SIETE
—¿Aquí se puede fumar?
Marga acaba de entrar en el apartamento de Agustín, de manera impetuosa, con aquella visibilidad ostentosa tan suya, y permanece de pie con una inclinación de cabeza interrogadora.
—Hola, Marga —contesta Agustín, algo aturrullado por la repentina visita—. Por favor, siéntate.
—¿Se puede o no se puede fumar?
Ella lleva un vestido negro y un carmín muy rojo en los labios. Es alta y sus caderas, un poco anchas, le dan un aire voluptuoso; cabello claro, muy bien colocado, ojos oscuros y una expresión en ellos vagamente seductora a la vez que reservada.
—Claro, mujer, claro que puedes fumar. De hecho, yo también me echaré un cigarro.
—¿Tú? ¿No lo habías dejado? —pregunta ella mientras rebusca en su bolso.
—Pues ya ves; he vuelto a caer. Últimamente he estado algo nervioso y… En fin, ya sabes…
Ella se sienta. Saca el paquete de tabaco y, mientras le ofrece un cigarrillo, dice en tono amistoso:
—Comprendo. Cuando pasan estas cosas, todo se trastoca…
Agustín esquiva aquellos ojos un tanto compadecidos.
—Marga, son las diez —dice, echando una ojeada a su reloj—. ¿No habíamos quedado a las once?
—¡Ah! —exclama ella con una mueca de sorpresa—. ¿Las diez? —Mira su reloj—. ¿Las diez son?
—Sí, Marga, las diez en punto.
—¡Anda! Otra vez el dichoso cambio de horario…
—Marga, el horario lo cambiaron la semana pasada. Hoy es martes; hace ocho días ya. ¿Todavía no has cambiado el reloj?
—No, no lo he cambiado ni lo haré de momento —responde ella divertida—. Yo nunca cambio el horario el día que lo cambia todo el mundo. Lo hago luego, semanas después, o meses; cuando me da por ahí… —Ríe indolente—. Hace ya muchos años que no lo cambio, quizás quince o veinte; desde que… desde que me casé.
—¿Y por qué?
—Pues mira, Agustín, es muy práctico no hacerlo.
—¿Práctico? ¿Qué quieres decir?
Marga da una calada al cigarrillo y echa la cabeza hacia atrás, estirando el cuello delgado. Agustín observa la barbilla redondita y el mentón bien formado; una pequeña cruz de oro destella casi perdida en el escote.
—¿Has visto lo temprano que he llegado? —pregunta ella, después de expulsar el humo con elegancia.
—Sí, claro, una hora antes de lo previsto.
—He ahí lo práctico, querido. —Sonríe ampliamente, con un asomo pícaro en la mirada.
—No comprendo…
—¿Cómo que no lo comprendes? Pues es muy fácil de entender, Agustín. Cuando para ti son las diez, para mí son las nueve; y cuando para ti son las diez, para mí las once… ¿No te das cuenta? A las nueve, que son las diez, ya estaba yo levantada, desayunada y arreglándome. Y aquí me tienes: a las once que son las diez. A eso se le llama puntualidad; y la puntualidad es lo que más me ha costado a mí en toda mi condenada vida. ¡Ja, ja, ja…!
Agustín sonríe con prudencia, mientras fuma con avidez. Por ahora le divierte ver a Marga y encuentra placer escuchando sus inocentes explicaciones; aunque no puede evitar cierto recelo por la visita.
—Visto de esa manera…
—¿Eh? ¿Acaso no tengo razón? —contesta ella, inclinándose hacia delante con un enojo forzado—. Tú prueba y ya verás, Agustín; comprobarás como va mucho mejor no cambiar al principio el horario, como todo el mundo. Es por puntualidad. La puntualidad tiene su importancia… Yo antes no lo tenía en cuenta; pero ahora, ahora mi vida ha cambiado un montón.
Se produce un silencio raro, en el que ambos se miran. De repente, parece que Agustín empieza a sentirse incómodo, e incluso llega a preguntarse para sus adentros: ¿qué querrá esta ahora? Así que, antes de que la conversación se alargue sin salir del tema de los relojes, los horarios y la puntualidad, dice cumplidamente:
—Marga, me alegra mucho verte, de verdad. ¿Cuánto hace que tú y yo no nos veíamos?
—A ver… déjame pensar… Pues por lo menos dos años; desde tus bodas de plata.
—¿Tanto?
—Sí, tanto… Aunque seguro que ni siquiera te acuerdas de que estuve allí. —Ríe—. ¡Llevabas una cogorza!
Él ríe también, aunque forzadamente.
—Bueno, Marga, en tales casos… —dice con afectado orgullo—. Pero tampoco era una cogorza… Unas copas de más tenía, eso no lo negaré…
Ella continúa riéndose.
—¡Una cogorza, Agustín! Una verdadera cogorza… Pero… ¡si te echaste a llorar a moco tendido, delante de todo el mundo!
—¿Yo? ¿Yo me eché a llorar? —Lanza él una mirada de irritación, rojo de vergüenza—. No exageres, Marga, no exageres. Me emocioné, eso sí; pero llorar a moco tendido…
—¡A moco tendido! ¡Anda, hombre, no te dé vergüenza! ¿Qué hay de malo en eso? ¿A estas alturas te vas a abochornar por emocionarte y llorar el día de tus bodas de plata? Cuando proyectaron después de la cena aquel montaje de imágenes de toda vuestra vida, con la musiquita de fondo… ¡A moco tendido, Agustín! Igual que Mavi; también ella lloraba apurando copa tras copa de cava… ¡Como para no llorar! Bueno, confieso… confieso que yo también solté alguna lagrimita que otra… Es que la vida pasa tan deprisa…
Definitivamente, Agustín se siente incómodo. No tiene tanta confianza con ella como para que la conversación discurra por esos derroteros. Se remueve en la silla, enciende otro cigarrillo y adopta un tono serio.
—Bueno, Marga —dice—, la verdad es que no dispongo de mucho tiempo esta mañana. Tenía pensado ir a visitar a mis padres… No están demasiado bien de salud y debo ir con frecuencia al pueblo a verlos.
Ella también se pone seria.
—¿Te ha sentado mal lo que te he dicho? —pregunta algo compungida—. ¿Te has enfadado?
—¿Yo? ¿Por qué?
—Por haberte sacado lo de las bodas de plata. Seguro que no te lo esperabas. Comprendo que para ti debe resultar poco agradable a estas alturas.
Él finge indiferencia.
—Oh, no, nada de eso —contesta con voz molesta—. ¿Cómo me voy a enfadar por eso, mujer? No tiene importancia… Pero, ya te digo, tengo algo de prisa…
Marga le mira, no se cansa de examinarlo con aquellos ojos entre inocentes y atrevidos, pensativa.
—Ay, Agustín, Agustín, ¡no me vengas ahora con esas! —dice finalmente con brío—. ¿No habíamos quedado a las once?
—Sí, claro, a las once.
—Pues son las diez y veinte. Así que, si me esperabas a las once, ¿cómo me dices ahora que tienes prisa? Si pensabas dedicarme al menos una hora, todavía tenemos tiempo de sobra. ¿O no?
Él mira el reloj, confundido, vuelve a ponerse rojo.
—Bueno, Marga, yo… —contesta balbuciendo—. En fin, no sé qué decir…
—¿Ves lo importante que es la puntualidad, Agustín? ¿Te das cuenta de todo lo que hemos ganado gracias a que no cambio el horario de mi reloj? —pregunta ella, burlona, con voz temblorosa a causa de la risa—. Ahora resulta que disponemos de una hora más. Si no lo ves es porque no te da la gana.
Agustín hace un gesto de sorpresa mezclada con fastidio.
—Sí, Marga, comprendo. Pero, por favor, dejemos de una vez en paz el reloj. ¡El caso es que tengo prisa! Tengo prisa de verdad…
—Me quieres largar —afirma ella con socarronería—. Aquí no hay prisa que valga. Seamos sinceros: te estoy importunando. No te cortes. ¿Te molesta esta visita? ¿Me has recibido solamente porque te lo ha pedido Ángel Ruiz?
—¡Dios, Marga, no me apetece nada discutir! —exclama él, alzando los ojos al techo—. Por favor, créeme, ayer, cuando me llamaste para decirme que querías venir a visitarme a petición de mi abogado, te habría puesto cualquier excusa si no hubiera querido recibirte. Así que vayamos al grano de una vez: explícame de qué se trata. ¿En qué consiste eso de la intermediación?
Ella sonríe, conciliadora, sin dejar de mirarle con ojos escrutadores.
—No, Agustín, no se llama «intermediación», sino «mediación», y para ser más exactos, «mediación familiar» en este caso.
—Bueno, Marga, «mediación», eso me dijo Ángel Ruiz, es verdad… Pero, compréndeme, yo de cosas de abogados sé más bien poco… ¿Qué diantres es eso y para qué sirve?
Ella vuelve a sonreír, comprensiva.
—Agustín, tú y yo somos viejos amigos… —dice con afectada dulzura, apagando el cigarrillo—. Es posible que tú ya me veas como a alguien de otro tiempo; como a alguien que se siente del pasado… En fin, como a la gente que salía en aquellas fotos y vídeos antiguos que proyectaron el día de tus bodas de plata en una pantalla grande… Pero mi caso es diferente. Yo a ti, Agustín, no he dejado de tenerte mucho cariño, de sentirte como algo propio y cercano, a pesar del tiempo pasado, a pesar de que nuestras vidas han sido muy diferentes. Que Dios me perdone si he venido en momento inoportuno, si no esperabas que tu abogado me pidiera que viniera a proponerte esto… o si verdaderamente te estoy molestando. Pero no he venido por mí; no estoy aquí para pedirte nada, ni por recuperar nuestra amistad, ni por buscar compañía… Actúo por puro convencimiento, porque… porque estoy segura de que tengo algo muy importante que proponerte.
Ha expresado esto con calma y sin titubear. Él la ha escuchado con atención procurando retener sus palabras y, poniendo cuidado en limar las asperezas de su voz, le pide seguidamente:
—Pues dímelo de una vez. Soy todo oídos.
—Lo siento, no puedo decírtelo así, en cuatro palabras —responde ella, muy segura de sí y frunciendo el ceño—, aquí, como de sopetón. Es largo y complejo y requiere su tiempo, su lugar, su método… En fin, no es cosa que se pueda comunicar con estas prisas. —Él la examina con detenimiento, tratando de averiguar si disfruta ella con la intriga. No dice nada, sino que se queda a la espera, cauteloso y un tanto desconcertado. Entonces, en los labios de Marga aflora una sonrisilla maliciosa y añade—: Aunque… si es verdad que tienes poco tiempo y que debes ir al pueblo a ver a tus padres, podemos volver a vernos en otra ocasión.
Agustín suspira hondamente, con aire de conformidad. Mira el reloj, duda y carraspea.
—La verdad, Marga, me dejas completamente intrigado —acaba diciendo—. ¿No puedes explicarme al menos qué es eso de la mediación? ¿No puedes adelantarme algo? ¿A qué se refiere eso tan importante que vas a proponerme?
—¡Ah, si te digo eso, apaga y vámonos!
—¿Cómo que apaga y vámonos?
—Quiero decir que no te puedo contar todo así, con estas prisas. Así que, si quieres enterarte, tendremos que hacer las cosas como ya te he dicho: con su tiempo, su lugar, su método…
Él se queda pensativo. Se le ha despertado el interés, pero a la vez recela y empieza a sospechar que todo aquello es un enredo sin sentido, fruto posiblemente del empeño de su abogado en hacerle recapacitar para que no vuelva a hacer una locura. Y además, para él, Marga siempre fue una mujer un tanto peculiar…
—Si acaso —prosigue ella—, únicamente te puedo decir como anticipo que, si me escuchas, te alegrarás, te alegrarás toda tu vida. Así que ¡ojalá me hagas caso, Agustín! Por tu bien, por tu propio bien…
Ha hablado con un enigmático brillo en los ojos, pero con un aplomo, una seguridad que le hacen resultar del todo convincente. Agustín ha escuchado estas últimas palabras sin moverse, serio, circunspecto; pero, de repente, resopla, menea la cabeza y dice con una sonrisa escéptica:
—Marga, me estás pareciendo una de esas pitonisas que están tan de moda. Con tanto misterio, con tanto secreto…
—Que te parezca lo que quieras que te parezca —contesta ella con tranquilidad—. Aquí hay, la verdad sea dicha, algo de misterio… ¡Y dónde no hay misterio! La vida es a veces tan rara, tan incomprensible que se convierte en puro misterio… Porque, a ver, Agustín, ¿acaso entiendes tú todo lo que te ha pasado en la vida?
—Hombre, todo, todo… Todo no, Marga, la verdad. Hay cosas que se me escapan. ¿Y a quién no? Pero, por lo demás, siempre hay una cierta lógica en lo que nos sucede…
—¡Que te crees tú eso! Una de las cosas más importantes que nos pasan es el amor. ¿O no, Agustín? ¿Y tiene lógica el amor? No, ninguna lógica. Porque el amor tiene mucho que ver con otras dos cosas que también son un misterio: la casualidad y el tiempo. He ahí la falta de lógica, Agustín; he ahí lo que menos se comprende, pero se sufre, lo que puede llegar a ser un tormento. Y esas cosas, a veces, no se pueden resolver plenamente delante de un juez, entre papeles, frías declaraciones, testigos… ¿Comprendes lo que quiero decirte? —Él la mira, permaneciendo pensativo. En su semblante hay un asomo de duda y perplejidad. Su silencio hace que Marga prosiga, como iluminada y animada al ver que él se va relajando y disponiendo para la escucha—: Efectivamente, es un misterio, Agustín. ¡Un misterio grandísimo! La cuestión es: ¿por qué de repente y por pura casualidad entran personas en nuestra vida? ¿Por qué se apoderan de nuestro ser, nos arrebatan del presente y nos hacen pensar solo en ellas? En resumen, nos enamoramos, todos nos enamoramos… Y cuando nos enamoramos nada más se ve, excepto el amor… ¡Y se hacen incluso locuras!
Él se deja caer en el asiento y lanza un suspiro que puede interpretarse como de fastidio; y seguidamente le asalta la angustia: ¡ahora un sermón!, una moralina, tal vez una reconvención femenina… Pero la contrariedad le dura solo un instante, porque pasa a convertirse en estupor cuando Marga se queda callada, sus ojos adquieren un brillo de lágrimas y sus labios se contraen como signo de gran aflicción.
En ese momento, Agustín acaba de caer en la cuenta de algo que, siendo muy importante, le ha pasado desapercibido desde que Marga entró en su casa, aunque lo sabía: ella se quedó viuda hace dos años.
—Bueno, bueno, Marga… —murmura, en tono compresivo, consolativo—. Siento mucho lo que te pasó, de verdad, lo siento… —Lo inesperado de la visita, la incomodidad inicial de la conversación o el simple despiste han obviado el dato y algunas palabras de obligada condolencia. Así que él, conmovido y con algo de remordimiento, añade—: Marga, me enteré tarde y no pude ir al entierro… Compréndeme, por favor; por aquel tiempo yo también tuve muchos problemas…
—No te preocupes, lo comprendo. ¿Cómo no lo iba a comprender?
Su mirada de mujer afligida hace olvidar a Agustín su fastidio y el hecho de haber supuesto que ella venía como una histérica a sermonearle con admoniciones inoportunas, tópicos y retóricas sentimentales. Brota entonces en él una elemental compasión.
—Marga, si has venido a hablar de ello… —se ve obligado a decirle—, si necesitas hablar, aquí me tienes.
Ella mira su reloj, son ya más de las once. Abre los ojos con sorpresa y preocupación.
—¡Tus padres, Agustín! —exclama—. ¿A qué hora tenías pensado salir para el pueblo?
Él sonríe con desánimo. Comienza a sentirse más relajado, con una resignación que le lleva a decir con sinceridad:
—Marga, perdóname, te he mentido… No pensaba ir a ver a mis padres. Pero no tenía muchas ganas de hablar… Compréndeme. Últimamente he estado algo deprimido y no me apetece ver a nadie… No es por ti, créeme. Me pasa con todo el mundo… Cuando mi abogado me pidió que me entrevistara contigo, no lo vi de momento nada claro.
Ella sonríe tristemente.
—¡Sí, hombre, lo comprendo! —afirma, alargando la mano—. ¡Choca esos cinco! Claro, claro que lo comprendo… Si no quieres hablar, lo dejamos y en paz. Por mí no te preocupes, ya te lo he dicho. Ángel Ruiz ha hecho lo que debía hacer como abogado: buscar la mejor solución para todo lo que te está pasando.
Mientras le aprieta la mano, Agustín tiene que hacer un gran esfuerzo para decir de manera convincente:
—¡No, no te vayas! Por favor, hablemos. Tú lo has recordado antes: somos amigos, ¿no? ¿Y para qué están los amigos? Hace años que no hablamos tú y yo, y estoy completamente seguro de que hoy es el día… ¿Quieres que comamos juntos? Así podrás explicarme con detenimiento qué es eso de la intermediación.
—«Mediación», Agustín, «mediación»… —contesta ella, riendo—. Por supuesto que quiero comer contigo. Pero con la condición de que me dejes pagar a mí.