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Hace tres años yo era un joven periodista de veintidós, recién licenciado pero con la experiencia de llevar mucho tiempo trabajando con mi madre en Zonas Interiores, más conocida como Z. I. Desde el accidente y la muerte de mi padre, todo había sido distinto. Pero la mano de hierro de Paula Montornés había mantenido la nave a flote. Más aún, nos había llevado a convertirnos en la revista de información general más vendida y respetada del sector. Nada de sensacionalismos. Nada de textos basura. Nada de suposiciones, desnudos gratuitos o partidismos. Honestidad, integridad, verdad, reportajes de investigación y denuncia, como el que acababa de llevar a cabo en diversos países de África, y firmas de primera para los artículos de opinión. En ese sentido, la filosofía de mi padre y de ella yo la llevaba impresa como una segunda piel. Mi rápido, rapidísimo salto a la primera línea de combate me había hecho crecer diez años o más en muy poco tiempo.

Me apasionaba el periodismo, pero a veces me olvidaba de vivir como cualquier chico de mi edad.

Nunca olvidaré aquel día.

Cuando mamá me llamó a su despacho y me puso delante la foto de Alejandra.

Vi aquella imagen pura, celestial, de fantasía hecha realidad, como cualquier adolescente, joven u hombre adulto, ve la imagen de la mujer de sus sueños por primera vez. Alejandra no parecía real. Muchos dicen que las chicas de las pasarelas son quimeras, que no existen, que son de plástico o que en realidad es el maquillaje lo que les da forma y las convierte en princesas. Algo de eso hay. Pero cuando una cámara ama un rostro, se nota. Cuando la fotogenia de una cara trasciende al objetivo y alcanza al espectador, no es magia, es seducción. Y cuando una prenda se coloca sobre un cuerpo que desde ese mismo instante la convierte en la ropa deseada por miles de mujeres en todo el mundo, de lo que hablamos es de poder.

Por todo ello y por mucho más, aquella foto de Alejandra me traspasó.

Sus ojos grises, mirándome fijamente. Su sonrisa perfecta, dibujada como si pronunciara mi nombre en un susurro. El cabello juvenil y negro, orlando su perfil cincelado por la mano de un Leonardo da Vinci divino. El óvalo de su rostro, inmaculado.

El cuerpo.

Las manos.

Sus pies descalzos…

Porque iba descalza.

—Se llama Alexia —me dijo mi madre.

Yo estaba mudo.

—Bueno, en realidad, Alejandra Galvany Pou —continuó ella.

—O sea que es de por aquí —conseguí articular mis primeras palabras.

—De un pueblecito de Lleida.

—Por Dios…

—Si se te cae la baba y manchas la foto te acordarás de mí.

—Muy graciosa.

—Venga, dámela, ya la has mirado bastante, que, si no, no me escuchas.

Me la arrebató de entre las manos y la puso sobre su mesa.

Eso no fue suficiente para que dejara de mirarla de reojo.

—Quiero que hagas un trabajo de campo sobre ella. A fondo.

—¡Bien! —alcé las dos cejas feliz.

—He dicho sobre ella, no con ella.

—¿Qué quieres decir?

—Que te vas a ir a su pueblo y hablarás con todo el mundo que la haya conocido, para descubrir a la verdadera Alexia, para saber cómo es la niña que va a convertirse en una celebridad, en una de las mejores modelos de los próximos años.

—¿Y no hablaré con ella?

—No sería necesario…

—Pero mamá…

—No sería necesario pero sí, hablarás con ella, al final. Primero el trabajo de campo, a fondo. Quiero que estés limpio, descontaminado, que cuando te hablen lo interiorices. Si la tienes presente y la idealizas, algo muy normal en estos casos y más a tu edad, no serás justo ni ético ni mantendrás tu equilibrio interior.

—Jope —la miré alucinado.

—Te lo encargo a ti porque si se lo encargo a otro me maldecirás —sonrió—. Y también porque quiero el punto de vista de alguien más o menos de su edad, sin prejuicios, no un veterano curtido en mil guerras.

—¿Qué edad tiene?

—Diecisiete.

Tragué saliva. La foto era la de una mujer de unos diecinueve o veinte. Es decir, aparentaba diecinueve o veinte, incluso más. Recordé los anuncios que veía muchas veces en nuestra propia revista, pensaba en lo buenísima que estaba la modelo, tenía mis fantasías… y luego resultaba que se trataba de una cría de catorce o quince años. Lo que hacía un buen estilista.

—¿Por qué va a ser una celebridad y una modelo destacada en los próximos años?

—Será portada de Sports Illustrated ya mismo. Ya sabes, el número especial baño.

La Biblia.

Cada año la modelo elegida para esa portada daba el salto a la fama, se convertía en un icono, una referencia. Mamá tenía razón. Si la habían escogido era por algo.

Bueno, bastaba con ver la foto que seguía sobre la mesa de ella.

—¿Por qué no la he visto nunca hasta ahora?

—Claro que la has visto, pero ni te acuerdas. Hace tres meses salió en un anuncio de Givenchy.

—¿Era ella? —volví a alucinar.

—Sí.

Como camaleones. Cambian y son rubias, morenas o pelirrojas, embutidas en elegantes trajes de noche o en bañador, anunciando compresas con una sonrisa o un blanqueador dental con otra. Así son ellas. Cualquier revista de moda es un muestrario de cuerpos perfectos y rostros inmaculados.

—O sea, que no es un hallazgo de esos que de la noche a la mañana…

—No —dijo mamá retrepándose en su butaca—. La descubrió por casualidad un cazatalentos cuando tenía catorce años. La misma historia de muchas otras, Kate Moss, Gisele Bündchen… Estuvo un año estudiando y aprendiendo, debutó a los quince y en estos dos últimos años ha ido a toda mecha. Ya la viste en el anuncio de Givenchy. Ahora va a ser la imagen de Mango y se rumorea que también la de una nueva marca de perfumes, y como modelo de pasarela ya se la están disputando los mejores diseñadores. O sea, que es el momento oportuno. Va directa a la cima, y quiero un reportaje antes de que el mundo la devore… o ella devore al mundo.

En aquellos días se llevaba lo latino. Latino pero universal.

Modas, tendencias…

—Es deslumbrante —asentí haciendo una mueca de admiración mientras miraba de nuevo la foto de la mujer que, sin saberlo, estaba a punto de cambiar mi vida.

—Cuidado, casanova —me dijo mi madre entonces.

Era mi madre. Tenía que haberle hecho caso. Ella sabía más de esas cosas.

—Tranquila —recuerdo que me hice el duro—. Ya sabes que a mí las modelos…

—Míralo, qué sobrado.

—Son de otra pasta, mamá. Ay del pobre que se cuelgue de una. Viven en su mundo.

—No hay más que un mundo, Jon: éste —me lo dijo muy seria—. Cada cual es cada cual.

—Pues serán las nubes. Todas las que he conocido están en la suya.

—Las has conocido como periodista, y ellas lo saben. De la misma forma que tú no las ves a ellas como chicas normales y corrientes, tampoco te ven a ti como a un chico normal y corriente. Tú también tienes tu nube.

—Vaya.

—Y además eres guapo —sonrió con orgullo de madre.

—De acuerdo —pasé por alto su comentario—. ¿Cuándo empiezo?

—Termina lo que estés haciendo pero que sea ya. Sports Illustrated sale en dos semanas. Para entonces quiero que hayas ido a su pueblo y lo hayas arrasado, en el buen sentido de la palabra. Cuando esté hecha esa parte te concertaré una cita con su agencia y con ella. Y recuerda: quiero un artículo que la desnude, en el buen sentido de la palabra. Quién es, de dónde sale, cómo ha sido todo. Quiero tu enfoque, el estilo Jon Boix.

—¿Ya tengo estilo? —bromeé.

—Ya sabes que sí. Te irás a ese pueblo y hablarás con todo el que la haya conocido, fotografía su casa, las calles, el bosque, el árbol en el que su primer noviete grabó su corazón, el río en el que se dio el primer baño. Me importa muy poco lo que opinen de ella y su futuro, eso de que una española vaya a dar ese salto. Me interesa lo que fue hasta llegar a lo que es hoy. Un retrato humano, Jon. Humano.

Ésa era mi madre. Bueno, aún lo es.

Categórica, directa, firme. Un sargento mayor sin galones, con una tropa formada por periodistas armados con una pluma.

—¿En serio crees que si primero la entrevisto a ella el árbol no me dejará ver el bosque? —insistí frunciendo el ceño.

Paula Montornés puso un dedo sobre la foto de Alexia. Porque entonces para mí todavía era Alexia.

—Esto no es un árbol, Jon —me dijo—. Es un cruce de secuoya y abeto de Navidad.

No, nunca olvidaré aquel día, ni aquellas palabras.

Ni en tres años ni en treinta ni en trescientos.