Capítulo XIII
La muerte acecha

Dedicaron el día siguiente a nada más entretenido que matar el tiempo. Pronto se cansaron de los trucos de prestidigitación.
En consecuencia, Doc y Renny salieron a explorar el Valle de los Desaparecidos.
Descubrieron que era tanto una prisión como una fortaleza. Un sendero estrechísimo tallado en la falda del desfiladero era la única ruta a pie.
Y por el aire solo un hidroplano podría descender sobre el lago. Ningún dirigible resistiría aquellas terribles corrientes de aire.
Las faldas de las montañas se cultivaban. Abundaban las verduras. También se veía algodón y cabras domesticadas de largo pelo.
La vegetación de la jungla era exuberante por todas partes.
—No lo pasan mal —observó Doc—. No viven en la abundancia, pero tampoco les falta lo necesario.
Regresando al pueblo, Doc y Renny encontraron a la linda princesa, quien, evidentemente, preparó aquella entrevista fortuita.
Se había enamorado del hombre de bronce, lo cual turbaba bastante el espíritu de Doc. Hacía mucho tiempo que había decidido que las mujeres no alterarían el rumbo de su vida.
Y además, su carácter no se prestaba a ningún dominio, aunque fuese moral.
Por consiguiente, respondió con monosílabos a la amena y graciosa charla de la princesa, evitando entrar en discusión acerca de si las muchachas americanas eran más bonitas que… Atacopa, por ejemplo.
De regreso al pueblo observaron un cambio sutil en la actitud de muchos de los mayas.
Hasta los que no pertenecían a la secta guerrera miraban a Doc y a sus amigos con evidente recelo.
Los guerreros, mezclados entre el populacho, hablaban con animación, subrayando las palabras con ademanes hostiles.
Doc, por casualidad, oyó las palabras de un agitador. Comprendió que los guerreros envenenaban con sutiles amenazas contra los blancos el espíritu sencillo de los nativos.
Los extranjeros bajados del cielo, alegaban los guerreros, eran demonios de piel pálida que llegaron como gusanos en las entrañas del gran pájaro azul que amaró en el lago.
Y, por consiguiente, como gusanos, debían ser destruidos.
Doc se alejó pensativo.
Aquella noche, él y sus amigos se acostaron temprano, casi al anochecer, siguiendo la costumbre tradicional del país.
Fuera por la dureza de los bancos de piedra que les servían de cama o por la excitación nerviosa debida a su situación en el Valle de los Desaparecidos, no durmieron bien.
Long Tom, que ocupaba una habitación espaciosa con Johnny y Ham, durmió una hora encima de su banco de piedra; luego se apoderó el insomnio de él.
Se puso los pantalones y dio un paseo a la luz de la luna.
Sin ningún motivo particular se dirigió a la pirámide, que le fascinaba.
El mineral de que estaba construida era tan rico, que podía decirse que no existía igual en el mundo entero.
«¡Debe de tener un valor fabuloso!» —pensó.
Esperaba que la contemplación de semejante riqueza le permitiría después conciliar el sueño. Pero no fue así. Le costó caro.
Pues mientras contemplaba, absorto, la pirámide dorada, con la corriente de agua surgiendo sin parar de su cima, un hombre saltó sobre sus espaldas.
Una mano le tapó la boca.
Lanzó dos puñetazos, sin tocar a nadie. Mordió los dedos que le amordazaban. Luego profirió un grito.
Una mano, protegida esta vez por un trapo, le impuso silencio casi ahogándole.
Luego le acometieron otros asaltantes; eran los guerreros de dedos rojos.
Dio un puntapié atrás, tocando una espinilla y rodó con sus atacantes por entre las rocas y la tierra blanda.
Encontrando una roca, asestó un golpe en un cráneo y por el ruido seco comprendió que uno de sus adversarios cayó para no levantarse nunca más.
La fuerza de los atacantes redujo al fin a Long Tom. Lo ataron de pies y manos, dejándolo imposibilitado.
Se aproximó un hombre, que hasta entonces se mantuvo apartado del fragor de la lucha.
Era Kayab, el jefe de los guerreros, quien dio una orden en lengua maya, que Long no pudo comprender.
Llevándolo a la parte trasera de la pirámide, lo depositaron en un círculo de bloques de piedra. En el centro había una abertura redonda, negra y siniestra.
El jefe maya cogió una piedra y sonriendo de una manera maligna la tiró por la redonda abertura.
Se oyó, segundos después, el ruido de la piedra al tocar el fondo. Y al instante surgió un pandemónium de ruidos extraños y silbantes.
¡El agujero era un pozo de sacrificios!
Long Tom recordó haber leído que los antiguos mayas arrojaban tributos humanos en pozos semejantes.
Los silbidos provenían de serpientes, sin duda, venenosas. Debía de haber centenares de ellas en el fondo de aquel siniestro agujero.
Kayab profirió una orden y al instante el prisionero fue levantado en vilo y arrojado a la terrible abertura negra.
El jefe de los guerreros escuchó. Instantes después se oyó un golpe horrible en el fondo del pozo. Las serpientes silbaban siniestras.
El jefe maya y sus secuaces se alejaron satisfechos.
Cuando Long Tom salió de la casa, Ham no estaba completamente dormido.
Observó, soñoliento, cómo su compañero, poniéndose los pantalones, salía al exterior.
Luego dormitó un rato. Pero despertándose de pronto, decidió averiguar lo que hacía su amigo. Cogiendo su bastón de estoque, salió a explorar.
No vio señal de Long Tom, pero adivinando dónde pudo ir el mago de la electricidad, se dirigió hacia la pirámide.
No oyó ningún ruido ni nada que le alarmase. Segó una flor tropical de un certero golpe de bastón. Se sentía pleno de euforia.
Un segundo después fue asaltado por una avalancha de guerreros de dedos rojos.
Jamás ningún espadachín profesional desenvainó su acero con mayor celeridad que Ham. Lo sacó a tiempo de poder ensartar a dos de los demonios que saltaron sobre él.
Reducido por el número, lo ataron y amordazaron. Luego lo condujeron al pozo de los sacrificios y sin pronunciar una palabra lo arrojaron al fondo.
Kayab escuchó desde el borde del pozo hasta oír el golpe de la caída.
Las serpientes, alborotadas, emitieron silbidos de furia.
El jefe de los guerreros rio, moviendo la cabeza en señal de satisfacción.
¡Desaparecieron dos blancos! Dio otra orden.
Los tres guerreros muertos por Long Tom y Ham fueron levantados en vilo.
Uno tras otro, los cadáveres fueron arrojados al pozo de los sacrificios.
Resonaron tres golpes y surgieron los silbidos furiosos de las serpientes.
Monk dormía profundamente, pero el colchón de piedra era duro y el aventurero tuvo una pesadilla. Soñó que luchaba con un millón de dedos rojos, mientras le alentaba una hermosa princesa maya.
Rechazó a sus enemigos de la pesadilla, pero al avanzar hacia la bella princesa, reclamando la recompensa ofrecida por su seductora sonrisa, surgió un hombre de un sospechoso parecido con Doc y se la llevó.
Su inmensa desilusión le despertó.
Se sentó y se incorporó desperezándose. Al mirar a su alrededor vio sorprendido que Doc y Renny no estaban a su lado.
¡Sus camas de piedra se veían desocupadas!
Meditó un rato, llegando a la conclusión de que salieron a pasear.
Y al instante se dispuso a imitarles.
Al coger sus pantalones se fijó en un mástil que colgaba de la pared; evidentemente pertenecía al dueño de la casa, y Monk no vaciló en apropiárselo para probar su comodidad.
Poniéndoselo en lugar de pantalones salió al exterior, con el propósito de nadar un rato en el lago, si no se presentaba algún pasatiempo más emocionante.
No hallando a Doc ni a Renny se dirigió al lago. No le preocupaba la ausencia de los dos amigos.
No era probable que les sucediera algo sin que cundiera la alarma.
El agua presentaba un color azul maravilloso. A pocos metros de la playa veíanse varias rocas grandes.
De pronto su corazón latió sobresaltado al encontrarse, inesperadamente, frente a la princesa Atacopa. Sin duda paseaba a la luz de la luna. Y sola.
Sintió un gran embarazo e hizo un movimiento para retroceder con rapidez.
Pero la princesa, sonriéndole con dulzura, le suplicó:
—¡No se marche tan pronto, haga el favor! Deseo preguntarle una cosa.
Monk vaciló, preguntando, aturdido:
—¿Qué desea saber?
La joven se ruborizó de una manera encantadora. Parecía demasiado tímida para formular la pregunta. Pero, al fin, dijo:
—¿Qué es lo que ve indeseable en mí su jefe?
—¿Eh? —balbuceó Monk, sin saber qué responder—. ¡Oh! Doc la estima. Él aprecia a todo el mundo.
—No lo creo —replicó la joven—. Se mantiene a distancia.
—Ah —murmuró Monk—. Doc es así…
—Debe de haber una muchacha. Él está…
—¿Enamorado de alguien? —resopló Monk—. ¡De ninguna manera! No existe ninguna mujer en la tierra que…
Interrumpiéndose enmudeció. Pero era demasiado tarde.
Fue poco diplomático, defecto que criticaba a los demás.
La princesa Atacopa, girando sobre sus talones, desapareció entre las grandes rocas, dejando tras sí el eco de un sollozo.
Monk permaneció un rato a la luz de la luna. Luego regresó a la casa. Doc y Renny no habían regresado todavía.
Solo con el objeto de comprobar que no había novedad, penetró en la habitación contigua, donde Johnny, Long Tom y Ham debían estar durmiendo.
¡Los tres habían desaparecido! Los enormes puños de Monk se crisparon.
Comprendió que sucedía alguna cosa anormal. De lo contrario, sus cinco compañeros no estarían tomando el fresco al mismo tiempo.
Salió de un salto al exterior, como una figura de animal gigantesco.
Aguzando los oídos percibió unos ruidos a la derecha. Se dirigió al lugar dando unos saltos enormes.
Vio a un número de hombres retroceder de una manera furtiva y corrió con la velocidad de una liebre a darles alcance.
La pirámide de oro surgió a la vista.
Distinguió a la izquierda a los hombres a quienes perseguía. Eran, en conjunto, una docena. Llevaban a un hombre atado.
Monk poseía una técnica especial para correr en la oscuridad. Sus brazos larguísimos desempeñaban un papel importante.
Simplemente se doblaba y corría dando saltos enormes, balanceándose con los brazos cuando tropezaba. Alcanzaba una velocidad increíble de esta manera.
Intentó repetidas veces distinguir a quién llevaban prisionero los guerreros de los dedos rojos.
¡Johnny! ¡Llevaban prisionero a William Harper!
Ignoraba que Long Tom y Ham fueron arrojados ya al pozo de los sacrificios, pues en tal caso se hubiera horrorizado más todavía.
Los hombres de los dedos rojos le divisaron. Aceleraron el paso, abandonando toda precaución.
Corrieron hacia el pozo de los sacrificios.
Estando a unos veinticinco metros vio cómo levantaban a Johnny, atado y amordazado, y lo lanzaban al pozo infernal.
Percibió el sonoro ruido de la caída en el fondo del agujero.
Eso lo transformó en un demonio luchador, como rara vez se ponía.
Cogiendo con sus manazas dos peñascos los lanzó, con el ímpetu destructor de balas de cañón.
Los dos proyectiles derribaron a igual número de víctimas.
El ataque fue tan súbito y el aventurero presentaba un aspecto tan aterrador, que los guerreros pusieron pies en polvorosa, desapareciendo, despavoridos, en la maleza.
Alcanzó a uno y, levantándolo como una pluma, lo estrelló contra un árbol.
El cuerpo inerte rebotó como una pelota; tal fue la fuerza del impacto.
Luego se zambulló en los arbustos, registrando el terreno como un lebrel en busca de caza. Pero los guerreros conocían el terreno y escaparon.
Les inspiró tal pánico, que ni siquiera osaron arrojarle un cuchillo ni una lanza. Huyeron como coyotes asustados.
Regresó poco a poco, con el corazón apesadumbrado, al pozo de los sacrificios.
Oyó el ruido sordo de la caída y comprendió debía tener a lo menos cien metros de profundidad.
¡Pobre Johnny! ¡Hallar la muerte de esa manera! Uno de los arqueólogos y geólogos más brillantes muerto en el alborear de su carrera… Era terrible.
Acercándose al pozo, percibió el espeluznante silbido de las serpientes en el negro infierno del pozo.
Johnny no tenía la menor probabilidad de escapar con vida. Las lágrimas asomaron a sus ojos.
Haciendo un esfuerzo se asomó al borde del pozo de sacrificios.
Del fondo brotó la sarcástica y perezosa voz de Ham:
—Os pregunto, hermanos, ¿visteis jamás una cara más fea que esa?