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Roma

El campamento de los godos de Hispania estaba a una milla de la muralla, junto a la vía Appia, en una zona de antiguas villas en ruinas; un paraje umbrío, húmedo y saturado de frondosidades, donde corre un arroyo y manan un par de fuentes limpias. Desde la distancia, se veían clarear entre los árboles las lonas de las tiendas de campaña y el humo de las hogueras ascendiendo. En los alrededores, desparramados en los prados y a los lados de la vieja calzada flanqueada por cipreses, se amontonaba la leña puesta a secar, los escombros, las basuras y los excrementos de personas y animales. Una empalizada a medio construir y un arco hecho con mimbres trenzados servía de puerta a la pobre aldea improvisada en un claro del bosque, desde donde se divisaban a lo lejos los muros de Roma, las torres, los altos edificios y las colinas rematadas por blancas y solemnes construcciones. Cerca pululaban ya los mercachifles, buscavidas y oportunistas que acudían a sacar provecho cada día de los refugiados. No paraban de llegar borricos con alforjas cargadas de castañas, panes, legumbres y frutas, pregonadas a gritos por los quincalleros; y fisgones que sencillamente se quedaban a distancia para curiosear los movimientos de los extranjeros.

Descabalgué y me acerqué a la rudimentaria puerta y les dije a los hombres que la vigilaban que venía enviado por el papa Constantinus. El guardia le dijo algo a un joven y este echó a correr como enloquecido a través de los arbustos; de vez en cuando tropezaba, caía, volvía a levantarse y reanudaba la carrera. Al tiempo que corría, gritaba en una jerga desconocida para mí, y pronto hasta el último hombre había abandonado el abrigo de sus tiendas y observaba la aproximación del vigía con tenso interés.

—¿Quién es vuestro jefe? —le pregunté al centinela.

—Señor —respondió lleno de nerviosismo—, el metropolitano de Toletum fue invitado a vivir dentro de la ciudad por el santo papa de Roma.

—Lo sé —dije—. Pero necesito saber quién manda entre vosotros en el campamento.

—¡El dux Genulfo y su gente están acampados junto al pozo del sur! Puedes entrar e ir hacia allí.

En torno se iba reuniendo cada vez más gente. Un suave murmullo, como viento entre los árboles, recorrió el grupo de los que habían salido de sus tiendas para ver lo que sucedía; se miraban unos a otros sin decir palabra. Pero uno de ellos, un estirado anciano, se aproximó y me besó las manos y la orla del manto mientras decía:

—Yo te conduciré hasta la tienda de Genulfo. Está muy enfermo, pero te recibirá en atención a quien te envía.

Anduvimos por en medio del campamento, acompañados por una multitud silenciosa que seguía aumentando. Varios muchachos se empeñaban en llevar las riendas de mi caballo. A medida que nos adentrábamos las tiendas eran mejores, y se veían incluso cabañas más sólidas, construidas con vigas y ladrillos seguramente sacados de las villas ruinosas que ocultaba la maleza. Fuimos a detenernos en una especie de plaza, donde estaba levantada una tienda grande, adornada con estandartes y cruces de plata labrada. Desmonté en la rampa que conducía a la puerta de entrada. Como antes hiciera el anciano que me guiaba, la gente que estaba allí se acercó a mí para besarme las manos y la orla del manto. Después supe que eran los criados del dux godo. Se manifestaban sonrientes y afables.

—Es el enviado del papa de Roma —anunció el anciano—. Viene a ver al dux.

El vasallo de más edad me dijo:

—Veré, señor, si las mujeres han terminado de asearlo y ponerlo presentable para ti.

Tuve que esperar un buen rato. La indumentaria, los aderezos de las mujeres y la general presencia de cuantos iban llegando me hicieron comprender que aquel pueblo era altivo, refinado y orgulloso. Pero me sorprendió aún más la estampa de su jefe. Se hallaba el dux Genulfo tendido sobre su amplio lecho de madera de cedro, bajo un cobertor forrado de piel de lobo. Era un hombre grande y fornido, de majestuosa presencia, a pesar de hallarse muy enfermo según me dijeron nada más entrar. Lo habían envuelto en una túnica azul con franja dorada, y habían ceñido su frente y sus sienes con una hermosa diadema de oro. Un lado de su cara estaba surcado por una rosada cicatriz aún no del todo curada, y el otro lado azuleaba, debido seguramente a algún golpe. Unas vendas limpias envolvían sus manos. Lo contemplé sin decir nada, haciéndome consciente de sus dolores y del hecho de que seguramente habría sufrido un grave accidente. Al pie del lecho se hallaba tendido un lebrel, con la mirada perdida y el hocico entre las patas; y un poco más allá, sobre una suerte de lujoso posadero, una hermosa y tranquila ave de presa. ¡Qué apego a su dignidad tendría aquel noble para cargar con sus animales en la huida!

En torno estaban las mujeres, con esa serena solemnidad de quienes han decidido aceptar su destino. Todas eran extraordinariamente bellas, desde las niñas hasta las ancianas. Detrás de ellas, como aguardando a ser útiles, un buen número de criados inclinaban las cabezas. Un viejo chambelán, pulido y blanco como la plata, se apartó del grupo y avanzó hacia mí, anunciando con ceremonia:

—Mi amo y señor es dux católico de los tarraconenses, sobrino del rey Wamba de los godos, de la sangre del rey Sisenando de Caesaraugusta y de los reyes de Toletum.

Genulfo levantó la cabeza y, llevándose las manos vendadas al pecho, dijo con dignidad:

—Señor, no me lo reproches; no puedo levantarme para inclinarme ante ti. Mis heridas y mis muchos dolores me mantienen en la cama como un anciano. Aunque has de saber que hace apenas tres meses yo luchaba en la batalla para defender nuestras tierras de los agarenos. Mis hijos, mis hermanos y muchos parientes murieron en la guerra. ¡Ojalá Dios me hubiese concedido a mí ese honor! Pero el Altísimo, en su divina providencia, ha preferido ver mi humillación en este penoso exilio.

—No te esfuerces —le dije—. El venerable papa Constantinus me envía para tratar contigo sobre ciertos asuntos. Pero, si no te encuentras bien, tal vez prefieras que regrese en otra ocasión.

—¡No, por el Dios de los cielos! —exclamó—. ¡Hablemos hoy!

Dicho esto, se volvió hacia las mujeres y los criados y con un elocuente gesto les ordenó que nos dejasen solos. Obedecieron. Las mujeres me miraron de soslayo a la salida. Pero olvidaron a la más vieja de ellas, que permanecía arrodillada y medio recostada en el lecho.

—Tú también debes salir, madre —le dijo el dux con dulzura.

Me dirigí hacia ella y la levanté, pues las rodillas entumecidas le flaqueaban. Nos miramos a los ojos. Humilló luego su frente y se dispuso a salir. La ayudé cogiéndola del brazo, que no era más que pellejo blando sobre hueso frágil. En la puerta volvió a poner en mí sus ojos, como desde un abismo de tristeza y desolación, se estremeció y sus arrugas se hicieron más profundas cuando me preguntó:

—¿Es verdad eso que dicen los romanos de nosotros? ¿Es cierto que el santo papa de Roma nos considera gente pérfida y desleal? ¿Acaso somos nosotros los godos de Hispania el pueblo más cobarde y ruin de la cristiandad?

—¿Quién te ha dicho eso, mujer? —le pregunté a mi vez.

—Solo hay que ver la forma en que nos miran los romanos y el desprecio que manifiestan hacia nosotros…

—¡Madre, basta! —le suplicó el dux—. Te ruego que nos dejes solos.

La mujer suspiró hondamente y se despidió besándome las manos. Solo dijo antes de salir:

—Dios y el papa de Roma tengan misericordia. ¡Santa María nos ampare!

Aquella anciana me recordó a mi propia madre. En las casas cristianas hay pilares inconmovibles que resisten todos los embates.

—Discúlpala —me pidió Genulfo, con exasperación—. No tengas en cuenta esas palabras que ha dicho. Es una noble y anciana mujer que nunca en su vida recibió una sola afrenta. Su alma no está acostumbrada a las miserias de los hombres…

—Lo comprendo. Cuando ella hablaba recordé a mi propia madre…

—¿Ella vive? —me preguntó él.

—No lo sé. Quiero sentir que está viva. O mejor será decir: Dios me ayuda a sentirlo. Porque la dejé allá en Siria, en Damasco, hace cinco años. Desde entonces no sé nada de ella. Cada día rezo a la Virgen María para que la cuide.

El dux se santiguó. Luego abrió unos grandes ojos que miraron hacia lo alto. Oró:

—¡Bendito seas, Señor de los mundos! Siempre piensa uno que es el más desdichado…

Hubo un silencio, en el que nos estuvimos mirando y buscándonos el uno al otro. Entonces descubrí en él un alma grande y piadosa. Pero él quiso saber más de mí y me preguntó:

—¿Eres sirio de nacimiento?

—Sí, lo soy. He vivido allí desde que vine al mundo… Pero, como acabo de decirte, hace cinco años tuve que huir.

—¡Oh, Dios! —exclamó—. ¡Perdóname! Cuando entraste por esa puerta malpensé de ti. Supuse que eras uno de esos patricios romanos presuntuosos… Creí que eras uno más de los que nos insultaron desde las murallas el día que llegamos a Roma… Estoy enfermo y muy cansado. Estaba dispuesto a aguantar la humillación, pero supliqué a Dios que apartara de mí ese cáliz…

—¡Cómo iba a despreciarte! —Sonreí—. Sentí mucho que os ultrajaran a las puertas de la ciudad. Aquello fue una vergüenza para Roma. Y no todos los romanos estuvieron de acuerdo con el miserable agravio. Por eso me envía el venerable papa, para que os transmita su comprensión, su afecto y su misericordia. Constantinus es sirio, como yo, y un día tuvo también que huir él de nuestra tierra. El papa no os considera cobardes ni más pecadores que al resto de los cristianos. Él quiere que sepáis que participa de vuestro dolor y quiere hacer algo por vosotros. Estoy aquí para conocer vuestras necesidades y buscar la manera de aliviar vuestra situación. Así que tú, como jefe de los exiliados, deberás contarme vuestra peripecia y transmitirme todo aquello que pidáis del venerable papa de Roma.

Genulfo se emocionó y se cubrió con el cobertor para que no le viera llorar. Pero luego me mostró de nuevo su enrojecido rostro y exclamó:

—¡Bendito y alabado sea Dios! ¡Gracias, gracias, gracias, hermano! ¡No sabes cuánto bien me hace oír eso!