18
Nos quedamos mirándonos como cuando Tony y María se conocen en West Side Story, en el baile, borrando toda constancia de realidad y el mundo a nuestro alrededor.
No sé lo que vio en mis ojos.
En los suyos vi gratitud.
—Hola, Jon.
—Hola, Alejandra.
—Ya nadie me llama así.
Nos abrazamos en silencio y cerramos los ojos. Si el pasado es una cuña que aparece cuando menos te lo esperas, en ese momento fue una espiral que nos atrapó y nos condujo hacia lo más profundo de nosotros mismos. Con su cuerpo entre mis brazos se deshizo igual que una fina arenilla, liviana como una pluma dada su extrema delgadez. A mí se me doblaban las rodillas, pero las mantuve firmes.
Se suponía que estaba allí para ayudarla.
Tenía que ser fuerte.
Aun en aquel estado olía como siempre la recordaba. Aquel aroma que mantenía en mi memoria, irrepetible, porque cada perfume actúa de forma distinta sobre la piel y produce un efecto único. Llevé mi mano derecha hasta su nuca y hundí mis dedos en ella. Las suyas apretaban mi espalda. No llevaba nada debajo de la camiseta, así que la sentí, en plenitud, como tantas veces en nuestra corta relación.
—Dejadme cerrar la puerta —oímos hablar a Esperanza.
Tuvimos que movernos. Primero un poco, hasta quedar a salvo de miradas extrañas en el recibidor, mientras su amiga nos aislaba del mundo. Después hacia el interior del piso, sin dejar de abrazarnos al caminar, a través de un largo pasillo que nos condujo a una sala y a una galería que daba a uno de los clásicos patios interiores de las casas del Ensanche. No nos detuvimos hasta la galería y allí, bañados por la luz del atardecer, nos derrumbamos sobre un sofá destartalado pero cómodo.
—Yo no lo hice, Jon —me cubrió con una mirada de angustia.
—Lo sé.
—Te lo juro…
—Por eso estoy aquí. Me enteré anoche, al regresar de un viaje a África. Llevo todo el día buscándote.
Rompió a llorar, probablemente por enésima vez, y tuve que ampararla de nuevo, dejar que descargara sobre mi pecho mientras le acariciaba la cabeza. Me encontré con la mirada adusta y dura de Esperanza. Fue un diálogo sordo, cargado de músicas amargas.
—Os dejo solos —acabó suspirando.
Se lo agradecí con una lenta bajada de párpados.
Transcurrieron un par de minutos.
Inmóviles.
Hasta que Alejandra se serenó y se apartó de mí lo suficiente para volver a mirarnos. Sus ojos estaban tan rojos que parecían dos atardeceres. Se sentó en cuclillas, para colocarse enfrente de mí, y yo retuve sus manos entre las mías para no perder aquel contacto. La camiseta resbaló hasta casi las caderas y sus largas piernas formaron un aspa bajo ella. Sin venir a cuento, y me sentí culpable por ello, quise acariciarle los pies.
—¿Cómo estás? —me preguntó.
—Yo bien.
—Te leo siempre.
—Gracias.
—¿Qué has ido a hacer a África?
—Un reportaje sobre las niñas modelo que las agencias buscan en Etiopía, Somalia…
—Siempre el mismo, intentando salvar el mundo.
—Bueno…
—Y siempre trabajando con chicas guapas.
Era un diálogo insulso, para quitarnos tensiones. La sonrisa de Alejandra era dulce y su mirada, ya sin lágrimas, un bálsamo. Sentí su caricia en mi rostro, y más allá de él, en mi alma.
—Supongo que estás avergonzado de mí.
—¿Yo?
—Todo lo que se escribe…
—Lo sé.
—No, no sabes.
—No seas tonta. Claro que sí. Soy periodista. No de los que te acosan o se inventan historias acerca de ti, pero lo soy.
—Yo les doy carnaza, ¿no crees?
No podía fingir que no, que ignoraba lo de Culver, lo de su acosador, lo de Demian, lo de las borracheras o las drogas. Ya no éramos la adolescente de diecisiete años y el enamorado de veintidós. La vida nos había hecho adultos. Sobre todo a ella.
—La vida ha sido una trampa para ti, eso es lo que creo.
—Cuando murió mi madre… —hizo un esfuerzo para no volver a llorar—. Me sentí tan sola, tuve tanto miedo…
No dejé que volviera a caer, arrastrada por su dolor y aquel desconcierto. No sólo quería estar con ella. Quería ayudarla.
Eso implicaba enfrentarse a los hechos.
—¿Qué sucedió?
—No lo sé, Jon —movió la cabeza de un lado a otro.
—Inténtalo.
—¡Ya lo he intentado! —sus manos se engarfiaron en las mías—. Me desperté muy zombi, sin siquiera saber dónde estaba. Me quedé en la cama, con los ojos abiertos y la cabeza doliéndome mucho. Me ha sucedido otras veces, en hoteles de medio mundo. La diferencia es que esta vez sabía que estaba en Barcelona, pero no reconocía nada. Entonces me sobrevino una náusea, tuve una arcada y me incorporé. Ni siquiera vi lo que pisaba. Mi objetivo era llegar al baño. Rodeé la cama, tropecé con algo y caí. Hasta ese instante ni lo recordaba. Cuando me di cuenta estaba sobre él, empapada con su sangre, y entonces…
—¿Tocaste la navaja, el cuchillo, lo que fuese?
—Lo tenía hundido en el pecho.
—¿Por qué estaban tus huellas en él?
—¡Porque se lo saqué, creí que estaba vivo… no sé! Lo único que recuerdo desde ese momento es que vomité, me levanté, resbalé sobre la mancha de sangre, volví a caerme, me incorporé y salí de aquel horror, gritando, gritando, gritando…
—Tranquila.
—¡No puedo estarlo, Jon! ¡Me acusan de asesinato! ¡Dicen que nos montamos una orgía de alcohol y drogas y que por eso no recuerdo nada! ¿Cómo no voy a recordar si maté a una persona? ¡Eso es imposible! ¡Yo no lo hice! ¡Sabes que no lo hice!
Dejé que sacara otra oleada de rabia y desesperación.
Cuando se calmó busqué la forma de insuflarle un atisbo de serenidad.
—Escucha, llevo todo el día de aquí para allá haciendo preguntas…
—¿Preguntas?
—He hablado con Noelia Cassassas, con Máxima Álvarez, con Marcel, he estado en el hotel, en la misma habitación donde sucedió todo, en tu piso… Incluso he tenido un tropezón con Demian.
—¿Dónde?
—Yo salía de tu piso cuando ha aparecido él.
—Espera, espera, ¿cómo que salías de mi piso?
Por alguna razón no me sentí culpable.
—Encontré la llave que guardas siempre en alguna parte por si pierdes las tuyas —forcé una sonrisa—. Te estaba buscando, así que… perdona la intromisión. Gracias a eso he dado con tu agenda y al ver el nombre de Esperanza… Cuando salía me he dado de bruces con él. Se ha puesto borde y…
—¿Y qué? —abrió los ojos.
—Mañana tenía una sesión de fotos y no creo que pueda hacerla.
—¿Le has…? —los ojos se le dilataron todavía más.
—Sí, pero ha sido en defensa propia.
—¡Bien! —sonrió también ella por primera vez. Y mientras lo asimilaba mejor, repitió—: ¡Bien!
—Estás impactante —tuve que reconocerle—, pero tu gusto ha ido a peor.
No quería incomodarla, ni que se dejara llevar por su crisis y su estado de desesperanza. Intenté recuperarla, centrarla en lo más importante.
—Escucha —la sujeté por los brazos y la sacudí ligeramente—. Quiero que me hables de ese día, de todo lo que sucedió, sin dejarte ni un detalle. Y cuando digo todo, quiero decir todo, desde que conociste al tal Christian hasta que despertaste en esa cama como me has dicho.
—¿Y de qué servirá?
—Algo sucedió a lo largo de esas horas, Alejandra. Algo que hizo que Christian van Peebles muriera de esa forma brutal. Y sólo tú sabes qué pudo ser, aunque ahora pienses que no. Sólo tú, porque fuiste la única que estuvo con él, ¿comprendes? La clave está aquí dentro —le puse un dedo en la frente—. Y lo primero que has de hacer es salvarte a ti misma recordándolo todo.
Conseguí serenarla.
Y con eso supe que empezaba a tener mucho terreno ganado.