PARÍS
I
E
ra un buen momento para estar lejos de Madrid. El general O'Donnell, Leopoldo O'Donnell, se había levantado en armas contra el regente Espartero. Los partidarios de la madre de la futura reina Isabel II estaban echando el resto para lograr que regresase María Cristina al poder.
Salamanca se hallaba lo bastante seguro de que la sublevación no prosperaría, sobre todo porque los insurgentes carecían del apoyo táctico necesario para hacerse con el control de Madrid. En cualquier caso, y pendiente como estaba de lo que podría ser piedra angular para su futuro, la concesión de los estancos de la sal, era preferible no dejarse ver en demasía, pues tenía amigos en uno y otro bando y no debía decantarse a favor de ninguno.
Se felicitaba de haber sabido aprovechar la rampa de fuga que el encuentro con James Rothschild le había brindado. Era una delicia volver a estar en el camino, en movimiento. Con los ojos abiertos y la guardia alta como la de un gladiador que lucha por su vida, como hace cualquiera cuando es nuevo cuanto se va encontrando a su paso.
Y sin embargo, confirmado que «perfecto» sólo es una palabra que se encuentra en los diccionarios pero no en la vida, no lograba dejar de pensar que había sido un egoísta abandonando a su familia en un momento tan delicado, con su mujer encinta.
En más de una ocasión, durante las largas jornadas del viaje hasta París, se calificaba a sí mismo de irresponsable, y acariciaba, supersticioso y algo asustado, su anillo de la suerte.
—Tendría que haberlo dejado en el dedo de Tolita.
La responsabilidad eludida le mordía como una úlcera desde lo más profundo de las entrañas. ¿Por qué justo a él le había tocado ser él? A la sensación de fuga y libertad que le proporcionaba cabalgar hasta ocho horas en un sólo día, seguía la de encontrarse poco o nada cómodo dentro de su propia piel. A su familia no tenía por qué sucederle ningún percance. Manuel Galán, en quien confiaba de modo creciente, estaba con ellos para protegerlos. Le había dado orden de que los sacase de la ciudad al menor indicio de peligro. Pero era inevitable el pensamiento ocasional de que había dejado sin el amparo paterno al proyecto de hijo que Petronila llevaba en su seno.
Pero las nubes negras que oscurecían la mente de natural optimista de José de Salamanca fueron barridas por el viento hasta desaparecer en cuanto alcanzó su destino: París.
II
P
arís era, tal como le habían asegurado quienes ya la habían visitado y conocían, una ciudad extrañamente hermosa. La ciudad más hermosa. Y además de bonita y atractiva, era moderna. Cosmopolita. Rápida. Intensa.
En la legación española de la capital francesa presentó el poder plenipotenciario que le había firmado Pedro Surrá y Rull. Los funcionarios adscritos al organismo le acogieron con desigual mezcla de obsequiosidad y escepticismo. ¿Qué iba a lograr un aficionado, un simple diputado en Cortes que ni siquiera hablaba con soltura el idioma, que no hubiesen logrado ya ellos?
—Tendremos que poner a su disposición un intérprete.
—Mejor que sean dos.
—¿Perdón?
—Siempre es más práctico, cuando se negocia en otra lengua, decía Alejandro Magno, y lo repitió mucho después Julio César, contar con al menos el apoyo de dos intérpretes. Y no lo decían porque dudasen de la valía de ningún traductor concreto, como tampoco lo digo yo por ese motivo. Que no dudo de la pericia y eficacia de quienes ustedes me vayan a recomendar, sino porque es una estrategia para ganar tiempo, para pensar en lo que se debe responder so pretexto de no haber entendido algo con exactitud, en caso de que el interlocutor intente poner, a quien no habla su idioma, en un aprieto.
—Los círculos financieros no funcionan aquí como en Madrid, señor Salamanca. Y esto no es la guerra del Peloponeso ni la conquista de Egipto. Dicho sin ánimo de ofenderle.
—No me ofenden ustedes en manera alguna. Su profesionalidad y conocimiento del terreno están fuera de toda duda. Pero como los círculos financieros parisinos son muy diferentes a los madrileños es por lo que solicito dos intérpretes. Precisamente por eso. Ah, y tanto César como Alejandro en las guerras que ustedes se refieren llegaron a utilizar hasta una docena de intérpretes al mismo tiempo, y un doble filtro que ofrecía su versión al emperador de lo entendido por los traductores. Reseña César que nunca dos intérpretes interpretaron exactamente lo mismo.
III
P
odría haberse movido sin mayor problema en soledad, José de Salamanca. Las citas de Alejandro Magno y Julio César las había inventado, improvisado sobre la marcha, para la ocasión. Lo que de verdad guiaba su solicitud era el convencimiento de que la compañía o custodia de dos lacayos, acompañantes temerosos y complacientes, otorgan solemnidad e importancia a quien acompañan. Además prefería actuar en grupo, pues no pretendía —en la difícil misión que le habían encomendado— ni brillar en solitario, ni fracasar en solitario.
Nada dijo, sin embargo, a los representantes diplomáticos españoles en la capital francesa, del segundo documento que obraba en su poder. Como nada había dicho acerca del mismo al ministro de Hacienda. Se trataba de una carta de James Rothschild, firmada, sellada y escrita de su puño y letra. Por la misma avalaba personalmente a su portador, y subrayaba la calidad y completa autonomía del representante plenipotenciario del gobierno español. Sin esa carta difícilmente habría logrado en tan sólo una semana lo que en Madrid, a su regreso, se calificó como un auténtico milagro: la demora aceptada del pago de los cupones y la condonación de una parte de los créditos sobre la base de un arreglo justo.
Tampoco comentó, ni con los representantes de la legación en París, ni con los adscritos a la de Londres, que a James Rothschild le había llevado a España un segundo motivo. Motivo que guardaba Salamanca para él, pues era un as en la manga que de momento no era necesario poner en juego. Larga era la partida y tiempo tendría de utilizarlo en el futuro, si ambos vivían para verlo y contarlo.
Pero si las mañanas parisinas eran para visitar despachos y cerrar acuerdos y tender cabos hacia un futuro hipotético, las noches parisinas eran presente, magia y la posibilidad de conocer a personas que en la imaginación de Salamanca casi no lo eran, pues tal era su fama que más bien los tenía por personajes, por seres ficticios, tan ficticios como Athos, Porthos y Aramis.
—Quizá lo considere una extravagancia por mi parte, señor delegado, pero me gustaría mucho, si fuera posible, conocer al autor de El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros.
—¿Se refiere a monsieur Dumas? Nada más fácil. Déjelo en mis manos, y esta misma noche se lo presentaré.
IV
L
a noche en París era tan animada y bulliciosa como el día. Quizá incluso más. Teatros y cabarets anunciaban sus espectáculos en grandes carteles a todo color colgados de las fachadas; en las calles se alternaban vendedores de láminas y libros, picaros y sagrados, con quiromantes, adivinos, tragafuegos, locos, sastres, saltimbanquis, peluqueros, rabizas, charlatanes, curiosos y hasta domadores de pulgas invisibles.
—Señor, acérquese y toque. Mire qué telas traídas directamente desde Persia. Le durarán toda la vida aunque llegue a los cien años. Puedo hacerle una chaqueta a su medida en sólo dos horas. Un traje completo en cuatro.
—Los mejores filtros para curar el mal de amores. Amuletos para que jamás le abandone la fortuna. Protección contra el mal de ojo. Caballero, esta piedra perteneció al cardenal Richelieu y si la lleva consigo durante siete noches continuadas conseguirá cualquier cosa que se proponga.
—Esa mirada la he visto yo en sueños, eres mi príncipe, hace más de un año que espero en la calle, disfrazada de mujer de la vida, a que aparezcas. Y por fin estás aquí. No te cobraré nada, ven conmigo. Mi cuarto está muy cerca y desde la ventana se ve el Sena.
Salamanca por carácter, pero también porque los triunfos logrados por las mañanas le habían emborrachado tanto como las numerosas copas de vino y armañac ingeridas antes y después de la cena en la que celebraban su inminente partida hacia Londres, se paraba a charlar con saltimbanquis y estafadores, libreros y prostitutas, magos y mendigos. Compraba todo tipo de objetos y telas y perfumes y pociones, útiles o inútiles, con los que cargaba a los intérpretes y al representante de la delegación española en París, que intentaba disuadirle de la continua sangría y dispendio de doblones.
—Si lo prefiere pagaré con dinero español, los reales y los duros bailan con la misma facilidad que las monedas de cualquier otro país. Me encanta esta ciudad, ni siquiera es necesario hablar francés para que te entiendan.
—¿Quiere indicar con eso su excelencia que podemos mandar a los intérpretes a su casa?
—¿A mis queridos intérpretes? ¿Tan poco los aprecia usted? Para un día que se están divirtiendo, y usted quiere mandarlos a la soledad de su cama estrecha, como si no hubiese sucedido nada.
—Pero señor Salamanca...
—Nada, nada. Hasta que no encontremos al gran Alejandro Dumas aquí no se va nadie a su casa. Me lo ha prometido usted, ha dicho que sería sencillísimo y llevamos visitados tantos bistros, restaurantes y cafés que he perdido la cuenta.
—Pero señor Salamanca, en todos los lugares que hemos explorado conocían al señor Dumas, y se preciaban de contarlo entre sus clientes habituales. Resígnese. En otro viaje será, pero en este no. Acepte que, simplemente, no hemos tenido suerte.
—No creo en la suerte, querido delegado. Creo en la fe y en la persistencia. Nos han dicho que Alejandro Dumas está en la ciudad y que sale a pasear cada noche.
—Sí, pero eso no significa que vayamos a lograr encontrarlo.
—¿Cómo que no?
—Con todos los respetos, esta no es su ciudad natal, ni siquiera Madrid, que presume de tamaño e importancia, pero al lado de París es apenas un pueblecito. En París pueden vivir dos personas toda su vida y no llegar a encontrarse jamás.
—Tonterías. Tengo algo muy importante que preguntarle.
—¿Algo muy importante que preguntarle? ¿Relacionado con la misión que le ha traído aquí desde España?
—Mucho más importante. ¿Ha leído usted las aventuras de sus tres mosqueteros, verdad?
—No con detalle.
—Pues debe de ser el único alfabeto que haya dejado escapar semejante placer. Pero al menos sabrá quién es Porthos.
—¿Porthos?
Salamanca dejó de hablar y se acercó a un tenderete en el que una zíngara bailaba como si estuviese hipnotizada, ante la atenta mirada de un hombre calvo y de luengas barbas.
—¿Tienen filtros contra la ignorancia?
—Tenemos filtros contra todo.
—¿Y podrá darme algo para que este buen hombre sepa quién es Porthos? Mejor dicho, quién fue Porthos. Porque Porthos, señor mío... está muerto.
El delegado español estaba cansado, desconcertado y arrepentido de haber hecho una promesa, que se sabía incapaz de cumplir, al niño mimado que le había enviado el pérfido ministro Surrá. Su intención, al asegurarle que sería fácil encontrar a Alejandro Dumas era demostrar a su invitado que sus deseos no eran órdenes en ningún sitio, y que un triunfo concreto no significa que quien lo logra deba considerarse por siempre el amado de los dioses. Las gallinas no dan huevos de oro.
—Algunas gallinas sí dan huevos de oro.
El delegado español estuvo a punto de perder el conocimiento al escuchar de labios del hombre que vigilaba a la zíngara la réplica a la frase que acababa de ocupar su pensamiento.
Salamanca sonrió burlón. Podría haberle dicho al delegado que, cuando pensaba, movía los labios, y por lo tanto sus pensamientos eran tan fáciles de leer como las páginas de un libro. Pero no lo hizo. No lo hizo porque aquel idiota, cuyo nombre había tomado la decisión de no retener en su memoria ni para bien ni para mal —y por ello le llamaba delegado y no por su nombre o apellido—, ignoraba los detalles más elementales acerca del coloso nacido en Villers-Cotterêts en 1802, huérfano desde los cuatro años, escribiente del duque de Orleans y creador no sólo de los inmortales mosqueteros de la reina sino también del conde de Montecristo.
—No me encuentro muy bien.
—Ya veo que se ha puesto usted pálido, pero como acaba de decir este hombre, y lo ha dicho en español, algunas gallinas sí dan huevos de oro. Y sus palabras me han servido de inspiración, vamos a la casa dorada, a la Maison Dorée.
—Pero es imposible...
—No hay misión imposible para José de Salamanca. He nacido para conquistar el cielo y lo conquistaré. Y si no puedo conquistarlo, lo compraré. Tome, sabio lector de labios en mil lenguas, una onza de oro, que en nada perjudicará a las arcas de mi país una moneda más o menos, por muy magras que sean sus reservas en la actualidad.
—Gracias señor. Permítame que se lo agradezca y le regale durante esta noche la compañía de mi médium, musa y bailarina.
—Genial, que venga con nosotros. Vamos a la Maison Dorée. Y cuidado con no perder nada de lo que hemos comprado, señores intérpretes, o haré que el mismísimo regente Espartero, que es íntimo amigo mío, dé orden para que jamás se les permita volver a trabajar al servicio de nuestra maravillosa nación.
Un loco. El gobierno español le había enviado un demente. Tenía que librarse de él, alegar que se encontraba mal, mareado y enfermo...
—Para remediar el mareo y la sensación de debilidad, nada mejor que una buena carne en el restaurante adonde ha decidido su jefe que vayan todos.
El delegado miró con odio al calvo barbudo y charlatán que acababa de embolsarse una onza de oro, y con más odio todavía a Salamanca, que se doblaba de risa y se apoyaba, sin preocuparse de los puntos concretos en los que pudieran posarse sus manos, en el cuerpo grácil y rotundo de la bailarina. Tendría que resignarse. Al cabo era la última noche en la ciudad del niño bonito, ya tenía billete para las diligencias Laffite que le llevarían al día siguiente hasta Calais, camino de Dover y Londres.
—No piense en Dover ni en Londres, señor delegado. Y deje de meditar en voz alta, que perjudica la reputación de España. A ver si estos nobles señores van a ir diciendo por ahí que la regencia española nos ha colocado en la principal ciudad de Europa a un lerdo o a un borracho.
—Perdón...
—Está usted perdonado. E invitado. La carne, que al parecer tanta falta le hace para recuperar la compostura se la pago yo, en cuanto lleguemos a la Maison Dorée. Tengo el presentimiento, y es raro que fallen mis augurios, de que allí sí encontraremos a don Alejandro Dumas. Le informo, para aliviar un poco su ignorancia porque sanarle plenamente parece imposible, que he leído que declaró que no tuvo otro remedio que matar a Porthos, al gran Porthos, el más generoso y valiente de sus mosqueteros. Y más que una explicación por su parte lo que deseo es darle el pésame, pues comprendo su dolor.
V
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ero si esto está lleno de mesas de billar. ¿A Dumas le gusta el billar?
—No lo sé, señor Salamanca. Y voy a tener que disculparme, pero sigo sin encontrarme bien...
—Tonterías. Habrá diez o mil mesas de billar, pero esto es un restaurante y no puedo permitir que con el trabajo que le he dado y los desvelos sufridos por mi causa se vaya usted sin recuperar la energía. Un couteau sanglant y a continuación una partida a este juego que tan de moda parece estar por aquí. ¿Sabe usted manejar el taco, supongo?
—No señor.
—Tanto mejor, porque así estaremos en igualdad de condiciones. Yo tampoco. Vamos a buscar una mesa. Pasa medianoche, no creo que sea difícil encontrar una.
Pero en París, de noche, los relojes no funcionan. En Madrid en ese mismo momento quizá sería tarde, muy tarde, y sólo en algunos rincones reservados a conocedores podrían degustarse un cocido o un pescado o una carne. En el restaurante Maison Dorée, entre jugadores de billar y vestidos femeninos de balcones generosísimos, había quien estaba cenando a la una de la noche, pero también quien estaba almorzando o hasta desayunando.
—¿No quiere usted regalarle un retrato a la bella señorita que le acompaña? ¿O un bosquejo rápido del grupo entero? Son sólo diez minutos, veinte si lo prefiere en color.
—Retrate a la señorita, así me llevaré su hermosa figura de recuerdo a casa.
—¿Carboncillo o color, monsieur?
—Color, mesié el artista. Color, por supuesto.
Una voz entre seria y zumbona se impuso al bullicio y alcanzó los oídos ebrios y felices de José de Salamanca.
—Haze uztez mal en pagar un retrato. Por un poquito maz podría llevarze a la zeñorita entera.
—Vaya, un español. Eso sí que es un regalo de la fortuna. Permítame presentarme...
—Sé quién es usted.
—¿En serio? ¿Ya me he hecho famoso en París?
Se rio estruendosamente el inesperado interlocutor.
—Oribe, el brigadier que le acompaña me ha dicho su nombre. Y también que pretende encontrar a Alejandro Dumas. A veces viene, pero hoy no está aquí. Permítame que me presente. Soy el general Ramón María Narváez. No se ponga nervioso. Es cierto que no soy partidario del regente actual, sino de María Cristina. Pero estoy al tanto de que a ambos les une una excelente amistad, se quedaría sorprendido si supiese lo bien que habla de usted. Y con gran frecuencia. Pero le veo nervioso. Tranquilo hombre, deje de darle vueltas a ese anillo que lleva en la falange, que aquí no vamos a hacerle magiaz malaz de ningún tipo.
José de Salamanca sintió que se le helaba la sangre. Que el río rojo dejaba de circular por sus venas y se cristalizaba como cuando el cólera morbo estuvo a punto de hacer que lo enterrasen vivo. Había oído hablar de ese general, diez años mayor que él, diez centímetros más bajo y cien veces más duro, ambicioso y despiadado; se decía del general Narváez que había hecho fusilar a un hombre porque se atrevió a realizar en voz alta un comentario jocoso sobre su forma de hablar: su hábito o inhabilidad al pronunciar la letra ese como si fuera una zeta.
—Hagan el favor de sentarse a mi mesa. Son mis invitados.
—Se lo agradezco, general, pero ya nos retirábamos. Mañana me espera un largo viaje, y el señor delegado está cansado. ¿Verdad, señor delegado?
—Sí, la verdad es que no me iría mal retirarme.
—Perdonen, pero insisto. Además acaban de encargar un retrato de esta bella señorita que les acompaña, y que me aventuro a suponer no es su mujer, ¿verdad, amigo Salamanca? Tomemos al menos una copa a la salud de María Cristina, nuestra reina y amiga, mientras esperamos a que acabe su trabajo el artista. Charlaremos, nos conoceremos todos un poco mejor, y luego nos recogeremos como la gente de buena ley que se nota somos todos. No me haga el feo, señor Zalamanca, se lo ruego. Siéntese a mi meza, amigo mío. Tengo el presentimiento de que juntos haremos historia.