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Mariano Gálvez había recuperado el conocimiento.
Atado de pies y manos, recostado en la pared de la cocina, con los ojillos desorbitados por el miedo, parecía lo que en realidad era: un pobre diablo, un infeliz capaz de matar por una pasión enfermiza. Acosar a Alejandra, meterse en su casa, no le había supuesto una condena. Lo peor era que ahora, con dos crímenes y dos intentos más de asesinato sobre su cabeza, su locura tal vez no le acarreara la cárcel, sino su internamiento en un psiquiátrico.
—¡Suéltame, cabrón! —me gritó.
Me senté en una de las sillas de la cocina. Había dos. Desde allí, agotado, notando el dolor de mi espalda, que despertaba a cada rato que pasaba y me hacía recordar que estaba vivo de milagro, contemplé a aquella basura humana.
Se supone que debía de sentir lástima por él y de él.
Pero le odiaba.
No me sentía orgulloso de ello, pero le odiaba.
—¡No tienes derecho!
—Cállese —le dije manteniendo la distancia sin tutearle como él a mí.
—¡Tú no eres mejor que los otros! ¡Tú no eres más que un desgraciado guaperas de mierda! ¡No la harás feliz! ¡Nadie puede hacerla feliz!
Sostuve su mirada unos segundos, hasta calmarme lo suficiente.
—Era su fan número uno, ¿verdad?
—¿Su fan? ¡Maldito idiota! ¿Su fan? —se agitó tratando de liberarse de sus ataduras—. ¡Yo la quiero! ¡La quiero!, ¿entiendes? ¡Alexia es mía!
—Alexia no existe —le dije—. Usted ama al personaje, pero no tiene ni idea de quién es la persona que hay detrás de él.
—¡Te mataré!
No era necesario, pero quise decir lo que imaginaba o sabía en voz alta, para asimilarlo, para arrancarle la confesión o provocarle el dolor. Los dos habíamos pasado a formar parte de una escena que lo era todo, y transitábamos por nuestro espacio en una cápsula de tiempo. Vivíamos un impasse irreal.
—La espiaba siempre que venía a Barcelona. La espiaba y estaba pendiente de ella. No podía seguirla por medio mundo, pero cuando Alejandra pasaba por aquí, por el motivo que fuera, entonces se convertía en su sombra… Su único error fue que un día ella le encontró en su piso y le detuvieron. De no ser así… Nadie sabría nada de usted. Nada. Cartas, llamadas, declaraciones de amor, acoso, llevarse su basura para su museo de los horrores… Eso era anónimo. Meterse en su piso, no. Y después de la primera detención y la orden de alejamiento, ya no podía volver a arriesgarse, pero eso no significaba que no la observara, la tutelara…
—¡Yo la protejo! ¡La protejo de vividores como tú! ¡Sólo queréis su cuerpo, cerdos, malditos seáis! ¡Acabaréis en el infierno!
—¿Cómo mató a Culver Harris?
Mariano Gálvez no me respondió.
—¿Le vio drogado y le empujó a la piscina o se cayó él solo y usted le mantuvo la cabeza debajo del agua?
El mismo silencio. Podía estar loco, pero no era idiota.
—¿Y Christian van Peebles?
No creo que haya visto tanto odio en los ojos de un ser humano.
—A Demian Lapeira le embistió con un coche, igual que a mí. Estábamos solos y nos tuvo a tiro. Pero a Christian van Peebles… Sabía que estaba en ese hotel, con ella, y no pudo soportarlo. Se la imaginaba en la cama, haciéndolo, sin llegar a pensar que no pasaba nada porque él era gay, que sólo dormían la borrachera.
Ahora me escuchaba atentamente.
—Sí, amigo. Christian era gay, ya ve —me atreví a sonreírle con desprecio—. Pudo haberse ahorrado su muerte.
Siguió sin decir nada.
—¿Quiere que lo repasemos? —no esperé su respuesta—. Alexia desfilaba en Barcelona después de mucho tiempo, un momento especial y único, el más esperado. ¡Verla en la pasarela! Pero la mayoría de desfiles de moda son restringidos, hay que pedir una invitación o estar acreditado. Y usted no podía dar su nombre, así que se quedó sin verla. No pudo entrar. Se limitó a hacer lo que hacía siempre, seguirla, mirarla de lejos. Y ese día… ¡oh, maldición! Alexia con otro, charlando, pasándolo bien, y encima después del desfile siguieron juntos, fueron a un club, parecían felices. ¿Cómo resistir eso? ¡Alexia volvía a las andadas, y con un modelo guapo, asquerosamente guapo! La última parada fue ese hotel. Subieron y ella ya no volvió a bajar. ¡Se quedó a pasar la noche!
—¡Fue él, ese cerdo! —gritó de pronto—. ¡Ella habría vuelto a salir enseguida, para irse a su casa! ¡Él la retuvo, seguro! ¿Gay? ¡Quizá la forzó! ¡Alexia es incapaz…! ¡Son ellos, siempre ellos! ¡Como tú!
—Ni siquiera imaginó la verdad, que dormían como amigos. Para usted fue una noche de rabia y locura. Una cosa es pensar que ella está con otro en Nueva York o São Paulo, y otra muy distinta estar delante de un hotel a la misma hora. Oh, sí, qué duro debe ser eso.
Los ojos casi se le salieron de las órbitas.
Estaba rojo, congestionado.
—Ella no… No podía… No…
—Ni siquiera esperó a que fuera de día y salieran de allí —mi voz, paciente, le martilleaba implacable—. Se le cruzaron los cables. Tenía una navaja, o la compró ese mismo día por la tarde, y esperó su oportunidad. Y la oportunidad apareció. Por la mañana llegó al hotel un grupo de alemanes iracundos. Gritos, protestas, el personal repartiendo llaves y haciendo acreditaciones a toda mecha… Usted se coló dentro. Ya había llamado fingiendo cualquier cosa y sabía el número de la habitación. Yo mismo hice la prueba. Fácil. Subió tranquilamente al quinto piso, se puso unos guantes o usó un pañuelo, porque está loco pero no es tonto, llamó a la puerta y cuando le abrió Christian van Peebles lo acuchilló una, dos, tres, siete veces… —me detuve un instante al darme cuenta de un detalle—. ¿Qué habría hecho en caso de que le hubiera abierto la puerta Alexia? ¿Matarla también?
No me contestó. Sólo aquella mirada alucinada.
—Tal vez sí —susurré—. Tal vez quería castigarla también a ella de una vez. O protegerla. O «salvarla» para liberar su alma. Quién sabe —mi reflexión se perdió en el silencio—. Sin embargo fue él, y eso lo decidió todo. Le mató con toda su rabia y lo cierto es que con Christian muerto se la encontró a ella dormida, prácticamente sedada, con tapones en los oídos. Entonces… Se sentó en la cama, la acarició, la besó… —yo mismo me estremecí de asco ante la imagen—. ¿Qué le dijo mientras lo hacía? ¿Que le daba otra oportunidad? ¿Que no fuera mala? —reflexioné un poco más—. ¿O bastaba con crear una maldición sobre ella lo suficientemente eficaz como para que nadie se le acercara? ¿Ni siquiera pensó en que podían acusarla de asesinato?
—Ella nunca habría matado a nadie, cualquiera lo sabe.
—¿Y el dolor que le estaba causando?
—Los pecados hay que pagarlos.
—Un pequeño castigo —musité.
Me di cuenta de que me sentía liberado después de haber descrito todo aquello.
Mariano Gálvez apoyó la nuca en la pared. Su respiración volvía a ser acompasada. La suya era otra clase de liberación.
—Pudo haberla violado. ¿Por qué no? La tenía para usted solo.
—Tú no entiendes nada —me escupió cada palabra a la cara.
—¿Y usted? —le dije—. Usted sólo actúa. Ni siquiera piensa. ¿Se habría entregado en el caso de que la acusación de asesinato hubiera prosperado? ¿Tan valiente hubiera sido? ¿Tanto amor siente por ella que la deja vivir un infierno como castigo?
—Ella es una diosa —exhaló de pronto—. No es de este mundo. Yo la entiendo. Nadie más es capaz. Yo sí.
—¿Le cuento el final? —continué dispuesto a cerrar el círculo de la historia—. Tal vez se quedó en la habitación hasta que ella dio señales de despertar, o tal vez salió mucho antes y se escondió a la espera de su oportunidad para evadirse del hotel. Fuera como fuese le llegó cuando la propia Alejandra… Alexia, se puso a gritar y todo el hotel se congregó en la quinta planta. Momento para irse impunemente. Fin de la historia. Y con ello… de nuevo la rutina. Los tipos como usted duermen poco, son compulsivos, obsesivos. ¿Toma drogas? Puede que sí. Las horas de vigilancia no importan. El día que ella salió de los juzgados en libertad provisional usted estaba allí, cómo no, esperándola. Otra vez lo de siempre: seguirla, espiarla, como si no hubiera pasado nada… Así la vio esconderse en casa de su amiga Esperanza, y así la vio luego conmigo. Y vuelta a empezar. Otro candidato más. Alexia no escarmentaba, ni nosotros tampoco. Ya no esperó demasiado. En cuanto pudo quiso repetir lo de Demian Lapeira, el coche robado y el atropello, aunque no lo ha practicado bien porque ni le mató a él ni me ha matado a mí. La diferencia en este caso es que yo fui más listo y usted más tonto. Una matrícula con cuatro nueves…
—Tuviste suerte, nada más —intentó burlarse.
—Toda la que a usted se le ha acabado, amigo.
Me puse en pie.
Un loco mató a John Lennon en 1980, abriendo la veda de la caza de los famosos a cargo de sus fans. Fue el disparadero. Desde entonces el mundo había cambiado mucho, las estrellas llevaban guardaespaldas, iban con más cuidado, tenían incluso miedo. Un intruso en Buckingham Palace era ya tan habitual como otro asediando a Madonna o el que hirió a George Harrison en su casa. Pasar del amor al odio en una mente paranoica es casi tan lógico como ver la noche al final del día. Todas las estrellas tienen fans como Mariano Gálvez.
Y siempre hay un Mariano Gálvez que llega al límite.
Extraje el móvil y busqué en la lista de llamadas la que le había hecho a Genaro Martín. Pulsé y repetí el número. No hicieron falta más que dos tonos para que la línea quedara abierta y escuchara la voz del inspector de policía.
—¿Jonatan? —me dijo—. Ahora no puedo atenderte.
—Creo que sí —afirmé yo—. Sé quién mató a Christian van Peebles. Es más, estoy con él, y le tengo reducido.
—¿Estás en casa de Mariano Gálvez? —me sorprendió.
—¿Cómo…?
—No te muevas de ahí, Jonatan. Ni hagas nada. Estamos a punto de entrar en la escalera. En un minuto llegaremos ahí arriba contigo.