funámbulos, tragafuegos y corredores de apuestas. Apenas una muy pequeña y selecta parte de los habitantes de la Villa y Corte tendrían la fortuna de asistir a la lucha en directo. Se utilizaban influencias y pedían favores para conseguir un sitio de última hora, pero el aforo estaba completo y sólo una persona podía lograr ya el milagro de, para quien le placiera, sacar todavía un asiento de la nada para asistir al espectáculo. Y no un asiento cualquiera, incluso en el centro de la primera fila. Y esa persona no era otro que quien más hilos había movido, y los conservaba todos atados a sus dedos: José de Salamanca. Don José de Salamanca.

El nuevo rey de la bolsa y de los negocios en la capital del reino.

Al principio sus triunfos habían estado supeditados al apoyo de Buschenthal, quien aportaba el capital, ponía el dinero para este o aquel pequeño negocio, mientras que Salamanca se limitaba a ocuparse de la pesada gestión real y tangible del día a día, de organizar y distribuir y promover. Los beneficios, tal como habían acordado desde el principio, se distribuirían al cincuenta por ciento, la mitad para cada uno. Por supuesto que no faltaban las malas lenguas que afirmaban saber, gracias a supuestas fuentes de información privilegiadas, que José de Salamanca se quedaba con bastante más de la mitad que le correspondía de acuerdo con el trato establecido; pero como siempre sucede también estaba el otro bando, quienes opinaban que un banquero siempre es un banquero, es el león en la selva de los negocios, y como león se llevaba la parte del león y explotaba a su socio, aprovechándose de sus dotes como administrador y negociante.

En cualquier caso los beneficios obtenidos por José de Salamanca le habían permitido afrontar ya algunos negocios en solitario. Y, según se afirmaba en salones y cafés, las primeras grandes operaciones de Salamanca en solitario le habían proporcionado pingües beneficios, y con las ganancias había amueblado lujosamente su domicilio en la calle Caballero de Gracia. Lo que no resultaba tan conocido era que el diputado por Málaga había devuelto, en una bolsa de seda negra acompañada por una breve carta manuscrita, las veinte onzas de oro que su cuñado Manuel Agustín de Heredia le había prestado para ayudarle a establecerse en Madrid. La misiva usaba del arte de la brevedad para no extenderse en explicaciones como que había llegado a endeudarse por diez veces el valor de la suma prestada. Y quedaba también en secreto el modo empleado en recuperar el dinero, y multiplicarlo.

 

Hice mi primera siembra gracias a ti. Ya poseo mi propio silo. Te devuelvo las semillas. Mil gracias y mi afecto incondicional. José

 

Su cuñado, Manuel Agustín, quizá no habría aprobado que la mayor parte de la nada desdeñable cantidad de dinero que en tan poco tiempo había logrado acumular su pariente y protegido proviniese de una fuente tan insegura y especulativa como es el juego de la bolsa. Heredia desconfiaba de la suerte o la fortuna y creía y confiaba en el esfuerzo y el trabajo; no en vano su empresa de mayor importancia y prestigio se llamaba La Constancia. Pero la bolsa, ganar grandes cantidades de dinero comprando y vendiendo acciones, no era cuestión de simple suerte. Ni siquiera dependía, como en otros negocios, de los contactos del jugador y el apoyo de los poderosos. Aunque era cierto, y él jamás lo había negado, que las primeras y muy beneficiosas operaciones de compra y venta de acciones las había realizado Salamanca bajo el auspicio y padrinazgo y protección de las poderosas alas del banquero Buschenthal, en su última y más espectacular jugada había actuado no únicamente solo, sino en contra de la opinión e información del banquero. Para contentar a su socio, calmar y apaciguar el natural recelo que le producía el crecimiento inesperado —y tal vez excesivo— de su pupilo, José de Salamanca había reservado al banquero brasileño el mejor lugar en el anfiteatro levantado sobre el foso en el que el plantígrado, supuestamente invulnerable, y el felino, con fama de invicto, se jugarían la veracidad de sus adjetivos.

Y esa era la razón por la que María Buschenthal, escoltada por el nuevo príncipe de los negocios de la ciudad, entraba en el recinto donde al día siguiente se celebraría la batalla. Quería encargarse de comprobar que su palco era lo bastante cómodo y la vista suficientemente amplia y adecuada para que no se le escapase detalle o chismorreo y, sobre todo, asegurarse de que sus invitados estarían tan cómodos o más que los de la mismísima reina Cristina.

—¿No lloverá, verdad Salamanca?

—No lloverá, María. Pero estamos solos. Puedes llamarme José. Me gusta escuchar las dos sílabas que forman mi nombre resbalando por tus labios, el modo en que quedan entreabiertos y húmedos cuando cae el acento sobre la é.

Se rio María. Y también, halagada y divertida, sonrió. Pero no se sonrojó. María Buschenthal desconocía el sonrojo.

—¿Y se puede saber por qué quieres, aparte de para halagarme y poder improvisar esa medio poesía acerca de mis labios, que te llame José? Jo-sé.

—Porque te he comprado un regalo, y quiero que sea de tú a tú, y no de usted a usted. Espero que te guste. Dame la mano.

María le dio la mano y José acarició los dedos, depositó en la palma la sortija protegida por una bolsita de terciopelo, y cerró los dedos.

—Espero que te guste.

En menos tiempo del que tardaban los labios acolchados y húmedos en pronunciar las dos sílabas del nombre del hombre que le hacía el obsequio estuvo la sortija de la serpiente bicéfala y áurea, y su correspondiente diamante, en el dedo corazón de María Buschenthal.

—Oh José. José. Jo-sé. Es preciosa. Me encanta. Y me cae como hecha a medida. Gracias. Gracias, pero...

—Gracias pero no puedes aceptarla si te la regala un admirador, por muy amigo o socio de tu marido que sea, ¿verdad?

Los labios se cerraron mientras los ojos calculaban la intención y peso de las palabras del hombre que no había dejado de cortejarla y seducirla desde que se conocieran. ¿Se burlaba de ella?

—Sería la última cosa que se me ocurriría, mi emperatriz. Burlarme de ti.

—¿Así que a eso se debe tu éxito en la bolsa y en los negocios? Lees el pensamiento de los pobres mortales como yo, y te adelantas a nuestros actos y palabras. ¿Lees mis pensamientos de verdad o simplemente te crees que los lees?

Pero antes de que José de Salamanca se decidiese por una respuesta o por otra, los labios neumáticos de la princesa brasileña volvieron a abrirse y cerrarse con la pegajosa lentitud de la miel. Y con esa misma lentitud melosa volvieron a salir del rojo sangre y delicado las dos sílabas que conformaban el nombre de pila de su audaz admirador.

—Jo-sé.

Y esta vez el sonido resultó tan provocativo y sensual que hasta logró perturbar a José de Salamanca, quien tuvo que buscar el auxilio de sus propias palabras, retomar el último afluente de la conversación para dominarse a sí mismo.

—No leo los pensamientos de nadie, mi querida María. Y si tuviese tan extraño y poderoso don, jamás cometería la impertinencia de utilizarlo contigo. Mi éxito, como tú lo has denominado, y también como se vocea desde los periódicos o las tertulias de los cafés, se debe a mi trabajo y al apoyo de tu marido, aunque sería estúpido por mi parte negar que he tenido muchísima suerte, podría haberme arruinado y tenido que abandonar Madrid por la noche y a la carrera para huir de mis acreedores. Esta vez no ha sido así, pero nunca se sabe cómo resultará la jugada siguiente. El viento cambia de dirección cuando le apetece y no es facultad ni poder de los hombres el domarlo. Ya me gustaría. Daría cualquier cosa por poder cabalgarlo, y hacerlo soplar en la dirección que yo quisiera, mi dulcísima María.

—Estás muy poético y misterioso esta mañana.

—Será la luz. La luminosidad de esta ciudad es maravillosa. No creo que ni los ángeles del cielo puedan disfrutar de una iluminación mejor. Ya has visto y te has probado la sortija. Ahora tienes que devolvérmela. Serán sólo unas horas.

—¿Unas horas?

—Unas horas. Hasta que llegue el momento. Entonces, y no es magia sino simple y sencilla estrategia de quien ha estado en muchas guerras, la pondrá en tu dedo la única persona que legítimamente puede hacerlo. Pero tú sabrás que soy yo quien te la regala. Sabrás que ha sido José, tu buen y fiel amigo el diputado, y negociante, Salamanca.

—Eres el diablo.

—No, no lo soy. Aunque aceptaría serlo si se me asegurase que tú vendrías conmigo para reinar hasta el final de los días en el infierno. Por cierto, ¿mantienes tu apuesta a favor del tigre? Yo he cambiado la mía. Y parece que esa es la opinión general, de cada diez apostantes ocho se juegan los reales a favor del oso.

—Ya sabes que a mí no me importa perder o ganar dinero. Ese tipo de piruetas las dejo para los hombres como mi marido o tú. Yo no soy ambiciosa...

—No de dinero...

—En efecto, no de dinero. Y por eso voy a mantener mi apuesta diga lo que diga mi marido, su socio o el oráculo de Delfos. Y lo voy a hacer, querido Jo-sé, porque lo que sí soy es mimada; mimada y caprichosa. Y como buena caprichosa aposté sin más razonamiento que mi preferencia natural. Me gustan más los tigres que los osos. Tienen los ojos verdes. Tan verdes, o quizá aún más que los tuyos, querido Jo-sé.

—Entonces a lo mejor ganas.

—Ya te he dicho que me da igual. Toma tu sortija, liante. A ver cómo te las arreglas para que vuelva a llegar a mi dedo.

—Lo verás, pero mientras tanto guarda esta otra ya.

—¿Otra sortija?

—Es prácticamente exacta a la otra. No creo que tu marido jamás advierta la diferencia, pero tú sí. He comprado dos iguales, o casi iguales. Yo, claro está, puedo distinguirlas. Y según lleves una u otra...

—¿Qué? ¿Sacarás tus conclusiones? ¿Pensarás que si llevo la que me acabas de dar te prefiero a ti y que si, por el contrario, utilizo la que me dé mi marido, le preferiré a él antes que a ti?

Se tomó Salamanca unos instantes, aparentemente concentrado en envolver la primera sortija y desenvolver la segunda que colocó sobre la palma de la mano femenina antes de responder a María.

—Qué listas sois las mujeres. No se os escapa nunca nada.

—Y cómo os gusta a los hombres jugar con fuego sin necesidad, mi querido Jo-sé.

II

 

E

l olor de las bestias se mezclaba con el de los perfumes utilizados por los numerosos caballeros y contadas damas que, desde la altura de sus asientos en el precario anfiteatro de hierros y maderas, reían, bebían, masticaban e intercambiaban opiniones y pronósticos sobre el resultado de la lucha. Tal como había adelantado Salamanca a María Buschenthal, las apuestas se inclinaban claramente a favor del gran oso de pelaje negro y más de doscientos kilos de peso. Se aseguraba que, alzado sobre las patas traseras, superaba los tres metros de altura. Pero también eran de dominio público el peso y las medidas del gran felino salvaje atrapado en las selvas de Asia. En cualquiera de los numerosos carteles colocados por la ciudad podía leerse, en letras de molde, que el tigre también superaba los tres metros, incluso los tres metros y medio, si lo que se medía era la distancia que separaba las fauces del felino de su cola rayada. Pero impresiona más a cualquier animal, también al racional, lo alto que lo largo. Y además había corrido el rumor, rumor sin duda alguna interesado, de que el tigre era notoriamente más viejo de lo que aseguraban sus cuidadores. Y no sólo eso, un segundo rumor, en teoría sólo para oídos privilegiados y en la práctica destinado a cualquiera que quisiera escucharlo, afirmaba que el gran gato de Bengala, ya no era la bestia brutal y salvaje de sus principios, que estaba resabiado y en parte hasta amansado, debido a que su propietario lo había enfrentado a bestias de todo tipo en incontables ciudades de Europa.

—Pero nunca ha sido derrotado todavía.

Todavía.

—Y nunca se había enfrentado a un oso hispano.

Pequeños y bonitos matices que azuzaban especulaciones y malicias. Y una vez que la piedra empieza a rodar es fácil que la sigan otros guijarros. A Salamanca le había comentado su cómplice y servidor Manuel Galán, antaño Manuel Hernández, que había llegado a escuchar a un veterinario que él mismo, con la ayuda de una cerilla, había comprobado que el viejo tigre invicto apenas veía por un ojo y nada en absoluto, no ya la llamita de una cerilla, ni siquiera la mismísima luz del sol, por el otro. Y también, aprovechando que el fuego de los rumores maliciosos ardía con furia, se había llegado a decir que uno de sus colmillos estaba destrozado; aunque no pudiera apreciarse a primera vista, pues el cuidador había tenido buen cuidado de maquillarlo antes del lance. Esto último sin duda favoreció a quien, por un ochavo, permitía a los curiosos echarle un vistazo a las bestias. El hombre ni negaba ni afirmaba cuando le preguntaban sobre los colmillos del tigre, sabedor que ni un solo madrileño, hubiese apostado o no, se atrevería a acercarse lo suficiente como para poder comprobarlo.

—Señoras, caballeros, hagan sus apuestas. Ya quedan pocos minutos para que comience el combate. ¿Quién creen ustedes que ganará? Hagan sus apuestas. Las aceptamos todas. A favor del oso y a favor del tigre. La suerte aún está por decidir.