LA SEGUNDA MUERTE DE JOSÉ DE SALAMANCA
I
T
ras una noche en vela lo habitual es pasar la vigilia soñando con encontrar un colchón, pero a Salamanca el único colchón que le habría devuelto la paz habría sido el cadáver de Narváez. Hasta se arrepintió de no haber hecho caso de las negras ideas de Manuel Galán, y no haberle tendido una emboscada mortal al «general de las zetas», cuando aún había oportunidad para ello. La luz del día le devolvió el deseo de luchar. Se lavó y cambió de ropa y se dirigió a las oficinas en las que se centralizaban todas las actividades relacionadas con la construcción de la línea del ferrocarril Madrid-Aranjuez. Sus empleados, sabedores de lo sucedido, le saludaron con un aplauso, como si acabase de entrar en el escenario de su Teatro Circo, y Salamanca, que jamás decepcionaba a su público, hizo su monólogo sin titubear ni perder el control de sí mismo.
—Heme aquí de nuevo. Mi buen amigo, el general Narváez, sabedor de que si seguía dedicándome a la política y descuidando mis negocios terminaría en la ruina, me ha hecho el favor de exonerarme de tal peso. Si llego a continuar otro trimestre como ministro habría terminado por verme obligado a pedir limosna; o a solicitar mi reposición en la alcaldía de Monóvar. Así que, señores, gracias por su recibimiento. Pero lo que necesito ahora no son aplausos ni palabras, sino acción. ¡A trabajar al máximo! Tenemos que recuperar los meses perdidos.
II
N
arváez, para demostrar su poder y lograr que todas las miradas convergiesen sobre él y advirtiesen de lo que era capaz, se permitió un espectacular golpe de efecto al hacerse cargo del gobierno: comenzó su mandato dando la orden de cerrar las Cortes.
—Hasta el 15 de noviembre, y para celebrar mi nombramiento, concedo a los señores diputados unas largas y merecidas vacaciones.
A continuación dejó sin efecto el decreto del anterior ministro de Gobernación, Patricio de la Escosura. El decreto de creación de los gobernadores civiles con el que habían intentado quitar peso en la vida política a los militares, y que logró únicamente el efecto contrario: reagrupar a los soldados.
Pero la reagrupación no duraría mucho. En cuanto el enemigo común, Salamanca y su decreto, fuese públicamente derrotado y eliminado y barrido, los militares volverían a dividirse. Y había un general, en particular, que preocupaba a Ramón María Narváez. Y ese general no era otro que Francisco Serrano; demasiado próximo a la reina, demasiado ambicioso, demasiado informado sobre lo que sucedía en la corte y fuera de ella.
—Ya sé, mi general, que no es el destino en el que había usted puesto sus anhelos, y le prometo resarcirle en cuanto las aguas se hayan apaciguado del pequeño sacrificio que le pido.
—¿Dónde pretende enviarme? ¿A África o aún más lejos?
—No se me altere, compañero, que no se trata de un destierro, sino de una pequeña maniobra de entretenimiento. Le he buscado un sitio cómodo en el que vivirá usted como un «pequeño rey».
Se guaseaba de él Narváez; un pequeño rey, cuando había estado a punto de ser el rey más grande.
—¿Dónde se me destina?
Repitió la pregunta para acortar el disfrute de su enemigo de décadas, amigo de unas pocas semanas, y enemigo de nuevo, en cuanto había logrado lo que buscaba.
—Será usted enviado a Granada, al mando de la capitanía general. No puedo hacer más.
—Claro que puede.
—Le aseguro que no, mi general. Ya he desterrado a José Mirall, el bellaco cuentacuentos y cantante que pretendía disputarle su posición ante la reina.
—Sólo fue un instrumento para neutralizar mi influencia utilizado por su amigo Salamanca. Es a él a quien debería despedir o desterrar. Pero claro, los negocios son los negocios, y un amigo...
—Le aseguro que Salamanca no es amigo mío, mi general. Pronto podrá comprobarlo con absoluta certeza.
Y no es por su interés, ni por el de ningún particular, por el que deberá usted partir mañana hacia Granada para ocuparse de la capitanía general.
—¿Mañana?
—Mañana, porque sería precipitado obligarle a marcharse hoy mismo.
—General Narváez, no me gustan sus maneras. Le recuerdo que sin mi apoyo no estaría ahora en posición de darme órdenes de ningún tipo.
—Le agradezco el apoyo, ya se lo he dicho. Pero su presencia impide la reconciliación de doña Isabel y don Francisco de Asís.
—Ese...
—Por favor, general, guárdese sus opiniones para usted mismo. Está usted hablando de nuestro rey, su majestad don Francisco de Asís de Borbón.
Mejor le había ido a Francisco Serrano en la época que administraba el poder, a veces desde la luz y otras desde la sombra, Salamanca. Pero el empresario había sido quien cavase su propia tumba, con aquel decreto absurdo y la burda maniobra de interponer a un pelele entre él y la reina. Ya le haría pagar por ello. Aunque quizá no fuera necesario. Narváez parecía decidido a dejar escarmentado definitivamente al abogado. En ocasiones lo mejor es dejar estar las cosas, no forzar soluciones, ni insistir, hasta quedarse sin piel en los nudillos, golpeando la indiferencia de las puertas.
Se cuadró Serrano, militarmente.
—Mañana al alba partiré para Granada en cumplimiento de sus instrucciones. Larga vida a usted y a nuestros reyes.
Entrechocó los tacones y dejó al general Ramón María Narváez, duque de Valencia, en la grandiosidad de su recuperado despacho, solo y henchido de sí mismo, otra vez intocable e incontestable; de nuevo: el amo.
III
N
ada puede el optimismo, ningún hecho ni milagro, si la realidad decide obrar en sentido contrario. Y menos hechos y milagros puede aún lograr ese optimismo si es impostado y fingido. Los negocios del exministro de Hacienda comenzaron a hundirse uno tras otro. La crisis financiera que afectaba a Europa no ayudaba a reflotarlos, pero el verdadero problema era la credibilidad de Salamanca; se había esfumado, y quienes antes le apoyaban y otorgaban crédito ilimitado ahora le ofrecían la espalda.
A duras penas consiguió mantener abiertas las oficinas del ferrocarril de Aranjuez. El proyecto era ya una realidad, las obras de explanación, terraplenes y desmontes se hallaban casi concluidas, y las de puentes, pontones y alcantarillas iban muy avanzadas. Pero no había dinero. No había dinero para pagar siquiera a los guardas encargados de proteger las máquinas y herramientas guardadas en sus correspondientes almacenes.
—Tendríamos que comenzar a despedir gente, Pepe.
—Si hacemos eso estamos acabados. No hablo sólo de los ingenieros, hasta el último peón nos es imprescindible ahora mismo. Y si paramos... quizá ya nunca podamos volver a intentarlo. Hay que buscar dinero.
Serafín Estébanez Calderón miró con tristeza a su cuñado. Le conocía demasiado bien para saber que su empuje era falso, que en realidad no veía salida por ningún hueco, tal vez porque no la había, y que además no había recuperado el dominio de sí mismo, seguía obsesionado con Narváez.
Y acertaba su cuñado Serafín, el Solitario. Con justa y lógica razón seguía José de Salamanca y Mayol obsesionado.
IV
D
urante un mes y medio estuvo José de Salamanca soportando los golpes, el continuo ataque al que le sometieron los diputados Ríos Rosas y Tejada, siguiendo instrucciones del presidente Narváez. Amado enemigo.
Hasta el 31 de diciembre se mantuvo incólume, aguantando los ataques verbales, desmintiendo acusaciones, algunas bien y justamente fundadas, otras puro fuego de artificio. Pero era evidente que llevaba las de perder, un hombre solo, por muy grande que fuese su facilidad de palabra, su capacidad de oratoria, nada podía contra un hemiciclo entero orquestado para lograr que jamás volviera a ser el gran triunfador de antaño.
Tenía cuatro días para recuperarse, cuatro días antes de que las Cortes inaugurasen el nuevo año. Cuatro días para estar en familia y dejarse cuidar por su mujer, Tolita, quien en ningún momento le falló ni dejó que de sus labios saliesen palabras de reproche o un justificado «ya te lo había advertido». Cuatro días para estar con sus hijos y recomponerse. Cuatro días en los que no sólo no se rehízo, sino que se derrumbó. La tensión soportada. Por primera vez hasta donde le alcanzaba la memoria, con la excepción de lo acontecido en Monóvar, cayó tan enfermo que ni siquiera le llegaban las fuerzas para levantarse de la cama.
Y llegó el día 5. El día 5 de enero de 1848.
—Tengo que ir al Congreso.
—Pero José, no estás en condiciones. El médico ha dicho que debes guardar cama al menos durante una semana más.
—El médico no es consciente de que debo defender el poco crédito que me resta, si falto hasta la reputación de luchador que aún mantengo desaparecerá para siempre. Nadie va a pelear por mí en las Cortes si no estoy presente, nadie va a levantar un dedo para desviar o parar las acusaciones. Dependo sólo de mí mismo. Te quiero, Petronila, y te agradezco cómo te estás portando, pero aunque sea para morir, me voy a levantar y acudiré al Congreso.
No tenía costumbre su marido, lo sabía Petronila Livermore mejor que nadie, de utilizar expresiones como «te quiero». Y se lo había dicho porque era consciente de que la derrota era prácticamente inevitable, de que se hallaba demasiado débil para soportar sin quebranto el castigo implacable que le aguardaba en el hemiciclo.
—Dejarás por lo menos que te acompañe Serafín, ¿verdad?
—Si él está dispuesto...
—Lo está. Te espera en el salón. Él ya imaginaba cómo ibas a reaccionar.
—¿Y Manuel?
—Manuel Galán está con él. Os llevará a los dos y te estará vigilando desde los asientos reservados al público por si necesitas de sus servicios.
«Lo que necesitaría es que Manuel tuviese un ejército de arqueros capaz de atravesar el corazón de mis jueces y verdugos».
—Ayúdame a vestirme. Y dame el frasco del coñac. Un poco de calor en el estómago me vendrá bien para quemar el frío que me come por dentro.
V
S
e oyó un rumor creciente de murmullos cuando José de Salamanca y Mayol, entró en el Palacio del Congreso. Algunas manos se acercaron para estrechar las suyas, pero eran manos protegidas por guantes bien tupidos. Algunas voces se interesaron por su estado de salud, pero el interés era más baile social que preocupación real. Algunos inocentes le desearon suerte, pero ni el más ingenuo llegó a pensar que realmente fuese a disfrutar del apoyo de la fortuna. Y todos los ojos lo miraban, encendidos, cuando ocupó su escaño. Todos los ojos. Todos, deseando ver correr la sangre del semidiós caído.
VI
-E
xaminados los cinco expedientes abiertos contra el diputado don José de Salamanca, se derivan cargos de tal importancia que resulta imposible para esta cámara la dispensa de solicitar la apertura de procedimientos para determinar las penas, y sus correspondientes responsabilidades concretas. Está en juego el prestigio del poder político de nuestro país. Esperamos que el señor Salamanca será sincero y admitirá sus errores, cuando lo hayan sido, y la ilegalidad de sus acciones, si así se demuestra.
Escuchó el río de voces durante horas, imposible para José de Salamanca medirlas, saber si eran dos o cinco, si las inculpaciones leídas ocupaban seis o seiscientos renglones. Caían las acusaciones sobre él con voz monótona, de plomo. Cuando intentaba interrumpir, explicar, defenderse, la campanilla del presidente le recordaba su obligación de guardar silencio, de respetar la sagrada mordaza del reglamento.
El ataque se centró en el modo en que se había aprovechado de la generosidad e inocencia de la reina. Tuvo que escuchar cómo se insinuaba su relación carnal con ella, lo que había logrado aprovechando la ingenuidad de la monarca: que se le regalasen a la compañía de ferrocarril los terrenos del patrimonio real por los que iban a pasar las vías. Oyó su nombre seguido de los insultos más despectivos. Y comprobó que nadie parecía indignarse al escuchar las palabras con las que pretendían crucificarle, que nadie creía en su inocencia. Y le costó ser capaz de seguir creyéndose inocente. ¿Había abusado de la inexperiencia de una niña? ¿Había usado y abusado de su reina?
Cuando por fin le dejaron hablar ya estaba extenuado y exhausto, apenas podía mantenerse erguido en el asiento; temblaba.
—Entré rico en el gabinete, sus señorías. Cuando ocupé el ministerio de Hacienda era millonario, y ahora estoy al borde de la pobreza. ¿Nada significa eso para sus mercedes?
Silencio. Sólo un silencio helado. Distante. Desafecto. Nada significaba para nadie la pobreza o riqueza del diputado. Nada importaba a nadie cuán poderoso hubiese sido en el pasado. Nada valía ya en el presente lo que antaño había sido prometedor futuro.
Luchó todavía Salamanca, para que la votación sobre su culpabilidad o inocencia fuese secreta. Solicitó que la sesión de Cortes dejase de ser a puertas abiertas y continuase siendo privada e interna.
Buscó el apoyo de cualquiera, incluso el de Narváez, sentado en la cabecera del banco que ocupaba el gobierno, y se encontró únicamente con su tensa y delgada sonrisa. «A ver si me puedes robar ahora. A ver si puedes desterrarme a París ahora. A ver quién es más fuerte, gallito».
Pero aún le quedaba a José de Salamanca soportar lo peor. El más duro y despiadado de los oradores de la Cámara, aquel que jamás fallaba cuando disparaba a cualquier parte del cuerpo: la cabeza, el corazón, o simple y más cruelmente las rodillas; el marqués de Pidal.
El marqués de Pidal cargó con toda su artillería. Utilizó bulos y rumores, citó de memoria párrafos de libelos aparecidos en diarios y panfletos, y hasta se permitió la chanza de entonar el párrafo de la canción que le dedicaran cuando fue nombrado ministro de Hacienda.
¿Quién juega con nuestra Hacienda,
a la brisca y a la banca?
Salamanca.
—¿Van a permitir sus señorías que este villano, un delincuente de guante blanco, siga jugando con los dineros de España, riéndose de todos nosotros?
No le quedaban fuerzas a José de Salamanca para aguantar el embate de Pidal.
Se puso en pie. La voz era apenas un balbuceo ininteligible, siquiera para él mismo.
—Mi honor...
Y entonces el alma pareció abandonar su cuerpo. Se le dobló la cabeza hacia un lado, le fallaron las piernas y cayó al suelo.
—¡Dios mío! No tiene pulso.
—¿Cómo que no tiene pulso?
—Pínchenle con un alfiler.
—Otra vez, vamos, otra vez.
—Es inútil, está muerto. Salamanca ha muerto.
Sí, José de Salamanca había muerto.
VII
E
n ese momento, y desde los bancos destinados al público, una figura oculta tras el embozo de su capa saltó al centro del hemiciclo y se abrió paso con determinación, sin ahorrar patadas, golpes y codazos a quien intentaba interponerse en su camino o simplemente se hallaba en él, hasta que consiguió llegar adonde José de Salamanca y Mayol había caído. Donde yacía muerto.
Trataban todavía varias personas de reanimarlo, pero el embozado los apartó sin miramientos. Y cuando alguien intentó impedir que continuase con su extraño proceder sacó una daga y miró a quienes le rodeaban con intención. Dispuesto a todo. A absolutamente todo.
—Déjenme hacer. Yo sé. ¡Yo sé!
Arrojó un puñado de monedas al aire. Cayeron en desordenada sinfonía. Música. Cualquiera podía escucharla, pues se había hecho el silencio. La música del dinero.
Entonces el hombre se agachó sobre Salamanca, lo cogió de una mano y con violencia le abrió los dedos, para arrancarle el anillo. Y el anillo salió hasta la mitad del dedo, y luego el dedo se dobló, y los ojos de José de Salamanca se abrieron. Se abrieron de par en par. Los ojos. Llenos de furia. De furia e indignación.
—¡Malditos miserables! ¡Ladrones! ¡No voy a permitir que me roben! ¡No voy a permitir que me roben mis criados! ¡A mí no! A mí ¡¡¡no!!!
Entonces José de Salamanca descubrió e identificó la cara del hombre que le había salvado. Que por segunda vez le había salvado la vida. O despertado de la muerte. Aunque fuese una muerte falsa. Manuel Hernández. Manuel Galán.
—Manuel, bribón.
Y en la sala, asombrada y silenciosa, retumbaron las carcajadas histéricas de un hombre que parecía haber perdido por completo el juicio y la capacidad de entendimiento; la propia razón.