Día 6
EL RELOJ
Uno de mis amigos más recientes acaba de regalarme un reloj. No una máquina cualquiera, sino un Omega. Me había prometido que revolvería cielo y tierra para conseguirlo, y ha cumplido su palabra. Se podría decir que cumplir la promesa no debiera suponer dificultades de mayor envergadura, bastaría con entrar en una relojería y elegir entre los diversos modelos, que seguramente habría para todos los gustos clásicos y modernos, incluyendo alguno que el comprador ni imaginaba. La cosa parece fácil, pero intente el lector encontrar en una de esas relojerías un Omega fabricado en 1922, año de mi nacimiento, y cuénteme luego qué le ha sucedido. «Probablemente —pensaría el empleado— este señor está pasado de rosca».
Mi reloj es de los de cuerda, necesita que diariamente le renueven el depósito de energía. Tiene un aspecto serio que le viene dado, creo, del material de que está hecha la caja: plata. La esfera es un ejemplo de claridad que consuela el corazón que la contempla, y el mecanismo está protegido por dos tapas, una de ellas hermética donde ni la más ínfima partícula de polvo conseguirá penetrar. Lo malo es que el reloj comenzó a causarme problemas de conciencia desde el primer día. La primera pregunta que me hice fue ésta: «¿Dónde lo pongo?» «¿Lo condeno a la oscuridad de un cajón?». Nunca, no tengo el corazón así de duro. «Entonces, ¿lo uso?». Ya tengo reloj, de pulsera, claro está, y sería ridículo andar con ambos, sin olvidar que el lugar ideal para un reloj de bolsillo es el chaleco, que ahora ya no se usa. Decidí, por tanto, tratarlo como si fuese un animalillo doméstico. Pasa sus días echado sobre una pequeña mesa que hay al lado de la que trabajo y creo que es un reloj feliz. Y, para consolidar nuestra relación, he decidido llevármelo en mis viajes. Él se lo merece. Tiene tendencia a adelantarse un poco, pero ése es el único defecto que le encuentro. Mejor eso que atrasarse.
El amigo que me lo regaló se llama José Miguel Correia Noras y vive en Santarém.