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El aburrimiento amilana la senectud y corrompe la juventud». He leído muchas veces esa sentencia, escrita en una lápida pequeña, escondida en un perdido rincón junto a la vereda que discurre entre los setos de una fragosa pendiente del Aventino. Cuando me topé por primera vez con ella, pensé inevitablemente en aquello que los romanos antiguos llamaron el «taedium vitae», tan propio de los patricios de entonces; esos hombres y mujeres delicados que vivían en la abundancia y el lujo, sin más problemas que el paso tranquilo de la existencia; sin tener que hacer frente a ninguna adversidad, ninguna inquietud; sin mayor ajetreo que el circo, los banquetes, las reuniones con los amigos, las fiestas, la contemplación del arte, las charlas, los paseos y el empalago de no hacer nada… No obstante, «tedio» resulta para los moralizadores clásicos una palabra espantosa y justamente aborrecida. ¿Cuántos remedios no habrá inventado el ser humano para combatirlo? Séneca lo definió como una «náusea», y los primeros cristianos lo denominaron «acidia», que acabó derivando en el pecado de pereza. A parte de ese tedio fundamental, al que la antigua medicina llamaba hipocondría, hay otras clases de ese tipo de mal generadas por circunstancias especiales de la vida y que, en consecuencia, tienen una existencia pasajera: desaparecen con la causa que le dio origen. En su largo poema didáctico Dē rērum natūra (Sobre la naturaleza de las cosas), Lucrecio arguye que los hombres se hunden en el fastidium por un terror infundado, pueril, a la muerte, y por ignorar una filosofía que les pueda proporcionar serenidad; por eso aconseja el sabio emplearse en comprender que el ciclo que cierran la vida y la muerte es algo natural, que no debe infundir temor. Ya que, por más que trate de huir a causa de sus miedos, el fastidiado no encontrará remedio a su mal. Donde quiera que vaya, todo se parecerá a todo. Por aquello de nihil novi: no hay nada nuevo. El que huye lleva consigo su ser…

Klémens en realidad había huido. Más tarde llegué a comprenderlo por pura lógica. Yo, en cambio, al ingresar en la cancillería, aunque había alcanzado lo que muchos deseaban, en realidad seguía preso.

Empezaba mi época oscura. Así le llamo al período que transcurrió desde que ingresé como escribiente en el palacio. Aunque, a decir verdad, en un primer momento todo resultaba para mí tan nuevo, tan desconocido, que apenas me percataba de cuanto sucedía a mi alrededor. Pero, cuando empecé a darme cuenta de que aquel oficio era una pura rutina, el tiempo pasaba ya de manera extraña, como si cada día fuese siempre el mismo día y cada jornada de trabajo la misma jornada.

En las oficinas trabajábamos más de quinientos funcionarios. En sustancia, según me fui enterando, continuaba la tradición de los consejos, como en los tiempos de Bizancio, cuando mis antepasados ya desempeñaban allí sus funciones. Aunque los consejeros iban adquiriendo cada vez mayor ascendencia árabe tribal. No solo el califa se rodeaba de ellos, sino también los jefes territoriales de las diversas provincias. En su reinado Muawiya creó dos consejos, que le ayudaban en la centralización del califato: el Diwan alKhatam, al que vengo denominando «cancillería», y el Barido, «servicio de mensajeros», que traía y llevaba las comunicaciones oficiales dentro del califato. Mi labor era tan sencilla como aburrida: inscribir la anotación en los cuadernos de registro, con detalle, fecha y especificación, cada vez que se hacía uso del sello de la tesorería que administraba mi primo Joannis Crisorroas. Porque, antes de ser sellado y expedido, todo documento debía ser registrado por escribanos especializados, tanto en un diwan como en el otro. Aquellos registros servían para el control de los derechos del sello, devengados por la expedición de los pliegos, licencias, cartas y demás cuestiones encargadas a los oficiales. Ya desde la gobernación de Bizancio a estos sellos se les llamaba sphragis, en griego, y también boulla, por la antigua palabra latina que designaba un objeto metálico redondeado y macizo, para hacer referencia al utensilio de oro, plata o plomo, según su importancia, que se usaba para sellar. Como se comprenderá, esta rutinaria práctica requería únicamente atención y probidad, pues de ella dependía el que hubiera concordancia entre los ingresos reales y los registros, que era la gran responsabilidad que recaía sobre el cargo de mi primo. Y por eso él me advirtió desde un primer momento de la necesidad de ser veraz. Pero, para mí, aquella tarea resultó decepcionante. No sé qué me había imaginado sobre lo que era trabajar en la cancillería.

Durante aquellos primeros días, Crisorroas me contó muchísimas cosas. Aunque no fue en las dependencias del palacio, donde habitualmente estábamos en silencio, sino más tarde, mientras regresábamos a casa; en parte por pasar el tiempo, supongo, en parte para exponer a su manera las razones por las que en un principio se había resistido a llevarme al oficio. Me dijo que, en los tiempos que siguieron a la muerte de Muawiya, su padre sufrió mucho. Cada domingo, después de la misa, se sentaba bajo la palmera del jardín y lloraba amargado después de rezar. El viejo se lamentaba porque las iglesias estaban casi vacías y porque empezaba a ver que casi todos los feligreses eran viudas y huérfanos. La comunidad cristiana de Bab Tuma estaba ya en decadencia. Las tumbas que rodeaban la antigua basílica de Santis Joannes se veían abandonadas y una nube de pesadumbre envolvía la vida de los cristianos de Damasco. A partir de entonces nada iba a ser ya igual. A pesar de ello, todavía los obispos y los presbíteros predicaban cada domingo sobre la justicia divina manifestada en todas las cosas. Aquello desgarraba su corazón y hacía suspirar a las viejas. No lo soportaba.

Después de contarme estas cosas y otras semejantes, mi primo me aleccionaba sobre la necesidad de ser fuertes y no perder jamás la confianza. Cierto es que él alcanzaba, con fe, a ver más allá… Pero, para quien todavía no había cumplido los veinte años, resultaba difícil sustraerse a un cierto deseo de rebeldía, cuando no de duda e incredulidad.

En cierta ocasión, reuní el valor necesario para preguntarle si nuestros abuelos habían llegado alguna vez a considerar la posibilidad de levantarse contra los sarracenos. Él me miró con una expresión extraña; lo cual me convenció de que, efectivamente, desde el pacto de Omar habían permanecido sumisos como ovejas. Eso y el hecho de que en un rincón de nuestra casa estuviera colgado un retrato funerario de mi abuelo Mansur ibn Sarjun alTaghlibi, pintado en su vejez. La pintura antigua mostraba a un anciano de barba puntiaguda, con una mirada lánguida y resignada; nada en él ayudaba a imaginar que por sus venas corría la sangre de la arcaica y guerrera raza de los hombres del gran Alejandro.