Capítulo XVIII
Amistad

Transcurrió una semana. Durante este tiempo, el prestigio de Doc Savage se hizo mucho mayor que antes de la mortal epidemia.

Se produjo un cambio completo entre los mayas, una vez restablecidos, ellos o sus familiares. Doc se convirtió en el héroe del pueblo.

Le seguían en grupos, admirando e imitando sus movimientos.

Los guerreros de los dedos rojos estaban en decadencia. Kayab perdió una gran parte de sus secuaces.

Muchos de ellos se borraron la mancha roja de los dedos y arrojando sus típicos cintos, abandonaron la secta, con el consentimiento del rey Chaac.

A Kayab solo le quedaron fieles unos cincuenta guerreros, reputados como más feroces y sanguinarios.

Tenían sumo cuidado en no dar fe de presencia en los lugares concurridos, pues los ciudadanos decentes les miraban con hostil recelo y a la menor infracción serían condenados.

La situación parecía haberse estabilizado, llegando a un estado ideal, excepto quizá para la enamorada princesita maya.

Su amor hacia el hombre de bronce aumentaba de día en día, pero sin la menor alegría, pues, desde luego, su femenina delicadeza le privaba de mostrar abiertamente sus sentimientos.

Pero todos los amigos de Doc comprendían su tortura.

Doc llevó todas las armas de fuego a la casa de piedra, convirtiéndola en cuartel general. Instaló una armería en un aposento, cuya puerta cerró con llave. Long Tom instaló también un timbre de alarma.

Monk fabricó más gases estupefacientes, cuyos recipientes se guardaron junto a las armas.

En vista de la paz reinante, las preparaciones parecían innecesarias.

Los compañeros observaron que Doc desaparecía del pueblo durante varias horas sin dar ninguna explicación del lugar adonde iba.

En realidad registraba la jungla del Valle de los Desaparecidos, buscando al asesino de su padre. Recorría la selva como un mono, entre los árboles, o silencioso como una sombra por el suelo.

Al llegar cerca del extremo inferior del valle halló lo que sus agudos sentidos le señalaron como el campamento de su enemigo. Pero lo encontró desierto y, al parecer, estaba así desde hacía tiempo. Siguió el rastro del asesino durante largo trecho, hasta que desapareció a la salida del valle.

El rey Chaac decidió un día que la situación se había normalizado lo suficiente para permitir adoptar a Doc y a sus hombres como hijos de la tribu.

Después les enseñaría el origen del oro.

La ceremonia se celebró en la pirámide.

Puesto que Doc y sus amigos serían mayas honorarios, era necesario que vistiesen trajes de fiesta del país.

El rey Chaac suministró los vestidos tradicionales.

Estos consistían en unos mantos de gruesa fibra entretejida con hilos de oro, cintos brillantes y sandalias de alto tacón.

Irían tocados simbolizando algún animal. Por las espaldas les colgaban collares de flores.

Ham dirigió una mirada a Monk y prorrumpió en una sonora carcajada.

—¡Si tuviera un organillo para llevarte conmigo! —observó.

Dado que las pistolas no armonizaban con la indumentaria, las dejaron en la casa. No parecía amenazarles ningún peligro.

El pueblo entero se congregó en la pirámide para asistir a la ceremonia.

Los mayas vestían idénticos trajes que Doc y sus compañeros; algunos llevaban además una armadura de algodón, rellena de arena.

Los que se protegían con armadura también llevaban lanzas y porras.

Doc observó que Kayab y sus secuaces no se veían por ninguna parte. No sospechó que el jefe de los guerreros pudiese causar ningún daño.

Sus cincuenta hombres formaban una minoría fácil de vencer si llegaban a intentar alguna fechoría.

Empezaron los ritos de la ceremonia.

Primero pintaron de azul los rostros de Doc y de sus hombres. Y sobre los brazos pintaron nuevos símbolos de otros colores.

Les ofrecieron después algunos alimentos a los que daban una importancia ceremonial. Bebieron miel de las extrañas abejas de Centro América, que la almacenan en líquido en la colmena, en vez de en panales.

Luego, alola, una bebida de maíz, guardada en jarros.

En la cima de la pirámide ardía incienso en un enorme pebetero.

La población entera, sentada en filas en torno a la pirámide, entonaba un cántico suave y rítmico, repitiendo ciertas palabras.

Unos músicos tañían unos instrumentos, produciendo unos sonidos agradables.

La ceremonia llegaba a su punto culminante; al momento en que conducirían a Doc y a sus amigos a lo alto de la pirámide, llevando tributos de incienso para el gran incensario e imágenes del dios Kukulcan para ofrecerlas a los pies de la estatua mayor.

Era necesario, explicó el soberano, subir de rodillas los escalones.

Las mujeres mayas participaban también en los ritos de la gran ceremonia.

La mayoría eran muy atractivas con sus mantos y ceñidores.

Llegó el momento en que Doc y sus amigos empezaron a ascender la larga línea de escalones. Era difícil balancearse sobre las rodillas.

A su alrededor los cánticos mayas vibraban con un ritmo exótico.

Los aventureros ascendieron poco a poco.

De pronto apareció Kayab. Atravesó gritando por entre los centenares de mayas congregados en torno a la pirámide.

La presencia del jefe de los guerreros paralizó el curso de los acontecimientos.

Era una cosa increíble. Los ritos eran sagrados y una interrupción constituía el mayor sacrilegio.

Centenares de mayas contemplaron indignados a Kayab. Este, con los brazos extendidos, solicitó atención.

—¡Oh, mayas! —gritó con voz aguda—. ¡No podéis hacer semejante cosa! ¡Los dioses lo prohíben! ¡Los dioses no quieren a esos hombres blancos!

Ante tales palabras, algunos indígenas manifestaron en voz alta que los mayas no querían a Kayab tampoco.

Sin hacer caso de la hostilidad general, el jefe de los guerreros continuó:

—¡Caerán terribles calamidades sobre vosotros si hacéis mayas a estos extranjeros! ¡Está prohibido!

Doc Savage no hizo el menor movimiento. Vio en esta dramática interrupción una última llamada frenética.

Kayab estaba desesperado. Sus ojos llameantes y el temblor de los brazos denotaban la furia que le poseía.

Doc Savage quiso comprobar hasta qué punto lo estimaban los mayas de piel dorada. Tenía confianza en ellos; no creía que escucharan a las invectivas del jefe de los guerreros.

Y, en efecto, su confianza no se vio defraudada.

El rey Chaac pronunció una orden imperiosa. Unos mayas, que llevaban armadura y armas, se lanzaron sobre Kayab.

El jefe de los guerreros puso pies en polvorosa. Huyó con la rapidez de una liebre y deteniéndose a varios metros de la muchedumbre, gritó:

—¡Necios! ¡Por esta acción tendréis que venir arrastrándoos por el suelo a postraros a los pies de Kayab, suplicando compasión! ¡De lo contrario, moriréis, todos!

Luego, girando con rapidez sobre sus talones, huyó aterrado. Cuatro o cinco jabalinas bien lanzadas prestaron alas a sus pies.

El disidente desapareció en la jungla.

Doc permaneció pensativo. Kayab habló como si tuviera algo preparado.

¿Qué podría ser? El misterioso criminal que asesinó a su padre andaba aún en libertad y era hombre astuto y resuelto. Lamentó que sus hombres no tuviesen sus armas encima.

La ceremonia prosiguió donde fue interrumpida. El cántico continuó varios minutos; la cadencia salvaje poseía la cualidad de despertar e incitar unos sentimientos extraños.

Continuaron avanzando subiendo los escalones de rodillas. Las imágenes de piedra y los incensarios aumentaban de peso.

Llegaron por fin a la cima. El rey Chaac les señaló dónde debía colocarse el incienso.

El soberano del Valle de los Desaparecidos iba a pronunciar las últimas palabras del ritual.

Entonces estalló el principio de la hecatombe.

Resonaron unos estampidos súbitos y fuertes. Eran disparos de arma de fuego.

—¡Ametralladoras! —rugió Renny.

De los labios de los mayas brotaron gritos de terror y agonía. Varios cayeron muertos, barridos por la lluvia de plomo.

Al parecer disparaban cuatro ametralladoras situadas en los cuatro ángulos de la pirámide.

Doc condujo a sus amigos, al rey Chaac y a la princesa, a refugiarse tras la imagen mayor de la cima de la pirámide.

¡A tiempo! Una lluvia de plomo barrió el lugar donde estuvieron segundos antes. Las balas rebotaron a su alrededor.

Doc recogió una de las balas y examinándola, declaró:

—No es del calibre de nuestras ametralladoras, lo cual significa que no se han apoderado de ellas. Deben de haber traído ametralladoras del exterior.

Los aventureros se contemplaron mutuamente. Comprendieron lo sucedido.

El asesino del padre de Doc era quien había proporcionado el potente armamento.

La lluvia de plomo cesó. Kayab apareció a lo lejos, a la derecha.

—¡Contemplad el cumplimiento de mi profecía! —gritó—. ¡Acercaos de rodillas y suplicadme que os perdone la vida! ¡Reconocedme por vuestro jefe! ¡De lo contrario, moriréis todos!

A pesar de la distancia, los aventureros pudieron ver el rostro de Kayab, que estaba contraído por la ira.

—¡Está loco! —murmuró Monk.

Una lluvia de lanzas contestó a Kayab. Profiriendo agudos chillidos de cólera, un grupo de mayas se lanzó sobre el jefe de los guerreros.

Una ametralladora los rechazó, matando a varios.

El rey Chaac alzó la voz en medio del tumulto, dando órdenes a su pueblo.

Los mayas ascendieron con gran rapidez los escalones de la pirámide.

Doc los contempló, ignorando lo que se proponían. Luego observó cómo el soberano oprimía el ídolo de Kukulcan, situado junto al depósito del agua que fluía perpetuamente.

El ídolo se inclinó hacia atrás, dejando al descubierto una cavidad enorme.

Unos escalones conducían a la oscuridad del fondo.

La columna de mayas penetró en el interior con orden perfecto. Pero al parecer estaban tan sorprendidos como los aventureros ante la visión de la abertura.

Doc dirigió una mirada al soberano.

—Solo yo conozco esta puerta oculta —explicó el rey.

Las ametralladoras de los guerreros de los dedos rojos enmudecieron.

La retirada ordenada a la cima de la pirámide debió de intrigarles. Sin duda creyeron que habían causado suficientes estragos para someter a los mayas.

Doc observó el emplazamiento de las ametralladoras. Vio que los guerreros se mostraban al descubierto.

Luego vio a otro hombre: a un individuo enmascarado con una repulsiva piel de serpiente.

En la parte posterior del horrible traje de reptil distinguió unas plumas de colores diversos.

Esta figura repugnante parecía dirigir el ataque. Hasta daba órdenes a Kayab. Oyendo débilmente la voz del hombre, comprendió que no era un maya.

Las ametralladoras volvieron a entrar en acción.

Pero aguardaron demasiado. Casi todos los mayas habían penetrado ya en el interior de la pirámide.

Cuando la lluvia de plomo empezó de nuevo, el último de los mayas de piel dorada traspasaba la puerta secreta.

El rey Chaac y la princesa descendieron seguidos de Doc y sus amigos.

El soberano les enseñó diversas grietas en la mampostería por donde era posible observar si alguien ascendía por los escalones.

Distinguieron cómo algunos guerreros llegaban corriendo a la base de la pirámide y empezaban su ascensión.

—¡Si tuviésemos nuestras armas! —gimió Renny.

Pero las armas estaban encerradas en la casa de piedra.

—¡Mirad! —ordenó el rey Chaac. Dio una orden a varios de sus hombres, que descendieron al fondo de la oscura cavidad.

Subieron unas cuantas rocas que lanzaron por los escalones. Los guerreros retrocedieron a escape.

—No pueden llegar aquí —afirmó el soberano.

Doc escuchó la voz del hombre con la piel de serpiente.

Lo identificó en seguida: Era la del asesino de su padre y el instigador de la revolución de Hidalgo. La voz que oyó en la habitación del hotel de Blanco Grande.

Y comprendió por qué no encontró rastro del hombre durante la semana anterior. Se ausentó del Valle de los Desaparecidos, marchando en busca de las ametralladoras.

—¿Cómo estamos de provisiones? —preguntó.

El rey Chaac respondió:

—No tenemos víveres.

—Nos sitiarán por hambre —señaló Doc—. ¿Supongo habrá bastante agua?

—Mucha. La corriente que abastece al depósito de la pirámide.

—Eso ayudará —reconoció Doc—. Su gente podrá resistir unos cuantos días. Mis hombres y yo, acostumbrados a las penalidades, aguantaremos más. Pero debemos hacer algo.

Decidió arriesgarse.

—Que no intente nadie seguirme —advirtió.

De un salto formidable cruzó la puerta.

Fue tan inesperada su aparición, que transcurrió un instante antes de que los guerreros de los dedos rojos descargasen una lluvia de plomo sobre la cima de la pirámide y el templo diminuto.

Al hacer la descarga ya estaba fuera de peligro.

No descendió por la escalera. Tenía otro medio mejor de descenso: el costado vertical y liso de la pirámide.

Se deslizó con rapidez hacia un lado. Una descarga barrió el lugar donde estuvo un segundo antes.

Las balas de las ametralladoras arrancaron grandes trozos de rico mineral de oro por donde antes pasara.

Pero no le dio importancia. Se lanzó por la pendiente con la rapidez de un meteoro.

Tocó la base de la pirámide a una velocidad que habría destrozado el cuerpo de un hombre corriente. Los poderosos músculos amortiguaron su aterrizaje.

Ni siquiera perdió el equilibrio. Corrió con la velocidad de una centella.

Penetró en una depresión. La lluvia de balas caía siempre a uno o dos metros de él.

La velocidad de sus movimientos era demasiado enorme para unos tiradores inexpertos. Hasta un buen tirador tendría dificultad en tocar aquella figura broncínea.

La depresión le condujo a un matorral y desde aquel momento desapareció como tragado por la tierra para los criminales que le ametrallaban.

Los guerreros no daban crédito a sus ojos. Asombrados, buscaban frenéticos entre la maleza la reluciente figura de bronce y no la encontraban.

Su jefe, la figura repulsiva enmascarada con la piel del reptil, se veía más turbado que sus secuaces.

Se mantenía al lado de una ametralladora, como si esperara que aquel Némesis bronceado, terror de los hombres de su calaña, surgiendo de la nada se lanzara sobre él.

El miedo que el hombre de la serpiente sentía por Doc Savage era enorme.