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Divisábamos Biblos allá abajo y podíamos llegar a sus puertas esa misma tarde. Pero el monje prefirió que pasáramos la noche en la montaña. Explicó que no era conveniente aproximarse a las ciudades cuando el día va de caída, y mucho menos a los puertos. Los visitantes nocturnos siempre despiertan sospechas.

Descabalgamos en un llano y extendimos nuestras esteras al abrigo de un cantizal. Comimos algo y bebimos unos tragos de vino. Melesio era un hombre reservado. Así que, huyendo de sus silencios, me aparté un poco y fui a sentarme en una piedra para recrearme con lo que se podía ver desde allí. La última luz del día empezaba a declinar. Estábamos todavía en la altura de las colinas. A no demasiada distancia, blanqueaba Biblos, enfrentada al mar cuyo color iba variando, tornándose más oscuro. Más tarde, cercano ya el crepúsculo, el cielo se enrojecía en el poniente y adquiría un tono violáceo en su lejanía. Una luna roja comenzaba a asomar tras la línea del horizonte. Vi una hilera de barcos anclados en el puerto, y pude distinguir los carromatos que se aproximaban a ellos para cargar y descargar pertrechos; el gentío se movía diminuto, como hormigas alrededor, y el bullicio de una concurrida plaza me tuvo absorto durante un rato. Después me admiró un airoso velero que salía a esa hora tardía de la bocana, rumbo al poniente, tal vez en dirección a la invisible y remota Grecia, dejando tras de sí una estela plateada sobre las aguas. De pronto me invadió un conmovedor anhelo: viajar a bordo de aquella nave que no sabía hacia dónde se dirigía. Y la idea volvió a despertar en mí esa honda sensación de aventura que un día me sacó de casa.

Esperé a que cayera la noche, viendo el pausado encenderse de las luces que lanzaban hileras trémulas reflejadas en la opacidad de la costa. No había otro ruido que el del viento entre los arbustos y el canto de las chicharras. Hasta que el monje empezó a roncar. A unos pasos de mí, bajo la manta, el bulto de su corpachón yacía acariciado por una reservada y tenue luz de luna, pernoctando en absoluta placidez a la intemperie. Una vez más me asaltó la curiosidad. ¿Qué misterioso designio me había unido a aquel extraño hombre? ¿Por qué viajé hasta allí dejándome guiar dócilmente por él? Rumiando estas preguntas fui a echarme en mi estera. Pero los ronquidos y la inquietud me impedían dormir.

Debía de ser muy tarde cuando me hallaba tendido panza arriba sobre el duro suelo. El aire de la noche era fresco, acariciador. Se había desplegado la negrura del firmamento, salpicada de eternos astros, y la luna declinaba ya en los montes. Entonces reparé en que aquellas no eran las primeras noches en mi vida que pasaba al raso. Hacía mucho tiempo, cuando todavía vivía en el Palomar, y regresaba con mi padrastro Auxencio Alfayyar del mercado de Damasco, a veces teníamos que dormir a la intemperie. Una de aquellas tardes uno de los asnos se lastimó una pata y nos demoramos. La oscuridad nos sorprendió todavía lejos. Una violenta tormenta se desató. Tuvimos que cobijarnos bajo un toldo improvisado y acabamos empapados y tiritando. Para el niño que era yo, aquello fue una experiencia aterradora. Pero mi padrastro me tranquilizó diciéndome que, pasara lo que pasara, acabaría amaneciendo. «Toda noche es como esta vida presente —añadió seguidamente—; se haga corta o larga, acaba siempre amaneciendo. Y la muerte es el crepúsculo que da paso al amanecer que es la vida eterna, la verdadera». Eso me tranquilizó mucho, pero, aunque acabó cesando la tormenta, el frío y la humedad no me dejaron conciliar el sueño.

En cambio ahora, al abrigo de los montes y en verano, la oscuridad resultaba incluso amena. Entonces recordé a mi padrastro y se me representó su imagen dentro del horno ardiente. Me sosegué pensando que el fuego habría dado paso a su alma hacia un prado jugoso, en pleno amanecer, con un torrente de agua para su refresco. Aquietado por esa imagen, la maravillosa bóveda celeste pareció envolverme. Hasta que, en un determinado momento, llegué a sentir que toda aquella majestuosa e infinita realidad bajaba, hasta hacerse una cobertura que cobraba una entidad cercana, protectora. Y mientras tanto, mi cuerpo flotaba y se elevaba, yendo al encuentro de una atmósfera rara, indescriptible. Sé que no lo soñé, porque era consciente de estar bien despierto. Fue como si todo miedo o angustia desapareciese repentinamente, dando paso a una serenidad inefable. Y mis amigables intuiciones de siempre, los presentimientos, acudieron enseguida más nítidos. Una voz desde ninguna parte me hablaba y me llamaba a la confianza, dándome a la vez innumerables explicaciones que venían a rellenar el cenagal sin fondo de mis dudas. Pero ¡qué lástima!, no puedo recordar nada. Como tantas otras veces me sucedía con semejantes emociones, a la mañana siguiente tuve que conformarme con un débil rescoldo de sabiduría, y con el consuelo de la seguridad y la ausencia de cualquier temor.