DOS

—Mavi, Mavi, despierta; estamos llegando… Vamos a aterrizar.

—Hum… —Ella se remueve sin abrir los ojos y adopta una posición aún más difícil: la cabeza completamente inclinada hacia las rodillas; la espalda encorvada y los brazos desmadejados.

—Mavi, el cinturón… ¡Mavi!

—Ay, qué sueño… ¿Qué hora es?

—Las once menos cuarto de la noche.

—Hum… —Ella se incorpora y mira por la ventana: no se ve sino la luz verde intermitente del extremo del ala—. Pero… ¡si todavía es de noche!

—Pues claro. ¿No me has oído? Son las once menos cuarto.

—¿Eh? ¿Y ya estamos en Creta?

—¡En Creta! —ríe él—. ¿Cómo vamos a estar en Creta en una hora y media? ¡Estamos en Barcelona!

—¿Barcelona…? No me dijiste que teníamos que hacer escala.

—Sí, Mavi, sí que te lo dije. Lo que pasa es que estabas con tus cosas y no me prestaste atención.

—¿Y cuánto tiempo tenemos que estar en el aeropuerto?

—¡Bah! Poco menos de una hora…

—¡Ay, una hora! ¡Qué sueño!

—Menos, Mavi, menos de una hora… ¡Anda ya!, no te quejes; que tú al menos te quedas como un tronco. Yo no he pegado ojo todavía…

—¿Como un tronco? Tengo un dolor en el cuello… Y además, ¡estoy tan cansada! Si llego a saber que…

—¿Eh? ¡Mavi, por favor, no empecemos! Dijiste que te hacía ilusión venir.

—Que sí, bobo… Es que estoy cansada… Hazte cargo, he tenido mucho trabajo, ya lo sabes… Y tengo sueño atrasado…

En ese momento, el viraje repentino del avión deja ver allá abajo el puerto de Barcelona y la infinidad de luces de la ciudad. Unos minutos después se produce el aterrizaje.

Cuando un poco más tarde deambulan somnolientos por el aeropuerto, buscando la puerta donde tienen que tomar el siguiente vuelo, Agustín apremia a su mujer, caminando por delante de ella.

—Vamos, Mavi, no pienses que tenemos demasiado tiempo… ¡Vamos, mujer!

—Dijiste que una hora… —Le sigue ella, desmadejada, tirando de la maleta.

—Menos, menos de una hora. ¡Vamos!

Poco después, en la sala de espera, Mavi vuelve a quedarse dormida al instante en una de las butacas.

—Mavi, que no te merece la pena dormirte; que el embarque es dentro de diez minutos. —La zarandea él—. En el avión podrás echar otra cabezada.

—Hum…

El familiar ronquido se oye más allí, a falta del zumbido de los motores. Hecha un ovillo, tumbada entre dos butacas, con las piernas recogidas junto al pecho y la cabeza sobre la maleta, ella duerme plácidamente, ajena a las luces y a los estridentes avisos del altavoz. Agustín la mira y se sorprende al verla así, en posición de decúbito supino, como si fuera una muchacha. Y verdaderamente le parece que lo es: lo atestiguan la lozanía impecable de su piel, el corte de pelo reciente, las facciones agraciadas a pesar de la fatiga y ese aire de inocencia indefensa que solo proporciona el sueño profundo. Está además la informalidad femenina de la ropa: el vaquero hasta media pantorrilla, la camiseta naranja, las zapatillas deportivas… «¡Tan bonita como entonces!», se dice con regocijo.

A él le asciende entonces de sus interioridades una agitación feliz, a la vez que un torrente incontenible de recuerdos, como un lienzo de verano extendido, donde se dibujan escenas, colores, sensaciones, como trazos puros, libres, que retornaran de algún inaccesible rincón, de ese misterioso sitio donde aguardan latentes las imágenes del pasado… Y la iluminación intensa de la sala de espera, a pesar de la cual Mavi puede dormir como un tronco, parece alentar la emoción de Agustín, y a la vez enviarle una señal premonitoria: va a ser un viaje maravilloso; tanto como aquella vez, o quizás más que entonces.

Muy quieto, con la mirada fija al frente, ajeno completamente a la realidad de aquella estancia fría e impersonal del aeropuerto de Barcelona, Agustín se escapa a los familiares refugios de su memoria, veinticinco años atrás, que no siente como un mundo muerto, por más que experimente el placer de estar resucitándolo, lo cual hace cuidadosamente, acercándose de manera gradual a cada momento vivo, aunque temeroso de cometer algún error o de terminar perdiéndose en el deslumbrante laberinto de la locura juvenil.

* * *

Verano de 1989. La cocina del chalé de los padres de Mavi, una gran bronca familiar. La situación era pasmosamente excitante. Parecía que dos invisibles fuerzas, opuestas por completo, se aliaban para sostener un momento decisivo: el de la libertad. Por un lado, estaban los enamorados, los locos, Mavi y Agustín; por otro, los padres. La primera pareja acababa de anunciarle a la segunda que dentro de dos días se iban a ir de viaje a Grecia, que todo estaba decidido, que el anuncio no era una solicitud de permiso paterno, sino el comunicado de una decisión irrevocable.

—Mavi… —había contestado el padre, con voz temblorosa—, ¿tú quieres matarnos?

Por su parte, la madre se había sentado, como deshecha, y miraba a su hija con ojos perdidos. Y mientras, Agustín permanecía alejado, hecho un manojo de nervios, atemorizado por completo y sin atreverse a abrir la boca.

—No lo comprendo, hija —proseguía el padre, llevando la voz cantante en nombre de los dos—. Por más que me lo explicas, no lo comprendo ni lo comprenderé. Me parece una tontería sin justificación posible: irse ahora, antes de la boda, a un viaje al extranjero… ¡Por Dios, Mavi, que os casáis en diciembre! ¿No podéis esperar hasta después de la boda para hacer el viaje de novios? Como todo el mundo, hija; como hicimos mamá y yo en su momento… El viaje de novios, Mavi; eso, el viaje de novios, que por eso se llama así…

—Eso, papá, el viaje de novios, que es a fin de cuentas el viaje de casados… ¿Por qué se le llama «de novios» si es de casados? Viaje de novios es lo que queremos hacer nosotros…

—Hija, no me cambies de términos; es el viaje de novios, te pongas como te pongas, porque estas cosas no las decides tú ni las decido yo; no las decide nadie… ¡Estas cosas son así! Son tradiciones, costumbres de toda la vida de Dios… ¡No te empeñes en verlo todo a tu manera, hija!

Junto a la mesa, la madre emitió un hondo suspiro; se levantó y fue hacia Mavi.

—¡Mavi, Mavi, no seas cabezota! —le dijo—. Escucha a tus padres: es una tontería. Y además, ¿qué va a pensar la gente?

—¡La gente! —gritó ella—. ¡Siempre con la gente! ¿Qué me importa a mí la gente? Las cosas han cambiado, mamá… Ahora todo es diferente…

—Pero hablan… ¡Hablarán, hija!

—Pues que hablen.

El padre permaneció callado un rato, pendiente de Mavi, como si se resistiera a admitir los razonamientos que ella se empeñaba en sostener. Miró luego al vacío, se quitó las gafas y estuvo limpiando los cristales con un pañuelo.

—Es una tontería —gruñó con voz profunda—, una idiotez y una chiquillada…

—Papá, por favor, papá, ya no soy una niña; tengo veinticinco años. ¿Por qué no dejáis que os lo explique? ¿Por qué no atendéis a mis razones por una vez en la vida?

—Tú di lo que quieras, Mavi, pero es una tontería, ¡una soberana idiotez!

—Papá, mamá, sentaos por favor —les pidió ella—. ¿No podemos tratar el asunto con calma? Os ruego que no os pongáis nerviosos.

Los padres se sentaron y Agustín también tomó asiento junto a ellos. Mavi entonces comenzó a explicarse, esforzándose por adoptar un tono sereno y un ademán tranquilo. Les dijo que ese viaje, al final del verano, sería mucho mejor para la pareja que el clásico viaje de novios, después de la boda, para regresar justo al inicio de las Navidades.

—¿No os dais cuenta? Perderemos mucho tiempo: los preparativos, la boda, el viaje, las Navidades… Ya sabéis que no se hace nada en Navidades… Sin embargo, si nos vamos ahora quince días, volveremos a primeros de octubre, podremos preparar la boda y al mismo tiempo seguir trabajando… A Agustín y a mí nos interesa más hacer un receso ahora, al final del verano, y tomarnos unas vacaciones… Sabéis que hemos trabajado duro durante el año pasado y en lo que va de este… Sobre todo últimamente. Las oposiciones han sido muy duras para mí… Necesitamos descansar… Así podremos volver nuevos y ocuparnos con mayor energía de la boda y de todo lo demás.

El padre alzó la cabeza hacia ella.

—No me líes, Mavi… Tú dirás lo que quieras, pero es una tontería. ¡Absurdo! —sentenció.

—¡Pues está decidido! —anunció ella, dando un puñetazo en la mesa, con un golpe que hizo saltar los cubiertos y los platos—. Y no ha sido algo pensado a la ligera. Agustín y yo hemos estado reflexionando día tras día, dándole vueltas y nos ha parecido un plan perfecto. Además, para eso hemos adelantado trabajo y reunido el dinero. No necesitamos que nos deis ni un duro, y creemos que tenemos derecho a tomar nuestras propias decisiones.

La madre meneó la cabeza, haciendo visible su consternación, tras lo cual, como última esperanza, se dirigió a Agustín suplicante:

—Y tú, Agustín, ¿no dices nada?

—¡Él qué va a decir! —intervino el padre, antes de que su yerno pudiese contestar nada—. Él hará lo que diga Mavi, que es quien ha inventado todo esto. O es que no conoces a tu hija…

—¡Papá! —gritó Mavi bruscamente, ofendida—. Lo hemos pensado los dos, ¡los dos!, de común acuerdo.

—Mavi, a mí no me la das —replicó el padre, cada vez más enfadado—. Ni común acuerdo ni… ¡Carajo! ¡Esto es un capricho tuyo! Y nos vas a amargar la boda.

—Mavi, hija —terció la madre—. Tu padre no te dice sino lo que sentimos. ¿Con qué cara vamos a ir a esa boda sabiendo todo el mundo que venís del viaje de novios antes de entrar en la iglesia?

—Ya empezamos… Sabéis de sobra que yo no quería una boda de las de siempre: iglesia, banquete, viaje… No, no quería eso, y si lo voy hacer, es por vosotros, solo por vosotros, por no daros un disgusto.

—Pues nos lo has dado y bien gordo —contestó el padre—. Para esto mejor hubiera sido que te casaras en el juzgado, como querías.

—Sí, ahora que está todo preparado —repuso ella, sulfurada.

—Mavi, hija, razona —le dijo el padre, aflojando el tono y tratando de adoptar un aire cariñoso, no sin esfuerzo—. ¿Qué necesidad tienes de singularizarte? Con lo bien que te ha ido todo en la vida: has sacado las oposiciones de judicatura, eres jueza. A la gente le gusta vernos como personas de orden, serias…, personas que tienen claras las cosas. Si no, ¿cómo iban a confiar en nosotros? Si nos ven hacer tonterías, no creerán en nosotros. Para ser juez, se debe ser cuanto menos serio.

Mavi sonrió, meneó la cabeza y después soltó un suspiro, casi un bufido.

—Vámonos, Agustín —le dijo a su novio—. Está visto que no se puede hablar con ellos.

Agustín miró a sus suegros con aire de circunstancia y en sus ojos asomó casi una súplica de perdón; se encogió de hombros y salió tras su novia.

—Has sido un poco dura con ellos —le dijo luego, mientras caminaban por la ciudad.

—¿Ahora dices eso? ¡Anda! ¿No has abierto la boca allí y ahora me vienes con esas?

—No sé, Mavi, me da…

—¿Pena?

—Sí, me da pena…

Iban por una calle muy ruidosa, con los coches y la gente pasando; pero ella parecía indiferente.

—¡Agustín! —le gritó—. ¡¿No quieres ir?! ¡Di de una vez! ¿Te rajas? ¿No quieres que se haga el viaje? —Él sonrió—. ¡Hablo en serio! —insistió ella—. ¿Te rajas? ¡Habla, Agustín!

—No, Mavi, ¿cómo voy a rajarme? Sabes que estoy deseando ir.

—Pues entonces nada de pena. Ellos han tenido su vida, la vida que han querido, y nosotros tendremos la nuestra, que empieza ahora, Agustín, precisamente ahora.