CINCO

—¿Y es bailarín? —le pregunta Virginia, con una curiosidad tal en su mirada y en el conjunto de su semblante, que la convierten repentinamente en una cotilla de pueblo, a pesar de su general aspecto alternativo: las gafas color violeta, el carmín oscuro y los reflejos anaranjados del pelo rubio.

—Bueno, en cierto modo… —ríe Mavi—. Desde luego baila muy bien.

—¡Ah, baila! ¿Y qué baila? ¿Flamenco?

—Flamenco y lo que sea…

Virginia suelta una carcajada.

—Vamos, que has andado por ahí de bailoteo con el tal Alberto…

Y dicho esto, se acomoda en el sofá, saca un cigarrillo, lo enciende y se pone a fumar con evidente placer. Están las dos en casa de la editora, un dúplex en Aravaca, y desde el ventanal amplio del salón se ve como único panorama una interminable hilera de viviendas idénticas: paredes con zócalo de ladrillo visto, ventanas enmarcadas con pintura ocre y una sucesión de puertas iguales, cancelas iguales, garajes iguales, chimeneas iguales…

—¿Por qué te viniste a vivir aquí? —le pregunta Mavi.

—¡Qué sé yo! Tonterías que una hace… Me parecía que aquí estaría más cerca de la naturaleza… y ya ves…

Mavi está de pie y ve por el ventanal la barriada residencial, monótona, anodina; y una fila de farolas perdida en unos cerros pelados. A lo lejos, por una autovía transitan vehículos sin interrupción.

—Sí, ya veo —murmura.

—¿Y tú, Mavi? ¿Por qué escogiste el apartamento en el centro?

—Fue una decisión provisional. Estaba cansada de tantos hoteles y, además, como mi hija mayor empezó el máster, podía así venirse a vivir conmigo.

—Pues has hecho bien, muy bien, ¿qué quieres que te diga…? Siempre es mejor vivir en casa propia, aunque sea de alquiler. ¿Estás contenta en Madrid?

El rostro de Mavi se ilumina, al responder casi de forma inconsciente:

—Sí, ¿qué iba a hacer sino?

Entonces, alzando la cabeza, Virginia le insta con vehemente impaciencia:

—Anda, ven a sentarte. Me tienes que seguir contando lo de Alberto. Te he invitado a comer para que me lo cuentes con tranquilidad… Pero ahora me está pareciendo que no te apetece hablar de ello… ¿Qué demonios te ocurre, Mavi? ¿Por qué no me lo terminas de contar de una vez?

Ella se pasa la mano por la nuca, pensativa, y va a sentarse lánguidamente al lado de su editora.

—Claro que quiero contártelo. Debo contarlo, y tú eres la persona adecuada…

—¡Bah! ¡Vamos, dime cuántos lo sabemos! No me creo que no se lo hayas dicho a nadie más todavía…

Mavi se le queda mirando.

—Nadie más lo sabe, Virginia, de verdad, nadie —responde con visible franqueza—. Tú eres la primera a quien se lo cuento. Y creo que no hubiera sido capaz de hacerlo sin todo el cava que bebí el día de la firma de libros en El Corte Inglés… Y además, ¿a quién se lo podía contar? ¿A mi marido? ¿A mi madre? ¿A mis hijas?

—Comprendo. Pues aquí me tienes, chica, soy toda oídos —le dice Virginia, muy seria, mientras enciende otro cigarrillo.

Luego escucha atentamente mientras Mavi se lo cuenta todo. A esta la cara se le ha puesto roja y los ojos le brillan cuando, un tanto avergonzada, confiesa que iba cada día al gimnasio con la ilusión de ver al hombre de cuerpo de bailarín, la coleta y los ojos de hipnotizador oriental, con el cual iba hablando cada vez con mayor confianza, si bien era de cosas propias del lugar donde estaban: ejercicio, dieta, estiramientos… Hasta que una tarde salieron de allí juntos y se fueron a dar una vuelta y a tomarse un batido de frutas… Otro día quedaron para ir a nadar a una piscina y al día siguiente para ir en tren a la sierra. Acabaron en Segovia, comiendo cochinillo. Llegada la noche, perdieron el tren un poco adrede. La velada fue un tanto loca, como de chiquillos que salen por primera vez, entre confidencias, bailoteos, copas… Algunas copas de más… Se besaron, siguieron bailando y, cuando cerraron todo, no les quedaba más opción que irse al hotel. Se fueron juntos a la cama… en estado de irrealidad y euforia.

Virginia se le queda mirando, suspira y dice con desgana:

—Desde luego, es una historia de lo más simple.

—Di, mejor, de lo más vulgar —suspira a su vez Mavi, resignada—. Es una historia tan cateta como el nombre de Laura White.

La editora endurece la mirada hasta cobrar una fea expresión.

—No empecemos —replica—, ¿eh, Mavi? Dejemos hoy en paz a Laura White.

Ella encaja el reproche con una silenciosa sonrisa. Durante un largo rato ambas permanecen calladas. Hasta que Virginia, astutamente, recomienza diciendo:

—Hay que ver como es la vida… Una escritora como tú, tan imaginativa, ¡tan genial!, enamorada en un gimnasio de un vigoréxico diez años más joven. —Ríe—. Pero, chica, ¡así es la vida! Una cosa es la literatura y otra la realidad. Mírame a mí: me vine a vivir a este adosado para estar en plena naturaleza… Leí un cartel que decía: «ASPIRA CADA MAÑANA EL AROMA DE MIL FLORES». Si abres esa ventana hoy domingo y aspiras, se te meterán en la nariz los olores pringosos de mil barbacoas: pancetas retostadas, chorizos, morcillas… ¡Así es la vida! Tú tal vez buscabas sin quererlo un hombre romántico, misterioso, uno como los de tus novelas; y ya ves: ¡un vigoréxico! Y en un gimnasio, entre vapores resudados.

Mavi se ríe.

—Bueno, Virginia, si lo simplificas así… Alberto tampoco es lo que se dice un vigoréxico. Se cuida, eso es verdad, pero no veo que esté obsesionado —contesta sin vacilar.

—¿Que no? ¿Con ese cuerpo que dices que tiene? ¡Y depilado! ¡Un vigoréxico! Los cuarentones de gimnasio son todos gais o vigoréxicos, chica. A ver si va a ser gay…

—Te aseguro que gay no es… ¡De eso doy fe!

Al oírle decir aquello y ver su contundencia, las risitas crecientes de Virginia revientan en una carcajada y, al reírse, sacude la cabeza de un lado a otro.

—¡Vaya! A mí me parece que amor, lo que se dice amor… El día del cava me confesaste que estabas enamorada; pero creo que aquí hay más sexo que otra cosa… ¿O no, Mavi?

Ella mira un largo rato a su editora y después contesta segura de sí:

—Todavía no sabes de qué va la cosa… Es todo mucho más complicado que eso.

—Pues explícamelo de una vez, ¡joder!

Mavi no se hace de rogar más.

—¡Ojalá fuera todo más simple! —empieza diciendo—. Tan simple como la manera en que conocí a Alberto, una manera, por supuesto, vulgar. Eso sí que no lo negaré… A ver cómo te lo explico, porque no es, desde luego, fácil para mí… —Alarga la mano y coge un cigarrillo de la cajetilla que tiene Virginia sobre la mesa.

—¿Eh? ¿Vas a fumar? Querida, hoy no has tomado nada de cava…

Ella no hace caso a esta reconvención y, después de dar la primera calada y echar ensimismada el humo, prosigue con sus explicaciones:

—Muchas veces he pensado que lo más difícil en esta vida es ser completamente auténtica. ¡Menudo trabajo! El cuerpo y la mente tienen infinitas posibilidades para poder adoptar miles de identidades. Puedes ser esto o aquello; puedes hacer muchas cosas en la vida, vivir en mil sitios, conocer a muchas personas… Pero solo en una de las posibilidades reales encontrarás tu verdadera identidad… Y tampoco eso significa, ni mucho menos, hallar la verdadera felicidad… ¿Comprendes lo que quiero decir?

—¡Claro! —responde Virginia, alegremente y con un tono en cierto modo desdeñoso—. Pero… ¡qué filosófica estás, chica!

—Por favor, tómate en serio lo que te digo. Si me propongo simplificar la cosa, acabaremos concluyendo que todo lo que me ha pasado no es más que eso: una vulgaridad, y que Alberto no es nada más que un vigoréxico.

—Está bien —dice, condescendiente, Virginia—. Perdóname y suelta el rollo de una vez.

—¿Has leído algo de Dag Hammarskjöld?

—¿Cómo? ¿De quién?

—De Dag Hammarskjöld. Fue secretario general de Naciones Unidas y premio Nobel; un pacifista sueco que escribió algunos libros.

—Mavi, ¿tú te crees que yo tengo tiempo para leer otras cosas fuera de todo lo que tengo que leer en la editorial? Además, tú lees unas cosas más raras… A ver, ¿qué dice ese Hamm…?

—Hammarskjöld. Escribió un libro que se titulaba Marcas en el camino, está publicado en español por Seix Barral. En él decía algo así: nunca encontrarás tu vocación en la vida, tu identidad y su cumplimento mientras no hayas excluido todas esas posibilidades superfluas y efímeras del ser y del actuar que vas experimentando por pura curiosidad, por asombro, por codicia, por rutina… y que te impiden echar a andar en la experiencia del misterio de la vida y en el conocimiento y el talento que se te confía, que es solo tuyo; que es tu yo más verdadero… ¿Has oído? «Tu yo», «tu yo más verdadero».

La editora se le queda mirando y, con cierto tono de sorpresa, exclama:

—¡Chica, qué profundidad! ¡Qué prosapia! ¿Y todo eso…? En fin, ¿qué tiene que ver todo eso con que te hayas enamorado en un gimnasio?

—¡No te rías de mí! ¿No lo comprendes? Es bien sencillo: voy a cumplir cincuenta años y creo que es una edad lo suficientemente madura y adecuada para hallarme de una vez a mí misma, para encontrar mi verdadera identidad, ¡mi yo! Todos vivimos buscando ese único modo posible de ser, el de la autenticidad. Quizás durante la adolescencia y la juventud somos más conscientes de esa búsqueda de nuestra identidad. Es en esas edades cuando todos probamos diversas identidades, lo mismo que nos probamos ropa, buscando aquello que deseamos representar a los demás… ¿Comprendes? Es como en un teatro, o en diferentes teatros: adoptamos papeles en la vida… El problema es que nos metemos tanto en ellos que luego, cuando han pasado esas fases de la vida, los adultos no podemos evitar sentir que todo ha sido un fraude, una figura exterior, y que no estábamos viviendo vuestra propia vida, sino la apariencia; es decir, la vida que los demás querían ver en nosotros… Pero eso, cuando una va a cumplir cincuenta años, está cansada de estrategias y de máscaras… Y si ahora, en este momento, no te propones ser tú, ¿cuándo lo vas a hacer?

Virginia se levanta del sofá, pensativa, y camina unos pasos por el salón.

—¿Adónde vas? —le pregunta Mavi—. ¿Qué te pasa? ¿Te aburro?

Después de lanzarle una mirada llena de confusión, la otra responde:

—Necesito un whisky; yo no puedo meterme en esas disquisiciones sin un trago… ¿Quieres tú uno?