COMPRAR EL CIELO
I
-P
or favor, sígame, señor Salamanca. Su santidad le está esperando. El cardenal Antonelli, un hombre de hombros caídos y cabeza tonsurada siempre ligeramente inclinada sobre el pecho, le guio con pasos silenciosos por el dédalo de pasillos y escaleras del palacio del Vaticano. A pesar del calor reinante en el exterior, en el interior de la Santa Sede la temperatura era suave, milagrosamente suave, podría haber pensado un devoto. No era la primera vez que acudía José de Salamanca a la ciudad vaticana, ni tampoco sería su primera entrevista con el poderoso Pío Nono.
Antes de comenzar las obras de los ferrocarriles vaticanos, y tras larga y dificultosa conversación con su principal socio en la empresa, Mr. Mirés, el financiero a veces ángel guardián y otras enconado demonio de los hermanos Rothschild, ambos acabaron por convenir que un donativo generoso a la Iglesia —cincuenta mil monedas para la llamada «limosna de san Pedro»— allanaría cualquier duda o impedimento que el papa hubiera podido reservarse hasta el momento. A Mirés no le gustaba dar dinero a la Iglesia, y las siguientes aportaciones las había realizado Salamanca sin consultar con su socio, y con la disposición de correr con ellas íntegramente si el judío se negaba a que figuraran en los apuntes contables de la empresa. Sin embargo, y a pesar del esfuerzo y la buena voluntad y «disposición», la aventura corría el riesgo de descarrilar cuando apenas faltaban unos pocos kilómetros de vía para terminar el tendido sobre los territorios vaticanos.
Pío IX, por medio del delegado de la empresa ferroviaria en Roma, que no era otro que el general Fernando Fernández de Córdova, había expresado su deseo de entrevistarse personalmente con Salamanca, pues había recibido una proposición muy ventajosa de una compañía belga; y estudiaba la posibilidad de aceptarla si en el plazo que se había previsto en el contrato firmado con Mirés y Salamanca, y de muy próxima expiración, no se terminaban los veinte kilómetros que faltaban en la línea de Nápoles. Kilómetros que, en opinión del pontífice, eran necesarios, imprescindibles, para las provincias que recorría.
Lo que pedía Pío Nono era casi un imposible, un pretexto para romper sus relaciones con Mirés y el Estado de Francia. Había acudido desde París al Vaticano de buena fe, dispuesto a hacer cuanto estuviera en su mano para satisfacer al enérgico santo padre; pero sabía que la negociación sería complicada y dura.
Y aun sabiéndolo, habiendo previsto la importancia de aquella entrevista, no pudo evitar Salamanca sorprenderse cuando el cardenal Antonelli se hizo a un lado para permitirle el paso a la cámara pontificia, y en la misma encontró formadas militarmente a la Guardia Noble y a la Palatina, dibujando un largo pasillo al fondo del cual se hallaba Pío IX en su trono de madera, piedras preciosas y oro. No parecía el ambiente más adecuado para una conversación íntima.
Y, en efecto, no le esperaba una conversación privada o íntima, sino una exigencia de tal calado que ni para el hombre más rico de Europa sería fácil de satisfacer, pues para llevarla a cabo necesitaría la colaboración y complicidad de nada menos que Napoleón III.
El papa expuso sus razones, negó con un suave gesto de mano cuando José de Salamanca quiso evadirse, o rehusar actuar como intermediario ante el Gobierno francés, y al terminar de hablar puso fin a la audiencia y volvió a dejarle en manos del cardenal Antonelli.
—Señor Salamanca, su santidad volverá a recibirle mañana en privado.
—Entiendo.
II
L
o que pretendía Pío Nono no era cambiar de contratista ni de compañía ferroviaria, sino evitar la pérdida de los dominios en la tierra, que peligraban dada la situación tensa e inestable que atravesaba Europa, y el único medio de conseguirlo era lograr la protección, incondicional, del Estado francés, a la sazón el más poderoso —diplomática y militarmente— del mundo.
—Usted me ha ayudado en numerosas ocasiones, sus aportaciones económicas para el sostenimiento de los estados pontificios han sido de una magnificencia incuestionable. Pero en este momento no nos basta con dinero.
—Haré cuanto esté en mi mano, su santidad.
—La emperatriz Eugenia es vuestra amiga, y también me consta su condición de cristiana fiel y devota. Podría intentarlo a través de ella; es sabido que usted tiene muy buena mano para el trato con las mujeres.
—Más fama que realidad, pero insisto en que haré cuanto pueda para proteger sus intereses.
—Si eso es cierto le pediría también que buscase el apoyo de un antiguo conocido suyo. Es un hombre poderoso e influyente en la corte de Napoleón, a fecha de hoy.
—¿Un viejo conocido mío?
Sonrió Pío Nono, beatífica y astutamente.
—¿Su enemistad ha llegado hasta tal punto que incluso llega a repugnarle pronunciar su nombre? Si es necesario lo diré yo. Me estoy refiriendo, como ambos sabemos, al general Ramón María Narváez. Está emparentado, por matrimonio, con el poder. Y mantiene una cordial, incluso excelente, relación personal con el emperador. Sería nuestra mejor baza.
—Mucho me pide, su santidad.
No se explayó sobre el hecho de que Narváez le había desacreditado públicamente, expulsado en dos ocasiones de Madrid, en la primera hasta el punto de obligarle a vivir en el extranjero, y que incluso había firmado una orden de pena de muerte contra él.
Pío Nono mantenía la sonrisa inteligente y de apariencia bondadosa en sus labios de estratega y vividor.
—Comprendo la magnitud y sacrificio que implica la diligencia que de usted, con la máxima humildad, estoy solicitando, amigo mío.
«Amigo mío». Muchas personas habrían dado cualquier cosa por escuchar como el papa les trataba de amigo, pero Salamanca sabía muy bien del escaso precio de las palabras; más aún de las que simplemente se pronuncian en alta voz y no quedan fijadas por escrito. Algo tendría que ofrecerle a cambio el santo padre para que accediese a ayudarle. Pero no sería él quien se rebajase a pedirlo. Bajó la mirada, se cogió la barbilla con la mano derecha y así estuvo hasta que el pontífice volvió a hacer uso de la palabra.
—Tiene usted ya cuantas bulas puede conseguir un hombre. Se le ha dispensado del ayuno y demás obligaciones terrenas. Sólo me queda una cosa por ofrecerle, mi buen y querido amigo, señor De Salamanca.
Los ojos de José de Salamanca brillaban más ebrios que intrigados cuando levantó la cabeza para mirar a su interlocutor.
—Le escucho. Aunque no necesita ofrecerme nada, su santidad, como bien sabe. Haré por usted, como cristiano, cuanto esté al alcance de mis fuerzas.
—Lo sé, lo sé.
Pío Nono se impacientaba. No le gustaban las conversaciones cargadas de dobles sentidos que imponía el protocolo; y no le gustaban porque llevaba muchos años obligado a someterse a la tortura de las mismas.
—Cuando fallece el papa, ¿adónde cree que va su alma, amigo Salamanca?
—Al cielo, sin duda alguna.
—¿Y le negaría Dios, Nuestro Señor, a su más manso servidor, el pequeño favor de que alguien más le acompañase, llegado el momento, al entrar en Su Reino?
—¿Le estoy entendiendo bien, su santidad? ¿Me está ofreciendo...?
—Sí, mi querido José. José como el padre putativo de Nuestro Señor Jesucristo. El cielo. Si usted me ayuda, yo le ayudaré a usted. Entrará, protegido por mi fe y cogido de mi mano. Entrará conmigo en el cielo.
En el cielo.
III
Q
uien todo lo compra, o con más exactitud todo lo pretende comprar, no puede fiar sus adquisiciones y logros únicamente al poder del dinero. Ni siquiera siendo el hombre más rico del continente europeo podía Salamanca fiarlo todo al poder del oro. Al oro había que añadir maneras, tacto, diplomacia y empeño. Pero ¿llegar al extremo de humillarse ante quien le había derrotado y vejado? ¿Perdonar a su enemigo y hasta pedirle perdón? Eso era demasiado.
Hablaría con la emperatriz Eugenia, pero no con Narváez. El papa le estaba pidiendo que se reconciliase con el mismísimo Belcebú a cambio de una parcela en el cielo. El cielo. A nada más alto podía aspirar un hombre cristiano. Lo único imperecedero. No había pruebas, materiales, de que la corte de Dios existiese. Pero tampoco las había de que no existiese. Salamanca rara vez pensaba en su muerte, pero era tan inevitable como la de cualquiera. ¿Y después? Quizá la nada, pero quizá lo que le habían enseñado en el colegio de los Padres Menores de Santo Tomás de Aquino era verdad, y después de la vida había un cielo, un purgatorio y un infierno. En ese caso, tampoco imposible, no cabía duda respecto a la elección de cuál era el destino preferible. Siempre mejor el cielo, desde luego.
Pero Narváez... Narváez. Habría preferido un millón de veces que su santidad le hubiese encargado asesinarlo antes que reconciliarse con él.
Dudó Salamanca. Luchó contra su orgullo y vanidad y deseo de venganza.
Quizá era la voluntad de Dios. Quizá era el mismísimo Dios quien así había organizado las circunstancias y tenido la deferencia de utilizar al papa, su representante humano en la tierra, para dirigirse a él, al poderoso señor don José de Salamanca y Mayol.
IV
V
íctor Manuel, al mando de sus dos cuerpos de ejército sardo, ya había invadido los estados de la Iglesia y derrotado a las tropas del papa en Castell Fidardo, cuando Salamanca fue recibido en las Tullerías por la emperatriz Eugenia.
—La situación es más que grave, excelentísima señora. Si Francia no se lo impide, el futuro rey de Italia —coronación que ya parece inevitable— llegará en breve hasta Ancona. Se rumorea que su plan es establecer el cuartel general de su ejército en Sessa.
—Es terrible lo que me cuenta, y debemos hacer cuanto sea humanamente posible para apoyar al sumo pontífice. Podéis decirle al papa de mi parte que, como fervorosa cristiana que soy, haré valer mi peso para intentar inclinar la voluntad de mi esposo, el emperador, en defensa de los intereses de Dios. Pero...
Salamanca suspiró. Ya. Ahí estaba de nuevo. La mano de Dios. La mano de Dios pidiéndole que, si quería su pedacito de cielo, agachase la cerviz ante la soberbia del diablo.
—¿Pero?
—Ya sé que su relación ha sido difícil...
¿Otra vez? ¿Otra vez iba a tener que escuchar que Ramón María Narváez había intentado ensartarle con su tridente y echar a la jauría sus huesos calcinados para divertimento de los perros, pero que tenía que ir a verle para solicitar su apoyo? Otra vez tuvo que escucharlo. Y otra vez dudó. Habría preferido perder hasta su último ochavo antes que inclinarse ante Narváez.
—Iré a verle, si esa es su voluntad, majestad. Iré a ver, y será un placer para mí, al hombre a quien en su día hice rico y como premio acabó intentando matarme. Por usted, mi emperatriz, me reconciliaré, o intentaré reconciliarme, con mi viejo amigo el duque de Valencia.
—Eso es un gran paso, perdonar a nuestros deudores, para entrar en el cielo. Seguro que el papa no olvidará su gesto.
V
CARTA DE 21 DE OCTUBRE DE 1860
DE JOSÉ DE SALAMANCA A
FERNANDO FERNÁNDEZ DE CÓRDOVA
Mi querido general:
Deseoso siempre de prestar mis servicios a su santidad, me he ocupado desde mi llegada de un arreglo con Francia, aprovechando la circunstancia de ser la emperatriz buena cristiana. Es preciso reconocer que Francia es el primer poder político del mundo, por las armas y por la diplomacia, y que no puede querer la unidad italiana como palanca de la revolución de Europa. La buena inteligencia entre Rusia y Francia es indudable, y vale más hacer un arreglo honroso con la paz que mantener una esperanza en la incierta guerra. Si los piamonteses no atacan al Véneto, ellos dispondrán de Italia por el principio sentado de la «no intervención»hasta llegar ese caso; si le atacan los austríacos, les darán una buena lección y los franceses mediarán entonces para tener por resultado otra paz de Villafranca. Inglaterra empuja contra el poder no sólo temporal, sino espiritual, del santo padre, y los peligros y los ataques a la Santa Sede se acumulan de todos lados. Un convenio solemne y público con Francia acabaría con la revolución italiana; pues bien, ese convenio está hecho si el santo padre quiere.
Yo he consultado con el general Narváez, que después de decirme que daría mil vidas por su santidad, cree que sería un gran bien para la cristiandad la aceptación de las bases contenidas en la adjunta nota. Si su santidad cree poder aceptarlas, avíseme V., y en cuatro días estaré en esa, autorizado en toda forma. Debo decir a V. que antes de escribir esta carta tengo un compromiso en mi poder que me pone en el caso de responder de cuanto llevo dicho y de la realización de cuanto se ofrece en las notas.
Por último, su santidad, a mi juicio, debe recibir bajo beneficio de inventario lo que ahora le ofrecen en la nota adjunta, sin renunciar a sus derechos, por lo que legítimamente le corresponde. En esto está mi pensamiento. Vea V., pues, al papa solo y escríbame enseguida. Siempre su mejor amigo,
José de Salamanca
Notas:
1.a El Gobierno francés se compromete a sostener con las armas el poder temporal del papa en el territorio que actualmente posee.
2.a El Gobierno francés se compromete a gestionar en un congreso, o por vía diplomática, la restitución del territorio del que su santidad ha sido despojado, o la compensación en Italia por otro igual en número de población y riqueza, sin perjuicio de los legítimos derechos de un tercero.
3.a El papa, por su parte, se compromete a secularizar el gobierno temporal de sus estados con unas instituciones políticas en analogía con las de Francia.
VI
C
ada escalón era alto como una montaña. Cada escalón que pisaba y remontaba era un recuerdo, y casi siempre un mal recuerdo. Cada escalón era una nueva bola de plomo atada a un cordel anudado alrededor de su cuello. Cada escalón era un paso más a su cadalso particular. Pero resoplando, mareado, con las manos y la nuca empapados en sudor, José de Salamanca continuó escalando la torre en cuya cima le esperaba su más encarnizado enemigo.
Había escrito la carta a Fernando Fernández de Córdova antes de salir de su hotel en la Avenida de la Victoria, pues no sólo conocía de antemano la respuesta final —no había otra posible— de Napoleón III, sino que también era consciente de que un nuevo desencuentro con Narváez, lo cual era probable, debería ser simulado y disimulado ante terceros, y que una discusión podría alterar su estado de ánimo y hacerle perder la objetividad a la hora de redactar la misiva que Pío Nono entendería. Tendría que entender. Comprender que sus poderes terrenales estaban definitivamente menguados, y ya sólo le quedaba influencia en las lejanas nubes del cielo.
Un lacayo le condujo hasta los aposentos del general Ramón María Narváez, y al traspasar la puerta sintió cómo un escalofrío le nublaba mente y alma. Llevaba José de Salamanca una daga oculta en su fajín. La había tomado en el último momento, a sabiendas de que si la utilizaba ello supondría también su propia muerte. Pero no le importaba. Como decía Manuel Galán, su servidor, y en cierto modo también amigo: «Mi señor don José está acostumbrado a morir».
Ramón María Narváez no hizo el menor ademán de levantarse, apenas una mirada que tardó en subrayar con una sonrisa más burlona que amable. Estaba repantigado sobre una montaña de almohadones, vestido con camisa y pantalones de seda y botines de factura italiana; una infinidad de cadenas, broches y medallas de oro le cubrían las manos y el pecho.
Salamanca recordó el día que se conocieron en la Maison Dorèe, cómo logró Narváez, en un instante, desestabilizarle con su simple presencia, transformar una noche en la que se sentía el rey del mundo en el escenario perfecto para escenificar una pesadilla. Su forma de hablar, las zetas sustituyendo a las eses, el modo en que dejaba caer las palabras, los silencios que seguían a estas, el gesto cínico de sus labios levemente entreabiertos cuando escuchaba cualquier respuesta.
—Hola, don Pepe. Zea uzted bienvenido.
Las zetas. El «general de las zetas». No hablaba así por ser andaluz, también Salamanca era andaluz y conocía muy bien el habla de su tierra, sino más bien por un defecto endémico. Defecto que, sin embargo, él no sólo jamás trataba de ocultar, sino que lo remarcaba y remachaba, como una piedra que se lanza, como un insulto o desprecio a todos sus posibles interlocutores. «Yo hablo con laz zetaz y uztedez no. Yo zoy diferente».
Diferente. Ser diferente es siempre una ofensa para el común. Al diferente se le apedrea, si es débil, y se le teme, si es poderoso, si es fuerte. Y Narváez era poderoso, era fuerte.
—Tome asiento, hombre. Está usted más rojo que un burdeos.
Eztáuzted máz rojo que un burdeoz.
—La culpa es de las escaleras. Ya no soy el que era. Estoy viejo, mi general.
—Estás viejo, Pepito, y por eso te conchabas con el alcahueto de Dios para confabular y ver si te consigue una habitacioncita de servicio en el cielo desde donde poder seguir viendo lo que sucede en la tierra, ¿verdad?
Salamanca no respondió y tomó asiento sobre una pila de almohadones, demasiado blandos y emplumados para su gusto. La decoración de la sala, recargada hasta el extremo, indicaba más riqueza que buen gusto. Pero el buen gusto o se lleva en la sangre o se mama de la leche materna; pero no se aprende con los años.
—Buenos cuadros, eh, Pepito. Mejores y más caros que los tuyos.
—Mejores y más caros que los míos.
—Tienes cojones, hay que reconocerlo.
Se encogió de hombros Salamanca, y recordó una frase, un refrán, que a veces repetía Carmen Arcoba, el ama de llaves de su madre cuando él era niño, y lo repitió en voz alta, haciendo sonreír, esta vez de verdad, al general Ramón María Narváez, grande de Francia y duque de Valencia.
—El dinero y los cojones... están para las ocasiones.
—Así me gusta, que no te me amilanes. Ya sabes de antemano que esta conversación no va a servir para una mierda, que Napoleón III, aunque yo fuese una hurí y le bailase encima de la vaina, no va a mover un dedo contra el Saboya en favor del papa.
—Por supuesto que no va a mover un dedo. Lo sabía incluso antes de que me lo dijese Eugenia.
—Y aun así has venido.
—Siempre me ha gustado charlar con los viejos amigos. Más aún si han tenido los redaños de dar el salto y convertirse en enemigos y hasta intentar fusilarme.
—Si te hubiese querido fusilar, Pepito, te habría fusilado, y estaríamos ahora hablando por telégrafo, tú en el cielo ese que tanto te interesa y yo tumbado aquí mismo. Te dejé escapar.
—Así lo he considerado siempre.
—Pero tenía que ponerte en tu sitio. Como negociante no te gana ni Dios, y que me perdone tu amadísimo Pío Nono por la frase, pero como político, apestabas.
—No lo creo yo...
—Ssshist...
Zzzhizt...
—Silencio, Pepito, que aún no he acabado de hablar. Te dejé comprar a Perro Chico, dejé que te largaras a Francia, que jugases al conductor de locomotoras, y te dejé vivir, porque en el fondo me caes simpático. Yo a ti no, ¿verdad?
—No demasiado.
—Fallo tuyo, zagal. Soy diez años mayor que tú y entras aquí presumiendo de viejo. No te enteras con quién estás hablando. No te has enterado jamás.
Salamanca se había incorporado sobre los cojines, la respiración entrecortada, el rostro tan rojo como cuando había alcanzado el último de los escalones que separaba el privilegiado palomar del general Ramón María Narváez de la vulgaridad del suelo.
—Te voy a dar una prueba. Has venido armado. Llevas una pistola o un puñal o algo, no sé, escondido en la cinturilla. No digas nada, que para mentir es mejor estar «callao». ¿Ves como te conozco? ¿Como te aprecio y te cuido? Me robaste una pequeña fortuna con el pretexto de la bolsa y te perdoné. Sigue callado. Sé que estabas jugando contra ti mismo utilizando un testaferro cuando nuestra sociedad perdió los cincuenta millones de reales.
—¿Y cómo puede saber eso?
—Lo que no sé, lo adivino. Igual que también sé que tu hombre de confianza te ofreció un plan para acabar con mi vida y tú te negaste a seguirle el juego. Desde aquel momento decidí cuidarte.
—¿Galán? ¿Tiene comprado a Galán?
Se rio de buena gana Narváez.
—Si lo compras tú, ¿por qué no podría hacerlo también otro? Como tu amiga Guy. Las putas hacen posturas de ballet para quien les enseña el dinero. Pero te estoy hablando de un tema en el que tú eres el máximo maestro.
—¿Galán?
—A Galán no lo toqué. Le tendí una trampa y picó; por uno de mis hombres le ofrecí la posibilidad de preparar una celada contra mí mismo. Se puso loco de contento, el muy cabrón. Pero tú le paraste los pies. Y ahí decidí que te iba a cuidar, que Pepito Salamanca iba a ser para mí no como un hijo, que sólo es un decenio lo que nos llevamos, pero sí como un hermano pequeño. Y te he cuidado. Te he cuidado muchas veces... Pepito.
No esperaba Salamanca el rumbo que estaba tomando la conversación. ¿Se estaba Narváez riendo de él o sincerándose?
—¿Y por qué no valía yo para la política? Si no le importa explicármelo.
—Verá vuesa merced. Un empresario es como un borracho, dale alcohol y será feliz. Hazle encargado de una taberna y la llevará a la ruina. Y eso es lo que estabas haciendo tú, usted, señor Salamanca, llevar la taberna que es España a la más negra ruina.
—¿Y el ferrocarril? ¿Y la deuda?
—Esos eran tus negocios. Tu vino. Y detrás de ellos ibas. No te importó hacerte amante de la reina cuando aún era mocita, y casarla con un inútil para poder seguir manipulándola.
—Yo siempre la defendí.
—Para que te diese vino. Como me vienes a ver a mí ahora. Para proteger los ferrocarriles que estás construyendo en los territorios pontificios, tu actual copa de vino. ¿No ves que no soy tu enemigo? ¿Que te he cuidado siempre? Y no sólo porque me caigas simpático. Es otra cosa.
No sé. Pero si te parece suspendemos ya la pelea ante los ojos del público.
—¿Qué quiere decir?
—Llámame de tú, hombre, no seas tan estirado porque hayas estudiado para abogado. Quiero decir que ahora nos damos la mano y cada vez que coincidamos en público, abrazote de machote a machote, ¡y tan amigos! ¿Te parece?
—Por mí, de acuerdo.
—Entonces, ¿sin rencores?
—Sin rencores.
—Pues háblame un poco de tu barrio. Yo no le voy a pedir al papa un cachito de cielo, que lo mismo va y me lo niega y tengo que invadirle el Vaticano, pero a ti sí puedo pedirte todavía algo.
—¿Una calle? ¿El nombre de una calle en mi barrio?
—Eres un tío listo. ¿Ves como yo sé lo que me hago? Pero no quiero una calle cualquiera. Has montado una escuadra en honor de los pintores Velázquez y Goya, tus favoritos, ¿verdad?
—Veo, Ramón, que estás muy bien informado.
—Siempre. Pues bien, la calle que quiero yo es la de abajo de Velázquez, la que desemboca en la Puerta de Alcalá. No me recordarán, ni a ti tampoco, en el futuro. La inmortalidad es para los cabrones afortunados como tu amigo Alejandro Dumas. Un imbécil se inventa tres espadachines imposibles...
—Cuatro.
—Cuatro espadachines imposibles, y ya el mundo le recordará durante los siglos de los siglos por ello. Tú traes el ferrocarril a España, yo me juego mil veces la vida por la reina y nuestro país, y como mucho podemos aspirar a un recuerdito. Tú a un barrio entero, que eres el rico, y yo, que soy el generalito, a una callecita.
—A una callecita que será la mejor y más señorial de mi barrio.
—Sí, ya sabes, Pepito. Nadie sabrá quién es Narváez dentro de cien años, pero me dará mucho gusto ahí, calentito entre las puercas llamas del infierno, escuchar como dos ganapanes quedan en una taberna, para emborracharse hasta perder el sentido, en Narváez 34 ó 25, o en Narváez esquina con Goya. Eso es lo que pido. Una frotadita pequeña a tu famoso anillo mágico que, como veo, sigues utilizando.
Salamanca cerró los ojos, se acarició la mano izquierda con la derecha y luego sopló, como si fuera un mago. Tanto él como Narváez rompieron a reír.
—Deseo concedido.
—He pedido que nos preparen una cena para seguir hablando. A su santidad le cuentas y le escribes lo que te salga de los huevos.
—Ya lo he hecho, mi querido general. Yo lo he hecho.