Capítulo V
La mosca que saltó

Reinó un asombrado silencio en el grupo.
—¿Quieres decir —murmuró Johnny— que este individuo habla la lengua de los antiguos mayas?
—En efecto —asintió Doc, sonriendo.
—¡Es fantástico! —gruñó Johnny—. Esa raza desapareció hace siglos; por lo menos todos los que componían la civilización superior. Es probable quedaran unos cuantos peones ignorantes. Pero en cuanto a los mayas de las clases superiores —hizo un gesto de algo que desaparecía— «¡puf!». Nadie sabe qué se hizo de ellos.
—Era un pueblo maravilloso —murmuró Doc, pensativo—. Poseían una civilización que con toda probabilidad superaba a la del antiguo Egipto.
—Pregúntale por qué se pinta de rojo las puntas de los dedos —solicitó Monk, aturdido por aquel tema que se apartaba de lo presente.
Doc formuló la pregunta en lengua maya.
El hombre achaparrado dio una respuesta gruñona, y con evidente mala gana.
—Dice que pertenece a la secta de los guerreros —tradujo Doc—. Solo los miembros de esa secta llevan las puntas de los dedos rojas.
—¡Que me ahorquen si lo entiendo! —resopló Monk.
—No quiere hablar más —advirtió Doc. Luego añadió en tono feroz—: Lo llevaremos a la oficina y veremos si cambia de opinión.
Cacheando al prisionero, le encontró encima un cuchillo extraordinario. La hoja era de obsidiana, un mineral volcánico vítreo, de color verde muy oscuro, cuyo filo rivalizaba con el de una navaja de afeitar. El puño era solo una correa de cuero envuelta en torno a la parte superior del mineral.
Doc se apoderó del cuchillo y del rifle gigantesco. Se trataba de un arma maravillosa, fabricada por Webley Scott, de Inglaterra.
Monk se hizo cargo del prisionero, empujándolo hacia la calle, y sin grandes cortesías lo introdujo dentro del coche, sentándose a su lado.
Doc intentó durante el camino sondear a su agresor, pero el individuo solo reveló un hecho que ya fue adivinado.
—Dice que, realmente, es un maya —indicó a sus compañeros.
—Dile que le arrancaré las orejas y se las haré comer si no habla —sugirió Monk, que no le perdonaba.
Deseando observar el efecto de tales amenazas, Doc repitió las palabras de su amigo.
El maya se encogió de hombros, cloqueando en su lengua nativa.
—Dice —explicó Doc— que los árboles de su país están llenos de seres como tú, aunque más pequeños. Se refiere a los monos.
Ham soltó una estentórea carcajada al oír esto.
Monk guardó silencio.
Llovía menos fuerte cuando se detuvieron ante el edificio reluciente que se elevaba cerca de un centenar de pisos.
El ascensor los llevó al piso ochenta y seis.
El maya persistió en su silencio.
—¡Si tuviésemos algún suero para conseguir la verdad! —sugirió Long Tom, pasándose los dedos por su cabello rubio y nórdico.
Renny levantó un puño monstruoso.
—¡Este es todo el suero que necesitamos! ¡Os enseñaré cómo funciona!
Renny, con grandes y ondulantes montañas de músculos por hombros, y largas tiras de hueso y tendón por brazos, se acercó a la puerta de la biblioteca. Levantó el puño.
¡Bang! El puño atravesó el entrepaño de la puerta. Parecía que el hueso y el tendón no podrían resistir tal cosa.
Pero cuando Renny sacó los nudillos de entre las astillas, no mostraron ninguna señal.
Habiendo demostrado de lo que era capaz, regresó, inclinándose amenazador sobre el cautivo.
—Háblale en esa jerga que él llama lenguaje, Doc —dijo—. Dile que le sucederá lo mismo que a esa puerta si no nos dice si tu padre murió asesinado y, en caso afirmativo, quién lo mató. Y también queremos saber por qué motivo intentó asesinarnos.
El prisionero permaneció sentado en un silencio estoico. Se le veía asustado, pero resuelto a sufrir cualquier violencia antes que hablar.
—Espera, Renny —sugirió Doc—. Probemos un procedimiento más sutil.
—¿Por ejemplo?… —inquirió Renny.
—El hipnotismo —respondió Doc—. Si este hombre pertenece a una raza salvaje, es probable sea susceptible a la influencia hipnótica. No es ningún secreto que muchos salvajes se hipnotizan a tal extremo que creen ver dioses paganos que les hablan.
Colocado enfrente del achaparrado maya, empezó a ejercer el poder de sus asombrosos ojos dorados.
Parecían convertirse en chispas movedizas y relucientes del metal amarillo, dominando la mirada del prisionero de una manera inexorable, ejerciendo una influencia imperiosa y autoritaria.
El maya, un instante quieto, excepto por sus ojos saltones, se bamboleó un poco en su asiento.
Luego, profiriendo un grito penetrante en su lengua nativa, se echó atrás, saltando de la silla.
El salto lo llevó hacia Renny, pero el gigante de los puños monstruosos observaba con tal atención a Doc, que estaba también algo hipnotizado.
Reaccionó con lentitud y al alargar el brazo para coger al maya, este se escabulló.
Dirigiose como una centella a la ventana y dando un salto formidable, se lanzó de cabeza al vacío, a la muerte.
Sucedió un silencio mortal en la habitación.
—Comprendió que se le obligaría a hablar —comentó Ham, asomándose por la ventana—. Y, en consecuencia, prefirió suicidarse.
—¿Qué habrá detrás de todo esto? —murmuró Long Tom, perplejo, contemplando distraído sus facciones reflejadas en la reluciente tapa de la mesa.
—Veamos si el mensaje de mi padre aclara alguna cosa —sugirió Doc.
Le siguieron a la biblioteca.
«Papeles importantes detrás del ladrillo rojo», decía el mensaje escrito en letra invisible, que solo podían leerse por medio de la luz ultravioleta.
Sentían curiosidad por conocer dónde estaban los papeles y ansiaban ver si estaban intactos.
Sobre todo les interesaba la naturaleza de esos «papeles importantes».
Doc llevaba bajo el brazo la caja productora de los rayos ultravioletas.
Condujo a los compañeros al laboratorio.
Notaron en seguida que el suelo era de ladrillo, cubierto en parte por una alfombra de caucho.
Monk pareció comprender de momento, luego puso una cara larga.
—¡Ah! —gruñó. ¡Los ladrillos del suelo eran todos rojos!
Doc enchufó el aparato de los rayos ultravioletas.
Apagadas las luces del laboratorio, enfocó deliberadamente los rayos negros sobre el suelo de ladrillo. La oscuridad era intensa.
De repente, uno de ellos brilló con una luminosidad roja. El ladrillo tapaba una cavidad secreta en el suelo y Savage «padre» lo trató con alguna sustancia que poseía la propiedad de brillar rojo bajo los destellos de luz negra.
De la cavidad secreta, sacó un rollo de papeles envuelto en un hule.
Ham encendió las luces.
Se reunieron en torno a Doc, esperando con ansiedad conocer el resultado.
Savage abrió el paquete. Tenían un aspecto oficial, se veían repletos de sellos. Y estaban redactados en español.
Cuando terminaba de repasarlos uno por uno, los pasaba a Ham.
El sagaz abogado los estudiaba con gran atención.
Por fin, Doc terminó de examinarlos todos. Miró a Ham, su amigo.
—Estos papeles —declaró Ham— son una concesión del gobierno de Hidalgo. Te conceden varios centenares de millas cuadradas de tierra en aquel país, con la condición de que pagues a su gobierno la cantidad de cien mil dólares y una quinta parte de todo lo que encuentres en dicha tierra. La concesión es válida por un período de noventa y nueve años.
Doc asintió con la cabeza.
—Observa algo más, Ham —dijo—. Esos papeles se extendieron a mi nombre. A mi nombre, fíjate bien. Sin embargo, datan de hace veinte años. Yo era una criatura entonces.
—¿Sabes lo que pienso? —preguntó Ham.
—Apuesto a que piensas lo mismo —replicó Doc—. Estos papeles son el título de propiedad de la herencia que me legó mi padre. El legado consiste en algo que descubrió hace veinte años.
—¿Pero cuál es el legado? —Monk quería siempre conocer las cosas a fondo.
Doc se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea, hermanos —declaró—. Pero podéis estar seguros de que se trata de algo de verdadera importancia. Mi padre no se mezcló jamás en negocios míseros. He presenciado cómo trató una transacción de un millón de dólares, como si estuviese comprando un cigarro.
Haciendo una pausa, miró con fijeza a sus hombres, uno por uno. El dorado de sus ojos proyectaba luces extrañas. Parecía leer en sus pensamientos.
—Voy a buscar la herencia que mi padre me legó —dijo al final—. No necesito preguntaros nada; estáis conmigo.
—¡Para todo! —Sonrió Renny.
Los otros confirmaron las sinceras palabras pronunciadas por su amigo.
Colocando los documentos en un cinturón de gamuza que rodeaba su poderosa cintura, Doc regresó a la biblioteca y luego a la otra habitación.
—¿Subsistió la raza maya en Hidalgo? —preguntó Renny, en tono brusco, destemplando su enorme puño.
Johnny, jugueteando con sus lentes, respondió:
—Los mayas se esparcieron sobre una gran parte de Centro América. Pero los Itzanes, la tribu cuyo dialecto hablaba nuestro difunto prisionero, estaban situados en el Yucatán durante el apogeo de su civilización. No obstante, la República de Hidalgo no está muy lejos, pues se halla en la región montañosa más al interior.
—Apuesto a que ese maya y la herencia de Doc guardan alguna relación —declaró Long Tom.
Doc permanecía de cara a la ventana. De espaldas a la luz, su fuerte rostro bronceado no se destacaba excepto al volverse ligeramente a la derecha o a la izquierda, al hablar.
El juego de luces acentuaba las extraordinarias cualidades de su carácter.
—Lo que debemos hacer ahora es atrapar al hombre que dio esas órdenes mayas —dijo con lentitud.
—¡Hum! ¿Crees que hay más enemigos? —inquirió Renny.
—El maya no mostró ninguna señal de comprender nuestro idioma —observó Doc Savage—. Quien dejó el aviso en esta habitación lo escribió en inglés y tenía suficientes conocimientos para entender la manipulación de un aparato de rayos ultravioleta. Ese hombre estaba en el edificio cuando dispararon el tiro, porque el empleado del ascensor afirmó que no entró nadie durante nuestra ausencia. Sí, hermanos, no creo que estemos fuera de peligro todavía.
Tras estas palabras examinó el rifle de dos cañones que estuvo en posesión del maya muerto. Inspeccionó el número del fabricante.
Luego se dirigió al teléfono.
—Deme la casa Webley & Scott, de Birmingham —indicó al telefonista—. Sí, desde luego, Inglaterra. Donde vive el príncipe de Gales.
Explicó a sus amigos:
—Quizás, la casa fabricante del rifle sepa a quién se lo vendió.
—Alguien maldecirá en Inglaterra, cuando le saquen de la cama para una conferencia telefónica desde América —rio Renny.
—Olvidas las cinco horas de diferencia de tiempo —observó Ham—. Ahora se encuentran en las primeras horas de la mañana en Inglaterra. Estarán levantándose.
Doc Savage permaneció de nuevo de cara a la ventana, sumido en sus pensamientos. En realidad, cuando estuvo allí un momento antes, notó de una manera vaga algo anormal en la ventana.
Entonces se dio cuenta de lo que era. El hormigón de un extremo de la placa de granito que formaba el antepecho de la ventaba estaba más fresco que el lado opuesto. La tirita de hormigón no era más ancha que una línea trazada a lápiz; sin embargo lo observó.
Se asomó por la ventana. ¡Un alambre fino, saliendo de la habitación por la grieta descendía, penetrando por una ventana inferior!
Dio media vuelta rápida. Sus dedos sensitivos exploraron el extraño alambre. Descubrió un diminuto micrófono.
—¡Alguien ha estado escuchando! —Su poderosa voz resonó por toda la oficina—. En la habitación inferior. Vamos a examinarla.
Descendió la escalera con la velocidad de un rayo. La distancia a recorrer era de unos veinte metros y la salvó antes que sus hombres salieran de la oficina.
Y se movieron con toda la rapidez posible.
Arrimado a la pared para protegerse de un ataque de balas corrientes, probó el pomo de la puerta. ¡Estaba cerrada con llave!
Ejerció lo que para él representaba una ligera presión. La madera saltó hecha astillas, el mecanismo de latón de la cerradura chirrió al hacerse pedazos y la puerta quedó entreabierta.
Resonó el estampido de un pistoletazo. La bala pasó rozando las facciones bronceadas, al tiempo que un segundo proyectil zumbó por su lado, incrustándose en la pared del pasillo.
Los estampidos fueron estruendosos, resonando por todo el piso. Ambas balas arrancaron trozos de yeso de la pared.
Una puerta se cerró con estrépito dentro de la habitación, de donde surgió el tiroteo. Doc penetró al instante en el interior, seguro de que su atacante se retiró a la oficina contigua.
Todo ocurrió en fracciones de segundo; sus compañeros empezaron a golpear insistentemente la puerta.
—¡Atrás! —ordenó.
Le gustaba pelear solo en sus batallas, y además parecía haber un solo hombre haciéndole frente.
Cruzó la oficina, tapizada con una alfombra barata. Dio una vuelta a una mesa de lance con los bordes ennegrecidos por las colillas de los cigarrillos colocados de manera descuidada.
Probó la puerta de comunicación.
También estaba cerrada, pero cedió como un cartón mojado ante un poderoso empuje. Alerta, casi seguro de ser recibido a tiros, se agachó hasta casi tocar el suelo.
Sabía que tenía tiempo suficiente de asomar la cabeza y agacharse antes de que el hombre le localizase y oprimiese el gatillo.
¡Pero el lugar estaba desierto!
Contó hasta tres los latidos de su corazón, y luego comprendió la explicación del sorprendente enigma.
Por la entornada ventana distinguió una gruesa cuerda de seda, con una especie de tramos de madera, colocados a intervalos de medio metro.
El extremo de la extraña escala se veía atado a una pata del radiador, y la tensión demostraba que un hombre descendía.
De un salto formidable se acercó a la ventana, mirando abajo.
A través de la oscuridad, apenas podía distinguir al fugitivo, que daba la sensación de un enorme bulto negro.
Enfocando su lámpara de bolsillo vio que el hombre desaparecía, penetrando por una ventana.
Se guardó la lámpara e izándose por la ventana, cogió la cuerda de seda y empezó a descender casi con igual agilidad que un hombre correría por un terreno liso…
Pasó la primera ventana. Estaba cerrada, el interior a oscuras y, al parecer, desierto.
Siguió descendiendo. No pudo ver bien por qué ventana había desaparecido su enemigo. La segunda ventana también estaba cerrada.
Y la tercera. Pensó que por esta huyó el hombre. No pudo descender más.
Era típico de Doc Savage que ni siquiera dirigiese una mirada abajo, una profundidad de un centenar de metros.
La pared de ladrillo y cristal se extendía a tanta profundidad, que parecía estrecharse con la distancia hasta no haber más que cosa de un metro de un lado a otro. Y la calle tomaba forma de cuña en el fondo, como si la hubiesen cortado con un cuchillo gigantesco.
Subió cosa de un metro, cuando la cuerda de seda dio una sacudida violenta.
Miró arriba.
Se abrió una ventana. Un hombre introdujo una silla por ella y empujaba la cuerda para lanzar a Doc a la calle.
La oscuridad de la noche ocultaba el rostro del individuo.
Evidentemente era el enemigo. Como una roca en el extremo de la cuerda de seda, Doc fue balanceándose más de medio metro hacia el exterior del edificio.
Tendría que arriesgarse a cogerse del antepecho de alguna ventana.
El hombre de arriba alargó una mano en dirección a la cuerda. En la mano brilló un largo cuchillo.