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Al principio no me hice demasiadas preguntas. Pero, cuando fueron transcurriendo las semanas y los meses, en la casa de Hesiquio no solo Dariana resultaba un enigma para mí. Junto a los placeres coexistían otros misterios y silencios. Era Tindaria la que se ocupaba de todo, mientras su esposo estaba ausente la mayor parte del tiempo. Suponía yo que esas ausencias se debían a sus trabajos en las caballerizas del palacio del califa. Frecuentemente se iba de viaje y permanecía fuera durante semanas. Debía —decía— ir lejos para comprar y vender los caros caballos que adornaban las cuadras califales. Cuando regresaba me parecía que no era el mismo hombre: se le veía caviloso y reservado; casi no se comunicaba con nosotros y no participaba ni siquiera en las comidas de la casa. Recibía a hombres extraños a cualquier hora del día o de la noche, con los que se pasaba horas encerrado en sus dependencias privadas. Y cuando esas visitas se marchaban, él se quedaba nervioso, pensativo.
Además de todo eso, había otras cosas que me mantenían permanentemente en una duda meditada. Como el mismo hecho de que hubiera sido admitido en aquel palacio con tanta naturalidad, sin condiciones. No me unía parentesco con los Cromanes, ni vínculos algunos de cualquier otro tipo. Me había ido a vivir allí sencillamente porque sí. Por eso, en un momento dado, pretendí contribuir con algo para pagar mi manutención. Conservaba mi trabajo en el diwan y, cuando le quise entregar a Hesiquio ciertas monedas con las que fui obsequiado, él las rechazó con toda naturalidad, diciéndome:
—No, no tienes que darme nada. Guarda ese dinero que quizás un día necesitarás.
También en esa respuesta hubo algo enigmático, algo que yo percibí a un nivel simple, pero que más tarde, unido a otras dilucidaciones que fui haciendo, se convirtió en un algo más profundo: una general incertidumbre, que ya empezaba a causarme desasosiego.
Todos me proporcionaban cariño, pero no me daban explicaciones. Intenté hacerle preguntas a Hesiquio, con tiento, para no importunarlo. Y él se escabulló de ellas con sonrisas hilarantes, igualmente turbias. Así que llegué a una inevitable conclusión: en aquella casa, entre ellos, en su misma vida, habitaba un misterio; y no estaban dispuestos, al menos por el momento, a desvelármelo.
Pero no me resigné e hice nuevos intentos. Una tarde abordé a Tindaria, aprovechando que estaba sentada sola junto al pozo. Me senté a su lado y le manifesté mi agradecimiento por las atenciones que tenían conmigo. No me ahorré exaltaciones, emotivas manifestaciones de afecto sincero y todo aquello que busca ablandar un corazón para obtener de él algún beneficio. Y ella me escuchó complacida, blanda, mimosa.
—Te queremos —dijo—, te queremos mucho, ya lo sabes, muchacho. No hemos tenido hijos y ya no vamos a tenerlos… Tú has venido a ocupar en esta casa un lugar que estaba vacío.
Esa respuesta, que por otra parte encerraba cierta lógica, no era suficiente para sacarme de mis dudas. Así que volví a la carga.
—Yo también os quiero —manifesté con la mayor sinceridad que pude—. Es verdad que os amo. Me habéis regalado una vida nueva y feliz, una vida que hace unos meses ni siquiera podía soñar.
—Me alegra mucho oírte decir eso. Tu felicidad es la nuestra.
—Lo sé, lo compruebo cada día. Y ello me empuja a querer hacer algo por vosotros.
—¿Algo? ¿Qué quieres decir? —preguntó con apreciable confusión—. ¿Cómo que quieres hacer algo por nosotros? —Rio—. ¡Qué tontería!
—Sí, algo, algo por puro agradecimiento…
—No tienes por qué hacer nada, muchacho. Con tu sola presencia en esta casa nos das mucho.
Entonces llegó el momento de ir al grano. Me puse todo lo serio que pude y le dije:
—Pues, si es así, me gustaría que fueras sincera conmigo…
—No te comprendo… ¿Piensas que no soy sincera? Te amamos, te amamos e verdad.
—Sí, pero… ¡Oh, Dios, cómo decirlo!
—Habla, habla de una vez. ¿Qué te sucede? ¿Piensas que oculto algo?
—Sí, de eso se trata. Os portáis conmigo muy bien, eso es verdad, pero en esta casa percibo mutismo y siento que hay ocultos asuntos de los cuales no se me hace partícipe.
Se puso lívida. Se hizo un silencio entre nosotros que fue como un precipicio. De la ternura Tindaria pasó a la tristeza. Por un instante, eludió la mirada impaciente e interpelante que yo tenía puesta en ella. Pero después la afrontó. Suspiró como para infundirse ánimo.
—No eres un niño —dijo con gravedad—. Veo que fuera y dentro de ti ha crecido ya el hombre que todo varón lleva dentro… Y tienes razón, entre nosotros hay secretos. Pero yo no soy quién para revelártelos…
Se puso en pie, se acercó al brocal del pozo y se asomó, como si con ello quisiera expresar el abismo que se le había abierto dentro. Suspiró de nuevo, volvió a mirarme, con mayor intensidad ahora, y añadió:
—Ten paciencia, dentro de muy poco se te dirán algunas cosas… Pero te ruego que no sepa mi esposo que hemos estado hablando… Tampoco se lo digas a Dariana…