21

Nuestros nuevos cuerpos, tan torpes en tierra firme, eran perfectos para el agua. No nadábamos tan deprisa como los delfines, y nuestras aletas no eran tan eficaces como la cola de éstos, pero avanzábamos bien, utilizando las aletas delanteras como timones.

<Bajo la superficie estaremos seguros —dijo Jake—. Aquí no pueden seguirnos, ¿no, Ax?>

<Creo que no, príncipe Jake.>

Entonces noté que uno de nosotros estaba emitiendo unos curiosos ruiditos, como chasquidos. Un sistema de radar por sonidos. Como los delfines. Como los murciélagos. Como los venber.

Yo también lo intenté. Emití unos cuantos chasquidos, y lo que recibí fue una sorprendente imagen de mi alrededor: todos los peces, todas las plantas, varias focas cercanas, cada trozo de hielo que flotaba en la superficie.

Estuvimos nadando durante una media hora, en dirección a la base yeerk. De vuelta a nuestra misión, que habíamos olvidado en nuestra preocupación por seguir vivos.

Esperábamos que aquello fuera una buena táctica.

Con un poco de suerte, los venber seguirían buscándonos en el hielo hasta extinguirse otra vez.

<¿Nos habrán visto convertidos en humanos?>, pregunté.

<¿Por qué si no iban a disparar a un puñado de focas?> replicó Tobías.

<Genial. Pues ahora tenemos otro problema —terció Rachel—. No podemos permitir que lleguen a la base yeerk.>

<Ve a darles una paliza, Rachel. Y avísame cuando termines.>

<Hay una forma de evitar que los venber se pongan en contacto con los yeerks —señaló Ax—. Destruir la base yeerk.>

<Sí, facilísimo>, dije.

<Si eliminamos la base, eliminamos el problema —razonó Jake—. Sería matar dos pájaros de un tiro. Ay, perdona, Tobías.>

Nos detuvimos dos veces para salir a la superficie a tomar aire. Las focas sólo pueden contener la respiración durante diez o quince minutos. A veces nos asomábamos a vigilar por los agujeros en el hielo, pero no había ni rastro de aquellos monstruos helados. Ni de osos.

Por primera vez desde que aterrizamos en aquel lugar dejado de la mano de dios, me sentí casi a gusto. Debería haber sabido que aquella sensación no duraría mucho.

<¡Aquí vienen!>, exclamó Cassie.

Por un segundo no supe a quién se refería. Pero enseguida noté una vibración en los bigotes y me di cuenta de que la amenaza estaba en el agua.

Eso sólo significaba una cosa.

¡Orcas! ¡Ballenas asesinas!

<¡DEPRISA! ¡DEPRISA! ¡DEPRISA!>, gritó Jake.

Avanzamos a toda prisa. Pero las ballenas ya se veían en el agua lodosa: dos submarinos gemelos en blanco y negro.

<¡Dios mío! —gimió Tobías—. ¡Vienen a por nosotros!>

<Son criaturas muy grandes>, comentó Ax, con pánico en la voz.

<Sí —replicó Rachel—. Y creo que su apetito también es enorme.>

Yo agitaba las aletas lo más deprisa posible. Sobre nosotros sólo había una sábana de hielo. ¡Un agujero! ¡Había que encontrar un agujero!

¡Allí! ¡Se veía luz!

Salí disparado hacia el agujero, seguido de los demás.

Uno, dos, tres-cuatro-cinco-seis, pegamos un brinco hasta aterrizar en el hielo. Luego nos arrastramos como locos, para apartarnos del agujero. A través del hielo se veía una sonrisa blanca y negra.

Era la orca. Lo cual significaba…

<¡A la izquierda!>, grité.

¡CRAAAAAAK! ¡SPLAAAAAAAASH! El morro gigantesco explotó a través del hielo. ¡Justo a mi lado! El hielo se alzó como una montaña. Yo me deslicé por la pendiente, intentando aferrarme con mis patéticas garras.

¡CRAAAAAK!

La segunda ballena apareció a menos de tres metros delante de nosotros. Trabajaban en equipo. Querían atraparnos.

<¡Estoy más que harto de esta misión!>, protesté.

<¡Transformaos! —gritó Cassie—. Las ballenas cazan focas, no humanos.>

Un consejo estupendo. Pero cualquiera intenta transformarse cuando el ejército del infierno no hace más que brincar a tu alrededor con una enorme sonrisa llena de dientes y mirándote como si fueras una hamburguesa.

De todas formas, empecé a recuperar mi forma humana.

La orca que tenía detrás cayó al agua, pero enseguida volvió a salir disparada hacia arriba. ¡Imaginaos una salchicha blanca y negra del tamaño de un autobús!

¡La tenía encima, y caía hacia mí!

Cualquier foca normal habría seguido avanzando en línea recta, y cualquier foca normal habría servido de almuerzo a la orca. Pero yo tenía un cerebro humano. Hundí una uña en el hielo y giré bruscamente a la derecha.

Una masa gigantesca de grasa aterrizó con estrépito a pocos centímetros de mí, con la boca abierta, dispuesta a devorarme de un bocado.

Sólo que yo ya no estaba allí. Y para cuando Willy me vio de nuevo, yo tenía unos brazos helados y unas piernas heladas, y me alejaba dando brincos como un espantoso monstruo de la naturaleza.

Willy se lo pensó y decidió que no quería comer nada parecido a mí.

Las dos asesinas de focas se deslizaron de nuevo bajo el hielo para volver a sus sangrientos asuntos, mientras yo finalizaba mi metamorfosis temblando, tiritando y lanzando palabrotas que no puedo repetir.

Los otros se habían dispersado sobre un centenar de metros más o menos. Todos habían recuperado sus cuerpos. Todos parecían sentirse igual que yo.

—¿Qué es esto? ¿El último agujero del universo? —pregunté.

—Pregúntaselo a él —dijo Rachel.

Entonces me di cuenta de que los demás no me miraban a mí, sino algo a mi espalda.

Me di la vuelta.

—Hola. Esto… Lo del último agujero no lo decía por ofender, ¿eh?

—No me he ofendido —me contestó él.