Capítulo X
Una escaramuza

Doc, Ham y Monk se dirigieron, a la luz de la luna, hacia el lugar junto al lago donde establecieron el campamento.
Había una multitud de nativos curiosos inspeccionando el aeroplano y hablando entre ellos. La aviación era todavía una novedad en aquel lugar apartado.
Doc, un gigante bronceado de doble estatura que algunos de los nativos, se introdujo entre ellos y les hizo varias preguntas en la mezcla de español e indio que hablaban.
Deseaba obtener informes del aeroplano azul que les atacó en Belice.
Los nativos habían visto varias veces dicho aeroplano. Pero ignoraban de dónde venía o adónde iba.
Doc observó que algunos de ellos eran muy supersticiosos respecto del aeroplano azul.
Obtuvo escasa información, pues se mostraban recelosos de hablar con los extranjeros.
Recordó que el azul era el color sagrado de los antiguos mayas, y ello aumentaba, si cabe, el misterio.
Renny y los otros montaron una tienda de campaña, pero al mismo tiempo cavaron en el interior un profundo agujero, en cuyo fondo extendieron las mantas para dormir.
La excavación no era visible del exterior y de esta manera podían evitar la trágica sorpresa de un súbito ataque con ametralladoras, durante la noche.
Monk y Ham, completamente restablecidos de los incidentes pasados, decidieron dormir en la cabina del aeroplano, alternándose la guardia.
Doc partió solo durante la noche. Gracias a las maravillosas facultades desarrolladas durante años de intenso entrenamiento, no temía ser atacado con éxito por sus enemigos.
Se dirigió al palacio presidencial. Dio su nombre entregando una tarjeta y solicitando una audiencia con el presidente de Hidalgo.
Breves instantes después, recibía aviso de que Carlos Avispa, Presidente de la República, lo recibiría al instante.
Fue introducido en una sala amueblada con suntuosidad.
El presidente salió a su encuentro con la mano tendida. Era un hombre alto y fuerte, poco más bajo que Doc.
Sus cabellos blancos le daban un aspecto distinguido. Tenía el rostro surcado de arrugas, pero daba la sensación de ser un hombre inteligente y agradable.
Aparentaba tener unos cincuenta años.
—Es un gran honor para mí conocer al hijo del gran señor Clark Savage —dijo, con genuina sinceridad.
Doc quedó sorprendido. Ignoraba que su padre conociera al presidente.
Pero Clark Savage adquirió muchos amigos que él desconocía.
—¿Conocía a mi padre? —preguntó.
Don Carlos hizo una reverencia. Su voz delataba una estima sincera al contestar:
—Su padre me salvó la vida con su maravillosa pericia médica. Eso fue hace veinte años, cuando yo tan solo era un revolucionario sin importancia, escondido en las montañas. ¿Usted también, según tengo entendido, es un gran médico y cirujano?
Doc asintió con la cabeza. En breves minutos relató su historia al presidente, mencionando que don Rubio Peláez, el ministro de Estado, rehusaba hacer honor a la concesión del territorio en el interior de Hidalgo.
—Yo lo remediaré en el acto, señor Savage —exclamó el presidente Avispa—. Todo cuando yo posea, el poder que yo tenga, está a su disposición ahora y siempre.
Después de dar las gracias al presidente, Doc preguntó si conocía la causa que hacía tan valioso a ese terreno para muchos hombres, hasta el extremo de intentar asesinarlo para impedir llegara allí.
—No tengo la menor idea —fue la respuesta—. Ignoro lo que su padre descubrió allí. Se dirigía al interior del país cuando me encontró enfermo en un campamento, hace veinte años. Me salvó la vida. Y no volví a verle nunca más. En cuanto a esa región, es casi inexpugnable y sus habitantes son tan revoltosos, que he desistido de mandar tropas a explorarlo.
El presidente reflexionó un instante y luego prosiguió.
—Esta acción del ministro de Estado, don Rubio Peláez, me preocupa mucho. Algún malhechor destruyó la documentación de esa herencia legada por su padre. Debiera estar en nuestros archivos. Pero no comprendo por qué obró don Rubio de esa manera. Sus documentos bastan aunque los nuestros se hubiesen perdido. Será castigado por su impertinencia.
Doc permaneció silencioso.
El presidente continuó:
—Acabo de oír rumores de que intentan asesinarme. Muchos de mi pueblo, de origen maya, están implicados en el complot. Pero ignoro quiénes son los cabecillas. Tengo entendido que esperan una remesa de fondos para adquirir armas antes de empezar la revuelta.
En los ojos del presidente brilló un destello guerrero.
—Si pudiese averiguar el origen del dinero que esperan, los aplastaría bien pronto. Y procuraría hacerlo sin derramamiento de sangre.
Doc conversó un rato más, adquiriendo datos de su famoso padre.
Declinando cortésmente la invitación de pasar la noche en el palacio presidencial, salió del edificio a una hora muy avanzada.
Caminaba pensativo por las dormidas calles de Blanco Grande.
¿Sería posible que el dinero para financiar la revolución contra el presidente Avispa guardara relación con su herencia? El hecho de que los mayas estaban complicados señalaba en esa dirección.
Quizá sus enemigos intentaban despojarle de su legado y utilizarlo para financiar la revolución que derrocaría al presidente.
Sus enemigos quisieron impedirle desde un principio que encontrase la documentación. El asunto era en verdad extraño.
De pronto, se detuvo en seco. Delante de él, sobre los guijarros alumbrados por la luna, yacía un cuchillo.
¡Tenía una hoja de obsidiana, un mango de cuero enrollado, exactamente igual al cuchillo del maya de Nueva York!
Unos quince minutos más tarde, se celebraba una reunión extraña en una habitación del piso superior de Blanco Grande, un hotel moderno dotado de agua corriente y una radio en cada habitación.
Dicho hotel era el orgullo de Hidalgo. Constaba de tres pisos.
Pero la gente congregada en aquella habitación constituía en realidad la escoria del país. Eran los cabecillas de los revolucionarios.
No les impulsaba ningún ideal de libertad. Pues el presidente Avispa era un hombre recto, honrado y justiciero y amante de su pueblo.
La codicia impulsaba a aquellos hombres. Pretendían derribar al gobierno honrado del presidente Avispa con el fin de saquear el tesoro de la nación y, luego, marcharse a París y a los lugares de lujo y placer de Europa.
Estaban reunidos once malhechores de las montañas; hombres de un largo historial de crímenes y robos.
Delante de ellos veíase una cortina. Detrás de ella había una puerta comunicando con una habitación contigua.
La puerta se abrió y los bandidos congregados oyeron entrar a un hombre.
Se pusieron tensos, pero, cuando el individuo habló, respiraron aliviados.
¡El recién llegado era el jefe; el cerebro de la revolución; el hombre que llenaría los bolsillos de oro!
—Llego tarde —dijo el cabecilla principal, a quien nadie podía ver y en realidad tampoco le conocían—. Perdí mi cuchillo sagrado y debí regresar a buscarlo.
—¿Lo encontraste? —interrumpió uno de los bandidos—. Esa cosa es muy importante. Lo necesitas para impresionar a los mayas. Creen que solo los miembros de su secta guerrera pueden poseer uno y vivir. Si un hombre vulgar coge uno, creen que moriría. De manera que lo necesitas para acreditarte como el hijo de aquel dios suyo que llaman la Serpiente Emplumada.
—Lo encontré —declaró el hombre situado detrás de la cortina—. Ahora vamos al asunto. Ese Savage ha resultado ser mayor amenaza de lo que nos suponíamos.
El jefe hizo una pausa y al continuar se notó cierto temor en la voz.
—Savage visitó al presidente Avispa esta noche y este refrendó todo. ¡El viejo idiota! ¡Pronto nos desharemos de él! ¡Debemos suprimir a Savage! ¡Debemos exterminarlo y a esos demonios que le acompañan!
—Conforme —murmuró un velloso bandolero—. ¡No deben llegar al valle de los Desaparecidos!
—¿Por qué no dejarlo penetrar en el Valle? —gruñó otro bandido—. Sería el fin de todos ellos. ¡Jamás saldrían vivos de allí!
La voz del jefe revolucionario temblaba de miedo.
—¡Idiota! —exclamó—. ¡No conoces a Savage! Ese hombre es sobrenatural. Fui a Nueva York a suprimirlo y fracasé. Y me acompañaban dos miembros de la secta fanática de guerreros del Valle de los Desaparecidos. Esos hombres eran unos luchadores extraordinarios. Su propia tribu estaba aterrada de ellos. ¡Pero Savage escapó!
Sucedió un silencio lleno de inquietud.
—¿Qué sucedería si los miembros de esa secta guerrera descubriesen que no eras uno de ellos? —interrogó un malhechor—. Les has hecho creer que eres la encarnación del hijo de uno de sus dioses. Te adoran como a un dios viviente. Pero ¿y si descubrieran que todo ello es una farsa?
—¡No lo descubrirán! —declaró el hombre situado detrás de la cortina—. ¡No pueden hacerlo, porque controlo a la Muerte Roja!
—¡La Muerte Roja! —balbuceó uno.
—¡La Muerte Roja! —murmuró otro—. ¿Qué es ello?
El hombre de detrás de la cortina lanzó una sonora y maligna carcajada.
—¡Un genio científico, estando borracho, me vendió el secreto de producir la Muerte Roja y de curarla! ¡Me la vendió a mí! Luego lo maté para que nadie se apoderara jamás del secreto, o mejor dicho de la cura.
Los bandidos congregados se movieron nerviosos.
—¡Si lográsemos solucionar el misterio del oro que sale del Valle de los Desaparecidos! —murmuró uno—. Si averiguásemos de dónde lo extraen, nos olvidaríamos de esta revolución.
—¡No podemos! —declaró el hombre de detrás de la cortina—. He probado muchas veces. Kayab, el jefe de la secta guerrera de la que me he erigido en jefe supremo, ignora de dónde se extrae. Solo el anciano Chaac, rey del Valle de los Desaparecidos, lo sabe. Y no lo declararía aunque le sometieran a tortura.
—Me gustaría llevar allí mis hombres con ametralladoras —murmuró furioso un capitán de bandoleros.
—Lo probaste una vez, ¿no es verdad? —dijo el hombre de detrás de la cortina—. Y casi os exterminaron. El Valle de los Desaparecidos es inexpugnable. Lo mejor que podemos hacer es conseguir suficiente oro para financiar esta revuelta.
—¿Cómo consigues ese oro? —preguntó un jefe de cuadrilla.
El misterioso desconocido profirió una carcajada:
—Es fácil castigar a la tribu con la Muerte Roja. Entonces ofrecen presentes y oro que llega a mis manos. Agradecido, los curo de la Muerte Roja —Rio con regocijo—. Los pobres diablos creen que su dios esparce entre ellos la Muerte Roja y que el tributo de oro apacigua su furia.
—Pues sería mejor esparcieras muy pronto esa Muerte Roja —sugirió uno—. Necesitamos ese tributo con urgencia. De lo contrario, no podremos pagar el armamento necesario para la revolución.
—Lo haré en breve. He estado mandando a mi aeroplano azul a volar sobre el Valle de los Desaparecidos. Es una idea nueva que se me ha ocurrido. Impresionará mucho a los habitantes del Valle. El azul es su color sagrado. Y creen que el aeroplano es un dios alado.
Resonaron muchas carcajadas aprobando la astucia del jefe.
—¡Esa Muerte Roja es una cosa maravillosa! —pronunció el hombre de la cortina—. Mató al viejo Savage…
El orador emitió de repente un grito frenético y dio un salto arrastrando la cortina consigo.
Se lanzó de cabeza.
Los bandidos, aturdidos, vieron en la puerta a un gigante de bronce, una figura de hombre que infundía pánico.
—¡Doc Savage! —chilló uno.
Era, en verdad, él en persona. Cuando vio aquel cuchillo en la calle, oyó acercarse unos pasos. Siguió al hombre que recogió el cuchillo hasta la habitación del hotel.
Se había enterado de todo el vil complot.
Y probablemente por primera vez en su carrera, no logró atrapar a su hombre. La rabia que sintió contra el jefe de los revolucionarios, el asesino de su padre, le cegó por el momento. Lanzó una exclamación de sorpresa y el hombre le oyó.
Un bandido esgrimió una pistola, al mismo tiempo que otro apagó las luces.
Las pistolas tronaron de una manera ensordecedora. Resonaron unos golpes terribles.
Unos golpes que destrozaban la carne y los huesos; golpes que únicamente Doc Savage podía asestar.
El cristal de la ventana cayó hecho añicos cuando alguien se tiró por allá de cabeza, sin importarle el hecho de que lo hacía desde una altura de tres pisos.
Otro hombre imitó el mortal salto.
La batalla en la habitación terminó en breves segundos.
Doc Savage encendió las luces. Diez bandidos yacían por el suelo en un estado de estupor, o desvanecidos, o muertos.
Tres de ellos terminaron su carrera de crímenes. Y la policía de Blanco Grande, cuyo clamor se oía en el pasillo de afuera, terminaría con el resto.
Saltó por la ventana. El salto desde un tercer piso lo efectuó como si lo hiciera de una mesa al suelo.
Encontró a otro bandolero muerto bajo la ventana. El hombre se estrelló al dar el terrible salto.
No se veía rastro del jefe, quien, en el fragor de la lucha, encontró medios de poder escapar.
Doc se detuvo un instante, poseído de una furia que estremecía su cuerpo de bronce.
¡El asesino de su padre! ¡Y ni siquiera conocía quién era el hombre!
Pues al seguirle al hotel, no distinguió el rostro del criminal. Y en la habitación, la cortina cubrió al individuo hasta que se apagaron las luces.
Se alejó lentamente de la vecindad del hotel con su holocausto de muerte.
En aquella habitación dejó algo que se convertiría en una leyenda en Hidalgo.
¡Doce hombres derrotados o exterminados en cuestión de segundos!
La Policía de Blanco Grande estuvo intrigada durante muchos días sobre la clase de luchador que derrotó a los peores bandidos del país, en una batalla cuerpo a cuerpo.
Todos los bandoleros tenían puesto precio a su desgreñada cabeza. Nadie reclamó la recompensa.
Finalmente, un decreto del presidente Avispa traspasó la importante suma a los establecimientos de beneficencia.
Doc Savage, sin pensar más en la hazaña realizada, se dirigió a su campamento y se acostó.