BAILA, BAILA, BAILARINA
I
L
a experiencia le había enseñado que cuando se paga a alguien, un empleado, un socio o una amante, mucho más de lo que realmente vale, quien recibe el dinero, el empleado, el socio o la amante, acaba por creerse que de verdad se merece lo que cobra, que se le está pagando lo justo por su valía y méritos; y al poco hasta pedirá un aumento de sueldo. Y no sólo eso, resulta casi inevitable que se acostumbre a subir la nariz para alejar el olfato de la pasada pobreza, e incluso llegará a atreverse a mirar por encima del hombro a quien le estaba más mimando que pagando.
Esa era la razón por la que Salamanca ponía el máximo cuidado en controlar el dinero que Guy Stephan recibía por sus actuaciones en el Teatro Circo. Se trataba de un equilibrio delicado, difícil de mantener. Porque a Guy la punta de la nariz le tendía a la verticalidad de forma casi natural.
—Me he enterado, por uno de esos señores feos y arrugados que llamáis contables, que monsieur Barrantz gana más dinero que yo. Lo encuentro inaceptable. ¿Cómo es posible, mon chéri, que nadie gane más que la estrella del espectáculo? Es a mí a quien acude a ver la gente cada noche.
A veces Salamanca estaba de humor, y se molestaba en explicarle a su amante que el Teatro Circo perdía dinero a espuertas, que no había ni un solo sueldo, ni el de Guy ni el del director ni el de los acomodadores, que no saliese de su bolsillo.
—No es necesario que te recuerde cuánto he hecho, y aún haré por ti, si continúas mereciéndotelo.
II
P
ero Guy Stephan ya había comenzado a olvidar. A olvidar que se vendía al primer postor en las calles de París, que había sido una moza de taberna, una vendedora de vinos, que sus éxitos de antes de llegar a Madrid, en Londres y París, eran imaginarios. De hecho había hablado tantas veces de sus actuaciones ante la reina Victoria que llegaba a escuchar, como un recuerdo auténtico, los aplausos que le dedicaba la soberana. «Me aplaudía tanto que seguro acababan por dolerle las manos».
—Si tú no quieres pagarme mejor, José, habrá quien quiera hacerlo.
Era en esas ocasiones cuando Salamanca ni siquiera respondía. Abandonaba sin despedirse el cómodo piso que había alquilado para su amante francesa a pocos minutos de su propia casa y no volvía a regresar hasta pasados varios días. Lo hacía, siempre, con una joya o un perfume carísimo, la palabra más amable en la boca, y la rienda corta, firmemente sujeta entre sus dedos.
Estaba al tanto de que Guy recibía, al menos una vez a la semana, un ramo de rosas rojas de un admirador. Un ramo y una nota sin firmar. Pero no era necesaria ninguna firma para saber que era Narváez quien enviaba las rosas a su protegida; y más que su protegida: su creación. Y también era Narváez quien le envenenaba a la bella parisina los oídos con la promesa de que la contrataría como primera figura para el Teatro Real, de cuyo control se jactaba, y que en muy breve plazo abriría sus puertas al público.
Por ello, hombre prevenido vale por dos, Salamanca había encargado a Manuel Galán que tuviese un hombre día y noche apostado en la puerta del edificio donde residía la bella, para que vigilase las entradas y salidas que se produjeran en el domicilio de mademoiselle Stephan. No le guiaban desde luego, como algunos hubieran podido pensar, los celos, sino simplemente la prudencia. Si Narváez descubría la gran farsa que había articulado en torno a la bailarina, la falacia de su fama pretérita, lo habría utilizado para ridiculizarlo y hacerle perder crédito y credibilidad en los círculos que ambos frecuentaban. Por no hablar de la posibilidad de que filtrase la historia a algún periodista y saliese publicada. No podía permitírselo.
III
E
n alguna ocasión, y cuando la bailarina desbarraba en exceso y al acudir a visitarla José de Salamanca la hallaba al borde de la demencia a causa de los excesos en la ingesta de alcohol, había llegado a considerar la posibilidad de deshacerse de Guy. Sustituirla por otra habría sido labor sencilla, y lo sería aún más cuando el Teatro Circo hubiese sido remodelado por completo. Pero aunque como bailarina, y a pesar de la fama creciente que iba adquiriendo, Guy Stephan no fuese gran cosa, como amante no tenía rival; ni sobria ni embriagada. Era imaginativa como un demontre, tan complaciente como esquiva, capaz de las mayores perversiones y de las más deliciosas ingenuidades, una mezcla de niña y de mujer fatal que resultaba igual de seductora en cualquiera de los puntos del espectro. Era, resumiendo, el complemento perfecto para un hombre como él.
Y mientras lo siguiera siendo, Salamanca acarició con suavidad el anillo que le protegía de lo humano y lo divino, mantendría a Guy Stephan a su lado. Mientras siguiera siendo su complemento perfecto. Y él tuviese ganas de sentirse complementado.
IV
-¿N
o te habrás enamorado en verdad de esa bailarina, mi querido Salamanca? Le prestas demasiada atención. Hasta la traes del brazo a mis salones con la misma naturalidad que si se tratase de tu propia esposa.
—A mi amadísima señora, bien lo sabes tú, no le prueba salir por las noches. Es de costumbres caseras. Le gusta levantarse temprano y acostarse temprano. A Guy la llevo del brazo porque es parte de mi trabajo como propietario del teatro. Me conviene que se la vea, que nadie la olvide.
—¿Y también eres tú quien decide cómo debe vestirse, por no decir desnudarse? Me sorprende, debo de confesártelo. Yo había atribuido esos escotes exagerados y la espalda desnuda a su desvergüenza natural, y no a tu capricho.
—Los artistas no tienen por qué regirse por las mismas normas que los burgueses. Son gente libre. Visten como les da la gana, y viven como les place.
—Ni siquiera te has fijado en un detalle, Jo-sé.
—Claro que me he fijado, mi amada María.
—¿Ah sí? Y dime cuál es, si puede saberse.
—La sortija.
Le cogió la mano derecha y la subió hasta la altura de sus ojos.
—Llevas mi sortija de las serpientes.
—Te recuerdo que fue mi marido quien me la regaló, aunque tú se la dieses a él primero.
—No, mi amor imposible, no. Esa no es la sortija que llevas, es la otra que te di en secreto. La melliza de la que te regaló tu marido. La vi por primera vez en tu dedo el día que debutó Guy en Madrid, y desde entonces la he visto en tu mano con bastante frecuencia. Te favorecen, por cierto, sus destellos más azules que rosados.
—¿Y no te has preguntado por qué, el motivo del cambio?
—No.
—Eres un arrogante. Un arrogante y un engreído, Jo-sé.