27
Roma
El jefe de los godos hispanos parecía tener más curiosidad sobre mi persona que la que yo pudiera tener sobre la suya —le dije al papa, cuando fui a contarle el resultado de mi visita al campamento de los refugiados—. Durante un buen rato estuvo preguntándome cosas sobre Siria. Quería saber cómo había sido nuestra vida bajo la dominación de los califas ismaelitas. Manifestaba tantas dudas…
—Esos desdichados hispanos han visto cómo todo su mundo se venía abajo —observó él—. Y si además de eso está herido…
—Ese pobre hombre está muy enfermo; ¡quiera Dios que no muera pronto! Me contó que había luchado en una gran batalla contra los invasores agarenos cerca de la ciudad llamada Caesaraugusta. Allí fue herido varias veces y se salvó de puro milagro. Moribundo, pudo ver desde un monte próximo la derrota y la muerte de muchos de sus compañeros de armas, entre los que estaban sus propios hijos, sus hermanos, amigos y parientes. Me confesó con una sinceridad fuera de toda duda que deseó perder la vida y así se lo rogó a Dios una y otra vez. Pero después le abandonó el sentido y fue llevado por los suyos que habían sobrevivido en una carreta hasta Tarraco. Allí, en el mismo puerto, los médicos cosieron sus heridas abiertas y le aplicaron ungüentos curativos. Semiinconsciente, fue embarcado en la flota que zarpó con destino a la costa de Italia.
El venerable Constantinus sacudió la cabeza.
—Horrible, debió de ser horrible —murmuró—. Resulta difícil llegar a comprender que una nación tan grande y poderosa se haya derrumbado en tan poco tiempo…
—En apenas tres años —precisé—. Me contó que nadie lo esperaba, que siempre pensaron que el avance de los agarenos se iba a detener y que podrían reorganizarse para hacerles frente y expulsarlos. Pero al ver que caían las ciudades del sur, una detrás de otra, y que la invasión alcanzaba en pocos meses Toletum, la ciudad regia, cundió el pánico. El dux Genulfo es un guerrero que conoce bien las artes militares y todavía no da crédito a lo sucedido.
—¿Y qué fue del rey godo y sus magnates? —quiso saber el papa.
—Genulfo me dijo que nadie pudo dar noticias ciertas del rey Roderico, que se enfrentó a los agarenos en una gran batalla en un valle. Unos dicen que murió y otros que consiguió huir. Los magnates se dispersaron y el reino quedó deshecho.
El venerable Constantinus se quedó ensimismado. Luego, como pensando en voz alta, dijo:
—Todo esto es un misterio muy grande… Muy a menudo la vida parece ser un enredo de dudas e interpelaciones difíciles… Sin pretender cuestionar el amor de Dios y su poderío… Pero, para entenderlo, resulta necesario hacernos algunas preguntas, difíciles para mí, por cierto… ¡Qué gran misterio el designio divino!
—Sí, venerable padre. Esa gente parece haber sido abandonada por Dios… Pero son cristianos, ni mejores ni peores que los demás de nuestra Iglesia. Es triste ver cómo, además de su infortunio, son rechazados, despreciados, insultados por los romanos. Por eso el dux se sintió tan aliviado cuando le expresé tus sentimientos de compasión y afecto.
—Los romanos también están desconcertados —dijo el papa, enarcando las cejas—. Cuando la gente no halla respuestas a sus grandes dudas y temores reacciona con violencia. Muchos ven cómo crece el poder de los ismaelitas y llegan a temer que en verdad puedan un día dominar el mundo… El terror engendra locura…
Me estremecí al oírle decir aquello. Y mis propias dudas me impulsaron a preguntarle:
—¿Y tú, padre santo? ¿Qué piensas tú?
—Humm… Nosotros vimos caer Siria, la tierra cristiana más antigua… Y ahora los ismaelitas dominan ya Hispania, el extremo de Occidente, que es el fin de la tierra… Ciertamente, los signos de los tiempos son terribles… Pero, a pesar de ello, no debemos dudar ni sentirnos desolados y confundidos hasta el punto de dejar de confiar en el plan que Dios tiene establecido desde el principio del mundo y hasta el fin de los tiempos.
El buen papa tenía deseos de hablar y no los reprimía. Pensé que ello se debía a la necesidad de manifestar en voz alta sus propias reflexiones. Y agradecí que fuera yo el escogido para oírlas. Sus palabras, tan sabias, tan bien medidas, articuladas con lógica y perspicacia, me proporcionaban una visión del mundo y su historia llena de esperanza. Y recuerdo que, en un determinado momento, me dijo algo ciertamente revelador:
—A muy pocos les he contado el verdadero motivo por el que escogí para mí el nombre «Constantinus» cuando me eligieron papa. ¿A ti te lo he contado? —me preguntó.
—No, venerable padre. Nunca me dijiste el porqué.
—¿Y no imaginas el motivo?
—Supongo que en honor a Constantino I el Grande, a quien nombramos como Equiapóstolico, por el gran beneficio que hizo a la Iglesia de Cristo.
—No —negó sonriendo el papa—. No fue para honrar al emperador Constantino.
—¿Entonces…? —dije, atreviéndome a dejar escapar un alocado pensamiento—. ¿Acaso elegiste ese nombre al recordar la profecía de Metodio de Patara?
Él me miró muy fijamente. Su sonrisa fue complaciente al decir:
—En verdad eres un joven muy inteligente. Has recordado la antigua profecía y tal vez has pensado que yo estaba atisbando el final de los tiempos en el momento de ser elegido papa. ¿No es así?
—Así es, venerable padre. Ayer precisamente estuve recordando la profecía de Metodio y el vaticinio que hace sobre aquel a quien nombra como «Constante», el rey que devolverá la paz al mundo antes del regreso de Cristo.
No solía el papa Constantinus hacer visible sus estados de ánimo, ni en su rostro ni en sus gestos, sino que parecía ser un hombre impasible. Pero en aquel momento dejó escapar una risita, para enseguida regresar a su estado hierático. Se quedó circunspecto y después dijo:
—No, hijo mío, no soy tan pretencioso ni tan inconsciente como para creerme inscrito en una profecía. Como dice el salmo, no pretendo grandezas que superan mi capacidad… Escogí el nombre «Constantinus» simplemente por su significado, por aquello que me transmite esa palabra y las obligaciones que para mí dimanan de ella. «Constantinus» es un nombre latino, patronímico de Constantius, de constans, que significa «constante, perdurable». Al escoger dicho nombre yo pensaba en el pasado, en el presente y en el futuro. Claro que pasó por mi cabeza aquel emperador Constantino el Grande, pero también recordé a Agustín de Hipona. Y al recordarlo, no tuve más remedio que llegar a una conclusión: para que yo no mire lo que se ve, necesito no mirar lo que se mira, necesito mirar lo que no se mira, lo que no se ve. Eso te parecerá un sofisma; pero es sencillamente la fe. Ni más ni menos que eso es la fe: mirar hacia lo invisible… Lo que pasa es que con frecuencia miramos demasiado todo esto que se ve, lo que sucede en el mundo, y nos desalentamos al ver esas sombras; esa imagen deformada hecha de ansiedades, dolor y desesperanza… Y aquello que no se ve, lo espiritual, que es lo que verdaderamente importa, nos parece inexistente o irreal… Precisamente por eso pedí el don de la constancia en la fe, esa fe perdurable que se mantiene a pesar de los desastres, el horror, el mal, la muerte… ¿Sabes a qué me refiero verdad?
—Sí, padre santo. Tú sabes que yo he sufrido mucho y que tuve que atravesar por el oscuro túnel de terrores y peligros. Todo eso te lo conté en su momento. Y también perdí la fe y dudé… Sin ese don no se puede ir a ninguna parte…
—Dices muy bien: a ninguna parte. Pero no solo cada persona individualmente, sino tampoco la humanidad. Eso lo sabía muy bien san Agustín y lo explicó de una manera que no ha podido ser superada. Y lo hizo en un momento de gran angustia y desolación, cuando muchos creyentes, al ver lo que estaba sucediendo en el mundo, empezaron a perder la fe. Porque a los hombres de su época, que tuvieron que ver el ocaso del antiguo Imperio romano por el avance de los bárbaros, les parecía que todo lo conseguido se venía abajo… Es verdad que la era del emperador Constantino el Grande había significado para nuestra civilización un gran triunfo en lo institucional primero y luego en lo político. El Edicto de Milán, firmado por Constantino I y Licinio, sancionaba la libertad de religión para los pobladores del Imperio; concediendo tolerancia para el cristianismo, deteniéndose así las repetidas persecuciones a los fieles en Cristo de los anteriores emperadores. Además, se restituyeron muchos bienes confiscados a las iglesias. Eso fue bueno. Pero, después de aquello, pronto la Iglesia fue adquiriendo poder terrenal. Poco a poco la situación se invierte y pone a la Iglesia cristiana en situación de religión dominante, vinculada al poder y tentada rápidamente a hacerse opresiva e intransigente. Con el Edicto de Tesalónica, decretado por Teodosio, el cristianismo se convierte en la religión oficial del Imperio. Todo entonces se dio la vuelta y los que habíamos sido perseguidos nos convertimos en perseguidores de aquellos que habían decidido seguir siendo paganos. Tú y yo, Efrén, sabemos bien lo que es eso. Ambos somos sirios y hemos sufrido en propia carne el fanatismo, la intransigencia y la opresión.
—Sí —dije—. Los sirios sabemos mucho de eso, venerable padre.
—Y debemos ser comprensivos por eso, más que nadie. Los godos de Hispania acaban de empezar a sufrir… Pero no debemos ver en ello un castigo divino por sus pecados. Pues todos aquí somos pecadores. Su tribulación no es sino una más en el devenir de los tiempos y la historia. Eso es precisamente lo que hemos aprendido de san Agustín. El sabio obispo de Hipona escribió La Ciudad de Dios, a mi juicio la más importante de sus obras, y la concibió a consecuencia del saqueo de Roma por parte de los hombres de Alarico, hecho terrible que conmocionó a todo el Imperio que era ya cristiano. Nadie entonces había imaginado siquiera que pudiera suceder algo así. Los creyentes enloquecieron desconcertados haciéndose preguntas sin respuesta: ¿Cómo Dios podía permitir eso? ¿Acaso no había supuesto la conversión del Imperio el final de las tribulaciones para los cristianos? ¿Para qué había servido entonces la sangre de los mártires? ¿No se había repetido una y otra vez, hasta la saciedad, que esa sangre era el cimiento de un mundo nuevo? ¿No se decía que la iglesia era el reinado de Dios? ¿Y por qué Dios no defendía a sus súbditos? El pueblo les planteaba estas incógnitas a sus pastores. Nadie era capaz de dar una explicación convincente. Nadie excepto Agustín. Ya que él se puso inmediatamente a desarrollar una obra comenzando con esta coyuntura; un gran tratado en relación con la reacción que generó aquel saqueo entre los pobladores del Imperio con respecto a su forma de entender al Dios de Jesucristo. Comenzó a escribirlo durante su vejez, acuciado por la prisa al ver el terror en las gentes y temiendo no poder concluirlo y morir antes de desgranar los esclarecimientos de su mente privilegiada. Sin embargo, aquel grandioso tratado, titulado La Ciudad de Dios, contiene la madurez de su pensamiento teológico y del conjunto de su sabiduría. Consta de veintidós libros que constituyen una defensa del cristianismo y de nuestro Dios verdadero ante las quejas de los paganos y de los escépticos y descreídos, que culpaban al cristianismo del desastre del Imperio y del saqueo de Alarico. La justificación de tal acusación la explicaban de este modo: cuando los dioses romanos clásicos eran adorados, con ritos y sacrificios, estaban satisfechos de tal modo que su ira o cólera no recaía sobre Roma, manteniéndose la paz y el orden, tan aclamados por los antiguos historiadores. Pero, desde que el cristianismo se extendió y dominó la sociedad, abandonándose la veneración de los dioses de siempre, estos se enojaron y su cólera trajo el desastre. San Agustín contestó a esto en La Ciudad de Dios manifestando que no percibía ninguna catástrofe, sino que los mismos pecadores se están castigando por sus pecados generados por el libre albedrío…
—Pero, padre mío —repliqué—, ¿quiere decir eso que los sirios fuimos castigados por nuestros pecados? ¿Y que ahora el castigo recae sobre los cristianos godos de Hispania? ¿Acaso no es eso mismo lo que dicen los romanos? ¿No dicen que su desgracia es el justo castigo que se merecen?
—¡No me refiero a eso! Solo he querido expresar que los males de este mundo son pruebas y que nadie se ve libre de ellas… Todo esto es una prueba de Dios, de la cual el individuo debe aprender. Roma debe aprender de todo esto a tomar en serio al cristianismo, y su reconstrucción debe tener en cuenta ese aspecto, para así esperar la venida de la Ciudad de Dios. Los que han tenido la oportunidad de escapar y sobrevivir son personas a las que Dios les da una segunda oportunidad. Mientras que los que murieron pueden ser diferenciados en dos grupos: los justos, que han pagado sus pecados aceptando la voluntad del Padre Eterno y ahora gozan de su presencia en el cielo; y los injustos, los cuales, por su excesivo vicio y pecado, sufren… Para san Agustín las invasiones bárbaras fueron producto de la providencia divina; fue una prueba divina para todos, tanto para los buenos como para los malos; para corregirlos…
—Venerable padre santo —dije sobrecogido—. Comprendo eso que dices y lo acepto. Tú conoces mejor que nadie lo que está escondido en la voluntad del Dios de los mundos… Pero, dime, ¿crees que podemos saber algo del futuro para estar preparados? ¿Debemos hacer caso de las profecías?
—La profecía es un don carismático de Dios. Después de Moisés en Israel, las Sagradas Escrituras hablan de «los cuarenta y ocho profetas y siete profetisas que profetizaron». Y entre los pueblos paganos se conoce la existencia de ciertos profetas. Sin embargo, no se adjudica a ningún personaje después de Jesús el prestigioso título de profeta. Porque la profecía calló tras Malaquías, al que llamamos «el sello de los profetas». Después de él, el profetismo se extinguió. Solo abusivamente se emplean los términos «profeta» y «profetismo» refiriéndose a los magos, adivinos o hechiceros de ciertas religiones y pueblos antiguos.
—¿Y la profecía de Metodio de Patara? ¿Acaso no parece estar cumpliéndose con la llegada de los ismaelitas hasta el extremo de Occidente, el fin de la tierra?
—¡Ah, Efrén, mi inquieto y joven Efrén de Siria! —exclamó con cariño él—. Cuéntame cómo llegaste a dar con la profecía de Metodio de Patara. Y después yo te diré lo que pienso sobre esos antiguos escritos.
—Padre mío, todo empezó justo después de que los mardaitas asaltaran el arrabal de Damasco.