11

No tenía demasiadas opciones para continuar, así que comprendí que necesitaba información.

Y la forma más rápida de conseguirla era pedírsela a mi madre.

Tuve que regresar a la revista.

Nadie me había echado en falta. Aparqué la moto y subí a nuestra planta. Elsa me guiñó un ojo desde el otro lado de su mostrador. Dejé mis cosas en mi mesa y me planté en la puerta del despacho de Paula Montornés. Su secretaria me dijo que estaba sola. Respiré a fondo antes de abrir la puerta y ella alzó los ojos para ver quién osaba entrar sin haber llamado antes.

Al ver que era yo se relajó.

Recordé las palabras de Marcel al despedirnos.

Sí, era una fiera para todo el mundo, pero a mí me adoraba.

Estábamos solos.

—¿Ya me traes el texto? —se sorprendió.

La cojera de su pierna, aquella huella tan visible del accidente que le había costado la vida a mi padre, sólo era física. Mentalmente seguía siendo la persona más rápida que he conocido.

Le bastó con verme la cara para detenerme frente a su mesa.

—Ay, ay, ay —desgranó.

—Lo siento.

—No, la que va a sentirlo soy yo. Tenía que habérmelo figurado. Eres peor que tu padre.

—Gracias.

—¡No lo digo para halagarte!

—Mamá, no puedo concentrarme, ni hacer nada sin antes saber…

—¿Qué has estado haciendo?

—He ido a ver a Noelia Cassassas y a Marcel.

—¿Y?

—Nada. Alejandra y Christian se conocieron ese día. Tengo que hablar con su abogado como sea, para que me diga algunas cosas.

—Llámalo.

—No está en su despacho y su secretaria se niega a darme su móvil.

—Y quieres que lo llame yo.

La miré a los ojos.

Supongo que vio los de su hijo, pero también captó mi desesperación.

—¿El pasado ha vuelto, Jonatan? —quiso saber.

—Está volviendo —no le hablé de mis flashes mentales, ni de los recuerdos que iban y venían en mi cabeza, ni del hecho de que, de pronto, inesperadamente, reviviera alguna de aquellas escenas y me quedara en blanco, como un autómata—. Está volviendo y quiero detenerlo antes de que me haga daño.

—¿Cómo harás eso?

—Cuando sepa si le mató o no. Hasta ahora nadie ha dicho que ella se haya declarado culpable.

Un hijo necesitaba a su madre. Eso lo pillaba bien.

El pugilato visual duró apenas cinco segundos. Alargó la mano derecha y cogió su libreta de direcciones y teléfonos. Alargó la mano izquierda y cogió uno de sus dos teléfonos. No se lo pidió a su secretaria. Marcó el número ella misma.

Ver a Paula Montornés en su ambiente es un lujo.

Llamó al despacho de Rodrigo de Blas y preguntó por una tal Blanca. A la tal Blanca le dijo lo que quería —quería, nada de necesitar: quería— el número del móvil privado de su jefe. Su tono no admitía réplica. La tal Blanca, sumisa como un corderillo, se lo pasó y ella lo anotó para dármelo. Así de fácil, y yo a cuadros. Le dio las gracias, cortó la comunicación y marcó ella misma.

Ningún buzón de voz.

—¿Rodrigo? —la oí preguntar—. Paula Montornés, ¿cómo está? —las pausas eran breves mientras respondía él—. ¿Se acuerda de mí?… Sí, exacto, fue una buena fiesta… Lamento molestarle pero es por un tema urgente… Sí, ¡oh, gracias, es muy amable! Fue un maravilloso reportaje… Bien, bien, me encanta oírlo… De acuerdo… Le paso a mi hijo, que es el que lleva el tema del que necesito su ayuda y se lo repito: gracias de antemano… Muy amable, sí… ¡Cuando quiera!

Puso una mano en el auricular para que no se escuchara su voz, dejó de sonreír y me lo pasó diciendo:

—Es tuyo.

La conozco hace veinticinco años, y sigue impresionándome.

—¿Señor De Blas?

—¡Tú debes de ser Jon!, ¿verdad? Un placer, hijo. Y no me llames señor de Blas: Rodrigo. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Soy amigo de Alejandra… bueno, de Alexia.

Al otro lado de la línea sobrevino un silencio lleno de aristas.

—Rodrigo, perdone…

—No, no, tranquilo. Debí haberlo imaginado —su tono estaba revestido de pesar.

—Escuche, no se trata de un reportaje para la revista.

—¿Ah, no?

—Necesito verla.

—Eso es imposible.

—Háblelo con ella.

—No es el momento. Está tan afectada que… bueno, sigue en estado de shock. Lo que necesita es calma y tranquilidad, estar alejada de los focos y que la cuiden. Ella misma me ha pedido que la mantenga aislada.

¿Quién podía cuidarla si estaba sola? No tenía a nadie.

Se me pasó por la cabeza de forma tan fugaz que ni lo retuve.

—Dígale que se trata de mí.

Otro silencio. Pensé por un momento que estaba con él.

—No puedo traicionar la confianza de un cliente, ni por tu madre.

—Ella querría verme —le dije sin estar seguro de si eso era cierto—. ¿Está en su casa?

Me certificó lo que ya imaginaba:

—No, menuda locura sería eso. Puede que haya un enjambre de paparazzi en la puerta.

—Entonces dígame cómo está.

—Rota.

—¿Qué le ha dicho a la policía?

—No puedo…

—Por favor, Rodrigo. Necesito saber si lo hizo.

Miré a mi madre. Sus ojos eran dos piedras negras. Cuando lo mío con Alejandra, se mantuvo casi al margen. Casi. Yo sabía lo que pensaba y un par de veces soltó alguna de sus perlas. Comprendió que lo nuestro no era un simple cuelgue, pero tampoco hubiera apostado nada por nuestro futuro. Una vez me dijo:

—Alejandra y tú sois como dos gotas de agua en todo, empezando por el hecho de no tener padre.

La respuesta de Rodrigo de Blas se me hizo eterna.

—No.

La sangre se evaporó de mi cuerpo.

Me quedé frío.

Inmensamente aliviado pero frío.

—Lo sabía —musité—, pero necesito oírselo decir.

—Cuando se levantó de la cama él ya estaba muerto.

—¿Qué número de habitación…?

—La cuatrocientos dieciocho.

—¿Ha dicho algo más?

—Que no recuerda nada, pero que desde luego es consciente de que Christian van Peebles estaba vivo cuando ella se durmió. Y ahora… por favor, no más preguntas, ¿de acuerdo?

—Me ha ayudado mucho.

Fin de la conversación.

—Está asustada, así que si algo necesita es que la gente crea en ella.

—Eso y amigos.

Un suspiro.

—Cuando pueda asimilarlo o esté más relajada le diré que has llamado.

—Gracias.

Cortamos la comunicación y de no haber sido por mi madre me hubiera quedado un buen rato con el teléfono en la mano, absorto. Mecánicamente me guardé el papel con su número de móvil anotado.

—No lo hizo —le dije.

No respondió.

—Todo el mundo asegura que es inocente, pero yo sé que ella no lo hizo, mamá —insistí.

—Supongo que es inútil que te pida que te centres en tu trabajo.

—Dame un par de días.

—No necesito darte lo que vas a tomarte de cualquier forma.

Esta vez no agregó aquello de «eres como tu padre», porque en el fondo también era como ella.

—Gracias —me despedí.

—¿Me mantendrás informada?

—Ya sabes que sí.

—¡Oh, sí! —me despidió con una sonrisa.

No me fui de la redacción de inmediato. Volví a mi mesa, abrí el ordenador y esta vez tecleé en el buscador el nombre de Christian van Peebles. No tenía cinco millones de páginas como Alejandra, pero sí dos millones. Navegué por las cincuenta primeras sin encontrar nada relevante salvo una infinidad de fotos y datos biográficos repetidos. Holandés de nacimiento, británico de adopción, la misma edad que yo, veinticinco, modelo desde la infancia pero dos años y pico en la élite internacional, soltero, sin pedigrí sentimental con famosas, lo cual en cierto modo era raro.

—¿Quién querría matarte? —le pregunté a una imagen suya que llenaba toda mi pantalla y en la que aparecía con un ajustado traje de baño que realzaba todos sus encantos.

Él no me contestó.

La voz de Xavi, a mi espalda, sí.

—¡Joder, cómo está el tío! Ya sabía que eras un poco gay tú…

No estaba para muchas bromas, así que ni le contesté y captó el mensaje.

Cinco minutos después apagué el ordenador y me fui. Ya era la hora de comer y no quedaba apenas nadie a mi alrededor.

Pero yo no tenía hambre.