CAPÍTULO VII
DOC Savage se inclinó sobré el cuerpo del finado guardia de corps de Pearsall. Había vuelto al interior del camarote. Fuera crepitaban las llamas.
Ardía ya la mayor parte del palacio flotante. En el camarote penetraban los acres vapores de la pintura.
Doc extrajo de un pequeño estuche de cuero una lanceta resplandeciente y con mano hábil le hizo una profunda incisión a la garganta del cadáver.
La sangre salió a chorros de la gran vena yugular. Manó poco a poco a borbotones y luego estos se espesaron. Era aquella sangre tan negra como la redonda señal colocada sobre el corazón del cadáver.
Rápidamente, Doc llenó de ella un frasquito que llevaba a prevención.
Acabada que hubo la operación, le puso un tapón y se lo guardó. Como levantara entonces la mirada, vió avanzar los remolinos de humo y llamas hasta delante de la misma puerta que se abría sobre cubierta. Sin embargo, aun no había terminado de hacer lo que deseaba.
Tratándose de cirugía era insuperable. Con respecto a los venenos y otros elementos diversos que descomponen los tejidos del hombre, sabia más que otro cualquiera. Eran vastísimos sus conocimientos en esta materia.
Precisamente por ello era inventor de diversas y delicadas operaciones del cerebro.
El exótico trino se dejó oír, de pronto, por encima del crepitar del fuego. La rara escala musical invadió el camarote.
Doc acababa de comprender que estaba a punto de hacer un sorprendente descubrimiento. Este podría o no, disipar el misterio de las muertes, señaladas con la aparición del circulo negro, pero no por ello dejaría de constituir una prueba definida.
Ahora bien: para completar la investigación, el hombre de bronce necesitaba que descansara en el suelo el cadáver del guardia de corps, y las llamas comenzaban a invadir el camarote. El calor se hacia insoportable.
Asiendo el cuerpo entre los brazos vigorosos lo levantó en vilo. Su salida del camarote se verificó con la velocidad de un proyectil. Por espacio de un segundo le envolvió el fuego que amenazaba con cambiarle el matiz bronceado de la piel, transformándole en tostado o negro color.
A1 segundo siguiente saltaba por encima de la baja borda de la embarcación. Todavía seguía en sus brazos el pesado cuerpo del guardia.
El hombre de bronce contuvo el aliento y se lanzó al río en llamas.
Desde la ribera, Renny, Long Tom y Johnny, contemplaban el palacio flotante.
¿Habría aguardado demasiado su jefe de los bronceados cabellos? ¿Le habrían atrapado al fin? ¿Por qué no daba la señal de salida del yate?
—¡Vaya todo en hora mala! —exclamó Renny—. Dentro de un minuto se hundirá esa embarcación. Doc no ha debido quedarse ahí dentro.
—Pronto saldrá contoneándose —replicó Long Tom; pero él mismo no sentía mucha confianza.
Sirenas se dejaron oír sobre el promontorio del morro. Desde el seno del Hudson, llegó hasta ellos el ¡boo! ¡boo! de un bote de salvamento.
Súbitamente se alzaron llamas en espiral por encima del puente del palacio flotante. Una lengua de fuego lamió el depósito de la gasolina.
Como resultado estalló con aterradora, doble explosión y se hendió toda la obra muerta del barco. Su casco se partió en dos. Densos vapores ascendían, sibilantes, de aquel casco hasta los cielos.
El casco de un bote de salvamento se hundió entonces en el área incendiada del río. Los bomberos llegaban a tiempo de ver cómo se hundía el yate.
Sirviéndose de extintores químicos se había procurado un área libre de llamas. Pero los bomberos llegaban demasiado tarde para determinar el número de personas muertas en la catástrofe. Fue en esta ocasión cuando se hizo patente el claro talento de Johnny.
Allá arriba, en el morro, llegaban por decenas los automóviles. Sus ocupantes descendían a la ribera.
—Nuestros coches pasarán desapercibidos en medio de todos ésos —manifestó a sus camaradas—. Esto me parece bien. No creo conveniente que nos demos a conocer hasta que reaparezca Doc, pues no creo que haya permanecido en el interior del barco siniestrado.
Uno de los primeros en llegar a la orilla del Hudson fue el capitán Graves.
Con las piernas separadas y los ojos muy abiertos, inspeccionó el bote de metal que acababa de sacarse del río.
—Yo creía que, al cabo, habíamos llegado a alguna parte con la detención de ese Arturo Jotther —dijo en tono áspero,— pero veo que no. De todos modos, es evidente que no ha podido tomar parte en esa fechoría ya que le tenemos encerrado bajo llave en Port Chester.
La fechoría a que aludía era la muerte dada a Pearsall, cuyo cuerpo, rígido ahora, tenía delante. A1 llegar a la ribera, Johnny y sus camaradas habían creído prudente abandonar allí el cuerpo del millonario con objeto de que fuera descubierto en forma legal.
El capitán miraba fijamente la negra marca dejada sobre el corazón de Pearsall, la sangre negra que bañaba su faz. La marca era perfectamente circular.
Un agente de policía detuvo su coche en el morro sin prestar atención a que acababa de romper el vallado que protegía un pequeño arbusto. Apeóse y corrió a la ribera, gritando:
—¡Capitán Graves! ¡Capitán Graves!
El capitán profirió un juramento desde abajo.
—Veamos qué es lo que ocurre. ¿Qué sucede? ¡Aquí estoy! —gritó a su vez.
—¡Que... ha... desaparecido! —balbuceó el agente.
—¡Ta, ta, ta! ¡Si está aquí, tendido en el fondo del bote! —replicó Graves—. ¿Cómo puede haber desaparecido? Bueno, ¿a quién te refieres?
—¡A Jotther! Ya sabe, Arturo Jotther, la persona que habíamos detenido y que está complicada en el caso Podrey. Pues bien: ha acogotado al carcelero y se ha escapado de la prisión.
El capitán miró el cadáver y su marca negra.
—¿Hace mucho de esto? —inquirió.
—Un par de horas, tal vez más —respondió el agente—. Jailer había salido. Ha tratado de dar con usted sin conseguirlo.
Renny, Long Tom y Johnny habían oído aquello.
—Hablan del individuo acusado —dijo Tom—, del primer crimen. Conque hace un par de horas que escapó, ¿eh?
Jaime Mathers, el corredor, había permanecido escondido en lo alto del morro. Identificó desde allí a los tres hombres de Doc y también llegaron a sus oídos las palabras cambiadas por el agente y el capitán de policía.
Ellas le movieron a ocultarse con más cuidado. Su actitud era la del hombre que cree llegada su última hora o, por lo menos, que puede llegar de un momento a otro.
Aparentemente había decidido que el paraje no era bueno para su salud, porque no demostró inclinación a permanecer en él, con todo, y haber arribado en compañía de Doc Savage.
No se detuvo al llegar a la carretera. Vacilando, a tropezones, huyó al amparo de la niebla matinal, cruzando los abiertos claros del bosque. Los cuadros de maleza favorecieron su fuga. Ni Renny, ni Johnny, ni Long Tom, le oyeron partir. Tampoco Doc les había hablado de su presencia en el morro.
Mientras Mathers se ocupaba en alejarse de la escena del crimen, llegaba Doc Savage a la ribera. Había cubierto el trayecto nadando entre dos aguas.
Tomó tierra un par de varas más abajo del punto en que se congregaba la multitud en torno del bote de metal y del cadáver metido en su interior.
Doc tiró del cuerpo del guardia y lo sacó a terreno seco. De entre sus ropas extrajo el estuche de cuero. Luego colocó su lámpara de manera que el finísimo haz de sus rayos, agudo como la punta de un lápiz, quedara oculto por la espesa maleza que crecía en la margen del río.
No podía ser más extraordinaria aquella improvisada sala de operaciones.
Pero al cabo de cinco minutos, Doc había abierto el cerebro y el corazón del difunto guardia. Ante todo le hizo una incisión profunda a través del cráneo.
La luz de la lámpara reveló con todo detalle la estructura de los tejidos.
El cerebro se había puesto negro como resultado, en opinión de Doc, de la sangre coagulada en él. Las diminutas partículas que alimentan la substancia gris se habían reventado.
Del pecho musculoso del cadáver extrajo Doc lo que parecía ser una cuña negra y circular. Los músculos habíanse endurecido. Aquella cuña semejaba un instrumento romo hundido hasta el corazón. Este órgano mismo se había convertido en ennegrecida bolsa vacía.
La poca usual operación hizo comprender a Doc una sola cosa: que la muerte producida por la negra señal atacaba por igual el cerebro y el corazón de la víctima. Asesinaba sin producir dolor. También, sin dar tiempo a la víctima para defenderse contra ella.
Así, estaba tan lejos como poco ha, de averiguar qué era lo que había producido la marca famosa. Y, al mismo tiempo, estaba seguro de que un peligro inminente amenazaba a los tres camaradas que le aguardaban. La voz del capitán Graves llegó hasta él.
—¡Diseminaos! —ordenaba a sus agentes—. Buscadme a un hombrecillo de cara incolora, de cabellos grises. Se llama Arturo Jotther. Que todos vayan en pos de él. Pero ¡cuidadito! Es hombre peligroso. Registrad, uno por uno, todos los coches, y no permitáis que se escape ninguno sin haberlo registrado antes.
Por encima de la muchedumbre de curiosos que rodeaban al capitán Graves, flotó una voz:
—¡Tened cuidado y no busquéis en la oscuridad! La marca negra puede heriros en silencio. Tal vez la tiene Arturo Jotther, adoptad precauciones.
Graves profirió un juramento violento: —¿Quién ha dicho eso?— exclamó fuera de sí —. Quiero que se obedezcan mis órdenes. ¡Registrad la arboleda! ¡No permitáis que salga de aquí ningún coche!
—¡Cuidado, capitán! Las armas no sirven de nada contra la marca negra.
Doc continuaba junto al cuerpo del guardia muerto a quien acababa de hacer una autopsia tan singular. Al parecer, no había movido los labios.
Sin embargo, salía de él aquella voz. Se servía de la añagaza del ventrílocuo con la esperanza de evitar otras muertes.
Se daba cuenta de la heroicidad del capitán, de su bravura sin igual. Pero no cabía despreciar la misteriosa marca negra.
Jamás había visto a Arturo Jotther. Le había hablado de él Patricia Savage y Pat no creía que fuera el asesino de Podrey.
Mas si Jotther había rotos sus ligaduras y había estado libre dos horas o más de su encierro no era imposible que se hubiese dirigido al yate de Pearsall.
Doc colocó la carne negra extraída al cadáver en un pequeño recipiente de cristal que llevaba en su estuche médico de cuero.
Más tarde analizaría aquella carne ennegrecida. Mientras el capitán daba la orden de no permitir que ningún coche saliera del morro, se quedó inmóvil, escuchando atentamente.
Los motores de sus automóviles eran tan silenciosos como había logrado construirlos su ingeniero. Pero su oído fino acababa de percibir la vibración de dos motores. Nadie más que é1 podía oírlos. Sus facciones se distendieron en comprensiva sonrisa.
Ni Johnny, ni Renny, ni Long Tom, se dejaban jamás un cabo suelto. Por entonces, tenían que haber comprendido ya que Doc no querría que se descubriera su presencia en el morro, ni tampoco que se descubriesen y registraran sus coches; por lo tanto, marchaban con ellos, con el sedan de Doc y aquél que les había traído.
Doc se preguntó si estaría Mathers dentro del automóvil. No sabía que seguía corriendo al azar. A la sazón distaba una milla del morro.
Los agentes de la policía procedieron al examen de los vehículos estacionados sobre la punta, que ascendían al número de doscientos.
Doc se perdió entre la multitud que seguía a los agentes. De esta manera llegó al punto donde estuviera estacionado su propio coche.
La policía había registrado ya los coches vecinos, uno de los cuales se hallaba colocado de manera que su parte de atrás estaba junto al lugar ocupado anteriormente por el coche de Savage.
El hombre de bronce exhibió una pequeña caja negra y apuntó con ella a la ventana de atrás del coche más próximo. Ninguna luz salió de la caja.
Pero un azulado resplandor apareció, de repente, sobre la mencionada ventanilla. Era una luz fosforescente descubierta sólo por los rayos invisibles que salían de la caja. Doc estaba seguro de que sus camaradas le habrían dejado un mensaje escrito sobre aquella ventanilla y, en efecto, así era.
"Te aguardamos en el primer cruce de la carretera".
Aquello quería decir que los tres hombres pensaban meter los coches que guiaban en la primera carretera que se desviara del camino real. Así, se apartó de él, también, y echó a andar a campo traviesa.
Sus tres compañeros lanzaron exclamaciones de alivio al ver aparecer entre los árboles su cuerpo gigantesco. El sedan de Doc y su propio coche estaban estacionados lejos de la carretera.
Doc Savage no se molestó en preguntar por Jaime Mathers. Jamás hablaba en vano. Mathers no estaba presente.
Ninguno de sus hombres le hablaba de él, y, por consiguiente, llegó a estas conclusiones: o Mathers había vacilado en darse a conocer a Johnny y sus dos camaradas, o por motivos particulares había optado por poner pies en polvorosa.
Doc opinaba que así había sido, porque esperaba que, al cabo, le hicieran sus nervios traición.
—Habéis procedido perfectamente ocultando los coches —dijo a sus camaradas—. Ahora tenemos que atender a otro asunto. Marchad al instante y dirigiros al hangar instalado en la casa almacén. Allí están Monk y Ham. Decidles que vuelvan al rascacielos. Espero un nuevo mensaje. Además, podría ser que se iniciara un ataque contra los hangares y quiero que uno de vosotros se halle de guardia junto a los aparatos.
Doc no deseaba, por nada del mundo, que sus compañeros se dieran cuenta de que lo que en realidad pretendía era mantenerlos alejados del peligro.
Manejándoles con prudencia lograría hacerles creer que tenía motivos para estacionarles en puntos distintos.
Lo que verdaderamente aguardaba era la llamada telefónica del tercer hombre amenazado de muerte por la marca negra.
Renny se sentó ante el volante, en uno de los coches, y Doc permaneció, un instante, a su lado, mientras entraban en él Johnny y Long Tom. Renny no reparó en el leve movimiento de su mano, hecho con suma habilidad.
Pero más tarde, cuando pensara en utilizar el aparato de radio, descubrió que estaba estropeado.
Mediante el ardid esperaba Doc que no descubriera demasiado.
Se deslizó ante el volante de su propio sedan y dejó que los otros desaparecieran antes de arrancar. Luego, el coche avanzó, con un salto, de costado. Después de llevar recorridas cien varas, la aguja del velocímetro marcaba sesenta kilómetros.
Doc habló de pronto. Simultáneamente se apagó la luz de los faros. El hombre se había calado una especie de anteojos de camino que, aproximadamente, tenían la forma y el tamaño de dos latas de leche condensada.
—Ahora ya no puedes ver el camino que tienes delante —manifestó en alta voz.
Para hacerla un hombre solo, como si hablara consigo mismo, aquella manifestación tenía algo de estrambótica. Sin embargo, Doc siguió diciendo: —
No puedes saber la velocidad a que avanzamos, pero la verdad es que el coche adelanta a razón de noventa millas por hora. Diviso el camino sirviéndome de los rayos infrarrojos, invisibles a tus ojos. Una lente especial del coche es la que proyecta dichos rayos. Por ello veo claramente la carretera y no me cuesta nada seguirla.
Cualquiera que le hubiese escuchado habría dicho que se había vuelto loco.
¿Por qué pronunciaría con tanta calma aquellas frases? ¿Por qué entablaba una conversación inexplicable consigo mismo?
Luego siguió diciendo:
—Estás ahí. Lo sé porque te oigo respirar y percibo tu olor inconfundible. Te has encaramado en la trasera del coche para escapar a la policía. Tal vez te hubiera tomado por otra persona a no ser por el olor. Así, juzgo que debes ser Arturo Jotther. Si tienes encima algún arma te mando que la dejes a un lado. Cuando lo hayas hecho, ven a reunirte conmigo.
Doc estaba en lo cierto. La furtiva figura encogida en la oscuridad que se cernía en la parte posterior del auto, no era otra que la pequeña mole de Arturo Jotther.
Su rostro gris apareció arañado por la frenética huida a través del bosque.
Además, tenía rasgada toda la ropa.
Quizá el terror, un terror inconfundible, era lo que le mantenía silencioso.
—A noventa millas por hora ya puedes imaginar lo que será de ti en el caso de que sea yo súbita víctima de la marca negra —comentó Doc—. ¿Ves? Ahora aplico al coche una velocidad de cien millas por hora.
Arturo Jotther no pronunció una palabra. Sus finos y blancos dedos buscaron la aldaba de la portezuela. Esta se abrió de golpe. Mas dada la velocidad a que marchaban, el viento cerró la portezuela otra vez y amenazó con arrancarla de sus goznes.
Doc se dio cuenta de lo que estaba sucediendo con el tiempo justo de impedirlo. Movió el volante y las llantas de goma del raudo sedan chirriaron en son de protesta. A1 propio tiempo se difundió por la atmósfera el olor a goma quemada. Doc le había aplicado los frenos sin pérdida de momento.
Pero el liviano cuerpecillo de Arturo Jotther salió despedido del interior del automóvil, cayó, como proyectil arrojado por una catapulta, al camino, y allí rodó, una y otra vez, sobre sí mismo.
Doc consiguió detener el coche unos metros más allá.
Sus ruedas iniciaron una media vuelta, se deslizaron, obedientes, hacia atrás.
La luz de los faros barrió el suelo del camino. Doc se quitó los anteojos.
Descendió en el punto donde se efectuara la caída de Jotther.
De acuerdo con las leyes de la gravitación, el hombrecillo debió quedar convertido en informe masa de carne y de huesos. Sin embargo, ni carne ni huesos vio Doc sobre la asfaltada carretera.
Entonces la cruzó y se acercó a la cuneta. Espesos zarzales orillaban la linde del camino formando espesa alfombra. Más allá, crecían apiñados rododendros.
Arturo Jotther no había muerto. Las espinosas ramas de los arbustos le habían lacerado el cuerpo, ello era inevitable, porque su cuerpo había rodado sobre la masa espinosa que formaban.
La espantosa fuerza de impulsión de la caída a la velocidad de cien millas por hora habíale llevado a más de cincuenta pies de distancia del camino.
Debido a este milagro había sobrevivido el fugitivo. Doc siguióle el rastro algún tiempo entre rocas y espinos. No cabía duda de que el amedrentado Jotther había huido con toda la velocidad que imprimía el terror a sus pies.
Gotas de sangre manchaban las hojas de los arbustos vecinos. Pocos hombres lo hubieran contado tras de caer desde un coche que avanzaba a tan espantosa velocidad.
Transcurridos que hubieron unos minutos, abandonó la persecución.
Acababa de oír, otros coches que avanzaban carretera adelante. Sin duda, él hubiera podido guiar a los agentes de policía hasta Arturo Jotther.
Pero partió en el coche sin proporcionarles los informes que, con toda seguridad, deseaban.