Capítulo VIII
Enemigos persistentes

Sobre la quieta inmensidad del mar, el sol arrancaba chispas doradas de las blancas espumas que dulcemente morían en la playa.
En el interior, la selva de colores frescos y abigarrados se perdía en un horizonte de un azul purísimo.
Doc descendió el aparato y los flotadores descansaron sobre las olas.
La espuma salpicaba rugiendo contra las hélices ociosas, y lentamente se deslizó hasta la playa arenosa.
Renny se desperezó en un largo y rugiente bostezo.
—Creo que en los tiempos benditos de la piratería —comentó—, edificaron parte de esta ciudad sobre unos cimientos de botellas de ron. ¿Es verdad?
—Creo que sí —corroboró su amigo Johnny.
¡Pink!
El sonido fue exactamente igual al de un muchacho disparando sobre una lata con un rifle de aire comprimido.
¡Pink! —resonó de nuevo.
Luego ¡ber-r-r-rip! Un largo rugido.
—¡Caramba! —exclamó Monk, sentándose pesadamente, mientras Doc abría las válvulas del motor.
Con los motores en acción, las hélices rozando el agua, formando un gran telón de espuma tras la cola, el avión avanzó con ímpetu hacia la playa.
—¿Qué sucede? —preguntó Ham.
—Descargan una ametralladora sobre nuestros flotadores —replicó Doc, en voz baja—. Vigilad la playa. Mirad si distinguís al agresor.
—¡Por amor de Dios! —murmuró Monk—. ¿No nos vamos a quitar de encima a esa sanguijuela de los dedos rojos?
—Sin duda radió nuestra llegada a algún cómplice de por aquí —observó Doc.
Claramente audible sobre el estruendo de los motores, se percibieron dos pinks más, luego una serie.
El invisible tirador hacía lo posible por perforar los flotadores y hundir la embarcación aérea.
Los cinco hombres de Doc miraban por las ventanillas de la cabina, buscando el rastro del traidor.
De pronto las balas empezaron a silbar por la armadura misma del aeroplano.
Renny se llevó una mano a su brazo izquierdo. Pero la herida era un simple rasguño. Otro balazo produjo estragos en la caja donde Long Tom llevaba el equipo eléctrico.
Fue Doc Savage quien descubrió al tirador, gracias a sus ojos de incomparable agudeza.
—¡Allá, detrás de aquella palmera derribada! —señaló.
Entonces el resto lo percibió. El arma del tirador invisible se proyectaba sobre una palmera caída, semejante a una columna de plata opaca.
Los rifles aparecieron como por arte de magia en las manos de los cinco hombres. Una descarga disparada sobre el árbol impidió que el tirador continuase sus fechorías.
El aeroplano clavó los flotadores en la arena de la playa. A tiempo, pues algunos de los disparos de la ametralladora agujerearon el aparato en algunas partes y se llenaba de agua con rapidez.
¡Los flotadores quedaron inutilizados!
Tres de los compañeros, rápidos y resueltos, saltaron a tierra. Eran Doc, Renny y Monk.
Los restantes, Johnny, Long Tom y Ham, todos excelentes tiradores, continuaron extendiendo una barrera de plomo entre el tronco derribado.
La palmera yacía en un brazo de tierra que se extendía hacia un islote. Entre este y la tierra firme había unos cincuenta metros de agua.
El tirador intentó salvar la distancia y esconderse en el bosque. Pero, lanzando un grito, se desplomó de un balazo disparado desde el aeroplano.
Entretanto, Doc, Renny y Monk, saltaron a tierra y penetraron en la vegetación tropical.
El olor de la playa era muy fuerte; el agua de mar, troncos podridos, cangrejos, peces y vegetación corrompida formaban un conglomerado de olores.
Belice estaba situado a la derecha de los amigos. Las calles eran estrechas; las casas pequeñas, bajas y con balcones, con los portales pintados de vivos colores y las ventanas enrejadas como si fueran prisiones.
El tirador comprendió que iban a cazarlo. Intentó de nuevo escapar. Pero no esperaba la clase de tiroteo con que lo obsequiaron desde el aeroplano.
Era imposible toda huida por aquel lado.
Presa de desesperación, el individuo corrió hacia el extremo del brazo de tierra. Unos mangles achaparrados le ofrecían un débil refugio.
El hombre tornó a gritar.
En su país quizá fuera costumbre fusilar a los prisioneros sin darles cuartel, porque no ofreció rendirse.
Era evidente que se le habían agotado las municiones.
Presa de terror, incorporose y se lanzó al agua, intentando nadar hasta el islote.
—¡Tiburones! —gruñó Renny—. Estas aguas están infestadas de estos escualos terribles.
Pero Doc Savage ya se adelantó una docena de metros, saltando al brazo de tierra. El tirador era un individuo bajo y moreno, mas sus facciones no se parecían en nada a las del maya que se suicidó en Nueva York.
Era un mestizo centroamericano.
Tampoco era muy buen nadador; se le veía chapotear con demasiada insistencia. De pronto profirió un penetrante grito de terror.
Vio un triángulo oscuro y siniestro acercándose a él. Intentó dar media vuelta y regresar a tierra.
Pero estaba tan espantado, que apenas avanzaba, a pesar del furioso y desordenado braceo.
El tiburón era un gigantesco devorador de hombres. Se lanzó en línea recta sobre su presa, sin dar siquiera un rodeo investigando.
Las fauces del monstruo estaban abiertas, mostrando una horrible hilera de dientes.
El tirador emitió un gemido débil y pavoroso.
Parecía ser demasiado tarde para ayudar al desgraciado. Renny, al discutir el asunto después, sostuvo que Doc aguardó deliberadamente hasta el último momento, para que el terror sirviera de lección al hombre, mostrándole el destino de un malhechor.
De ser verdad, la lección fue muy eficaz.
De un salto formidable, Savage se lanzó de cabeza al agua.
La zambullida fue ejecutada de una manera perfecta.
Y entonces, curvando su poderoso cuerpo de bronce al instante del contacto con el agua, Doc pareció hundirse apenas bajo la superficie.
Parecía una cosa imposible de realizar, pero llegó al lado del desgraciado en el preciso instante en que el tiburón se acercaba amenazador.
¡Doc se colocó entre los dientes del escualo y el tirador!
Pero el poderoso cuerpo de bronce no estaba allí cuando los dientes se cerraron para clavarse y destrozar. Estaba al lado del animal.
Su brazo derecho rodeó con velocidad relampagueante la cabeza del monstruo, haciendo una presa estranguladora.
Los pies del hombre actuaron como poderosa palanca. Levantando durante la fracción de un segundo la cabeza del tiburón fuera del agua, su puño derecho cayó sobre el punto que sus vastos conocimientos le indicaron como más débil del devorador de hombres.
El tiburón quedó aturdido.
Doc Savage llevó sin pérdida de tiempo al tirador a la playa.
El moreno rostro del mestizo ofrecía un aspecto inolvidable. Parecía como si le hubiesen enseñado la boca del infierno para mostrarle el castigo que esperaba a hombres de su calaña.
Aprovechando que el animal estaba en la superficie, donde los balazos podían alcanzarle, Renny y Monk remataron al horrible monstruo.
—¿Por qué disparaste sobre nosotros? —interrogó Doc, en lengua española, que hablaba a la perfección, como muchos otros idiomas.
El mestizo, demostrando su agradecimiento, respondió con viveza:
—Me alquilaron, señor. Me contrató un hombre en Blanco Grande, la capital de Hidalgo. Ese hombre me trajo anoche en un aeroplano azul.
—¿Cómo se llama ese hombre?
—Lo ignoro, señor.
—¡No mientas!
—¡No le engaño, señor! No lo haría, después de haberme salvado la vida. He sido un infame, alquilándome para cometer un crimen. Abandonaré esta clase de vida. Puedo llevarle al lugar donde está escondido el aeroplano azul.
—¡Hazlo! —ordenó Doc.
Poniéndose en marcha al instante, llegaron breves momentos después a las afueras de la ciudad.
Doc se dispuso a llamar un destartalado taxi. Luego levantó los dorados ojos al cielo.
Un aeroplano zumbaba en el cielo ardiente. Era un aeroplano azul.
—¡Ese es el aeroplano del hombre que me alquiló para matarles! —exclamó el prisionero.
El avión azul pasó por encima de ellos, con estruendo de motores, en dirección a la playa.
Sin pronunciar palabra, Doc, girando sobre sus talones, corrió con increíble velocidad hacia el mismo lugar donde Johnny, Long Tom y Ham aguardaban con su aparato aéreo.
Una multitud de chiquillos semidesnudos miraban boquiabiertos la figura borrosa de Doc, al pasar delante de ellos.
Las mujeres, envueltas en chales, se apartaban corriendo al pasar Renny, Monk y el prisionero, siguiendo los pasos de Savage.
De pronto sonó un rápido tiroteo en la playa.
Doc conocía, por la velocidad del fuego, que se trataba de una ametralladora suya. Sus amigos debieron montarla y disparaban sobre el monoplano azul.
El aparato enemigo capotó tras la copa de una palmera. Luego se oyó una fuerte explosión. ¡Una bomba!
El aeroplano volvió a elevarse. Volaba de una manera insegura. El piloto o alguna parte del aparato había sido alcanzado.
Luego avanzó hacia el interior y no regresó.
Doc, al llegar a la playa, vio que la bomba fue lanzada con tan mala puntería, que cayó a unos cincuenta metros de su aeroplano. Sus tres hombres estaban sentados en un ala ante la ametralladora, sonriendo satisfechos.
—Seguramente le arrancamos algunas plumas a ese pájaro azul —rio Long Tom.
—No volverá —afirmó Ham, tras observar el punto móvil que se perdía en el horizonte—. ¿Quién fue?
—Evidentemente, uno de la banda intentando impedir nuestra llegada a esa tierra mía en Hidalgo —replicó Doc—. El miembro de la banda, con seguridad radiaría desde Nueva York a Blanco Grande, la capital de Hidalgo, que íbamos en aeroplano. Este es el lugar más natural para aprovisionarnos después del vuelo sobre el mar Caribe. En consecuencia, tendieron una emboscada aquí. Alquilaron a este mestizo para que nos ametrallara y, al fracasar, el piloto intentó bombardearnos.
Renny y Monk llegaron en aquel momento. Eran tan corpulentos, que el mestizo semejaba un chiquillo entre ellos.
—¿Qué hacemos con sus costillas? —inquirió Monk, sacudiendo al mestizo.
Doc replicó sin vacilar:
—Ponedlo en libertad.
El mestizo no sabía cómo expresar su gratitud. Llorando, balbuceó las gracias.
Pero, antes de marcharse, acercándose a Doc, murmuró una pregunta en tono muy serio.
Los otros no oyeron las palabras del mestizo, y, como es natural, se despertó su curiosidad.
—¿Qué te preguntó? —inquirió Monk, una vez se ausentó el mestizo, con paso firme.
—Creedme o no —sonrió Doc—, pero deseaba saber cómo ingresar en un convento. Me imagino que ese individuo caminará recto el resto de su vida.
—Será mejor que cojamos un tiburón y lo llevemos con nosotros, si al inspeccionarlo de cerca reforma a nuestros enemigos con tal prontitud —rio Monk.
Con unas cuerdas de un almacén de la localidad y unas palmas que cortaron unos nativos alquilados por Doc, pusieron el aeroplano sobre tierra seca.
El aparato estaba inutilizado, pues los flotadores hallábanse destrozados.
No disponían de material de recambio, ni tampoco era fácil encontrarlo en la ciudad. Para ahorrar tiempo y trabajo, Doc radió a Miami pidiendo un juego de flotadores, que un aeroplano de carga trajo con rapidez.
Perdieron en conjunto cuatro días, antes de estar en situación de remontarse de nuevo.
Doc no descuidaba su ejercicio ni una sola mañana. No dejaba de hacerlo nunca, por cansado y derrengado que estuviese del día anterior.
Sus ejercicios musculares eran duros y violentos.
Con un bloc y un lápiz en la mano, empezó sus ejercicios mentales. Escribió una serie de cifras, extrajo con los ojos cerrados la raíz cuadrada y cúbica del número propuesto mentalmente. De la misma manera hacía todas las operaciones aritméticas, multiplicaba, dividía y restaba con pasmosa facilidad. Esto disciplinaba de una manera perfecta su poder de concentración.
Sacaba después un aparato que producía ondas de sonido de todos los tonos, algunos de onda tan corta o tan larga que no eran perceptibles para el oído normal.
Procuraba, durante varios minutos, percibir estas ondas, inaudibles para la mayoría.
Años de estos ejercicios le permitieron oír muchos de esos sonidos que generalmente pasan inadvertidos.
Cerrando los ojos, identificaba con rapidez el olor de infinidad de cosas distintas y vagas, contenidas en frasquitos.
Dos horas diarias dedicaba a estos y otros más difíciles ejercicios.
Al quinto día de la llegada a Belice, salieron por la mañana rumbo a Blanco Grande, capital de Hidalgo.
Volaron sobre una jungla exuberante, llena de árboles podridos en masas sólidas. Los bejucos y otras plantas formaban una alfombra sólida.
Confiado en sus motores, Doc volaba bastante bajo para ver las cotorras y loros que a millares pululaban por el bosque.
Breves horas más tarde llegaba a la frontera de Hidalgo. Era un país típico de las repúblicas del Sur.
Incrustado entre dos gigantescas cordilleras, atravesado a la derecha por montañas más elevadas aún; era un lugar ideal para las revoluciones y el bandidaje.
En tales localidades, los gobiernos son inestables, no tanto debido a su carencia de equilibrio, sino más bien por las oportunidades ofrecidas para levantarse en armas.
La mitad de los valles de Hidalgo eran desconocidos hasta de los bandidos y de los revolucionarios que, dada su condición, estaban más familiarizados con el terreno.
El interior lo habitaban tribus belicosas, restos de poderosas naciones desaparecidas.
Las tribus guerreras y el terreno inaccesible explicaban la parte inexplorada que Renny observó en los mejores mapas del país.
La capital era un conglomerado de callejuelas estrechas, chozas de adobe y millares de tejados de azulejos de colores, con el parque inevitable para las procesiones y revistas militares en el centro de la ciudad.
En este caso, el parque estaba ocupado por el palacio presidencial y ciento diecinueve edificios de la administración.
Eran edificios imponentes, mostrando que los gobiernos anteriores hicieron libre uso del dinero de los contribuyentes.
En la parte norte de la ciudad había un lago pequeño y poco hondo. Doc Savage amaró su aeroplano allí.